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VIDA Y OBRA DE SANCHO GRACIA, ACTOR

Entrevista con Sancho Gracia (Madrid, 1936)
-Usted nació en Madrid pero pasó su infancia en Uruguay.
-Sí, allí viví mi infancia y fui a la Escuela Municipal de Arte Dramático que lo dirigía la gran actriz española, republicana, Margarita Xirgu. La conocí, claro, y trabajé con ella. Hice el convidado sexto o séptimo del novio en “Bordas de sangre”, y trabajé también en “Sueño de una noche de verano”, donde hacía el alabardero 48, pero bueno, de alguna manera hay que empezar, y sí estudié con ella.
-¿Por qué se dedicó al teatro?
-Tenía vocación: siempre tuve vocación de actor. Permanecí en Montevideo quince años seguidos, luego iba y venía bastante. A mi padre se lo llevaron de aquí para trabajar en la embajada; mejor dicho, mi padre fue emigrante, primero a Brasil, y luego a Uruguay, y allí trabajó y murió enseguida.
-Entonces regresó a España, supongo. Y casi le pasa lo que cuenta en “800 balas” de Alex de la Iglesia.
-No, no. Eso será luego. Le cuento: volví a España en el año 1962; en realidad me iba para Estados Unidos, porque mi madre y mi hermana vivían a Nueva York. Y un día acompañé a un amigo mío uruguayo que estaba ensayando con don José Tamayo una obra de teatro, “Calígula” de Albert Camus. Y entonces, fíjate, le faltaba, el Escipión. José María Rodero hacía Calígula. Me presentaron a Tamayo; tuvo gracia lo que me dijo porque yo hablaba con la ese, con acento criollo puro, no, y me dijo: “¿Usted puede hablar en español?”. “Hombre, ¿en que hablo yo? Creo que sí”. En definitiva, que me contrataron para hacer Escipión y debuté en el Teatro Romano de Mérida haciendo “Calígula”, y no sólo “Calígula” sino que ya a partir de ahí me dio una serie de personajes maravillosos.
-¿Cuáles?
-Yo hacía un personaje de “Divinas palabras” de Valle-Inclán, Don Fernando en “El caballero de Olmedo” de Lope de Vega, y el Leandro de “Los intereses creados” de Jacinto Benavente, que siempre lo hacía una mujer o un actor de características sutiles, delicadas, débil. Y me hice una gira por toda España.
-Según algunos datos suyos, creo que su primera película fue del año 65.
-No, no. Fue del 1962. Había hecho algunas cosillas con Jesús Franco, con el cual hice una película en la que trabajaba yo de “negra”, digo bien de negra porque era una orquesta de negras, pintadas, y vestidas de mujer. Se llamaba “Vampiresas 1930”, con Micaela, una actriz famosa que ya murió. La realidad del asunto es que yo empecé a trabajar con un papel bueno en una película francesa, “La otra mujer”, en la que las actrices y los actores principales eran Annie Girardot, una actriz excepcional, Alida Valli, Francisco Rabal, un actor estupendo como era Antonio Casas, Richard Johnson y yo. Bueno, bueno, también trabajaba Ana Mariscal, Cándida Losada; y yo tenía un papel muy importante. La película se rodó en Almería. Ya ve que el cásting era magnífico: no funcionó.
-Recuérdeme a uno de los seres más hermosos y enigmáticos del cine: Alida Valli. Es imposible olvidar la última escena de “El tercer hombre”, cuando pasa, indiferente y bella, ante Joseph Cotten y no se para...
-Era guapa, guapa. ¡Guapa! Tenía una belleza en los ojos, eran violetas, yo que sé... Y Annie Girardot, una gran actriz.
-Demos un pequeño salto. Algunos años después empezó a hacer spaghetti western...
-Sí, sí. Hicimos “El oro maldito” con Giulio Questi, buen director, “La furia de los siete magníficos”, “Marco Antonio y Cleopatra” con Charlton Heston también. El asunto de especialista, que hago también en la película de Alex de la Iglesia, ¿sabe de dónde viene? Viene de que yo en casi la totalidad de películas de acción, casi todas las cosas de acción las hacía yo. Las sé hacer y me gustan. Realizaba cosas de especialista, no trabajé nunca, pero sabía hacerlas.
-Sé que estos días se ha vuelto a hablar de su romance con Raquel Welch durante la película “Cien rifles”.
-Sale en la película. No le voy a contar nada más. Sale. Ella vino aquí a hacer esa película y luego hizo otra en otra en Canarias. Era una chica encantadora, bellísima, ahora está haciendo teatro. Tengo un recuerdo estupendo de ella.
-Todos le recordamos por “Los tres mosqueteros”. Pertenezco a esa generación de niños que salían de colegio con el entusiasmo de ver aquella serie. ¿Qué le queda de D’Artagnan?
-Eso ya fue hacia 1970. Tengo recuerdos muy bonitos. Lo único que ocurría era que el trabajo era agotador. Al mismo tiempo estaba en Barcelona haciendo una función de teatro que se llamaba “La mamma”, que está sacada de una novela de un francés André Roussin, actuaba con Mary Carrillo. Al mismo tiempo, me levantaba a las cinco o a las seis de la mañana para hacer “Los tres mosqueteros”. Y el recuerdo es bonito: fue, tal vez, la primera serie de acción real que se hizo en Televisión Española. Y todo lo hacía yo. Nunca he tenido suplantador. Tiraba, y tiro, me peleaba, montaba, saltaba, y de ahí viene en cierto modo el rollo del “especialista”.
-Le seguíamos por la prensa del corazón: “Hola”, “Semana”, creo recordar que se casó usted por entonces por una periodista.
-¿Cree usted, sí, que salía mucho en la prensa del corazón? Me casé con una periodista y sigo casada con la misma, uruguaya.
-Ya entonces daba una sensación aplastante de seguridad, de que se comía el mundo, rozando casi la altanería. ¿O no?
-¿Sensación de seguridad, en cuánto a qué, a la vida o a la interpretación?
-A ambas cosas, me temo.
-Yo creo que había una especie de defensa. Pero el ser humano tiene momentos de seguridad y de fragilidad como cualquier vecino. Lo que pasa es que muchas veces la apariencia física, al espectador o al personaje que te ve, le da la impresión de que eres un tipo seguro, y yo tengo mis ratos de dudas. No soy ni una máquina ni un tío hecho en un laboratorio. He tenido, y tengo, mis momentos de inseguridad.
-Luego hizo “Los camioneros”.
-Sí. Era una serie preciosa y estaba dirigida por Mario Camus. Fue la primera serie que se hizo en televisión, que se filmó en 35 mm. Y a partir de ahí yo no hice nunca una serie que no fuese filmada, por eso yo no extrañaba mucho el cine. Y yo además era el productor. Y después de ésa, creo que ya hice “Curro Jiménez”. Empezamos el día de la República, el catorce de abril de 1975, aún no se había muerto Franco.
-Le hemos identificado mucho con ese personaje. Le venía que ni anillo al dedo. Era un personaje con un pasado borrascoso, decidido y con un sentido moral de la justicia tremendo...
-Tenía un sentido moral porque no había más remedio que ponerle una moralidad, pero era un perdedor total. Curro era un hombre al que se le muere el padre, le quitaban la barca, habían violado a su novia y le echan de los pueblos. No le quedaba más camino que matar a los hijos del alcalde y echarse al monte. El tipo se convierte en bandolero, pero sí tenía sentido de justicia. No hubo más remedio que poner a los franceses, porque en aquel momento no nos dejaban poner a los alcaldes. Vivía “el santo” todavía y existía la censura. Este personaje había vivido cien años antes de la Guerra de la Independencia.
-He leído que fue una idea suya hacer una serie sobre este personaje real conocido como “El barquero de Cantillana”.
-Sí. Había una biografía de Fernández y González, y otra de Bernaldo de Quirós. Pero fue una serie que me inventé yo: me leí los personajes, elegí al guionista Taco Larreta, escribimos juntos el primer guión, y yo lo presenté a televisión. Y luego ya, aparte de eso, los primeros trece episodios los produjo TVE y el resto los produje con TVE. Hombre, creo que puedo sentir un poco de orgullo. Creo que la serie estaba bien hecha. Estaban los mejores directores: Mario Camus, Pilar Miró, Antonio Drove, Giménez Rico, Romero Marchén, Emilio Martínez Lázaro...
-Lo que le envidiábamos casi todos es que se llevaba a las chicas más bonitas que había en España: Blanca Estrada, Teresa Rabal, Pilar Velásquez... Usted era casi un fauno o un sátiro.
-Total, total. Ja, ja, ja. Es cierto. Trabajaron en la serie las chicas más guapas y buenas actrices todas del momento. No faltó casi ninguna ni tampoco ilustres veteranas como Irene Gutiérrez Caba, Lola Lemos, Cándida Losada, y actores importantes.
-En cualquier caso, para usted, en caso de todavía lo necesitase, era una formidable escuela de actor.
-Para mí esa serie fue definitiva en todos los sentidos, pero aún lo es hoy porque después de 27 años usted me la recuerda, la gente me la recuerda y me dice al pasar: “Curro”. Y eso quiere decir que ha funcionado en el público y también entre los profesionales. Voy por los pueblos y aún me dicen: “Sancho, éste caballo negro es el caballo de Curro Jiménez”. Todo el mundo tiene el orgullo de tener el caballo que yo montaba, y se puede suponer que Curro no podía tener 40 caballos. Además, después de 27 años, el pobre demonio de caballo, ¿dónde demonios estará?
-Creo recordar que usted apoyó públicamente no sé si a UCD o Adolfo Suárez.
-A Adolfo Suárez. Lo hice sobre todo por amistad. Era amigo mío, es amigo mío, nos habíamos conocido cuando él trabajaba en televisión. Y aparte de eso, cuando no estaba en televisión, fue padrino de un hijo mío, de Rodolfo. Y apoyé a Adolfo Suárez.
-¿Se ha arrepentido alguna vez?
-Para nada. Pero yo siempre estuve a la izquierda, no de ahora. Adolfo lo sabía, yo no tenía ningún empacho en decirlo. Lo único es que son cosas que, a mi entender, en ese momento no se pegaban de tortas. Lo que está claro es que yo no he sido nunca del PCE, nunca, no por nada, sino porque no lo era. Era un hombre de izquierdas, socialista, pero apoyé a Adolfo Suárez porque me parecía que era la mejor opción. Y de hecho se ha demostrado que ha sido un hombre válido.
-Hay otra faceta de su vida por la que es famoso también: la bohemia, la noche, el exceso, las tertulias.
-Siempre me han gustado sí, pero ahora ya no. Ahora salgo muy poco, pero me ha gustado la tertulia por el hecho de la tal tertulia, por cambiar ideas y hablar, y mantengo una tertulia a la que voy poco ahora a la que acude el productor Elías Querejeta, el guionista Manuel Matji, filósofos, periodista, pintores.
-Usted, se lo he leído, se mira en los espejos de Paco Rabal o Fernando Fernán Gómez.
-Siempre. Son grandes amigos míos y una representación fuerte y válida de lo que es la profesión de actor en España. Ha habido otros, que ahora están muertos; he trabajado con José María Rodero, José Bódalo, con Carlos Lemos... Hice una obra de teatro para televisión, “Doce hombres sin piedad”, en la que había actores maravillosos, Jesús Puente, Ismael Merlo, y yo creo que una de las cosas básicas que los actores deben hacer es fijarse, no tanto para copiar como para tener una referencia de las cosas que se pueden hacer o no. ¿Me permite una vuelta atrás?
-Desde luego.
-Yo creo que el reflejo de mi forma de ser, llamémosle política, está muy claro en las cosas que yo he hecho y he producido. Ahí están “Los camioneros”, que es una serie sobre el trabajo, “Curro Jiménez”, que es un tipo contra el bando establecido, un bandolero; luego he hecho la película “Gallego”, basada en la novela de Miguel Barnet, que se basa en la historia de un emigrante; después he sido el productor de “Huidos”, una historia de maquis. Es decir, que mi trayectoria ha sido bastante clara. He trabajado aquí en Zaragoza con los chicos de El Temple, donde hice Goya.
-¿Qué recuerdo tiene de eso?
-Estupendo. Muy bueno. Son unos chicos estupendos. De verdad.
-Acabemos con “800 balas”...
-Para mí esta película ha sido renacer un poco, en mi carrera y de ilusión. Para mí trabajar con Alex de la Iglesia ha sido un renacimiento, no por el cariño y el amor que le profeso, no sólo por eso, sino como director. Es una persona entrañable; no entrañable, sino serio en el trabajo, sabe lo que quiere, y te transmite confianza. Ha sido muy importante para mí este papel, que además por fortuna escribió para mí. Por eso mi agradecimiento es total.
-Sancho, usted ha padecido un cáncer, le han quitado un pulmón. Creo que ha dicho que Alex de la Iglesia le ha devuelto la vida.
-Quizá haya exagerado un poco. Je, je, je. La verdad es que ahora estoy bien, pero tengo un pulmón menos y hay ciertas cosas de acción que ya no las puedo hacer ni me las dejan hacer los directores por si acaso. Pues, bueno, aquí estamos.
*Me gusta remover en mi fondo de armario y encontré esta entrevista con el actor Sancho Gracia, que nos marcó a mucho nuestra infancia sentimental. Como me gusta alimentar siempre mi blog con historias de seres especiales, la cuelgo aquí. Jamás he podido olvidar la fascinación por "Los tres mosqueteros" con Ernesto Aura, Joaquín Cardona,Víctor Valverde, Félix Navarro, Francisco Piquer, Maite Blasco (de la que me enamoré irremisiblemente: lloré el día en que, tras volver del colegio, fue envenenada) o Elisa Ramírez (marcada aquí, como Milady de Winter, con la flor de lis en el hombro: aquel era un amor perverso y pecaminoso)...
01/03/2005 10:41 Enlace permanente. sin tema Hay 39 comentarios.
DE SERES EXTRAORDINARIOS*
En la Galicia legendaria de Álvaro Cunqueiro y Rafael Dieste los niños crecíamos entre la fascinación y el miedo. Por las noches, al calor de la lumbre, mientras el chicotazo del vendaval golpeaba la chimenea, se contaban historias que dilataban el insomnio. Allí, una noche tras otra, se oía hablar de aparecidos, de perros negros que vivían en el mar y salían de madrugada a deambular por los alrededores, de fantasmas encerrados en el interior de la piedra, de vampiros y hombres lobos. Del lobo se decía que poseía una mirada hipnótica y que desplegaba una especie de “aire de lobo” unos cientos de metros a la redonda, de tal modo que, aunque no lo vieses, si andabas por allí podías quedarte literalmente petrificado. Y a veces, uno de los narradores de las improvisadas “Mil y una noches” de aldea ponía un ejemplo inapelable. Fulanito de tal estuvo en medio del bosque paralizado de espanto dos meses y siete días con sus noches, hasta que decidieron enterrarlo lejos del cementerio. El hombre lobo o “lobishome” formaba parte del imaginario común: era el séptimo hijo varón de la familia y notaba el desorden de su cuerpo y la furia de sus sentidos bajo el influjo de la luna llena.
Durante el día había algunos indicadores o pruebas externas de lo que habías oído. Como un presagio constante o un sordo diálogo con el trasmundo, algo difícilmente explicable. Pero también veías llegar a los charlatanes de aldea y mendigos que te ofrecían distracción y un manjar de historias a cambio de un poco de pan, algo de fruta o unas monedas. Y en sus cuentos siempre había narraciones picarescas, algún crimen, damas perversas, sortilegios y monstruos. Quizá el tipo más extraordinario de entonces fuese el caballero Demonio, que nos parecía de carne y hueso. Lo suponíamos con un rostro rojizo, abundante cabello, esquivo y torvo mirar, y tal vez un largo rabo. Nuestras madres también lo temían: cuando íbamos por leña o a jugar en el corazón del soto nos hacían llevar un crucifijo o un diente de ajo, que era un talismán contra su maldad. No compareció nunca. En aquella Galicia legendaria de Álvaro Cunqueiro y Rafael Dieste, poblada por cazadores de dragones y tesoros, por boticarios asombrosos que curaban la locura o la desesperación con un enigma lingüístico o matemático, sabíamos que en la alta noche de las sombras había pasos inquietantes, fantasmas al acecho, muertos que reaparecían durante el sueño e incluso un extraño ser que vivía al revés: empezaba siendo anciano, recobraba día a día la juventud, hasta que al fin se volvía niño, bebé y definitivamente semilla.
Aquello sólo fue la revelación de una realidad escurridiza que tenía una proyección inequívoca en las mitologías del mundo. Galicia formaba parte de un muestrario universal de mitos y de figuras de leyenda, y aquello que nos parecía tan íntimo y nuestro era de todos. De las mitologías germánicas, célticas o hindúes. De Aragón, la Patagonia, de las tierras que riega el Danubio o de África. De alguna manera, tras frecuentar diccionarios e enciclopedias, y obras como “La rama dorada” de Fraser, vimos que el universo se unía entre sí por estrictos lazos de contigüidad. Éramos especiales, vivíamos el pánico de una manera peculiar, casi física, pero no estábamos solos. Los monstruos de tierra, fuego, agua y aire merodeaban por ahí, cercanos y a la vez intangibles, con su carga simbólica, pero los había de todas las clases y en todos los lugares del mundo. Años después leería en el “Diccionario de símbolos” de Juan Eduardo Cirlot que “simbolizan una función psíquica en tanto trastornada: la exaltación afectiva de los deseos, la exaltación imaginativa en su paroxismo, las intenciones impuras”. Y recordaba que la salvación del héroe “es la salida del sol, el triunfo de la luz sobre las tinieblas, de la conciencia o el espíritu sobre el magma poético”.
La literatura fantástica fue el paso natural de nuestras inclinaciones: descubrimos a esos autores que conviven con el monstruo, con el horror y el estupor, y que abren puertas a un reino de sombras, a un lugar incierto donde se enseñorean el fantasma y las dimensiones turbulentas del existir. Allí estaban, entre otros, Pedro Alfonso y Don Juan Manuel, Cervantes y Quevedo, Cadalso y Bécquer, Emilia Pardo Bazán y Pedro Antonio de Alarcón, Juan Perucho y Valle-Inclán, Ramón José Sender y Baroja. Y con ellos sus criaturas espectrales: alquimistas, brujos postergados, aparecidos, muertos vivientes, elfos, duendes, fantasmas, ángeles, monstruos, seres del envés o de la trastienda de la realidad que nos resultaban cotidianos, entrevistos entre los espasmos del pavor, aunque felizmente invisibles. Entre los nombres extranjeros, figuraban Dante, Lord Dunsany, Maupassant, Le Fanu, Stevenson, Edgar Allan Poe, Italo Calvino, Juan Rulfo, Leopoldo Lugones. Y Kafka, por supuesto, el creador de “situaciones intolerables” que suministra en “La metamorfosis” el asombro desde las primeras líneas: “Una mañana al despertar, tras un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se encontró en la cama convertido en un monstruoso insecto”. Kafka, como Ambroise Paré, Perucho, Cortázar, Rostand, Borges, Cunqueiro o Javier Tomeo, es un gran aficionado a las bestias y sus transgresiones, de ahí que escriba: “El animal arranca la fusta de manos de su dueño y se castiga para convertirse en el dueño y no comprende que no es más que una ilusión producida por un nuevo nudo en la fusta”.
No podemos olvidar aquí a dos autores que nos conmovieron como Julio Cortázar y Jorge Luis Borges. Cortázar supo administrar como nadie la irrupción de la sombra inquietante en la realidad, ya fuese en forma de bestia, de veneno, de pálpito o de fantasma voraz y mecánico que desquicia la sosegada existencia de dos hermanos. Y Borges, que seleccionó una vasta colección de lecturas fantásticas, teorizó acerca de esas figuras monstruosas, e incluso redactó un “Manual de zoología fantástica”; teorizó acerca de visitas a lugares que están más allá del abismo o son el abismo mismo, de regiones intermedias donde la realidad y las tinieblas se entremezclan y se confunden, y de donde volvió con los arquetipos de las figuras perturbadoras de la ficción: gigantes, minotauros, fantasmas, sirenas, grifos, dragones, soñadores, ángeles torturados y hombres inmortales. En su producción menudean títulos como “Libro de sueños”, “Libro del cielo y del infierno”, y fue capaz de encontrar aquellas piezas o aforismos que abordan esta difícil pero embrujada convivencia de seres y géneros, de insectos o alimañas y hombres. “Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño y le dieran una flor como prueba de que había estado ahí, y si al despertar encontrara esa flor en la mano… ¿entonces, qué?”, escribió Samuel Taylor Coleridge.
En este libro hay todo un inventario de pesadillas con caballero extraordinario, que puede ser vampiro, cazador de dragones, extraterrestre, ángel custodio, fantasma o un tipo ordinario que nos revela el otro foso de la imaginación y la conciencia poética del sueño. Todos avanzan ante nuestros ojos con naturalidad y nos dejan temblando en un espacio intranquilo donde las fuerzas tenebrosas se agigantan a su antojo.
*Este texto saldrá de inmediato, a modo de prólogo, en el libro "Caballeros extraordinarios", una colección de cuentos que publica la editorial Páginas de Espuma de Juan Casamayor. Es casi una pequeña autobiografía de lector.
Durante el día había algunos indicadores o pruebas externas de lo que habías oído. Como un presagio constante o un sordo diálogo con el trasmundo, algo difícilmente explicable. Pero también veías llegar a los charlatanes de aldea y mendigos que te ofrecían distracción y un manjar de historias a cambio de un poco de pan, algo de fruta o unas monedas. Y en sus cuentos siempre había narraciones picarescas, algún crimen, damas perversas, sortilegios y monstruos. Quizá el tipo más extraordinario de entonces fuese el caballero Demonio, que nos parecía de carne y hueso. Lo suponíamos con un rostro rojizo, abundante cabello, esquivo y torvo mirar, y tal vez un largo rabo. Nuestras madres también lo temían: cuando íbamos por leña o a jugar en el corazón del soto nos hacían llevar un crucifijo o un diente de ajo, que era un talismán contra su maldad. No compareció nunca. En aquella Galicia legendaria de Álvaro Cunqueiro y Rafael Dieste, poblada por cazadores de dragones y tesoros, por boticarios asombrosos que curaban la locura o la desesperación con un enigma lingüístico o matemático, sabíamos que en la alta noche de las sombras había pasos inquietantes, fantasmas al acecho, muertos que reaparecían durante el sueño e incluso un extraño ser que vivía al revés: empezaba siendo anciano, recobraba día a día la juventud, hasta que al fin se volvía niño, bebé y definitivamente semilla.
Aquello sólo fue la revelación de una realidad escurridiza que tenía una proyección inequívoca en las mitologías del mundo. Galicia formaba parte de un muestrario universal de mitos y de figuras de leyenda, y aquello que nos parecía tan íntimo y nuestro era de todos. De las mitologías germánicas, célticas o hindúes. De Aragón, la Patagonia, de las tierras que riega el Danubio o de África. De alguna manera, tras frecuentar diccionarios e enciclopedias, y obras como “La rama dorada” de Fraser, vimos que el universo se unía entre sí por estrictos lazos de contigüidad. Éramos especiales, vivíamos el pánico de una manera peculiar, casi física, pero no estábamos solos. Los monstruos de tierra, fuego, agua y aire merodeaban por ahí, cercanos y a la vez intangibles, con su carga simbólica, pero los había de todas las clases y en todos los lugares del mundo. Años después leería en el “Diccionario de símbolos” de Juan Eduardo Cirlot que “simbolizan una función psíquica en tanto trastornada: la exaltación afectiva de los deseos, la exaltación imaginativa en su paroxismo, las intenciones impuras”. Y recordaba que la salvación del héroe “es la salida del sol, el triunfo de la luz sobre las tinieblas, de la conciencia o el espíritu sobre el magma poético”.
La literatura fantástica fue el paso natural de nuestras inclinaciones: descubrimos a esos autores que conviven con el monstruo, con el horror y el estupor, y que abren puertas a un reino de sombras, a un lugar incierto donde se enseñorean el fantasma y las dimensiones turbulentas del existir. Allí estaban, entre otros, Pedro Alfonso y Don Juan Manuel, Cervantes y Quevedo, Cadalso y Bécquer, Emilia Pardo Bazán y Pedro Antonio de Alarcón, Juan Perucho y Valle-Inclán, Ramón José Sender y Baroja. Y con ellos sus criaturas espectrales: alquimistas, brujos postergados, aparecidos, muertos vivientes, elfos, duendes, fantasmas, ángeles, monstruos, seres del envés o de la trastienda de la realidad que nos resultaban cotidianos, entrevistos entre los espasmos del pavor, aunque felizmente invisibles. Entre los nombres extranjeros, figuraban Dante, Lord Dunsany, Maupassant, Le Fanu, Stevenson, Edgar Allan Poe, Italo Calvino, Juan Rulfo, Leopoldo Lugones. Y Kafka, por supuesto, el creador de “situaciones intolerables” que suministra en “La metamorfosis” el asombro desde las primeras líneas: “Una mañana al despertar, tras un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se encontró en la cama convertido en un monstruoso insecto”. Kafka, como Ambroise Paré, Perucho, Cortázar, Rostand, Borges, Cunqueiro o Javier Tomeo, es un gran aficionado a las bestias y sus transgresiones, de ahí que escriba: “El animal arranca la fusta de manos de su dueño y se castiga para convertirse en el dueño y no comprende que no es más que una ilusión producida por un nuevo nudo en la fusta”.
No podemos olvidar aquí a dos autores que nos conmovieron como Julio Cortázar y Jorge Luis Borges. Cortázar supo administrar como nadie la irrupción de la sombra inquietante en la realidad, ya fuese en forma de bestia, de veneno, de pálpito o de fantasma voraz y mecánico que desquicia la sosegada existencia de dos hermanos. Y Borges, que seleccionó una vasta colección de lecturas fantásticas, teorizó acerca de esas figuras monstruosas, e incluso redactó un “Manual de zoología fantástica”; teorizó acerca de visitas a lugares que están más allá del abismo o son el abismo mismo, de regiones intermedias donde la realidad y las tinieblas se entremezclan y se confunden, y de donde volvió con los arquetipos de las figuras perturbadoras de la ficción: gigantes, minotauros, fantasmas, sirenas, grifos, dragones, soñadores, ángeles torturados y hombres inmortales. En su producción menudean títulos como “Libro de sueños”, “Libro del cielo y del infierno”, y fue capaz de encontrar aquellas piezas o aforismos que abordan esta difícil pero embrujada convivencia de seres y géneros, de insectos o alimañas y hombres. “Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño y le dieran una flor como prueba de que había estado ahí, y si al despertar encontrara esa flor en la mano… ¿entonces, qué?”, escribió Samuel Taylor Coleridge.
En este libro hay todo un inventario de pesadillas con caballero extraordinario, que puede ser vampiro, cazador de dragones, extraterrestre, ángel custodio, fantasma o un tipo ordinario que nos revela el otro foso de la imaginación y la conciencia poética del sueño. Todos avanzan ante nuestros ojos con naturalidad y nos dejan temblando en un espacio intranquilo donde las fuerzas tenebrosas se agigantan a su antojo.
*Este texto saldrá de inmediato, a modo de prólogo, en el libro "Caballeros extraordinarios", una colección de cuentos que publica la editorial Páginas de Espuma de Juan Casamayor. Es casi una pequeña autobiografía de lector.
03/03/2005 09:03 Enlace permanente. sin tema Hay 6 comentarios.
DISCURSO DE JORGE HERRALDE EN EL BRITISH COUNCIL
En primer lugar, quiero manifestar mi grata sorpresa cuando me telefonearon desde el British Council de Madrid para comunicarme que me habían otorgado esa preciada distinción. Y me pareció desmedido que me la dieran por publicar a muchos escritores que me habían procurado tanto placer como lector y tantas satisfacciones como editor. Naturalmente, la condecoración les corresponde a ellos.
Haciendo un breve repaso, mi anglofilia empezó de niño, con la lectura de Guillermo y sus proscritos, los personajes que creó Richmal Crompton, y poco después, gracias a Josep Janés, gran y muy anglófilo editor, con el descubrimiento de Wodehouse y de aquella idílica Inglaterra que quizá existiera alguna vez, de quien leí docenas de libros.
Algo más tarde, ya adolescente inquieto, me apasionó Aldous Huxley, con su Contrapunto o Un mundo feliz, un gran escritor que cayó en cierto olvido, aunque reapareció cuando los hippies, gracias a Las puertas de la percepción y sus experimentos con las drogas.
Y recuerdo muy bien mi primer viaje a Londres, alrededor de 1960, a finales de mis tiempos de estudiante, para dedicarme seriamente a la tarea de aprender este idioma maravilloso e imposible que es el inglés, y para familiarizarme, in situ, con los muy complicados códigos y las innumerables paradojas de la sociedad británica, empezando con los más obvios e inmediatos, desde las singulares monedas -los peniques, los chelines, las libras y las metafísicas guineas- hasta los sorprendentes horarios de los pubs, pasando por las millas, los pies y las pulgadas, o los sobresaltos de la conducción por la izquierda. Ya más en serio, los grandes historiadores Hobsbawm, Hill o Thompson me ayudaron a entender algo más aquello que Thompson titulaba, en un ensayo suyo, Las peculiaridades de lo inglés. En cualquier caso, Londres fue para mí un flechazo inmediato, un amor a primera vista, y lo he revisitado numerosísimas veces desde aquellos años de los angry young men, del free cinema y de los swinging sixties.
En los inicios de la editorial, en 1969, que tenía una orientación marcadamente antifranquista y radical, leía con gran interés la New Left Review, en cuya sede en Carlisle Street, en el Soho, estuve varias veces, y que era la más interesante publicación de teoría política de su tiempo: unos cuantos de nuestros Cuadernos Anagrama surgieron de dicha revista.
A finales de los 70 empezó a emerger una inigualable generación de novelistas británicos, con Martin Amis, Ian McEwan y Julian Barnes como adelantados, una generación que, en buena parte, Anagrama ha tenido el honor de albergar desde sus primeros títulos -el primero fue, en 1980, Primer amor, últimos ritos de McEwan- y cuyos componentes gozan en nuestro país de una merecidísima popularidad. Esos y muchos otros escritores ingleses, gracias a la infatigable colaboración del British Council, han visitado a menudo Barcelona. Y, por cierto, uno de ellos, Tom Sharpe, se ha convertido en catalán de adopción.
En el catálogo de la editorial, como ha mencionado el Excmo. Sr. Embajador, la presencia de escritores británicos ha sido muy significativa y lo seguirá siendo, y de muy variados registros, con un denominador común: la indiscutible calidad literaria.
Y nada más: gracias de nuevo por la distinción y al Embajador por sus palabras, y viva la literatura británica.
Jorge Herralde
Barcelona, 1 de marzo de 2005
Texto leído con motivo de recibir
la distinción de Oficial de Honor
de la Excelentísima Orden del Imperio Británico (OBE)
Haciendo un breve repaso, mi anglofilia empezó de niño, con la lectura de Guillermo y sus proscritos, los personajes que creó Richmal Crompton, y poco después, gracias a Josep Janés, gran y muy anglófilo editor, con el descubrimiento de Wodehouse y de aquella idílica Inglaterra que quizá existiera alguna vez, de quien leí docenas de libros.
Algo más tarde, ya adolescente inquieto, me apasionó Aldous Huxley, con su Contrapunto o Un mundo feliz, un gran escritor que cayó en cierto olvido, aunque reapareció cuando los hippies, gracias a Las puertas de la percepción y sus experimentos con las drogas.
Y recuerdo muy bien mi primer viaje a Londres, alrededor de 1960, a finales de mis tiempos de estudiante, para dedicarme seriamente a la tarea de aprender este idioma maravilloso e imposible que es el inglés, y para familiarizarme, in situ, con los muy complicados códigos y las innumerables paradojas de la sociedad británica, empezando con los más obvios e inmediatos, desde las singulares monedas -los peniques, los chelines, las libras y las metafísicas guineas- hasta los sorprendentes horarios de los pubs, pasando por las millas, los pies y las pulgadas, o los sobresaltos de la conducción por la izquierda. Ya más en serio, los grandes historiadores Hobsbawm, Hill o Thompson me ayudaron a entender algo más aquello que Thompson titulaba, en un ensayo suyo, Las peculiaridades de lo inglés. En cualquier caso, Londres fue para mí un flechazo inmediato, un amor a primera vista, y lo he revisitado numerosísimas veces desde aquellos años de los angry young men, del free cinema y de los swinging sixties.
En los inicios de la editorial, en 1969, que tenía una orientación marcadamente antifranquista y radical, leía con gran interés la New Left Review, en cuya sede en Carlisle Street, en el Soho, estuve varias veces, y que era la más interesante publicación de teoría política de su tiempo: unos cuantos de nuestros Cuadernos Anagrama surgieron de dicha revista.
A finales de los 70 empezó a emerger una inigualable generación de novelistas británicos, con Martin Amis, Ian McEwan y Julian Barnes como adelantados, una generación que, en buena parte, Anagrama ha tenido el honor de albergar desde sus primeros títulos -el primero fue, en 1980, Primer amor, últimos ritos de McEwan- y cuyos componentes gozan en nuestro país de una merecidísima popularidad. Esos y muchos otros escritores ingleses, gracias a la infatigable colaboración del British Council, han visitado a menudo Barcelona. Y, por cierto, uno de ellos, Tom Sharpe, se ha convertido en catalán de adopción.
En el catálogo de la editorial, como ha mencionado el Excmo. Sr. Embajador, la presencia de escritores británicos ha sido muy significativa y lo seguirá siendo, y de muy variados registros, con un denominador común: la indiscutible calidad literaria.
Y nada más: gracias de nuevo por la distinción y al Embajador por sus palabras, y viva la literatura británica.
Jorge Herralde
Barcelona, 1 de marzo de 2005
Texto leído con motivo de recibir
la distinción de Oficial de Honor
de la Excelentísima Orden del Imperio Británico (OBE)
03/03/2005 16:39 Enlace permanente. sin tema Hay 5 comentarios.
CONVERSACION CON CEES NOOTEBOOM*

