UNA LECTURA DE MARTÍNEZ DE PISÓN
El día de mañana. Ignacio Martínez de Pisón. Seix Barral: Biblioteca Breve. Barcelona, 2011. 382 páginas.
Pícaro, delator e iluminado
Ignacio Martínez de Pisón (Zaragoza, 1960) es un novelista metódico y talentoso. Y de una constancia imperceptible: se aplica a sus libros sigilosamente, con vehemencia, con una lucidez tranquila y con una especial conciencia del oficio. No quiere deslumbrar a nadie: es un novelista de fondo, realista, natural, el forjador de un estilo casi cinematográfico, tan paciente como invisible. Siempre hace muchas cosas: investiga el misterio y la muerte de José Robles Pazos, escribe guiones como ha hecho en ‘Las trece rosas’ o ‘Chico y Rita’, redacta novelas de excelente factura como ‘Dientes de leche’, ‘El tiempo de las mujeres’ o ‘Carreteras secundarias’. O incluso ordena una antología de cuentos sobre la guerra civil española en ‘Partes de guerra’. Pisón es un parsimonioso pugnaz: obsesivo, perfeccionista, discreto. Al quite y sin obsesión alguna por el desquite. Y es, ante todo, un auténtico novelista, heredero de Pío Baroja y de Sender, de John Cheever y de Patrick Modiano, de Mario Vargas Llosa, por citar algunos ejemplos.
Lleva en Barcelona alrededor de 30 años y ahora ha decidido rendirle un homenaje a una de las ciudades más literarias de España con ‘El día de mañana’, una novela que cuenta la vida de un personaje como Justo Gil Tello que será emigrante a la deriva, superviviente, pícaro, delator e iluminado. A través de una especie de casa con muchas ventanas, de un caleidoscopio del recuerdo, a Justo Gil Tello lo irán dibujando quienes lo conocieron, quienes lo ayudaron, quienes sufrieron algunos de sus desmanes y sus muchas deslealtades o aquellos para quienes apenas era un loco, un enamorado que soñaba, como don Quijote, en construirle una mansión o un refugio a una dama que solo era tal en una de sus más extrañas e imprevisibles quimeras.
Ese Justo Gil Tello, de origen aragonés y procedencia rural, llegó a Barcelona a con una madre enferma, a la que cuidará, a la que lavará, a la que sacará a paseo este inicial buen chico. Aquella era una España sórdida: de mentiras y miedos, de delaciones, de amores urgentes y de queridas a las que se conquistaban con perfidia y flores, y de hambre atrasada. Justo, en medio de una selva de hechos, de personajes (como aquella Ju-Ju, mucho más alta que él, tan sensual, tan rebosante de carne y belleza que le hinchaba la falda), intenta encontrar un camino. Va de trabajillo en trabajillo, de afán en afán, de chapuza en chapuza y secreteo, de estafa en estafa, y poco a poco se convierte en confidente de la policía política del régimen. Pisón cuenta todo eso con una fluidez imperceptible: sus criaturas rezuman verdad, verdad literaria y verdad vital, y colaboran en resolver un pequeño enigma: “¿Cuántas cosas se pueden contar de un personaje?”. Un personaje que vivía “en un constante estar alerta”, un personaje que se va haciendo acreedor a epítetos que no honran a nadie: idiota, paleto, “el peor de los confidentes”, que cobrará 4.000 pesetas al mes, capaz de matricularse en Derecho y de zambullirse en círculos nacionalistas, en las noches de Bocaccio o de leer a Jaime Gil de Biedma.
El procedimiento narrativo de Martínez de Pisón es el del ‘quest’: doce seres, con su propio latido y con su propia biografía, recuerdan a Justo. Entran y salen de su vida y de la novela. En cierto modo, Pisón emplea la estética de la mancha de aceite controlada, el mapa de las emociones. Esos doce seres entran y salen en diálogo con el lector, en diálogo con Barcelona y con una época abonada a la marginalidad, a la miseria, a la represión y a la impostura permanente. Justo Gil Tello es un impostor sin escrúpulos, y quizá se corriese el peligro de que la aventura de ese ser repulsivo y antipático pudiera interesarnos algo menos. Sin embargo, ocurre lo contrario: los personajes que cuentan se alzan una y otra vez, como ocurre con Carme Román -que es una mujer noble que se reinventa a sí misma y encarna la capacidad de aprendizaje, de rebeldía y de evolución de muchos españoles-, con Mateo Moreno, con Elvira Solé, con esa Loreto que decide cambiarse el nombre y ser Chantal, casi una diosa cotidiana a la busca del placer y de la libertad, con el periodista Manel Pérez, que escribe de la ultraderecha catalana, con el joven Noel. Esta es una novela de personaje y personajes, de vida y destino, de contexto social, una novela de una ciudad, y es el retrato de un desalmado que se anuda y desanuda a la fatalidad.
Pisón ha manejado mucha documentación y ha desempolvado muchos periódicos y las crónicas de Xavier Vinader. Y traza una paradójica existencia, dibuja numerosas tramas, recrea episodios y personajes –la protesta de los curas, el encierro de Montserrat, el entierro posterior de Carlos Barral, en un viaje al futuro, la evocación de Gil de Biedma…-, mira de frente al pasado (el franquismo y el principio de la Transición), y se permite numerosos detalles de humor (por ejemplo, aquellos “pedos vaginales” de Fina, una novia fugaz de Justo) y da rienda suelta a una vieja obsesión suya: la asociación de escritores de palíndromos, que llegan a reunirse en Sos del Rey Católico y dejan perlas del tipo “Eva usaba rímel y le miraba suave”.
‘El día de mañana’ es una novela compacta, muy bien hilvanada con sus voces y sus elipsis, dotada de una extraordinaria fluidez, una novela que prueba que Ignacio Martínez de Pisón conoce las respuestas más definitivas de los seres humanos, explora el camino del corazón y lo exhibe, sin retórica, en toda su belleza, en todo su dolor y en toda su complejidad.
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