Blogia
Antón Castro

UN CUENTO DE JAVIER AGUIRRE

UN CUENTO DE JAVIER AGUIRRE

 [Javier Aguirre acaba de publicar un nuevo libro: ’Cupido en el Matarraña’, que es un conjunto de narraciones eróticas que forman parte de una campaña general de esa comarca para difundir su patrimonio, su capacidad turística, sus rincones con encanto y su condición de refugio para enamorados o aventureros de mil cosas, pero también del amor. Javier, gentilmente, me envía este relato que es un homenaje a Ernest Hemingway el vino.]

 

EL ESCRITOR Y SU SOMBRA

 

Francisco Javier Aguirre

 

 

Para Antón Castro,

que vendimió en CARIÑENA.

 

Sentado en el extremo de aquella bóveda infinita que conducía sus sueños de un extremo al otro del recuerdo, Hemingway volaba sin mover los pies sobre los nubarrones de sus pensamientos más oscuros. Le acosaban los fantasmas del pasado, aquel bravucón alemán a quien tuvo que liquidar para mostrarle su raza, la explosión de los obuses que mentían la caricia, las palomas fallecidas en el ansia de su hambre, todo el amasijo brutal de un pasado menos que pluscuamperfecto. Además de la florida compañía, alguien tan impreciso como un espejo sin cristal rodeaba al escritor.

De golpe se sintió muerto del revés y solo vio una senda para regresar al futuro: necesariamente el vino. Un caldo joven que restaurara su imagen de amante imaginario mientras la fiesta daba licencia al ocaso de una tarde moribunda, un caldo adulto que colmara aquellas ansiedades que le desató el Caribe y un caldo madurado en las grandes dimensiones, tierra adentro, para digerir la emoción de una carrera sembrada de adoquines o perfumes de mujer y para responder al reto denso que reside en la mirada de un toro hechizado por la sangre.

Un cargamento de soportes luminosos desfilaba por las venas de la vida, saludaba desde el tercio del peligro y alumbraba los fulgores arañados al sol. El espejo sin cristal parecía un latido vigilante. Oscilaba en torno suyo modulando los voltajes de una luz elemental.

Se mesó Ernest la barba, sonrió desde el borde de sus labios y quiso decir despacio, con su acento intemporal silabeante, que la felicidad residía en las entrañas de aquella cueva, de aquella caverna jubilosa que anidaba en el corazón de las barricas esculpidas por el silencio incoloro de los años, en la alegría que se hallaba refugiada en la canción secreta de los vendimiadores, que golpeaba en su lengua con afán de multitudes y acabaría acunando paladares infinitos sin que fuera necesario el tañer de las campanas.

Un golpe mineral en la conciencia vino a darle la clave del misterio: la letra reclamaba el hilo de sus manos, las sonoridades que brotan del milagro sinuoso de una idea preñada de ilusión. Alzó la copa, miró el decantador, pidió permiso. La licencia procedía del fondo de la tierra de donde los racimos extraen la savia que alimenta su esperanza de entusiasmo.

Toda la concurrencia asintió cuando el mago dijo sí con un gesto de cabeza iluminado tras los ojos, cuando su mano izquierda extendió la mejilla por la escala de los dedos y dirigió sus pasos en busca de la nueva copa derramada hacia dentro antes de que se agostara la amapola del verano.

Estaban por llegar en tropel las voces nuevas de las uvas hermanadas, sus racimos, el aliento febril de los vendimiadores, los delirios, los brazos abiertos de las prensas, sus afanes y el lagar, la promesa certera del silencio en los antiguos lares y manes y penates de los dioses inmortales.

Alguien contemplaba la escena amparado en la penumbra, quizá un espejo, alguien aprobaba el pasado no escrito y el futuro sin razón, quizá un cristal, alguien de cuerpo indefinido abrazaba al mismo tiempo el fuego y la ceniza: su propia sombra.

 

*Un retrato de 1959 de Antonio Ordóñez y Ernest Hemingway, protagonista de este relato.

0 comentarios