-Eso fue el inolvidable 10 de mayo de 1940 en que se producía un bombardeo terrible de aviones alemanes. Nosotros vivíamos al lado de un aeropuerto militar y mi padre era un ser curioso. Aunque no lo he conocido muy bien, tendría yo seis o siete años, colocó una silla en el balcón para ver el desorden: los paracaidistas, el fuego sobre Rótterdam en la lejanía. Contemplaba aquello como si fuese un teatro de la devastación, recuerdo que tenía mucho miedo. Miedo. Miedo. Pero después, y es irónico y trágico, en 1945, casi antes del fin de la II Guerra Mundial, murió en un bombardeo inglés sobre La Haya, que era el lugar donde vivíamos. Yo no estaba presente porque en el invierno de 1944 en las ciudades había un hambre atroz y me habían enviado al campo en la campaña donde estaba mi madre. Mi padre se murió, a consecuencia de las heridas, del tétanos, que es una muerte muy terrible.
-Usted, años después, fue a otro teatro de la guerra: a Hungría, invadida por los tanques soviéticos.
-Sí, pero entonces era periodista ya, escritor joven. Me habían invitado a acudir unos amigos. Me habían dicho: “Vamos a la revolución. ¿Quieres venir con nosotros? Debes estar listo en diez minutos”. Aquella visión me cambió la vida y mi visión política: había cuerpos mutilados y muertos en medio de un movimiento de camiones y soldados soviéticos que querían cerrar el país (y lo cerraron durante 30 años) mientras la OTAN y los Estados Unidos permanecían quietos. Eso, y mi estancia en Berlín del Este, cambiaron mi visión política. Fue como si perdiera la inocencia comunista. Discutí muchísimo con mis amigos de izquierda.
--¿Qué quiso ser usted primero: escritor o viajero?
-Las dos cosas. Nunca he sabido las razones de mi pasión por el viaje: me ha pasado. Fue un impulso, el destino. El viaje y la escritura son mi vida. Es así, nunca me lo he propuesto. Y he podido hacer felizmente esa combinación. He escrito novelas, poemas, pero siempre lo he hecho sobre mis viajes. De esta manera he podido hacer económicamente estos viajes, me he ido a Japón, África, Australia o Estados Unidos.
-Creo que con menos de 20 años ya se trasladó en autostop por toda Europa.
-Sí. Entonces eso era posible. Yo había estudiado en distintos colegios, de los que me han expulsaron varias veces, trabajé en un banco y un día le dije a mi madre: “Lo dejo todo. Me marcho de viaje”. Le hablo de 1953 y 1954, en este año fue cuando vine por primera vez a España. En ese momento no había autopistas, se iba muy bien por carreteras secundarias, y ahora con las autopistas es mucho más difícil hacer autostop. De vez en cuando veo a alguien haciéndolo y siento una gran nostalgia, pero ya no soy joven.
-¿Qué es lo que le trajo a España entonces?
-El sur, la idea del sur. No tenía idea de lo que era España porque era muy joven. Había estado en Italia antes y me había sorprendido mucho por sus teatros, por su música, por su arquitectura. Cuando vine por primera vez me pareció un país duro, el idioma menos musical que el italiano, pero uno o dos años después pensé que era completamente al revés. España me pareció un país con unos espacios inmensos, muy vinculado a la tradición: a los judíos, a los árabes; nosotros en Holanda vivimos en un país superpoblado. Para mí España es uno de los países ideales para viajar. Me fascina el idioma español. Nunca ha pasado un año sin estar aquí, de hecho tengo casa en Berlín, Amsterdam y en Menorca, donde paso cuatro meses al año.
-He leído, en algún texto autobiográfico, que estuvo en París y que el descubrimiento de la ciudad le marcó la vida.
-Sí, pero nunca estuve mucho tiempo en París. Hablo francés, recuerdo mis viajes en autostop con camioneros. En Holanda hemos aprendido siempre tres idiomas: inglés, francés y alemán; el español vino más tarde. Lo aprendí en la calle. El francés era un francés de escuela y con el francés de los padres franciscanos no podías ir muy lejos; en realidad, quienes me lo enseñaron fueron los camioneros que me llevaban de aquí para allá.
-A mediados de los 50 también hizo dos viajes que parecían bastante osados: a Mali y Bolivia.
-Fueron más tarde. Hubo antes otro viaje: me enamoré de una mujer joven de Surinam, colonia holandesa, y su padre era director de una compañía de navegación, de una naviera. Le dije: “Me quiero casar con su hija”. En aquel tiempo necesitábamos permiso del padre porque ella tenía sólo 18 años. El padre me escribió una carta: “Puedes venir como pasajero en uno de mis barcos, y no pagas, pero también puedes trabajar como marinero”. Y puso entre paréntesis una frase: “Un americano lo haría”. Después de un mes en el barco como marino para todo –sólo éramos blancos el capitán y yo, el resto de la tripulación era negra- yo me había hecho muy amigo de mi futuro suegro, pero al final me dijo: “Bueno. Eres mi amigo, pero no puedes casarte con mi hija”. La muchacha y yo nos escapamos a Nueva York y nos casamos allí, donde no precisábamos permiso.
-¿Cuándo vino por primera vez a Aragón?
-Más tarde. La primera que vine a España fue por Galicia, por Santiago de Compostela. He pasado muchísimas veces por Aragón porque cuando vuelvo, siempre vengo en coche, entro por los Pirineos y me voy a Jaca. En Jaca está uno de los sitios preferidos de mi vida: la catedral de Jaca, que es un edificio de una intimidad increíble. A mí me gusto muchísimo. No se parece a esas catedrales majestuosas del país. He escrito mucho sobre ella, sobre San Juan de la Peña, sobre los monasterios aragoneses, las iglesias románicas. Y el paisaje. Eso se ve en mi libro “Desvío a Santiago”. Francia es muy distinta de España: es demasiado cultural y sofisticada ya. En los 50 y 60 España era muy diferente de la España de ahora, pero también de la Europa de entonces.
-En distintos libros suyos, en “Desvío a Santiago” especialmente, habla de lugar que para nosotros es muy especial: el monasterio de Veruela.
-Sí, ya se qué allí pasó unos meses Gustavo Adolfo Bécquer. Es uno de mis sitios preferidos. Me gustan mucho esos recintos de intimidad y también el silencio de las iglesias.
-¿Cómo fue su carrera desde los 60 a los 80, cómo podríamos definir su aprendizaje y evolución?
-Lo que ha pasado es que he escrito en holandés y hay muy poca gente que puede leerlo. Es una apuesta personal y un compromiso con mis raíces. Los editores extranjeros no podían leer mis libros, y en un momento un grupo americano me dio un premio que consistía en la traducción de una novela mía, “Rituales” (1984), y en ese momento todos pudieron leerme, incluso una editorial española como Edhasa. Luego lo que ocurrió conmigo es que de repente en Alemania se vendieron muchísimos libros, y eso ha cambiado mi vida. Ahora me publican en todas partes.
-Insisto en la pregunta. ¿Cómo fueron esos años oscuros hasta que se dio a conocer mayoritariamente? Además de viajar, usted es traductor de Gil de Biedma, Pavese, Antonio Machado o César Vallejo, usted ha escrito poesía, mucha poesía, más bien oscura, ¿no?
-Antes sí. He evolucionado hacia la claridad. Soy mucho menos oscuro. Acaban de publicar en Alemania una antología de mis poesías; si fuese tan hermética o incomprensible, tal vez no lo hubiesen hecho.
-¿Qué tipo de escritor quería ser usted en los 70 y 80, en ese periodo de consumación y de conquista de la madurez?
-No quiero ser un escritor que cuente anécdotas como ocurre con una parte de la literatura inglesa o norteamericana. Intento que mis textos tengan ironía, reflexión, filosofía; a mí me gustan muchísimo autores como Italo Calvino, Jorge Luis Borges, o Vladimir Nabokov, pero soy otro tipo de escritor aunque me gusta mucho su obra. Para mí lo esencial son la meditación y el estilo.
-He visto que en distintos lugares le comparan con Hermann Broch, con Antonio Tabucchi, con Kundera, incluso con Thomas Bernhard.
-Creo que no tengo nada que ver con Broch o Thomas Bernhard, que es un magnífico escritor pasional y monotemático. Yo empecé escribiendo un libro que se llamaba “Felipe y los otros”. Entonces ya podía decir que era escritor, pero me faltaba experiencia, conocimiento del mundo. Había escrito la modesta experiencia de un joven y pensé que ya no tenía nada más que contar. El volumen tenía un poco de Kerouac, y a la vez era un poco diferente. Tuvo un gran éxito, pero se me planteó un problema: “¿Qué puedo escribir ahora?”.Y escribí novelas de mar, porque había sido mi nueva experiencia. Luego escribí otro libro sobre un escritor que había escrito un libro, no es capaz de acabarlo y se suicida, y deja el original para que otro escritor lo termine, y todo ello sucedía en Ibiza en un invierno. Luego estuve 17 años sin escribir novelas y creo que dejé de escribir para evitar el suicidio. Tras ese silencio nació “Rituales”, un libro premiado, que pareció borrar mis temores y mi inseguridad. Para escribir con cierta ironía, como yo lo hago, uno necesita viajar. Y con los libros de viajes me ocurre lo mismo: los ingleses toman el caudal del río y lo siguen, efectúan trayectorias lineales, van desde los orígenes hasta el fin, pero mi estética es distinta. No soy Gerald Brenan, aunque me interesa y me influyó “Al sur de Granada”, ni tampoco mi admirado Norman Lewis. Yo trabajo con dos elementos básicos: la observación y la imaginación.
-A usted le gustan las demoras, las encrucijadas, el extravío del camino convencional. Pienso en “Desvío a Santiago”.
-Es por eso que se llama “desvío”. Vas a Sevilla, Madrid, Trujillo, por toda España. No es el camino de Santiago, aunque también lo he hecho.
-¿Por qué inventa en su novela “En las montañas de Holanda” (1987. Edhasa, 1990) un personaje que se llama Alfonso Tiburón de Mendoza, que es inspector de carreteras de Aragón y que nace en Zaragoza? ¿Cómo se le ocurrió?
-En ese libro hablo de una Holanda mítica que no existe. Todo el mundo conoce un poco la forma de Holanda. El sur es un país interior, rezagado. Quería hacer una parábola del norte y del sur, del desarrollo y del subdesarrollo. Por ejemplo, como en Europa del norte y Europa del sur, la España del norte y la del sur, Cataluña y Andalucía. O, en el mundo, Europa y África. Y todo esto está detrás, es el trasfondo, pero en el sur aún hay teatros, circo, y en el norte todo es televisión. Son dos formas de cultura antagónica.
-Aún no me ha contestado. ¿Había viajado usted mucho por Zaragoza?
-La idea de este libro me vino a la cabeza durante un viaje con mi mujer, Simone, que es fotógrafa. Íbamos conduciendo hacia el monasterio de Aula Dei. De repente, ya sabe que hay cosas que no se pueden explicar, vi el personaje principal y también su nombre: Alfonso Tiburón de Mendoza, un hombre que se parece un poco a Javier Tomeo, aunque esto lo comprobé más tarde durante un congreso de escritores en Estrasburgo. Lo vi, grandote, fuerte, con su traje azul, y me dije: “Éste es Alfonso Tiburón de Mendoza”. Me gusta mucho Tomeo por la dimensión fantástica de su narrativa. Mendoza es una alusión a ficción, a mentira. Y bueno la idea de que fuese inspector de carreteras, estábamos en la carretera. Recuerdo que cuando se me vino la idea a la cabeza, yo seguí conduciendo, y le dije a mi mujer: “Escribe todo lo que yo te diga”.
-Luego llegaron al monasterio...
-Sí. Es un lugar precioso. Salieron los cartujos y nos dijeron: “Esta señora no puede entrar”. Todo esto está dentro de libro, aunque la protagonista no es su mujer pero sí una chica flamenca.
-“En las montañas de Holanda” quiso ser primero un guión cinematográfico, y acaba siendo un libro de viajes, un tratado sobre los cuentos de hadas y una novela acerca de cómo se escribe una novela.
-Sí, exacto. Hay muchos escritores que intentan escribir novelas en mi obra. Y Alfonso Tiburón de Mendoza tiene muy claro que quería escribir una novela.
-¿Por qué no aparece Goya en sus libros tanto como Velázquez?
-Ocurren esas cosas a veces, pero es un pintor que me gusta muchísimo. Otro artista aragonés que me gusta mucho es Antonio Saura, lo conocí. El techo de la Diputación de Huesca, “Elegía”, me parece fantástico. Me interesan mucho sus crucifixiones, sus autorretratos. Saura era un hidalgo y un pintor magnífico.
-Vamos a hablar de “La historia siguiente”, donde relata la historia de un hombre, un profesor de griego y latín, que se acuesta en Amsterdam y despierta en Lisboa.
-Sí. Era imposible, pero también me interesa la dimensión fantástica de la realidad. Este señor está en los dos últimos segundos de su vida y repasa su existencia, como en una película, en dos segundos. El libro es la historia de su amor, de un gran amor inconsciente: se había enamorado de una joven que había sido alumna suya.
-Una característica constante de su obra, además de que utiliza varias lenguas siempre o términos en otras lenguas, es que hay una carga cultural muy rica y muy profunda.
-Demasiado dicen algunos.
-¿Quiere decir eso que escribe usted para la elite, que parte en pos de un lector culto, sensible, con un amplio bagaje detrás?
-No puedo evitarlo. Tengo que escribir los libros que escribo, pero yo no creo que sea ningún problema. “La historia siguiente”, que vendió aquí unos pocos miles, en Alemania lo adquirieron 200.000 lectores. Yo no creo que los alemanes sean intelectualmente superiores a los españoles. O a los italianos. Lo que ocurre es que allí he tenido más suerte que en otras partes. Alemania es como mi segunda casa. Recuerdo en una ocasión que Michael Reich-Ranicki, el gran crítico alemán que es responsable del éxito de Javier Marías en el país, me llevó a su programa con cuatro críticos y habló estupendamente de mi obra. Aquello me benefició de manera extraordinaria.
-“La historia siguiente” aborda otra de sus constantes: el conflicto de identidad. Sus personajes ni saben del todo quienes son ni adonde van.
-Yo admiro a la gente que siempre sabe quien es o adonde va. Hay muchos en la vida real que no lo saben. Y yo también soy unos de ellos. A mí preocupan las cuestiones normales de la vida y las preguntas eternas de la filosofía. Leo mucho filosofía, poesía, cartas y diarios, y poca ficción. Prefiero las cartas de Flaubert que muchas de sus ficciones.
-¿Qué podemos decir de otro de sus libros, quizá de los más bellos, como es el relato breve de “Mokusei”?
-Esta basado en un hecho real. El pintor al que le sucedió la historia estaba un poco enfadado conmigo porque yo había contado su historia. Es un tipo muy apasionado y se había enamorado de una mujer “yacuza”, que pertenece a una mafia japonesa. Los “yacuzos” tienen un tatuaje sobre todo el cuerpo, y para probar al padre de esta mujer, con la que se quería casar, mi amigo se hizo una operación de cuatro horas para hacerse un tatuaje de un pescado inmenso sobre las nalgas en cuatro colores. Le dije: “Un día, cuando tengas 70 años, estarás en el hospital y las enfermeras van a preguntarte y reírse”. Ella no quería casarse, y él iba al Japón esperando que la joven cambiase de idea. Nunca lo hizo.
-Hablemos de “El juego del ser y de la apariencia” (Siruela), que quizá no haya sido muy bien recibido en España. Usted vuelve a plantear problemas de filosofía, de identidad.
-Sí, pero bajo mi punto de vista también es una historia ligera. Es un libro dentro de un libro, y los personajes se van por su lado y continúan viviendo.
-Usted es autor de “Cómo ser europeos”, un libro de ensayo y autobiografía. Quisiera hacerle la primera pregunta que usted se hace: ¿Cómo se convierte uno en europeo?
-Le responderé igual: siéndolo. Un holandés, un aragonés o alguien de Sicilia ya somos de Europa. No es necesaria ninguna conversión. Lo somos por derecho y debemos serlo más que nunca por conciencia, por voluntad.
*Como atravieso un bajísimo momento en que me cuesta mucho alimentar el blog, vuelvo a mi fondo de armario y recupero esta entrevista con uno de mis escritores favoritos, y un además un gran tipo:CEES NOOTEBOOM, tan vinculado a Zaragoza. Fernando Sanmartín, ese escritor de diarios que ya tiene en prensas un nuevo libro, "Hacia la tormenta" (qué bella relación, y casi envidiable, la que ha establecido con ese estupendo editor que es Usón de Xordica, que prepara nuevos libros de Miguel Mena, Ismael Grasa, Cristina Grande; ha retrasado para después de septiembre a Daniel Gascón), le dedica un espléndido capítulo en "Viajes y novelerías"(2004).
04/03/2005 11:28 Enlace permanente. sin tema Hay 9 comentarios.
BREVE BALANCE DE UN SÁBADO

