PREGÓN DE LA XI FERIA DEL LIBRO VIEJO Y ANTIGUO DE ZARAGOZA, 2015
PREGÓN
El canto libre del tiempo: memoria y palabra
Antón CASTRO
El primer libro que compré en mi vida fue por correo. Debió de ser hacia 1975 y a través de una revista, quizá fuese el As Color de los miércoles, ofrecían Humillados y ofendidos de Dostoievski, Salambó de Gustave Flaubert y Papá Goriot de Balzac por 199 pesetas. Acababa de ver en televisión una pequeña serie sobre la obra de Dostoievski, con Inma de Santis y Ramiro Oliveros en el reparto, y otra sobre la obra de Balzac con un Carlos Lemos genial. Casi por entonces, tuve un profesor, Xosé Toba Quintáns, que nos daba lecciones de literatura con sus apuntes manuscritos de la Universidad de Santiago. Le apasionaban Ernesto Sábato, especialmente Sobre héroes y tumbas, y García Márquez. Nos dijo: «Es bueno que vayáis a una librería. Un libro es como una puerta al mar».
La frase podría parecer inventada, pero no lo es: él era de Muxía y nos recordó otro detalle que entonces me pareció ideal. En su pueblo transcurría La hija del mar de Rosalía de Castro, que había pasado una temporada muy cerca del Santuario da Virxe da Barca, donde las olas son como deshilvanados gigantes de espuma; había estado con la hermana de Eduardo Pondal, el bardo galaico-céltico de la Costa de la Muerte que Ángel Petisme sacó en su canción Golpes de mar. Decidí hacerle caso: fui a la librería más famosa de A Coruña, Arenas, que aún existe en los Cantones, y compré la edición de Círculo de Lectores de Cien años de soledad. En aquel agosto de 1976 leí la novela cinco o seis veces: yo era un zagal de aldea y aquella me pareció una experiencia increíble. La literatura podía ser eso: una puerta abierta al mar, a la imaginación, a la aventura, a la historia, a la reflexión; podía contener historias fascinantes, historias que parecían contadas por mi abuela Emilia. La literatura era una puerta abierta al mar y a algo un poco indeterminado para mí entonces: el deseo y el sexo. Releía con pasmo absoluto aquella noche de amor de José Arcadio, el hermano del coronel Aureliano Buendía, con una gitana y me parecía que salía de la novela el vago olor de lodo o salobre de la tierra, de la lluvia, de la carne estremecida como si el mundo estuviese a punto de deshacerse para siempre.
Aquel libro fue una revelación. Y una pesadilla. Y un sortilegio, que me condujo a otros libros. Debo citar especialmente tres: Rimas y leyendas de Bécquer, que aún me acompaña, otra invitación a soñar, a viajar en el tiempo, a enamorarme de palabras como montería o rayo de luna; una antología de prosa, poesía y teatro de Lorca, en Círculo de Lectores, que fue como una conmoción, empezando por el léxico. Si García Márquez me mandaba directamente al terreno de la incredulidad, Lorca me envió al diccionario. Recuerdo que anotaba, a lápiz, con impoluta caligrafía entonces, palabras que parecían brotar del hechizo: pámpanos, nardo, polisón, miriñaque, adelfa, arrayán, o algo que parecía más terrible como sarmentosa por calentura de varón. Y el tercer título fue El extranjero de Albert Camus: la historia de un extraño ante sí mismo, ante la vida y el sol, y ante la muerte de su madre. Ese libro es, en algún instante de nuestra existencia, un perfecto autorretrato. Todos nos sentimos desconocidos alguna vez ante el espejo.
A partir de entonces, me hice visitante asiduo de las librerías, y amplié los establecimientos: Lume, sobre todo. Más tarde, Couceiro y Follas Novas, de Santiago de Compostela. En el verano de 1978 iba a marcharme de mi casa siempre. Me dije: «Si muero joven, como los poetas, no habrá ningún testimonio de mi paso por la tierra». Di un paseo de seis horas por un bosque y escribí 36 poemas breves, a la manera de Diario de un poeta reciéncasado de Juan Ramón Jiménez, un libro que compré en una librería de viejo y ocasión que instalaron por poco tiempo en la plaza de Pontevedra.
Como la de muchos de ustedes, mi vida se construyó con lecturas, con libros, con autores, con quimeras. Y, con el magisterio constante de libreros que leían, que amaban los libros, que contagiaban pasión y hechizo por los escritores y sus circunstancias. Los libros son democráticos: responden a una idea de fraternidad universal indiscriminada. No importa que sean grandes, medianos o pequeños, rojos, grises o negros, alargados, rectangulares o cuadrados, no importa el tipo de letra, el diseño, la portada, la textura, el olor, el uso. No importa en lo esencial, aunque la forma sirve para hacer legible el contenido, el texto, esa caligrafía de conocimiento y emoción. Sean como sean, objetos impecables para las almas y las conciencias, tratados de material sensible, los libros enamoran, enseñan, detienen, envuelven, informan, desanudan el hilo de los sueños, abren las puertas condenadas, eliminan rejas a cualquier prisión, son pájaros de papel. Aves de libertad. El canto libre del tiempo: memoria y palabra.