No ha sido un buen sábado. Jorge entró en la segunda parte, pero sobre todo el San Gregorio de División de Honor infantil perdió en Teruel con La Salle. Fallamos en defensa y además, cuando podíamos meternos en el partido, fallamos un penalti. Perdimos 2-0; a cambio, durante el viaje, aprendí algo más de literatura italiana gracias a Félix Romeo en su sección “Merienda de tigres”, y me leí una deliciosa novela menor de Miguel Torga, “El señor Ventura”, una novela de aventuras y viajes en tres tiempos. Qué raro se me hizo que Torga presentase a un personaje portugués del Alentejo viviendo en Pekín, aunque quizá lo más sorprendente es ese cocinero gallego, nacido a orillas del Miño, que es un maestro en la gastronomía.
Diego, del Garrapinillos de cadetes, fue suplente por primera vez que yo recuerdo en los cuatro o cinco años que lleva jugando aquí. Entró muy pronto, tras la lesión de tobillo de Mario Martín, pero el equipo perdió con el líder por 6-3, en la casa de El Gancho. Me dice que mi admirado Adrián Serna se salió y que Tirillas “Garrincha” esta vez ni compareció. Al final, quedarán los quintos.
CINE
Luego nos fuimos a ver, a modo de consuelo, “Entre copas” de Alexander Payne, y nos lo pasamos realmente bien. Me ha parecido una espléndida película, fresca y sentimental, que mezcla la pasión por el vino con el amor y la amistad. Como suelo ir al cine a enamorarme, volví enamorado de esa estupenda actriz que es Virginia Madsen, qué manera de mirar, qué manera de mostrar la ternura y la renuncia. El cine estaba lleno hasta la bandera y se contagiaban las risas.
05/03/2005 00:01 Enlace permanente. sin tema No hay comentarios. Comentar.
ISINBAYEVA, HOLM, ZURN, WIESENTHAL

Hubo otros momentos importantes: la victoria de Hechsko en los 1500, con tres españoles detrás: Higuero, Estévez y el joven Casado, muriéndose sobre la línea. José Luis González, que es un despropósito de comentarista –sobre todo porque es demoledor siempre con los compañeros y realiza unos juicios de valor que van mucho más allá de lo técnico-, recordó que lo que había hecho Estévez corriendo en 3.000 y 1.500 era algo absurdo. Y es excluyente por completo en sus halagos: elogio, sí, para Casado, cuarto, y menosprecio para Higuero, plata. No deja de ser curioso que lo diga tan categóricamente el hombre que fue un continuo segundón, que pidió varias veces perdón por no clasificarse para las finales de las Olimpiadas y que proclamase a los cuatro vientos aquello de : “Soy un fracasado. ¿Qué voy a contarle ahora a mi hija?”. ¿Qué iba a contarle? Que era bueno, buenísimo, uno de los mejores en pruebas de poco mérito, pero que nunca fue capaz de codearse con Cram, Aouita, Ovett o Coe (al que ganó alguna vez en pruebas de justa importancia) en los lugares de la gloria.
Dejo a González, yo siempre fui de Abascal.
He vuelto a releer una novela perturbadora como “Primavera sombría”, un tratado sobre la adolescencia y la esquizofrenia, sobre la pasión y el descubrimiento de la sexualidad y del perturbador mundo de los adultos por parte de una muchacha, al que viola su hermano, que se enamora de sus profesores, y que vive su propio sexo con una enfermiza intensidad. Sólo tiene doce años, y al parecer revela la propia experiencia de una mujer extraña que es Única Zürn, de la que hablé en otra ocasión. Menchu Gutiérrez define este libro como “literatura del escalofrío”.
En este domingo de desamparo recibo dos llamadas: Javier Burbano, que posee un blog propio, que llena de fotos con su comentario poético, y Chema Turmo, que había visto el álbum de la muestra “La seducción de París” en el “Hoy domingo” que coordina Carmen Puyó, que se exhibe en el Museo Camón Aznar. La muestra ya tiene un sitio para ir a París, pero por ahora las negociaciones van un poco lentas.
Tengo otros dos libros sobre la mesilla: “Los amores confiados” (Alfaguara) de Luisgé Martín, hasta hace poco Luis G. Martín, autor de un libro que me gustó mucho: “Los oscuros”. Martín, que me envía su libro dedicado, ha escrito un extraño informe, con llamadas a lo real (vean si no esa cita de Vicente Molina Foix), sobre los celos y los estragos del amor.
Y también me atrevo con un libro más voluminoso: “Libro de réquiems” (Edhasa), de Mauricio Wiesenthal, donde escribe de Stefan Zweig, Coco Chanel, Casanova, Alfonsina Storni, Kazantzakis, Falla, Wilde, Chopin, Rilke. No todos los textos me gustan igual, pero hay piezas estupendas, la de despedida centrada en Toni Pascual, que salvó a un suicida. El autor, de una deslumbrante erudición, mezcla su propia vida con el retrato del personaje, y eso no siempre funciona.
06/03/2005 20:50 Enlace permanente. sin tema Hay 4 comentarios.
ENTREVISTA CON JAVIER SEBASTIÁN
JAVIER SEBASTIÁN ACABA DE PUBLICAR EN ESPASA LA NOVELA "VEINTE SEMANAS", DONDE CUENTA LA HISTORIA DE UNA MUJER QUE DESCUBRE EL SECRETO DE SUS PADRES: ÉL MUERE EN UNA PLAYA DE ROSAS; ELLA VIVIÓ UNA PASIÓN INTENSA EN FRANCIA. y ADEMÁS HAY UNA HISTORIA DE GUERRA SUCIA EN TORNO A LA COLONIZACIÓN ESPAÑOLA EN GUINEA. EL LIBRO SE PRESENTA ESTA TARDE EN LA FNAC, A LAS SIETE. JAVIER SEBASTIÁN ESTARÁ ACOMPAÑADO DE MANUEL VILAS. EL JUEVES, EN "ARTES &lETRAS", JULIO JOSÉ ORDOVÁS PUBLICA UNA RESEÑA DE LA NOVELA.
1-¿Cuál es el punto de partida de esta historia? ¿Existe alguna anécdota, preocupación u obsesión que te hiciese escribir sobre este tema?
Me parece que Veinte semanas hay que entenderla desde el convencimiento de que nada es verdad. O, al menos, de que nada es verdad del todo. Y no es una novela sobre el desencanto, quizás al contrario. Me refiero a esa falta de verdad que a veces incluso es por nuestro propio bien. Asistimos a la vida de los demás sin protagonizar nada. La nuestra es una vida impostada, ficticia. De espectadores. Para bien o para mal, nos protegemos de lo que no queremos saber con verdades a medias, y eso nos lleva a vivir vidas a medias en las que lo único que parece importarnos es nuestra propia existencia. Pero ahí afuera hay algo más. E interesa.
2-¿Qué querías contar exactamente: la historia de una mujer que descubre qué poco conocía a su padre o la historia de un grupo de hombres de vida más bien oculta?
-Ambas cosas a la vez, pues supongo que el relato gana en eficacia si uno de esos hombres que juega plácidamente a la petanca en un parque y que guarda oculta la peripecia de su vida pasada es nuestro propio padre. Cuanto más cerca nos golpea una verdad, más hondo cala.
3-El libro transcurre en el presente, pero en el fondo es un viaje hacia el pasado…
-El viaje simboliza siempre un aprendizaje, un descubrimiento, un proceso que acaba cambiándonos. Y Veinte semanas cuenta, como mínimo, dos viajes simultáneos: uno en el presente, durante el que una madre le cuenta a su hija la propia historia de la novela. Otro en 1969, en el que una mujer que viaja a una abadía del sur de Francia a vender trufas se ve envuelta, sin saberlo, en prácticas de guerra sucia en Guinea. El descubrimiento de la fea verdad, esa es la clave de esta novela.
4-En el fondo, la novela tiene algo de intriga policial, con la aparición del cadáver del padre de Fátima Moreo…
-Esta es la más narrativa de mis novelas. En ella hay poca descripción, pues para qué, si hoy decimos: “Era un apartamento norteamericano como cualquier otro”, y ya lo hemos dicho todo. La frase es de R. Carver, de hace unos veinte años y todavía me sigue pareciendo magistral. Pura economía de medios. ¿Acaso hay alguien que no se haga una idea exacta de la escena? Los lectores contemporáneos ya no imaginamos apenas, lo que hacemos sobre todo es recordar. Recordar lo que hemos visto de esas vidas prestadas de la televisión o el cine y que no son de verdad. Por otro lado, algo que también hubiera podido ralentizar el relato son los párrafos de pensamientos, y no es que mis personajes no piensen, claro que lo hacen, dudan, cambian, a veces se quedan paralizados por lo que oyen, lloran. Pero he preferido que fueran los lectores los que les asignaran a cada personaje al menos una parte de su forma de pensar, pues creo que para que disfruten leyendo, para que digan yo hubiera hecho lo mismo, o todo lo contrario, necesitan su propia parcela. Así que sobre todo hay narración.
5-Hablemos de Fátima Moreo, una mujer cuya vida ha sido interrumpida por esta muerte. ¿Por qué has elegido una periodista?
-No quería una novela policial. Detesto los géneros. No me interesan ni siquiera para burlarme de ellos. Una periodista me parece un personaje más verosímil. Y antes de nada tengo que ser yo quien me crea lo que estoy contando. Por otra parte, no conozco a ningún policía o agente secreto, en cambio a los periodistas los vemos a diario por televisión. Y de vez en cuando a algunos les doy la mano, son muy reales.
6-También es un libro de historias paralelas, o de misterios paralelos, el de los militares, Moreo y Salinas, el de César y Pablo, un tanto estupefactos ante lo que ocurre, ese correo de transmisión entre Fátima Moreo y su hija…
-A medida que uno va escribiendo una novela los personajes que parecen secundarios te piden espacio, un poco de aire libre, más atención, y cada uno, en el fondo, reclama su propia historia. Así que los personajes que al principio no importaban mucho van adquiriendo protagonismo, siempre y cuando colaboren contigo en lo que quieres contar, claro, si no, es digresión barata. Unas veces es necesario taparles la boca, pero otras ves que para explicar la vida de alguien, e incluso para comprenderla uno mismo como narrador, hay que contar la de los que lo rodean.
7-En los últimos tiempos, has reflexionado mucho sobre la familia. Aparece en “El hombre constante”, en “Historia del invierno”? ¿Qué es lo que te atrae tanto de sus sombras?
-La familia es el ámbito en el que creemos que todo es seguro, que todo es verdad. Que los demás mientan es asunto de ellos, pero si dentro de casa se miente, o no se dice del todo la verdad, el vacío imagino que debe de ser inmenso, definitivo. Por eso decía antes que Veinte semanas es una novela sobre la falta de verdad y las calamidades que esa falta de verdad pueden acarrear, en especial en el refugio familiar, entre la gente de todos los días.
8-Esta también es una novela con una trama militar, de espías, de guerra sucia…
-La guerra sucia, por su propia naturaleza, es la cumbre máxima de la mentira, la forma más falaz de la guerra. Nuestro proceso de descolonización de Guinea, como el de los demás países europeos con sus propias colonias, fue un desastre. ¿Por qué de pronto los franceses tuvieron tanta prisa por llevar el asunto a la ONU? ¿Y los norteamericanos? Recursos naturales, petróleo, geopolítica. Nada de políticas humanitarias. Es decir: mentiras, una vez más. Pero en la novela también hay un personaje que se gana la vida recolectando trufas y vendiéndolas luego en una abadía del sur de Francia. Los truferos salen a veces de noche para que no se les vea, practican el secretismo más radical. Hace poco, en un taller de un pueblo del Maestrazgo le pregunté a un mecánico que me reparaba el coche si podía venderme unas trufas. Me dijo que eso era imposible y siguió a lo suyo. A los cinco minutos metió la cabeza bajo el capó, se volvió hacia mí y me dijo: ¿cuántas quieres? De nuevo, la mentira, o si uno quiere, la falta de la verdad. La vida está llena de secretos.
12-Eres un escritor minucioso, alejado de los círculos, respetado. ¿Cómo te enfrentas a las hogueras de las vanidades literarias?
-Simplemente, no me enfrento. Tengo media docena de amigos escritores, pero son amigos no porque sean escritores. Incluso la mayoría de las veces no hablamos de literatura. Podrían ser cocineros, médicos o viajantes. Qué más da.
1-¿Cuál es el punto de partida de esta historia? ¿Existe alguna anécdota, preocupación u obsesión que te hiciese escribir sobre este tema?
Me parece que Veinte semanas hay que entenderla desde el convencimiento de que nada es verdad. O, al menos, de que nada es verdad del todo. Y no es una novela sobre el desencanto, quizás al contrario. Me refiero a esa falta de verdad que a veces incluso es por nuestro propio bien. Asistimos a la vida de los demás sin protagonizar nada. La nuestra es una vida impostada, ficticia. De espectadores. Para bien o para mal, nos protegemos de lo que no queremos saber con verdades a medias, y eso nos lleva a vivir vidas a medias en las que lo único que parece importarnos es nuestra propia existencia. Pero ahí afuera hay algo más. E interesa.
2-¿Qué querías contar exactamente: la historia de una mujer que descubre qué poco conocía a su padre o la historia de un grupo de hombres de vida más bien oculta?
-Ambas cosas a la vez, pues supongo que el relato gana en eficacia si uno de esos hombres que juega plácidamente a la petanca en un parque y que guarda oculta la peripecia de su vida pasada es nuestro propio padre. Cuanto más cerca nos golpea una verdad, más hondo cala.
3-El libro transcurre en el presente, pero en el fondo es un viaje hacia el pasado…
-El viaje simboliza siempre un aprendizaje, un descubrimiento, un proceso que acaba cambiándonos. Y Veinte semanas cuenta, como mínimo, dos viajes simultáneos: uno en el presente, durante el que una madre le cuenta a su hija la propia historia de la novela. Otro en 1969, en el que una mujer que viaja a una abadía del sur de Francia a vender trufas se ve envuelta, sin saberlo, en prácticas de guerra sucia en Guinea. El descubrimiento de la fea verdad, esa es la clave de esta novela.
4-En el fondo, la novela tiene algo de intriga policial, con la aparición del cadáver del padre de Fátima Moreo…
-Esta es la más narrativa de mis novelas. En ella hay poca descripción, pues para qué, si hoy decimos: “Era un apartamento norteamericano como cualquier otro”, y ya lo hemos dicho todo. La frase es de R. Carver, de hace unos veinte años y todavía me sigue pareciendo magistral. Pura economía de medios. ¿Acaso hay alguien que no se haga una idea exacta de la escena? Los lectores contemporáneos ya no imaginamos apenas, lo que hacemos sobre todo es recordar. Recordar lo que hemos visto de esas vidas prestadas de la televisión o el cine y que no son de verdad. Por otro lado, algo que también hubiera podido ralentizar el relato son los párrafos de pensamientos, y no es que mis personajes no piensen, claro que lo hacen, dudan, cambian, a veces se quedan paralizados por lo que oyen, lloran. Pero he preferido que fueran los lectores los que les asignaran a cada personaje al menos una parte de su forma de pensar, pues creo que para que disfruten leyendo, para que digan yo hubiera hecho lo mismo, o todo lo contrario, necesitan su propia parcela. Así que sobre todo hay narración.
5-Hablemos de Fátima Moreo, una mujer cuya vida ha sido interrumpida por esta muerte. ¿Por qué has elegido una periodista?
-No quería una novela policial. Detesto los géneros. No me interesan ni siquiera para burlarme de ellos. Una periodista me parece un personaje más verosímil. Y antes de nada tengo que ser yo quien me crea lo que estoy contando. Por otra parte, no conozco a ningún policía o agente secreto, en cambio a los periodistas los vemos a diario por televisión. Y de vez en cuando a algunos les doy la mano, son muy reales.
6-También es un libro de historias paralelas, o de misterios paralelos, el de los militares, Moreo y Salinas, el de César y Pablo, un tanto estupefactos ante lo que ocurre, ese correo de transmisión entre Fátima Moreo y su hija…
-A medida que uno va escribiendo una novela los personajes que parecen secundarios te piden espacio, un poco de aire libre, más atención, y cada uno, en el fondo, reclama su propia historia. Así que los personajes que al principio no importaban mucho van adquiriendo protagonismo, siempre y cuando colaboren contigo en lo que quieres contar, claro, si no, es digresión barata. Unas veces es necesario taparles la boca, pero otras ves que para explicar la vida de alguien, e incluso para comprenderla uno mismo como narrador, hay que contar la de los que lo rodean.
7-En los últimos tiempos, has reflexionado mucho sobre la familia. Aparece en “El hombre constante”, en “Historia del invierno”? ¿Qué es lo que te atrae tanto de sus sombras?
-La familia es el ámbito en el que creemos que todo es seguro, que todo es verdad. Que los demás mientan es asunto de ellos, pero si dentro de casa se miente, o no se dice del todo la verdad, el vacío imagino que debe de ser inmenso, definitivo. Por eso decía antes que Veinte semanas es una novela sobre la falta de verdad y las calamidades que esa falta de verdad pueden acarrear, en especial en el refugio familiar, entre la gente de todos los días.
8-Esta también es una novela con una trama militar, de espías, de guerra sucia…
-La guerra sucia, por su propia naturaleza, es la cumbre máxima de la mentira, la forma más falaz de la guerra. Nuestro proceso de descolonización de Guinea, como el de los demás países europeos con sus propias colonias, fue un desastre. ¿Por qué de pronto los franceses tuvieron tanta prisa por llevar el asunto a la ONU? ¿Y los norteamericanos? Recursos naturales, petróleo, geopolítica. Nada de políticas humanitarias. Es decir: mentiras, una vez más. Pero en la novela también hay un personaje que se gana la vida recolectando trufas y vendiéndolas luego en una abadía del sur de Francia. Los truferos salen a veces de noche para que no se les vea, practican el secretismo más radical. Hace poco, en un taller de un pueblo del Maestrazgo le pregunté a un mecánico que me reparaba el coche si podía venderme unas trufas. Me dijo que eso era imposible y siguió a lo suyo. A los cinco minutos metió la cabeza bajo el capó, se volvió hacia mí y me dijo: ¿cuántas quieres? De nuevo, la mentira, o si uno quiere, la falta de la verdad. La vida está llena de secretos.
12-Eres un escritor minucioso, alejado de los círculos, respetado. ¿Cómo te enfrentas a las hogueras de las vanidades literarias?
-Simplemente, no me enfrento. Tengo media docena de amigos escritores, pero son amigos no porque sean escritores. Incluso la mayoría de las veces no hablamos de literatura. Podrían ser cocineros, médicos o viajantes. Qué más da.
07/03/2005 09:57 Enlace permanente. sin tema No hay comentarios. Comentar.
HANS CHRISTIAN ANDERSEN BELLAMENTE ILUSTRADO

08/03/2005 02:36 Enlace permanente. sin tema Hay 3 comentarios.
LABORDETA CANTA LAS 70 ENTRE AMIGOS

2.David Mayor (Zaragoza, 1972), librero ahora en Cálamo y secretario de redacción de la revista “Riff Raff”, es un tipo estupendo, como un ahijado intelectual de José Luis Rodríguez y Luis Beltrán, pero con criterio propio, con mucho talento a sus espaldas. Más que sus textos de “Riff Raff”, leía con sumo placer sus trabajos para “Ciclo” (una revista que me gustaba mucho) y para “Artes & Letras”. Ahora, tras muchas tentativas y tras figurar en varias antologías, David Mayor acaba de publicar su primer libro de poemas: “En otra parte” (Pre-Textos), una colección muy elaborada cuyo tema central, si se puede decir eso, sería la escisión o la esquizofrenia que vive el poeta en su doble condición de artista o creador y hombre, ciudadano corriente, entre su dimensión de soñador y de forjador de otros mundos y la convivencia con las pequeñas cosas cotidianas. David Mayor indaga en su intimidad, en esa otra parte donde también está –esa otra parte que alude al viaje, a la pérdida, a la melancolía, al deseo de partir hacia otro lugar tras una imaginación torrencial-; indaga en la memoria, en el amor, en pequeños rituales. Alterna algunas prosas líricas con los versos, casi siempre concentrados, destilados con una caligrafía puntillista en cuyo centro emerge la grácil paradoja, la reflexión e incluso la confesión: “Sería necesario que hablara de cómo crecí, de mi propia historia, aludir a los brotes (…) mi biografía se inventa como los recuerdos asisten ausentes”.
3.Hablo fugazmente con Julio Llamazares, que vino a Zaragoza a presentar su nueva novela “El cielo de Madrid” (Alfaguara), donde narra los años de la movida. Julio, que sigue siendo un tipo llano y encantador, ese gran conversador de esto y de aquello, divertido y tierno, asistirá en mayo a Andorra a unas jornadas sobre la minería. Habría querido ir a verlo, pero salí tarde, y cuando iba a saludarlo, hablé con Ramón Acín y me dijo que estaban cenando con un grupo de gente. Me dio un ataque de timidez y me fui a casa. En realidad, me pasé un momento por el Vip’s y compré algunas cosas curiosas: un libro sobre Alejandro Malaspina en Acapulco y un trabajo fotográfico de Alberto Schommer sobre Santiago, que es la ciudad a la que me gustaría volver. Cuando pienso en una imagen imborrable, siempre imagino esto: estoy en la alameda, cae el crepúsculo y miro bajo el follaje el cielo de Santiago, las torres, el ajedrez de los tejados, el rumor encerrado en la piedra y me quedó como extasiado. Cuando me abría paso a la adolescencia tuve un proyecto de novia que se llamaba Cristina, era la hija del cronista deportivo de Arteixo, un perito en exageraciones, e hicimos un viaje a Santiago. Al final nos quedamos solos, paseando, juraría que cogidos de la mano, prolongando la tarde en los tiovivos, en los claustros. Ella llevaba un short. Cuando caía la noche y desaparecía la lluvia nos sorprendimos en la alameda, cercanos, y miramos a lo lejos: los campanarios, las agujas erectas de las torres, la catedral. Por un momento, miré sus muslos de nata y pidé al cielo que se desencadenase una tormenta o que nos extraviásemos hasta más allá de la noche bajo la espesura, en el último refugio. Le conté a Julio que otra adorable mujer de “Heraldo”, Elena Puértolas, le había hecho una entusiasta crítica a su novela.
4.Hoy viene a Zaragoza otro gran amigo y escritor: Luis del Val, que acaba de publicar una novela que participa de la atmósfera del thriller, de la poética del suspense: “Volveremos a Venecia”. Cuenta la historia de una jueza que se pone a hurgar en el pasado y le aparecen cosas insospechadas, entre ellas un muerto. Luis del Val, un admirable improvisador de perfiles, un gran cuentista, narra con amenidad, con fluidez y con una ironía que en él es más que astucia o elegancia: es una manera remansada y sabia de contemplar y absorber el mundo. Lo oigo cada mañana en “Hoy por hoy” y siempre me quedo con una cosa: esa risa final, ja, ja, ja, que rivaliza con la evocación de su tía Pascualina y con esa prosa a buril que edifica en poco más de quince minutos. Ese es, como mucho, el tiempo que necesita Luis para clavar una etopeya. Hoy lo presentará Ramón Acín.
5.Sé que he escrito demasiado ya, pero no quería deciros buenas noches o buenos días sin recordar que hoy José Antonio Labordeta cumple 70 años. 70 años, ¿quién iba a decirlo? Nos ha dado tantas cosas -canciones, poemas, novelas, memorias, una actitud contumaz y lúcida en el parlamento-, que ahora Labordeta es una referencia cívica, un modo de entender el mundo sin dejar de ser de aquí, aragonés de estirpe. Hace no demasiado tiempo apareció un delicioso libro autobiográfico, “Cuentos de San Cayetano” (Xordica), que ya lleva al menos dos ediciones, y que es una reescritura y una ampliación de “Los amigos contados”, y le publicaban todos sus discos en un estuche. Ahí, en ambos proyectos, está Labordeta: desplegando el abanico de su memoria entre amigos, sembrando en el viento los ecos del vendaval del alma. Y a la vez se afirma en las raíces de un territorio al que él le colocó cuatro sustantivos indiscutibles: polvo, viento, niebla y sol. Y es eso, a trompicones o con vértigo de cascada, lo que lleva en su corazón desmelenado.
10/03/2005 01:35 Enlace permanente. sin tema Hay 7 comentarios.
"BANDERAS ROTAS": UNA AUTOBIOGRAFÍA DE LABORDETA