Cuando llegué a Zaragoza en septiembre de 1978, como muchos otros, empecé a frecuentar Librería Pérez en el Tubo: allí me hice asiduo de uno de mis géneros favoritos. Las biografías. Y adquirí, lo recuerdo bien, una biografía ilustrada de Greta Garbo. Me volvió loco. Uno de los primeros sueños literarios que tuve fue redactar la biografía definitiva de Greta Garbo; luego acumulé muchos libros para hacer lo propio con Luis Buñuel, con Ramón María del Valle-Inclán, la pianista Pilar Bayona, el escultor y pintor y periodista Ramón Acín o Urbano Lugrís, el artista del mar.
Inocencio Ruiz Lasala fue un maestro para mí. Un incitador al que costaba ponerlo de tu lado. Exigía estratagemas de conquista: te examinaba de curiosidad y formación. Le compré muchos libros; por ejemplo, una amplia selección de volúmenes de Akal, que debieron salvarse de un incendio. Y aquel Rilke en España, de Jaime Ferreiro Alemparte, que me ha acompañado siempre. Después de Inocencio, o casi a la par, me habitué a otros lugares y otros libreros: Muriel, Contraseña, Pórtico, Gómez Pastor, Gacela, Hesperia, la Librería General, donde robé un Hacia un teatro pobre de Jerzy Grotowski en una época en que quería ser director teatral y dramaturgo. Salí corriendo y creo que aún no he dejado correr por la mala conciencia.
Desde entonces no ha cesado mi pasión por los libros. No soy bibliófilo, soy un lector entusiasta. He hecho microbibliotecas, desordenadas e incompletas, de casi todo: de las Olimpiadas, de boxeo, de cuentos de fútbol, de bandoleros, de bestiarios, de historia del libro y de la lectura, de sirenas y hadas, de epistolarios, de mujeres escritoras, de álbumes ilustrados, de crímenes y, por supuesto, del mar: durante años coleccioné libros del mar en la poesía, y más específicamente de ballenas.
He hecho modestos anaqueles de Borges, Cortázar, Mercè Rodoreda, Kafka o de William Shakespeare, por ejemplo, y eso significaba comprar todas las traducciones de sus libros, en español, en gallego, en portugués... Fue mi escritor preferido antes de que lo suplantasen Borges, Marguerite Yourcenar, Isak Dinesen, Mercè Rodoreda y, por supuesto, Miguel Torga, Ramón José Sender y Bécquer, que es un autor aragonés nacido en Sevilla con el que me reencontré en Veruela. A veces me sorprendo a mí mismo pensando cuántos libros he querido escribir, cuántos autores me han embrujado, cuántos fotógrafos me están esperando. Soy fetichista, me apasionan las dedicatorias, las rarezas, los catálogos de artistas, las ediciones ilustradas, los cuentos infantiles, las enciclopedias y los diccionarios. Y las compilaciones de reportajes y entrevistas. Soy periodista porque leí cuando era cajero de bingo Inventario de otoño de Manuel Vicent.
Los libros han sido una incitación, un estímulo, una travesía y una forma de vivir en constante desvelo y en la mejor compañía: con los autores, los editores, los distribuidores, los impresores y con los libreros. Ahora ya son otros: Antígona, Cálamo, Pórtico, Los Portadores de Sueños, París, Pons, Librería Central, Prólogo, Luces de Bohemia, ... Merecen un cariño especial los libreros de viejo: son los depositarios de un arsenal infinito de tesoros que rescatan del olvido, que miman y comparten. «Cualquier papel que encierra una palabra es el mensaje que un espíritu humano manda a otro espíritu», ha escrito Borges, que se confesó «incapaz de imaginar un mundo sin libros». El libro es una forma continua de felicidad. Siempre podemos encontrar cualquier cosa en su interior. Un murmullo, un misterio, una voz necesaria; de día y de noche, las páginas y sus criaturas cuchichean. El libro es uno de esos objetos perfectos que nos deslumbran y que nos sojuzgan: por su contenido, por su continente, por su épica sigilosa, porque nos llevan de paseo hacia la realidad de cada día y hacia las estrellas. Ya está aquí el libro digital y su auténtico sueño es alcanzar la escultura sensual del papel.
Quiero dar aquí fe de tres de mis volúmenes favoritos: el Latassa en tres tomos, que me consiguió nuestro inolvidable Félix Romeo Pescador, la primera edición de Poeta en Nueva York, de García Lorca, que me trajo de Argentina el rapsoda Luis Felipe Alegre y la primera edición, ilustrada por Timoteo Pérez Rubio, de La voz apasionada de Julio Alejandro de Castro, que me regaló el bibliófilo José Luis Melero. El libro, como ven, también es una hermosa proyección de la amistad.
*La foto es de André Kertész.
1 comentario
bibliotranstornado -
Saludos