Desde su escaño, emprende José Antonio la travesía: de atrás adelante, y desde el presente hacia el futuro. Y el pasado empieza con un equívoco junto a su utópico padre, que salvó del fusilamiento a unos jóvenes falangistas y estos le devolvieron el favor. Tan republicano debía parecer el veterano y patriarca latinista que un día se encontró con Domingo Miral, y éste le dijo: “Labordeta, pensé que estaba usted haciendo guardia sobre los luceros”. Continuamos con el equívoco: José Antonio, abandonado a rastras por los rincones con un solo año, creció con una obsesión. Le dijeron tantas veces que habían fusilado a Primo de Rivera, que él proclamó envuelto en pánico cuando su padre le anunció que se iban a Alicante: “Que me fusilarán otra vez. No, que me fusilarán otra vez”. No falta el capítulo de los paseos, los fusilamientos, las huidas provocados por la Guerra Civil, esa enciclopedia universal de la infamia a la puerta de casa. Pero además, en aquella España que fraguaba clandestinidades casi perfectas, Labordeta ingresó en el colegio alemán, “donde se hacían pocos quebrados y se tocaba mucho la flauta travesera”.
Lo curioso es que Labordeta no sabía escribir en castellano y sí en alemán. El día que se anunció que Alemania había perdido la Segunda Guerra Mundial, se percató de que cambiaba su vida: debía aprender a escribir como hablaba. “Perdida la guerra, descubrí a Aragón”. El chiquillo esquizofrénico que eran entonces recobraba la sensatez. Los veranos en Canfranc le alejaron de los nazis y le acercaron a la idea del paraíso: uno estaba aquí, en su propio lugar de veraneo, en Canfranc, en Echo, en la maravillosa selva de Oza. Y el otro se divisaba a lo lejos, tras las murallas de los Pirineos. Lo que se adivinaba al otro extremo era la libertad, la civilización, la alegría; y aquí uno debía resignarse a los amigos, a los primeros amores, a las primeras travesuras; algunas eran divertidas como ese juego de chinitas entre dos jóvenes enamorados que se estrellaron en el rostro de un venerable poeta llamado Beremundo Méndez, que se creía patrimonio nacional y recitaba sus versos ante un plato de migas a la pastora. Estuvo a punto de llevarlos a la cárcel.
“Banderas rotas” también es un libro de viajes. En el sentido simbólico, de tranco de vida, de aventura iniciática, y en el sentido más convencional de devaneo por diversos espacios, de travesía. Labordeta y sus amigos lo mismo iban detrás de un peñasco para ver el nido de ametralladoras que vigilaban la frontera para que los ingleses y franceses no invadiesen la España de Franco, que dilataban el tedio de los domingos en el paseo de Independencia o en los cines en busca de muchachas en flor y de comidas campestres a la orilla del río. El colegio Santo Tomás era una isla de libertad y de coeducación, donde rivalizaba el pintoresquismo de los alumnos con el de los profesores o aparecidos, uno de ellos era Pío Fernández Cueto, el rapsoda; otro el tío Donato, que se había equivocado de bando, y narraba unas historias tan truculentas que así no había muchacho sagaz que perfeccionase su caligrafía. José Antonio, que padecía insomnio, era incapaz de enderezar el bolígrafo o pizarrillo.
En este momento de la rememoración, Labordeta escribe el guión de una película impresionante y dramática. Gómez, el gafe y detestado por todos, acompaña a los muchachos al Ebro en un día de nieblas. Iban a jugar en las almadías. Jugaron, gritaron, y regresaron, hasta que alguien detectó que faltaba Gómez. Lo verían más tarde con su hinchado rostro de ahogado de río en el depósito de cadáveres. Aquella fue una nueva revelación: la de la muerte. Por entonces, cuando el mercado central era como un torbellino de gritos y de seres anónimos ansiosos y hambrientos, de pobres prostitutas, se enamoró José Antonio de una panadera diez años mayor que él. El hombre pudoroso que es dice que la mujer no entendía lo que ocurría a su cliente preferido. Pero tampoco cuenta más. Afirma: “Los aragoneses somos mu miraos. No nos gusta sobresalir mucho ni darnos postín por casi nada”. Él también es así.
Luego, avanza por los capítulos centrales de su vida: se licenció en Historia, admiró a su hermano Miguel, ingresó en la cofradía del Niké (José Antonio se opone a lo que él llama los “mandarines” oficiales y recuerda todo cuanto se hizo: cuanto se editó, cuánto se escribió desde la penumbra del café con nata). Y va reivindicando a todos sus amigos. Los reivindica y los retrata. Hemos de decir que éste es un libro de retratos en una frase o en frase y media: “Gudel es el hospiciano de muerta juventud antes de hora”, Gil Comín Gargallo, al que reivindica y recuerda que igual que a su padre, esta ciudad nunca les reconoció nada, Tello, Fernando Ferreró, Luis García Abrines, “que puso en práctica, como clase de teórica, la verdadera metafísica del chusco al que dividía en chusco, bichusco, trichusco y chubasco”, Fernando Ferreró, que explicaba “las formas de amar que los mediterráneos habíamos sido capaces de descubrir”.
Y lo mismo dirá más adelante de sus amigos cantados, contados y encontrados, como puede ser Imanol, “esa especie de oso grande y desamparado”, Krahe, Sabina, Paco Ibáñez, Carbonell, Mariano Gistaín, José Luis Cano, Miguel Mena. “Banderas rotas” es el cuaderno de los camaradas, de las decepciones, de las aventuras que conducían a la dignidad y a la utopía, y que sobre todo es el cuaderno de un puñado de amigos verdaderos repleto de maravillosas fotos.
También está la aventura turolense que dio lugar a Andalán, el relato del PSA y su caída, la historia de la canción con algún que otro anecdotario chisposo, como cuando le dice el Rey:
--Y eso de cantautor, ¿de dónde le viene?
--Ya ve –le respondí en broma--, de cantarles a las chicas de la Sección Femenina en un albergue de Canfranc.
Se nos recuerda que fue Ovidi Monllor quien le ayudó para que grabase su primer disco, aunque la discografía no creía nada en él, y le decía: “Nunca llegarás a nada en esto de la canción mientras no te quites esa pinta de alcalde de pueblo que arrastras”. Confiesa que el cantautor nació en Jaca, en casa del fotógrafo Pedro Tramullas, cuando interpretó una melodía con desgarro surrealista, “mientras un ilustre profesor de la nada intentaba domesticar un perro lobo que huía de él como alma que lleva el diablo”. Si estuviese aquí el profesor, que levante la mano. Labordeta no dice nada.
José Antonio también repasa su militancia en el nuevo partido emergente, que es la Chunta, y repasa entre otros mil asuntos algunos detalles familiares. Su pudor le lleva a escamotearnos su historia de amor con Juana de Grandes, aquella mujer que se parecía a Capucine o a Audrey Hepburn, a la que intentó seducir con un verso de César Vallejo que ridiculizaba a un notario. Empezaba bien: ella es hija de notario. Y dedica páginas preciosas y hondas a su hija Ángela, de la que hace un gran retrato y explica una relación de tensión entre ambos y de ambos con el mundo. Por cierto, este libro debe leerse con su novela “Bombones de licor” delante.
Hay muchas más cosas aquí: una historia de Aragón y de España, la crónica de la posguerra y de las esperanzas, una expedición entusiasta y sin resentimiento. Y no hay nostalgia alguna por “aquel tiempo de represión y de cutrez mental”. Aragón existía desde hace cerca de un milenio, pero a Labordeta ha tenido el honor de reinventarlo y de ser su pasaporte, su salvoconducto y su embajador dentro y fuera de España. Él le ha dado certezas, símbolos, identidad: lo ha hecho reconocible en todas partes. Ha tenido ese don y debemos agradecérselo. Y eso es bonito, emocionante, tanto como cuando dice:
--Con 66 años lo único que se puede ser es buena gente.
Esa aspiración la ha logrado en la poesía, en la novela, en la política, en la amistad y en este necesario y hermoso libro de homenajes.
10/03/2005 20:09 Enlace permanente. sin tema Hay 2 comentarios.
LA FOTO IMPOSIBLE DE DOS ÍDOLOS

A veces ocurren cosas. Casi todos los jueves, me llama Pepe Melero, siempre sensible a “Artes & Letras”, siempre entusiasta, y quizá también de los que más sufren por la pérdida de cuatro páginas. Es la persona que me anima constantemente: si uno anda alicaído e inseguro, no hay problema, él lo intuye desde el otro lado del hilo y empuja, empuja, hasta que el ánimo se enardece. Pepe es uno de esos inesperados hermanos que te regala la vida en otra casa y de otros padres. Como Mariano, como Luis Alegre. Como con ellos, con Luis y Mariano, y con Manolo Pizarro y con Honorio Romero. Luis apareció algo tarde, encontró un hueco para tomar café entre una de sus constantes reuniones y su presencia en la radio, al lado de esa novia ideal que se llama Concha García Campoy, nuestra diosa en las ondas, esa voz que nos lleva de extravío por los pantanos del sueño.
Hablamos de mil cosas, siempre entre risas, nada trascendentales, de recuerdos que a lo mejor nos hemos contado antes. Incluso rivalizamos un poco con Honorio Romero acerca de algunas alineaciones –la de Polonia del 74: Tomazewski; Szymanowski, Gorgon, Zmuda, Musial; Kaspersack, Masnyck, Deyna; Lato, Szarmach y Gadocha; recordamos la de Brasil 70: Félix; Carlos Alberto, Piazza, Brito; Clodoaldo, Everaldo; Jairzinho, Gerson, Tostao, Pelé y Rivelinho; la de Alemania 74: Maier; Vogts, Swarzenbeck, Beckenbauer, Breitner; Höennes, Bonhoff, Overath; Grabowski, Müller y Holzenbein, y ya vale, amigo Pepe Melero, que supongo que eso así dicho de corrido y sin la enciclopedia te pone un poco nerviosillo, lo sé…-, llamamos a Labordeta a Madrid para felicitarlo por su cumpleaños: 70. Y va Luis y recuerda una memorable anécdota que le sucedió hace unos días en el Santiago Bernabéu, en la aciaga jornada de Losantos Omar. Luis y Labordeta habían sido invitados al palco en el choque entre Madrid y Zaragoza por Merche Gallizo, nuestra embajadora en la capital como Directora General de Prisiones. De repente, se enteró Pepe Melero, llamó a Luis Alegre y le dijo: “Luis, yo he tenido dos ídolos en esta vida: Labordeta y Pelé, y hoy van a estar en el Bernabéu. Te pido un favor: quiero que les hagas una foto a los dos juntos”. En el palco del Bernabéu estaban Labordeta y Pelé bastante juntos, pero no lo suficiente. La foto no era fácil. Luis, que es amigo íntimo de Luis Figo y por tanto un pícaro y un amante del instante decisivo, incluso en fotografía, empezó a pensar cómo podía cumplir el encargo que le había hecho su amigo, un encargo que era también un sueño de adolescencia. Calculó el momento en que, al final del choque, Pelé se pondría a la altura de Labordeta. Calculó las distancias, el foco, compuso mentalmente la foto de su vida: dos mitos encerrados en el objetivo para siempre. Y en efecto, tal como había sospechado, Pelé, con sus protectores, salió un instante antes de que se consumase la injusta victoria de los merengues. Se situó en el lugar adecuado y comenzó a soñar: Pelé y Labordeta aparecerían en el mismo encuadre. Así iba a ser. Pelé avanzó, Labordeta se irguió y Luis apretó el enfoque automático, y justo en ese instante apareció Diego López Garrido que se acercó al “Abuelo” Labordeta y obstaculizó el campo de acción del fotógrafo. Luis, contrariado, disparó igualmente, y en la memoria de su cámara quedó el gran cabezón de López Garrido, el colodrillo de Labordeta y un fragmento de oscura testa del hombre que marcó más de mil goles: Edson Arantes do Nascimento. Lo único que no sé es si Pepe Melero tiene esa foto y la ha enmarcado, o si ha construido una montaña de odio hacia López Garrido.
Intenté aliviar levemente a Luis Alegre –tan pícaro como Luis Figo, gambeteador insaciable- con otra anécdota reparadora: hace unos días Antonio Calvo Pedrós me regaló dos fotos para el bibliófilo Melero: aquella en que Pelé está con Violeta (que quizá sea el tercer héroe que rivalice con Pelé y Labordeta) y con Carriega en La Romareda en el verano del 74, y otra foto de los dos “pelés” del momento: el pelé negro e irrepetible, el diez formidable del Santos y de Brasil, y el “pelé blanco”: Saturnino Arrúa, aquel interior paraguayo que jugaba al fútbol como los ángeles y que acaudilló el formidable conjunto blanquillo de la temporada 74-75 que fulminó al Real Madrid el primero de mayo por 6-1. Nada menos.
11/03/2005 00:15 Enlace permanente. sin tema No hay comentarios. Comentar.
CARTA DE MAURICIO WIESENTHAL

Desde hace muchos años, tengo un amigo oculto, invisible, lejano, como un pariente que anda por ahí: Mauricio Wiesenthal. Lo sigo también en sus libros –“La Belle Epoque del Orient Express”…- y en sus artículos en distintas revistas, pero sobre todo en “La Vanguardia”. Anunciaba el otro día que estoy leyendo su “Libro de Requiems” (Edhasa). Empecé a hacerlo por uno de esos personajes que me han acompañado como una sombra próxima, Alfonsina Storni (me habló de ella Javier Villafañe, la cantaba como nadie Imanol, recordaba su suicidio Mercedes Sosa, “Y te vas Alfonsina…”, leí algo de su historia de amor un poco precipitada con mi maestro Horacio Quiroga, el señor atormentado de Misiones), y sigo viajando con Mauricio por medio mundo a lo largo de la historia. Ayer me dormí con la peripecia de Liszt, de Sand, de Balzac, que todos por ahí divagando sobre el amor en la pieza “Impromptus para Franz Liszt”, y merodea el propio Mauricio dando jugosos detalles de sí mismo, o de ese personaje delicioso que crea y que traté con alguna injusticia tal vez el otro día: “Los idiotas solemos consolarnos con el recurso de la honradez. Pero, si uno no hubiese sido educado en los principios de la honestidad, podría ser propietario de algo. Por ejemplo, de los bastones de Liszt”.
Hace un par de días recibí una bellísima carta de Mauricio Wiesenthal, donde me pedía una sirena. El dibujo de una sirena. Lo cual para un mal amanuense del dibujo como yo es todo un sueño. Pero además, ayer me envió otra carta preciosa que espero que no le moleste que reproduzca aquí:
“Querido amigo Antón: Cuando dos músicos callejeros se encuentran en una ciudad lejana y escuchan, en medio de toda la algarabía, una música que les recuerda el camino andado, se muestran primero sorprendidos. Pero luego van dándose los acordes y las disonancias, reconociéndose en este juego de ‘jazz’, hasta que acaban compartiendo sus ‘blues’ y sus ‘réquiems’. Espero que el próximo encuentro entre nosotros sea delante de una copa de vino. Yo llevaré mi violín melancólico y espero que tú lleves tu saxofón mágico.
Un abrazo. Mauricio Wiesenthal”. He de reconocerlo: soy muy afortunado con los catalanes. He querido con locura a otra catalana como Mercè Rodoreda. Durante algunos años la leí vorazmente, en mi lapso del bingo, intentaba imitarla. Era como un mito muy hondo y propio. Siempre recordaré cuánto me impresionó la novela y la serie de televisión “La plaza del Diamante”, interpretada por Silvia Munt. Creo que amo a esa mujer desde entonces. Ayer la llamé para invitarla a Albarracín para que viniese a presentar su trabajo sobre Gala, pero no podrá venir (así me lo hecho saber Walter, su amable representante) porque está preparando su primer largometraje de ficción, escrito y dirigido por ella. Acabo con Mercè Rodoreda: la admiré tanto, me impresionaron tanto sus libros, incluso el inacabado “La mort i la primavera”, que le puse el nombre de una de sus novelas a mi hija Aloma.
Vuelvo mis ojos hacia el libro de Wiesenthal y anoto este pasaje de “El ángel de Rilke” (el primer libro importante que robé, por voluminoso, maravilloso y agotado, fue el de unas “Obras selectas” de Rilke, más de mil páginas, que había traducido para Plaza & Janés José María Valverde, en la librería Cervantes de A Coruña): “Había soñado con una mujer misteriosa que le esperaba, envuelta en su pañuelo, junto a un puente de Toledo. Quizá tenía una cita con la muerte. Su vida no era un camino de rosas: unos poemas inspirados, una filosofía angustiosa, una infancia perdida, una mujer abandonada y una hija que había traído al mundo con total irresponsabilidad”.
11/03/2005 01:00 Enlace permanente. sin tema Hay 7 comentarios.
ÁLBUM EN EL BOSQUE DE LOS AUSENTES

Nunca había sentido curiosidad por sus cosas más íntimas. Pero cuando sucedió la catástrofe, sospechó que su hijo era, en el fondo, un desconocido. Había crecido de prisa, trampeaba con los estudios y con las novias, y tenía como todos una vida oculta. Y fue esa vida la que se le reveló cuando abrió de par en par los armarios, los cajones, los archivadores. Ese tesoro inadvertido que uno acumula como quien construye una despaciosa biografía. No sabía que era coleccionista de plumas, ni que poseía varias cajas de lápices de colores de marcas y países distintos. Ignoraba que llevase un diario de pequeñas frases y dibujos que se le antojaron surrealistas. En un sobre grande, había 17 cartas de amor de Clara. Y descubrió también una serie de insignias o pins de las ciudades que había visitado y pequeños carteles de cine, con algunas de sus películas favoritas: “Charada”, “Desayuno con diamantes”, “Vacaciones en Roma” o “Dos en la carretera”.
Pero hubo algo que quizá la emocionó mucho más. Los tres álbumes de fotografías. Todas las fotos llevaban una pequeña leyenda. Abrió el álbum de los amigos, porque pensó que iba a ser el menos doloroso, y reconoció a César, Andrés, Pascual y Clara, pero no a todos, desde luego. ¿Por qué no había visto nunca a ese Leandro que aparecía casi siempre, en los partidos de hockey o en las jornadas de natación? El segundo álbum contenía sus retratos, desde la niñez hasta el final. Ella no pudo evitar las lágrimas: ¡Cuánta hermosura atropellada en ese orden insospechado! ¡Qué alegría de crecer y desperezarse día a día, en la arena de la playa, en el río, en los jardines, en la única foto que conserva de la escuela! ¡Cuántas películas de la memoria y la emoción la asaltaron de súbito! Se armó de coraje para abrir el último álbum. Halló los retratos de la familia, desde los antepasados hasta sus hermanos. Al de su abuelo le había colocado esta frase: “El origen de la semilla”. Y a su hermana pequeña: “El último milagro de los míos”. La madre miró cada retrato, uno a uno, con sus notas. Sabía que el hijo que se había ido en marzo iba a recuperar la vida para siempre desde las fotos y en el recuerdo. Desde la inmortalidad de la memoria.
*"Heraldo de Aragón" publica hoy un monográfico de recuerdo y homenaje a las víctimas del 11-M, que ha diseñado el extraordinario Javier Errea -en colaboración con su estupendo equipo de maquetación y diseño: Pilar Ostalé, Kristina Urresti, Ana Lourdes Pérez y Asier Barrio-, en el que hablan muchas personas, analizan lo ocurrido expertos y personas que han vivido la masacre de cerca, y escriben otros textos gentes como Enrique Gastón, Félix Romeo, Miguel Mena, Ángel Guinda (que viaja en esa ruta de la muerte) y otros muchos afectados o personas anónimos que recuerdan lo ocurrido con una sensación de escalofrío. Las fotos son de ese excepcional fotógrafo que es José Miguel Marco, y escribe prácticamente toda la plantilla del diario. Creo que el número es emocionante, para guardar, para no olvidar esa terrible sinrazón.
11/03/2005 12:57 Enlace permanente. sin tema Hay 1 comentario.
SER ESCRITOR

-No me imagino a mí mismo de otra manera [que ser escritor]. Hay un ensayo maravilloso de Giorgio Manganelli, “¿Por qué escribo?”, al final del cual dice: “Escribo porque no sé ni atarme los zapatos”. Manganelli es de los míos. Uno escribe por muchos motivos y la escritura se termina convirtiendo en un vicio, una necesidad, un instrumento de supervivencia, en una forma de protegerse. Es una manera de dotar de sentido a la realidad, o al menos de una ilusión de sentido. Es tu manera de ir por el mundo. Te permite entenderte a ti mismo, aunque no del todo. Te permite ser otro. Leyendo y escribiendo eres otro. Eso sí que es una aventura: más que irte a China.
Bueno, yo en realidad también pienso que irte a China es una gran aventura. Aún no he leído “La velocidad de la luz”, la nueva novela de Cercas. La compraré mañana y ya daré en el blog mi opinión. El jueves, en “Artes & Letras”, Félix Romeo comentael libro. Félix se va un mes y medio a Aberdeen. Ayer hubo una fiesta de despedida en la nueva casa de Ismael Grasa –corrijo aquí: su libro de doce cuentos “Trescientos días de sol” aparecerá en su sello de siempre: Anagrama, no en Xordica- y de Eva Puyo, recién llegado Félix de dar un curso en La Casa Encendida, según leo en la web de Mariano Gistaín, titulado “Escribir con lo mínimo”. Anoche en Calanda, durante la presentación del libro “Calanda. El sueño de los tambores”, donde también escribe Félix, Ignacio Peiró y Pedro Rújula se confesaban admiradores absolutos de los textos de Félix en “Revista de Libros”, en “Artes & Letras” y en su nueva sección “Merienda de tigres” de ABC. “Está en un momento extraordinario”, sentenció Peiró. En realidad, lleva muchos años hablando de libros con una lucidez incomparable, con la gozosa y documentada libertad del lector que ama, se asombra y busca los libros de los otros. Félix encarna con una generosidad absoluta la alegría de la literatura.
13/03/2005 13:01 Enlace permanente. sin tema Hay 2 comentarios.
BREVE NOTA DE FÚTBOL BASE: JORGE Y DIEGO VENCEN
Ayer, sábado, los partidos de Jorge y Diego se saldaron con victoria. Diego venció sin jugar por incomparecencia del rival y el San Gregorio (División de Honor) ganó en casa al Montecarlo, 2-0, con lo que ya ha eludido el descenso. Jorge jugó en la segunda parte e hizo un buen partido: penetró, tras driblar a dos contrarios, hasta la línea de fondo, y repitió el mismo lance un instante después, se quedó escorado ante el portero, que acabó repeliendo a córner su trallazo. Hizo unos minutos muy convincentes, de entrega, apoyos y desborde; amplió el campo, permítaseme esta licencia, y dio profundidad al San Gregorio, que realizó un partido serio pero muy gris en la primera parte, y mucho más alegre y repleto de ocasiones en la segunda parte. Ayer hicieron un sensacional choque el lateral Richie, de los mejores que le he visto nunca; Xavi, que se vació de medio centro que acude a todos los balones con su largo recorrido, y Nano, el interior o extremo derecho, que generó ocasiones de gol y se zafó una y otra vez por el costado.
13/03/2005 13:11 Enlace permanente. sin tema Hay 2 comentarios.
LA VIDA ES ETERNA EN CINCO MINUTOS
Ha sido un día vertiginoso. Y tal vez improductivo. Lo mejor, cuando las cosas van tan de prisa, son los amigos. He visto a muchos. Los halcones despedían a Félix Romeo, que parte mañana a Aberdeen con la maleta y la cabeza llena de proyectos. Este hombre, ahora delgado, es un sinvivir, como diría Roberto Miranda. Su tormenta de ideas es tan constante que casi hace sentirte como un poco inútil o inválido en alguna región del cerebro. Invitó a jamón a medio Babel y luego tuvo agallas de comprar en algún sitio pasteles de crema, de chocolate y de nata. Ahora que no bebe, que come muy poco y que va con una única mujer, y además rubia, se siente todavía mejor. Incluso las chupas de cuero le quedan impecablemente en ese desaliño espontáneo: parece un escritor feliz salido de una película de serie B o de un retrato anacrónico de Rembrandt.
Antes quedé a fumar un Chesterfield con José Giménez Corbatón. Apuramos café y cerveza y casi una hora de cháchara. Le llevé algunos libros: es un lector meticuloso que repasa la prosa ajena con el mismo mimo que si fuera la suya, y además redacta sus notas de lectura en unos cuadernos de 32 páginas que son un regalo de amanuense para sus tres hijos. Dentro de unos días se va a Burdeos y luego a Italia. Pero ya deja los deberes hechos: ha terminado una novela sobre el escritor Petrus Borel en el París del siglo XIX y está a punto de reeditar “El fragor del agua”: ha corregido, ha purificado y ha recuperado algunos términos digamos “regionales”. Chusé Aragüés, de Prames, ha mostrado un gran interés en el libro. Es conocida la devoción absoluta del editor por tres excelentes libros: “La lluvia amarilla” de Llamazares, “Camino de sirga”, y esta colección de relatos de José. El libro se presentará en Ámbito de El Corte Inglés el catorce de abril, nada menos.
También vino a verme Ana Alcolea, que tiene dos libros nuevos, dos libros en busca de editor. Uno que es una novela que sigue la huella de “El medallón perdido” y “El retrato de Carlota”, pero ahora la historia sucede en Noruega y hay una intriga de nazis. Ana me trae dos discos de la intérprete cántabra Inés Fonseca, uno de ellos dedicado por completo al poeta José Hierro, que le regaló una colección de dibujos y acuarelas para el cedé.
También recibo llamadas de Pepe Bofarull, que ilustra esta semana “Artes & Letras” –en las próximas lo harán, entre otros, Concha Silván y Tinaja…- con un monotipo lleno de color y de fuerza, y otra de Joaquín Coll y de Kati Garbía-Bragado Acín, que participarán hoy, con Emilio Casanova, en el programa que vamos a dedicarle a “La línea sentida” sobre Ramón Acín. Esa emisión la completan Virginia Baig y Teresa Ramón, que hablarán de “La mirada y el agua”. Será como se ve un programa totalmente oscense. Hoy “El Paseo” emite una entrevista con Javier Sebastián, que acaba de publicar en Espasa “Veinte semanas”, otra con José Antonio Román Ledo, sobre su libro de Julio Alejandro, y dos reportajes sobre “Cuaderno de viaje” y la exposición de Pascual Blanco en Sástago.
Estoy muy cansado pero por si alguno aún frecuenta este blog me gustaría decir que al volver del Babel, hacia la una y media, salí a pasear a mi perra. Me puse la caperuza en la cabeza y adopté una apariencia de monje. Me creía tanto mi papel que pensé incluso en David Caspar Fiedrich: me creí un pensador en calma, un merodeador de la hermosa noche. Llevaba entre las manos dos libros. “Leyendas del Cáucaso y de la Estepa”, recopiladas por Alejandro Dumas y publicadas por Siruela, y una monografía sobre la rehabilitación del Óvalo y la escalinata neomudéjar de Teruel. Las fotos de Andrés Ferrer y Antonio Ceruelo son magníficas, conmovedoras, reinventan un nuevo Teruel, un nuevo mudéjar cotidiano y casi a ras de suelo, y dan brillo y belleza no usada al gran proyecto de David Chipperfield (Londres, 1953). El libro es estupendo y Teruel parece una capital europea; no hay más que mirar las fotos de las páginas 86 y 87, pero las de la 88 y 89 son una pura maravilla, una pura maravilla en medio de este manual de la hermosura, de luz que carga con la luna y la exhibe. Hay mucho que ver, pero antes de ir a dormir, a las 3.04 de la madrugada, me detengo en la página 83: es minarete que se eleva delicadamente ante el precipicio, con un cielo de ceniza al fondo, y se espejea en el suelo mojado… ¿Cómo no iba a amarse y a morir aquí Diego e Isabel, Isabel y Diego, nuestros amantes de la memoria arrebatada?
Al final no os he contado lo que quería deciros: la perra avanzó y avanzó y se fue hacia la plaza. Allí la encontré, bajo la palma, triscando con las adelfas o copiándose en la fría agua del surtidor. La plaza era ideal, solitaria y luminosa, un faro en el llano para la gran iglesia de Ricardo Magdalena. Fueron unos minutos de una gran intensidad, de confusión con la belleza. Cuando me dirigía hacia el frontón levanté los ojos, había alguien recenando y en la pared, en un póster, había dos hombres que se acariciaban en la pared e improvisaban un coito. Y esto, aunque pudiera parecerlo (lo más fantástico siempre es lo real), no es una invención ni un delirio…Viniendo hacia casa, me quedó una duda: ¿no eran en realidad dos tíos en un tándem de bicicleta?
Antes quedé a fumar un Chesterfield con José Giménez Corbatón. Apuramos café y cerveza y casi una hora de cháchara. Le llevé algunos libros: es un lector meticuloso que repasa la prosa ajena con el mismo mimo que si fuera la suya, y además redacta sus notas de lectura en unos cuadernos de 32 páginas que son un regalo de amanuense para sus tres hijos. Dentro de unos días se va a Burdeos y luego a Italia. Pero ya deja los deberes hechos: ha terminado una novela sobre el escritor Petrus Borel en el París del siglo XIX y está a punto de reeditar “El fragor del agua”: ha corregido, ha purificado y ha recuperado algunos términos digamos “regionales”. Chusé Aragüés, de Prames, ha mostrado un gran interés en el libro. Es conocida la devoción absoluta del editor por tres excelentes libros: “La lluvia amarilla” de Llamazares, “Camino de sirga”, y esta colección de relatos de José. El libro se presentará en Ámbito de El Corte Inglés el catorce de abril, nada menos.
También vino a verme Ana Alcolea, que tiene dos libros nuevos, dos libros en busca de editor. Uno que es una novela que sigue la huella de “El medallón perdido” y “El retrato de Carlota”, pero ahora la historia sucede en Noruega y hay una intriga de nazis. Ana me trae dos discos de la intérprete cántabra Inés Fonseca, uno de ellos dedicado por completo al poeta José Hierro, que le regaló una colección de dibujos y acuarelas para el cedé.
También recibo llamadas de Pepe Bofarull, que ilustra esta semana “Artes & Letras” –en las próximas lo harán, entre otros, Concha Silván y Tinaja…- con un monotipo lleno de color y de fuerza, y otra de Joaquín Coll y de Kati Garbía-Bragado Acín, que participarán hoy, con Emilio Casanova, en el programa que vamos a dedicarle a “La línea sentida” sobre Ramón Acín. Esa emisión la completan Virginia Baig y Teresa Ramón, que hablarán de “La mirada y el agua”. Será como se ve un programa totalmente oscense. Hoy “El Paseo” emite una entrevista con Javier Sebastián, que acaba de publicar en Espasa “Veinte semanas”, otra con José Antonio Román Ledo, sobre su libro de Julio Alejandro, y dos reportajes sobre “Cuaderno de viaje” y la exposición de Pascual Blanco en Sástago.
Estoy muy cansado pero por si alguno aún frecuenta este blog me gustaría decir que al volver del Babel, hacia la una y media, salí a pasear a mi perra. Me puse la caperuza en la cabeza y adopté una apariencia de monje. Me creía tanto mi papel que pensé incluso en David Caspar Fiedrich: me creí un pensador en calma, un merodeador de la hermosa noche. Llevaba entre las manos dos libros. “Leyendas del Cáucaso y de la Estepa”, recopiladas por Alejandro Dumas y publicadas por Siruela, y una monografía sobre la rehabilitación del Óvalo y la escalinata neomudéjar de Teruel. Las fotos de Andrés Ferrer y Antonio Ceruelo son magníficas, conmovedoras, reinventan un nuevo Teruel, un nuevo mudéjar cotidiano y casi a ras de suelo, y dan brillo y belleza no usada al gran proyecto de David Chipperfield (Londres, 1953). El libro es estupendo y Teruel parece una capital europea; no hay más que mirar las fotos de las páginas 86 y 87, pero las de la 88 y 89 son una pura maravilla, una pura maravilla en medio de este manual de la hermosura, de luz que carga con la luna y la exhibe. Hay mucho que ver, pero antes de ir a dormir, a las 3.04 de la madrugada, me detengo en la página 83: es minarete que se eleva delicadamente ante el precipicio, con un cielo de ceniza al fondo, y se espejea en el suelo mojado… ¿Cómo no iba a amarse y a morir aquí Diego e Isabel, Isabel y Diego, nuestros amantes de la memoria arrebatada?
Al final no os he contado lo que quería deciros: la perra avanzó y avanzó y se fue hacia la plaza. Allí la encontré, bajo la palma, triscando con las adelfas o copiándose en la fría agua del surtidor. La plaza era ideal, solitaria y luminosa, un faro en el llano para la gran iglesia de Ricardo Magdalena. Fueron unos minutos de una gran intensidad, de confusión con la belleza. Cuando me dirigía hacia el frontón levanté los ojos, había alguien recenando y en la pared, en un póster, había dos hombres que se acariciaban en la pared e improvisaban un coito. Y esto, aunque pudiera parecerlo (lo más fantástico siempre es lo real), no es una invención ni un delirio…Viniendo hacia casa, me quedó una duda: ¿no eran en realidad dos tíos en un tándem de bicicleta?
15/03/2005 09:20 Enlace permanente. sin tema Hay 8 comentarios.
PILDORAS SOBRE CERVANTES Y EL QUIJOTE

de Cervantes
Se han escrito muchas cosas del Quijote. Quizá una de las opiniones más felices y totalizadoras la ha dado recientemente Mario Vargas Llosa: “El Quijote’, como ‘La Odisea’, ‘La Divina Comedia’ o el ‘Hamlet’, nos enriquece como seres humanos, mostrándonos que, a través de la creación artística, el hombre puede romper los límites de su condición y alcanzar una forma de inmortalidad; al mismo tiempo nos fulmina, haciéndonos conscientes de nuestra pequeñez, contrastados con el gigante, Miguel de Cervantes, que concibió esa gesta”. Jorge Luis Borges, el primer premio Cervantes, galardón que compartió con Gerardo Diego, más admirador de Quevedo que de Cervantes, dijo: “Tenemos en Don Quijote un doble carácter. Realidad y sueño, porque Cervantes sabía que la realidad estaba hecha de la misma materia que los sueños”.
Homenajes
Universales
El Quijote fue traducido al inglés por Thomas Shelton en 1612 y al francés por César Oudin en 1614. Era un libro de historias irreales, se pensaba, que continuaba la tradición de “El Decamerón” de Boccaccio. Aunque conoció otras muchas ediciones, en algún caso excepcionales, empezó a ser verdaderamente universal a raíz de las interpretaciones de Heinrich Heine y del filósofo Schlegel, que consideró a Cervantes un escritor consciente y un creador original que estaba a la altura de Shakespeare y de Goethe. Años más tarde, Ivan Turgueniev lo emparentó con “Hamlet” y Flaubert llegaría a afirmar que se sabía el volumen de memoria antes de aprender a leer. Otros autores como Nietzsche o Luigi Pirandello elogiaron las excelencias del proyecto. El dramaturgo italiano le rinde un homenaje explícito en “Seis personajes en busca de autor”, que en el fondo es uno de los asuntos que abordó Cervantes.
Un paraíso de historias
en Esquivias
Miguel de Cervantes, recién casado con la joven heredera Catalina de Salazar, se instaló en Esquivias, a doce leguas de Madrid. Le costó un tiempo aportar al matrimonio los cien ducados que se comprometió a entregar, y allí tuvo un año de sosiego, lejos de la Corte. Pero su existencia resultaba tan apacible que creía estar en un paraíso: cuidaba los olivos y los viñedos, y se reunía en con amigos, hidalgos y vecinas que le contaban historias al calor de la lumbre. El chisme era una forma de mantener viva la literatura oral, cuando él dejaba de evocar sus días en “La Marquesa” o el cautiverio de Argel. Allí, mientras intentaba olvidar que era un hombre lleno de deudas, oyó la historia del hijo de Pedro Lobón, que quiso hacerse cura y recibió la tonsura, pero fue demandado por una joven encinta, la historia de aquel pintor que cambió su oficio por la rudeza del campo o el relato de tres muchachas que habían sido raptadas por una tropa de soldados.
El libro de la vida
en la tierra
Acaba de aparecer el volumen “Don Quijote en el arte y en el pensamiento de Occidente” (Cátedra, 2004), de Allen & Finch, que es un compendio de opiniones y visiones sobre el personaje de Cervantes. Se recoge esta cita de Dostoievski: “Si este mundo se acabara y en algún otro se le preguntara a la gente si habían entendido su vida en la tierra y qué conclusiones habían formulado, uno podría simplemente presentar el libro de Don Quijote y decir: ‘He aquí mis conclusiones con respecto a la vida. ¿Podrán condenarme por ello?”. Joseph Conrad tampoco le fue a la zaga en consideración: “Conversos ha habido que, por su exquisita indiscreción, han ganado inmortalidad cierta. El ejemplo más ilustre, esa flor de la Caballería, don Quijote de la Mancha, sigue siendo para todo el mundo el único hidalgo genuino y eterno”.
Realidad y sueño
del aragonés Blecua
El aragonés José Manuel Blecua, presidente del comité del IV Centenario, declaraba a “La Vanguardia”: “Me gustaría que la conmemoración fuera capaz de cambiar un poco la mentalidad de la sociedad española respecto al libro, a la lectura, al uso y el manejo de las lenguas y el respeto a las otras lenguas, fomentando una capacidad de convivencia con otras lenguas y otras culturas que resulta clave en el mundo actual, definido por su multiculturalidad. Y me gustaría, sobre todas las cosas, que cambiara la idea, la mentalidad de los jóvenes, y que el libro ocupara el lugar que debe ocupar como fuente de información y de conocimiento, y al mismo tiempo como entretenimiento, porque la literatura es un camino lúdico. (…) Creo que lo fundamental es el carácter utópico del personaje, la capacidad de transformar una sociedad”.
16/03/2005 10:09 Enlace permanente. sin tema Hay 3 comentarios.
GOYA, SEGÚN ROBERT HUGHES

Se trata de una biografía lineal, que empieza en Fuendetodos en 1746 y culmina en su doloroso exilio en Burdeos, en 1828. Hughes confiesa que “había albergado esperanzas de ‘capturar’ a Goya con mi escritura” y ahora, en esa travesía del subconsciente, era el artista quien lo provocaba. En el capítulo inicial, “Goya por accidente”, explica Hughes sus teorías y sus conclusiones. Califica al artista aragonés como “un artista moderno” y lo dice porque “constituye una figura bisagra: es el último representante de lo que ya fue, y el primero de lo que estaba a punto de venir, el último de los grandes maestros y el primer moderno”. Goya era un hombre del viejo mundo, debido a “su evidente fascinación por la brujería y su fijación por las antiguas supersticiones”. De inmediato, al compararlo con otros creadores como Delacroix o Ingres, estima que “Goya era diferente: no podía ver ni experimentar nada sin formarse una opinión sobre ello, y esa opinión se manifiesta en su obra, a menudo de la manera más apasionada. En eso consistía parte de su modernidad y otra de las razones por las que aún resulta cercano pese al tiempo que nos separa”.
Robert Hughes ahonda en algunas características del artista aragonés. Subraya que “Goya fue uno de los pocos grandes pintores del dolor físico, las crueldades y las humillaciones corporales”, y eso se percibe claramente en las “pinturas negras” y en los “Desastres de la guerra”, a los que define así: “Esos grabados estremecedores en los que el pintor da fe de los inenarrables y cruentos sucesos de la sublevación española contra la invasión napoleónica: con su testimonio Goya se convirtió en el primer reportero de guerra moderno”. Pero además, Hughes lo califica como “un epicúreo convencido” y le dedica un precioso párrafo: “Sabemos que le apasionaba todo lo sensorial: el olor de una naranja o de la axila de una niña, el aroma del tabaco y el regusto del vino, el ritmo palpitante de un baile callejero, el juego de luces sobre el tafetán, el muaré, el simple algodón; el arrebol expandiéndose en el cielo de una tarde estival o el pálido brillo de la culata de nogal finamente tallada de una escopeta”. ¿No hay aquí, en cierto modo, una definición de la pintura o de un pintor exultante que entendía los secretos del placer y admiraba la desafiante o amable sexualidad de las mujeres como Pepita Tudó o Cayetana?
“Goya” también es una magnífica crónica de un país corrupto, y ese análisis tiene otro perfecto correlato: Hughes explica al pintor que intenta instalarse en la sociedad madrileña con un cuadro luminoso como “Pradera de San Isidro” de 1788, y cómo evoluciona en una suerte de catarsis o exorcismo personal hasta la “Romería de San Isidro” (182 / 1823), que pertenece ya a las “pinturas negras”. Hughes revela, por ejemplo, que Goya vivió unos meses en Roma, cuando residía en la casa de Tadeo Kuntz, con el grabador Giambattista Piranesi; recuerda la escasa pasión marital con Josefa Bayeu o, visitando la Cartuja de Aula Dei, anota que Paul y Amadée Buffet iniciaron en 1902 la restauración de los frescos de Goya, y afirma: “La mezcla del pincel de Goya con el de sus restauradores produce una extraña impresión”. Esta frase podría resumir el espíritu del libro: “Goya era un hombre muy listo y complejo, no sólo en cuanto a los temas, las técnicas y los significados de su arte, no sólo en su relación con el arte de los otros, sino en su vida cotidiana”. Goya no tenía nada que ver con esa vieja y romántica idea de que era “una especie de campesino tocado por la genialidad”.
La FICHA:
“Goya”. Robert Hughes. Traducción de Caspar Hodgkinson y Victoria Malet. Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores. Barcelona, 2005. 478 páginas.
ANECDOTARIO
-La obra. “Goya fue excepcionalmente productivo. Realizó setecientos cuadros, novecientos dibujos y casi trescientos grabados, dos grandes series de pintura mural y varios proyectos murales menores. En su tiempo tenía pocos contrincantes, pero ningún rival verdadero”.
-El paisaje de Fuendetodos. “En cuanto se ha visto el paisaje adusto que rodea Fuendetodos, pelado, inhóspito y castigado por el sol, con sus árboles aislados y oscuros a la luz implacable, también se advierte de dónde provienen el fondo paisajístico de los ‘Desastres de la guerra’ y, todavía más, de las pinturas negras de sus últimos años”.
-John Ruskin y el fuego. “La National Gallery británica no adquirió obras de Goya hasta 1896, y en un famoso ataque de histeria moralista el más importante crítico de arte de su tiempo, John Ruskin, quemó otra serie de los ‘Caprichos’ en su chimenea, como un gesto lo que él consideraba el símbolo de la abyección moral y mental de Goya”.
-El lema. “Parte de su credo, aún más, el mismo centro de su naturaleza como artista consistía en el ‘Nihil humanum a me alienum puto’ (Nada humano me es ajeno) de Terencio. Aquí nos encontramos con la inmensa humanidad de Goya, con un nivel de compasión, casi literalmente una empatía del sufrimiento equiparable a las de Dickens y Tolstoy”.
-La Duquesa de Alba. “Pero no hay manera de saber si Goya y la duquesa cometieron alguna locura durante esos días. Es probable que la verdad sea decepcionante: no hubo roce sexual entre los dos. Cayetana era una mujer coqueta y, comparada con la condesa de Osuna, una cabeza de chorlito. (…) Y no fue la modelo para la ‘Maja desnuda’ y la ‘Maja vestida’, lo que supone una pena desde el punto de vista del folclore cultural, pero quizá también un alivio”.
16/03/2005 12:56 Enlace permanente. sin tema Hay 1 comentario.
EL PINTOR NECESARIO: MARÍN BAGÜÉS

García Guatas explicó las razones del subtítulo. Marín Bagüés nació en 1879 en Leciñena y murió en Zaragoza en 1961. Fue un artista longevo que vivió casi siempre en esta ciudad, hecha la salvedad de sus estancias en Madrid al principio (fue alumno de Moreno Carbonero) y su estancia de cuatro años en Roma y Florencia, de 1909 a 1912, “que fueron los años más felices de su vida porque le dieron una orientación decisiva a su arte”, entre otras razones, porque vio mucho arte: se entusiasmó con Sandro Botticelli, Tintoretto, Girlandaio o con Franz von Stuck, algo que hacía notar en cartas a sus amigos o a su madre. García Guatas recordó que en esos años viajó mucho por Europa, y por París, y que adquirió catálogos de los futuristas y cubistas, que tanto iban a marcarle. Para entonces, ya había sido el artista aragonés más destacado (“el pintor de Aragón por los temas y por la fuerza de su pintura”, matizó el estudioso) de la Exposición Hispano-Francesa de 1908, donde presentó seis cuadros de tema regional y cosechó elogios de Valenzuela La Rosa y García Mercadal. Poco después de su vuelta a Zaragoza, entró como conservador en el Museo Provincial y pocos años después pasó por una “dura etapa de depresión, de aislamiento y de enfermedad mental. Ese periodo duró desde 1914 hasta 1925, pero a partir de ahí recobró su pulso y desarrolló una etapa muy fecunda que tuvo en el cuadro de ‘La jota’ (1932) el epítome de su producción, al que ya le aplicó algunos de los principios neocubistas”. La crisis de Marín Bagüés, al margen de la consideración de que las dolencias son misteriosas, aparecen de golpe como un zarpazo, pudo deberse a dos consecuencias claras: la desaparición de una pieza arqueológica y su afán inconfeso pero obvio de ser director del Museo Provincial. El elegido fue Palao. Estuvo internado en un psiquiátrico de Reus e intentaba curarse en Castelserás, donde vivían sus hermanos Erundino y Juana, que le habilitaron un ático luminoso abierto a los vientos de la luz. De esta época es una sugestiva y potentísima obra como “La nave de Tetrarca”, donde ealude explícitamente a un cuadro de Millais, aquel de Ofelia ahogada en el río.
Marín Bagüés se quedó conmovido con dos exposiciones: una de Benjamín Palencia en la sala Libros, en cuyo catálogo el artista hablaba de la fuerza de la pintura y del movimiento de los caballos, y asistió a las primeras muestras de los pintores abstractos del grupo Pórtico en el Casino Mercantil: Santiago Lagunas, Eloy Laguardia y Fermín Aguayo. “Aunque era un hombre circunspecto y tímido, quiso quedarse a vivir en Zaragoza y sobrevivió aquí. De ahí el título. Era un pintor respetado: nadie hablaba mal de su pintura”. Guatas definió a Marín Bagüés sobre todo “como un retratista”, influenciado por Velázquez, del que hizo 26 copias en El Prado, Botticelli, El Greco –vio “El entierro del conde de Orgaz” en los años 30, en un tiempo en que tuvo la ilusión de pintar unas bóvedas para el Pilar que luego le dieron a Ramón Stolz, y se percibe la huella del pintor cretense sobre todo en un cuadro de Franco de 1939-, Goya, con el que convivía en el Museo de Zaragoza (en una carta, decía que lo prefería a Velázquez), Zuloaga y Julio Romero de Torres. Aunque también es evidente la huella de Van Gogh en varias obras. Marín Bagüés –que pasó por diversas etapas: pintura regionalista, pintura simbólica o alegórica, donde se aproxima a Moreau, Odilon Redon y a Millais, pintura neocubista, etc.- tenía “una visión peculiar y una afición por aprender todas las técnicas: fue incisidor de medallas, hizo pequeñas esculturas, dibujó y dibujó muchísimo”. Parece que no hizo nada por vender ni por exponer y que era un hombre frugal, metódico, que iba del museo al parque, bajaba al canal e iba a Castillejos a ver los caballos. Pasaba los veranos en Castelserás o a veces en Leciñena, donde había nacido, y anotaba lo que veía en papeles, en recibos de la luz. Paseaba su genialidad a todas horas, pero para entonces ya había hecho cuadros magníficos: autorretratos, el famoso retrato de su madre, “La jota” (1932), “Los placeres del Ebro” (1934-1938) o “Carrera de pollos” (19153), un cuadro donde parece alcanzar una sostenida tentativa: captar el movimiento siguiendo el código de los futuristas.
Francisco Marín Bagüés realizó muchos retratos de decanos y profesores de la Universidad de Zaragoza en la posguerra. Murió en 1961 a los 82 años. El libro de Manuel García Guatas nos ofrece la vida y la pintura de un hombre excepcional, de un solitario que, dicen, amaba en secreto a una de sus modelos y que era capaz de hacer un cuadro a otra mujer cariñosa que le regalaba fruta,
18/03/2005 01:03 Enlace permanente. sin tema Hay 2 comentarios.
NUEVAS PÍLDORAS DEL QUIJOTE
Historia y engaño
de Maese Pedro
Uno de los personajes que ha hecho mayor fortuna del Quijote ha sido Maese Pedro, que tiene un gran protagonismo en la II parte del libro. Maese Pedro es el propietario de un teatro de títeres donde se representa la historia de don Gaiferos y la liberación de su esposa Melisendra, secuestrada en Sansueña. Hace creer que tiene una mona adivina que le cuenta al oído el pasado o el porvenir de quienes asisten a su función. Lo cierto es que la mona no le dice nada, pero le ha acarreado cierta fama de haber pactado con el mismo diablo. En realidad, Maese Pedro es Ginés de Pasamonte, que se documenta bien sobre el pueblo al que acude para resultar más efectista en sus predicciones. Don Quijote acabará destruyendo su retablo, enojado con algunos errores que se producen durante una función y porque en su locura es incapaz de discernir realidad y ficción.
El autor ficticio que
halló un manuscrito
Cide Hamete Benengeli -deformado luego por Sancho Panza en Cide Hamete Berenjena-, es un complejo nombre que se compone de Cide (señor), Hamete (Hamid, un nombre árabe) y Benengeli (según algunos cervatillo, y por tanto probable deformación expresiva de Cervantes). Es un autor morisco que habría conservado la redacción de las aventuras del Quijote y su escudero. Según Cervantes, resulta un personaje contradictorio: unas veces es un historiador puntual y veraz, amigo de los pequeños detalles, dotado de gran curiosidad, y a la par puede restar importancia a las grandes batallas; y otras veces, Cervantes le reprocha la inexactitud de sus traducciones. La idea del manuscrito encontrado y la del autor ficticio fue un recurso feliz, todo un hallazgo, que ha marcado la evolución de la literatura.
Clavileño: el vuelo
más reposado
Clavileño, el caballo alígero del palacio ducal que se halla a dos días a pie de Sansueña, es una de las grandes creaciones de Cervantes, digna de figurar en un bestiario imposible. Ocupa varios capítulos de la II parte, desde el 40 al 44. Su nombre procede de su construcción con madera o leño y a sus movimientos, supuestos movimientos más bien, que son gobernados mediante una clavija. Como es sabido, no es sino una de las varias y crueles burlas que someten los duques a Sancho Panza, a punto de ser gobernador de la Ínsula Barataria, y a Don Quijote en esos episodios de sátira aristocrática. Los obligan a montar en él y los ayudan a creer que han volado por los aires, en los fabulosos dedos de la brisa. A pesar del engaño, Alonso Quijano confesará que en los días de su vida ha “subido sobre bestia más reposada ni de mejor paso que Clavileño”.
Llanto por Grisóstomo,
el pastor suicida
Quijote es un cuento de cuentos. No a la manera de Boccacio, Chaucer o Pedro Alfonso exactamente, pero el libro es como una gran selva de fábulas en la que los protagonistas entran y salen con naturalidad. Cervantes abordó la novela pastoril en “La Galatea”, pero también lo hizo en el episodio de Grisóstomo y Marcela. En el capítulo XII narra la historia de un pastor ilustrado, dotado de buena herencia y con aptitud de vate, que perdió la cabeza por los amores imposibles “de aquella endiablada moza de Marcela, la hija de Guillermo el rico”, que tiene algo de mujer fatal de aldea. Pasa y desgarra corazones mientras apacienta rebaños. Gristóstomo, que había tenido una mocedad disoluta, al despedirse del mundo voluntariamente pidió que lo enterrasen en el campo, “como si fuera moro”. Así, penando, se lo cuentan los cabreros al loco hidalgo y a su escudero…
Un autor inmortal en
“Criaturas saturnianas”
La revista “Criaturas saturnianas”, de la Asociación de Escritores de Aragón, dedica casi una treintena de páginas al Quijote. Magdalena Lasala dice que “Don Quijote sigue viviendo porque es lo prohibido que todos llevamos albergado en la parte oscura de nuestro ser”. Manuel Martínez Forega califica a Cervantes como “tardo escritor” y glosa el carácter paródico de su escritura. José-Carlos Mainer recupera aquí fragmentos del lcd-Prames de “Música en la Ínsula Barataria” y recuerda que Blas Antonio de Nasarre y Fériz, clérigo de Alquézar, consideraba superior el texto apócrifo al original, y que Menéndez Pidal atribuyó, en 1897, el texto de 1614 al poeta aragonés Andrés Lamberto. El titiritero Iñaqui Juárez asume la deuda contraída por las gentes de su oficio con “el manco de Lepanto”. Y Jorge Fresno evoca el sonido de vihuelas, laúdes y sonajas en el mundo cervantino.
Una locura de amor:
Aldonza Lorenzo
Como los héroes de las novelas de caballerías, Don Quijote de la Mancha precisaba una dama a la cual encomendarse y ante la cual justificar sus andanzas y extraordinarias aventuras. Sancho, su escudero, desde un principio estaba convencido que su señor amaba a una alta princesa, Dulcinea, que vive en algún lugar del Toboso, cosa que no deja de intrigarle porque él jamás ha tenido noticia de señora de tanta alcurnia. Pero cuando Don Quijote lo envía con una carta para su dama, le revela la verdad. El caballero –como si renunciase brevemente a su fantasía, que no a su locura de amor- le explica que le dio ese nombre a una labradora, Aldonza Lorenzo, hija de Lorenzo Corchuelo y Aldonza Nogales, “de muy buen parecer”. Sancho se queda perplejo porque conoce bien a la mujer y exhibe este elogio rústico: “Tira tan bien de una barra como el más forzudo galán de todo el pueblo”.
Autorretrato del autor
como enamorado
Miguel de Cervantes fue un cronista de su vida y de su época. “El Quijote” está lleno de referencias autobiográficas a su dilatado penar, a su estancia en Lepanto, Mesina, al cautiverio en Argel o a sus desencuentros con el soldado de Ibdes Jerónimo de Pasamonte, que lo menospreció en su “Vida”, cuando contaba poco más de 23 años: “Lo que no he podido dejar de sentir es que se mote de viejo y de manco”, se quejó Cervantes. Tras el libro que le ha hecho inmortal, redactó “Persiles y Segismunda”, para algunos su libro más perfecto. Allí se dibuja a sí mismo en la figura del enamorado Periandro y escribe: “Periandro, en tanto que era buscado, procuraba alejarse de quien le buscaba; salió de Roma a pie, y solo, si ya no tiene por compañía la soledad amarga, los suspiros tristes y los continuos sollozos: que éstos y las varias imaginaciones no le dejaban un punto”.
de Maese Pedro
Uno de los personajes que ha hecho mayor fortuna del Quijote ha sido Maese Pedro, que tiene un gran protagonismo en la II parte del libro. Maese Pedro es el propietario de un teatro de títeres donde se representa la historia de don Gaiferos y la liberación de su esposa Melisendra, secuestrada en Sansueña. Hace creer que tiene una mona adivina que le cuenta al oído el pasado o el porvenir de quienes asisten a su función. Lo cierto es que la mona no le dice nada, pero le ha acarreado cierta fama de haber pactado con el mismo diablo. En realidad, Maese Pedro es Ginés de Pasamonte, que se documenta bien sobre el pueblo al que acude para resultar más efectista en sus predicciones. Don Quijote acabará destruyendo su retablo, enojado con algunos errores que se producen durante una función y porque en su locura es incapaz de discernir realidad y ficción.
El autor ficticio que
halló un manuscrito
Cide Hamete Benengeli -deformado luego por Sancho Panza en Cide Hamete Berenjena-, es un complejo nombre que se compone de Cide (señor), Hamete (Hamid, un nombre árabe) y Benengeli (según algunos cervatillo, y por tanto probable deformación expresiva de Cervantes). Es un autor morisco que habría conservado la redacción de las aventuras del Quijote y su escudero. Según Cervantes, resulta un personaje contradictorio: unas veces es un historiador puntual y veraz, amigo de los pequeños detalles, dotado de gran curiosidad, y a la par puede restar importancia a las grandes batallas; y otras veces, Cervantes le reprocha la inexactitud de sus traducciones. La idea del manuscrito encontrado y la del autor ficticio fue un recurso feliz, todo un hallazgo, que ha marcado la evolución de la literatura.
Clavileño: el vuelo
más reposado
Clavileño, el caballo alígero del palacio ducal que se halla a dos días a pie de Sansueña, es una de las grandes creaciones de Cervantes, digna de figurar en un bestiario imposible. Ocupa varios capítulos de la II parte, desde el 40 al 44. Su nombre procede de su construcción con madera o leño y a sus movimientos, supuestos movimientos más bien, que son gobernados mediante una clavija. Como es sabido, no es sino una de las varias y crueles burlas que someten los duques a Sancho Panza, a punto de ser gobernador de la Ínsula Barataria, y a Don Quijote en esos episodios de sátira aristocrática. Los obligan a montar en él y los ayudan a creer que han volado por los aires, en los fabulosos dedos de la brisa. A pesar del engaño, Alonso Quijano confesará que en los días de su vida ha “subido sobre bestia más reposada ni de mejor paso que Clavileño”.
Llanto por Grisóstomo,
el pastor suicida
Quijote es un cuento de cuentos. No a la manera de Boccacio, Chaucer o Pedro Alfonso exactamente, pero el libro es como una gran selva de fábulas en la que los protagonistas entran y salen con naturalidad. Cervantes abordó la novela pastoril en “La Galatea”, pero también lo hizo en el episodio de Grisóstomo y Marcela. En el capítulo XII narra la historia de un pastor ilustrado, dotado de buena herencia y con aptitud de vate, que perdió la cabeza por los amores imposibles “de aquella endiablada moza de Marcela, la hija de Guillermo el rico”, que tiene algo de mujer fatal de aldea. Pasa y desgarra corazones mientras apacienta rebaños. Gristóstomo, que había tenido una mocedad disoluta, al despedirse del mundo voluntariamente pidió que lo enterrasen en el campo, “como si fuera moro”. Así, penando, se lo cuentan los cabreros al loco hidalgo y a su escudero…
Un autor inmortal en
“Criaturas saturnianas”
La revista “Criaturas saturnianas”, de la Asociación de Escritores de Aragón, dedica casi una treintena de páginas al Quijote. Magdalena Lasala dice que “Don Quijote sigue viviendo porque es lo prohibido que todos llevamos albergado en la parte oscura de nuestro ser”. Manuel Martínez Forega califica a Cervantes como “tardo escritor” y glosa el carácter paródico de su escritura. José-Carlos Mainer recupera aquí fragmentos del lcd-Prames de “Música en la Ínsula Barataria” y recuerda que Blas Antonio de Nasarre y Fériz, clérigo de Alquézar, consideraba superior el texto apócrifo al original, y que Menéndez Pidal atribuyó, en 1897, el texto de 1614 al poeta aragonés Andrés Lamberto. El titiritero Iñaqui Juárez asume la deuda contraída por las gentes de su oficio con “el manco de Lepanto”. Y Jorge Fresno evoca el sonido de vihuelas, laúdes y sonajas en el mundo cervantino.
Una locura de amor:
Aldonza Lorenzo
Como los héroes de las novelas de caballerías, Don Quijote de la Mancha precisaba una dama a la cual encomendarse y ante la cual justificar sus andanzas y extraordinarias aventuras. Sancho, su escudero, desde un principio estaba convencido que su señor amaba a una alta princesa, Dulcinea, que vive en algún lugar del Toboso, cosa que no deja de intrigarle porque él jamás ha tenido noticia de señora de tanta alcurnia. Pero cuando Don Quijote lo envía con una carta para su dama, le revela la verdad. El caballero –como si renunciase brevemente a su fantasía, que no a su locura de amor- le explica que le dio ese nombre a una labradora, Aldonza Lorenzo, hija de Lorenzo Corchuelo y Aldonza Nogales, “de muy buen parecer”. Sancho se queda perplejo porque conoce bien a la mujer y exhibe este elogio rústico: “Tira tan bien de una barra como el más forzudo galán de todo el pueblo”.
Autorretrato del autor
como enamorado
Miguel de Cervantes fue un cronista de su vida y de su época. “El Quijote” está lleno de referencias autobiográficas a su dilatado penar, a su estancia en Lepanto, Mesina, al cautiverio en Argel o a sus desencuentros con el soldado de Ibdes Jerónimo de Pasamonte, que lo menospreció en su “Vida”, cuando contaba poco más de 23 años: “Lo que no he podido dejar de sentir es que se mote de viejo y de manco”, se quejó Cervantes. Tras el libro que le ha hecho inmortal, redactó “Persiles y Segismunda”, para algunos su libro más perfecto. Allí se dibuja a sí mismo en la figura del enamorado Periandro y escribe: “Periandro, en tanto que era buscado, procuraba alejarse de quien le buscaba; salió de Roma a pie, y solo, si ya no tiene por compañía la soledad amarga, los suspiros tristes y los continuos sollozos: que éstos y las varias imaginaciones no le dejaban un punto”.
19/03/2005 00:43 Enlace permanente. sin tema Hay 5 comentarios.
ANTONIO FERNANDEZ MOLINA O "EL UNIVERSO AFM"

Antonio Fernández Molina –que llegó a escribir más de cien libros de narrativa y ensayo, de poesía, de arte, de biografía, de cuentos infantiles, y que se inventó dos poetas heterónimos: Mariano Meneses y Roberto Goa…- se quedó huérfano a los siete años. Su padre, que había estudiado Magisterio y se empleó como policía de la II República, se murió cuando él contaba siete años. Era un hombre inteligente y alto. En una ocasión, pasó un buhonero por el pueblo, el abuelo le compró un cuaderno de letras y lo aprendió de inmediato, pero falleció demasiado joven de un cólico miserere. Entonces, durante la Guerra Civil, Antonio partió a Madrid con su madre Teodomira y un hermano, “bohemio y muy de izquierdas”, que estudiaba Medicina. Pasaron allí parte de la contienda, y después partieron a Casas de Uceda (donde ha sido enterrado y adonde regresaba a menudo), y más tarde a Guadalajara. Antonio era un joven muy curioso, apasionado por la poesía y el dibujo; en el Instituto Brienda de Mendoza de Guadalajara lo conocían como “El poeta” y era tan aficionado a los libros y a visitar la biblioteca pública que lo designaron como “Mejor Lector de la Provincia”. Por entonces ocurrió algo muy curioso: en casa descubrieron una maleta de su padre llena de libros de Dostoievski, Chejov o Tolstoi, con lo cual el adolescente organizó un auténtico festín, y no sólo eso, empezó a colaborar en el semanario “La Nueva Alcarria”, donde hacía poemas, aforismos o críticas literarias en la sección “Veleta al viento”.
Además, de vez en cuando, se dejaba caer por Madrid: así conoció a Cela con sus amigos Ángel Crespo o Gabino Alejandro Carriedo, se dejaba seducir por el Postismo (“que es una especie de surrealismo blanco, cuyas luces no son trágicas, sino más bien lúdicas, de imágenes amables”, dijo) e incluso se atrevía a fundar una revista como “Doña Endrina” (1951, que luego se reeditó en facsímil en edición de Calvo Carilla), que le permitió entrar en contacto con uno de los hombres que más admiró nunca: Miguel Labordeta. “Miguel tenía un corazón más grande que su cuerpo. Me dio un poema para la revista y un día tomé el tren y vine a su casa. Me organizaba recitales en su colegio o conferencias en la ciudad y cuando fundó ‘Despacho literario’ me nombró secretario de redacción”.
Aquellos encuentros fueron decisivos para que, ya casado con Josefa Echevarría y padre de seis hijos, acabase instalándose en Zaragoza, a su regreso de Mallorca, donde permaneció ocho años, de 1964 a 1972, como secretario “Papeles de Son Armadáns” y de Camilo José Cela, que le había publicado en Alfaguara su libro “Solo de trompeta”, “un libro de carácter fantástico y atmósfera sutilmente erótica, anterior a la llegada del ‘boom. Estudioso de Dalí como escritor, de Picasso como dramaturgo y poeta, admirador de Juan Eduardo Cirlot, Silverio Lanza, cuyo monográfico de “Papeles de Son Armadáns” coordinó y, sobre todo, devoto absoluto de Bécquer y de Lorca, “como poeta y dibujante”, a lo largo de más de medio siglo Antonio Fernández Molina compaginó el arte y la palabra, en todas sus disciplinas, ejerció la crítica de arte en “ABC” y “El día de Aragón”. Desarrolló una actividad artística constante: era un buen dibujante, un pintor de universos muy particulares (Miguel Marcos le expuso su obra en 2000), traductor, poeta, novelista, biógrafo. Le interesaban los juegos de palabras, las imágenes, los sueños, los símbolos, los peces, era un vanguardista a diario que además tenía algo de dando que avaza hacia un campo de estrellas.
En una entrevista decía: “El secreto de mi obra creo que es una particular visión del realismo mágico. La mirada. La percepción de la realidad. A mí me interesa, sobre todo, la realidad. Es mi gran afición. Mis imágenes surgen del contacto con la calle. Creo que en mi obra hay matices surrealistas, una cierta imaginación que funciona con descaro y en total libertad, interés por la metáfora, lenguaje, ingenuidad”. Y nunca se olvidaba de expresar su cariño por la palabra: “Para mí el idioma tiene una fuerza casi sobrenatural: música, latido, una cifra oculta de sueño e invocación”. Uno de sus últimos libros, porque en él hablar categóricamente de último siempre es arriesgado, fue “Fragmentos de realidades y sombras”, las memorias que le publicó en la Biblioteca Aragonesa de Cultura Eloy Fernández Clemente, y ahora la editorial palentina Menos Cuarto, que dirige Fernando Valls, preparaba una selección de sus cuentos breves, seleccionada por José Luis Calvo Carilla, que publica una entrevista con él en el número de abril de “Quimera”.
NOTA SOBRE EL LIBRO “LA LLAMA INVISIBLE”
Antonio Fernández Molina (Alcázar de San Juan, Ciudad Real, 1927) ha entregado por completo su vida a la creación: a la literatura, a la pintura, a la lectura, que es otro acto creativo. Autor de más de un centenar de volúmenes, es un escritor que acude tres o cuatro veces al año a los estantes en búsqueda de otro lector ideal. Si no hace demasiados meses comparecía con libros de relatos y teatro, y Libros del Innombrable completaba la publicación de sus “Poesías completas” en tres volúmenes, ahora la editorial del poeta y narrador Raúl Herrero ha rescatado una novela: “La llama invisible”, escrita en Mallorca entre 1964 y 1975, que ha tenido varios títulos: “El huevo de piedra” y “Los lazos rosas”, una novela que tiene mucho de experiencia sentimental y literaria, de viaje hacia la literatura y la pasión, dirigida por una mujer tan excitante como enfermiza, Gala, que dice insistentemente: “Moriré joven. Moriré joven”. Molina parece servirse de algunos modelos muy queridos por él como Silverio Lanza, André Breton y su novela “Nadja” o Salvador Dalí, de quien admira la faceta como escritor. El hecho de que la mujer se llame Gala tampoco parece ajeno a Dalí.
Antonio Fernández Molina compone una trama en torno a la amada que se convierte en un ideal, y traza un libro misceláneo que amalgama la ficción, el ensayo, los recuerdos del escritor y la propia educación sentimental del protagonista, atraído por la cultura. Nombres como los citados, pero también Oliverio Girondo, Rilke, Bécquer, Gregorio Prieto, colaboran en este periodo de formación de un muchacho fascinado, embrujado por una mujer doliente y atractiva, que parece la encarnación caprichosa del numen. “La llama invisible” se lee con delectación y aunque no alcanza las cotas de “Solo de trompeta”, es un relato de estética y vida, que no es ajeno del todo a algunos logros expresivos, espirituales y alegóricos de Benjamín Jarnés.
21/03/2005 10:13 Enlace permanente. sin tema Hay 6 comentarios.
OTRA NOTA SOBRE UN INCIDENTE INGRATO Y DOS MUESTRAS DE CARIÑO
Queridos Lucía y Pepe: Mil gracias por vuestro afecto. Por supuesto que siempre he admirado a Antonio Fernández Molina y que siempre lo he tratado con respeto y cariño, desde su marcha de "El día", donde publiqué mi primera entrevista con él en 1987. Y siempre he deseado de todo corazón que se le hiciese una gran exposición totalizadora de su mundo en un espacio grande y con la dignidad y el esfuerzo debidos. Desde entonces -y no es justificación: son datos- he publicado alrededor de 40 textos críticos y aproximativos sobre Antonio Fernández Molina. Se pueden ver mis entrevistas en "Veneno en la boca", otra extensa a doble página en "El periódico de Aragón" en la serie "En Primer Plano" (entrevista que emocionó a Antonio y la puso en el libro "Aroma de galletas", que le publicó Media Vaca), EN "Heraldo de Aragón", etc.Le encargué la portada de "Artes & letras", donde publicó además artículos en páginas centrales, y a todo color, sobre Vincent Van Gogh o Silvano Sarnesi, con motivo de su muerte.Y por supuesto que he reseñado multitud de obras suyas con mayor o menor extensión. La última noticia que di fue hace poco, en domingo, recordando que había sido propuesto al Premio Príncipe de Asturias de las Letras. O recuerdo, por ejemplo, que estando en Madrid en la sede de la COPE, trabajaba entonces en el programa de María Teresa Campos, inauguraba una muestra en Miguel Marcos y desde un ordenador de esa redacción mandé mi artículo de los jueves de dos folios para que esa inauguración no pasase inadvertida.
Lo invité a los Encuentros Literarios de Albarracín, donde lo entrevistamos su editor Vicente Ferrer y yo. No es una justificación de nada. Reseñé sus memorias hace bien poco. Y le hicimos para "El Paseo" de RTVA una entrevista en su propia casa que volverá a pasarse el día 5 de marzo en RTVA, a las 22 horas.
No es una justificación de nada, pero agradezco infinitamente esas muestras de cariño, queridos Pepe y Lucía. He recibido muchos mediodías recientes las llamadas de Antonio.
Señor Arrudi: No existe ninguna entrevista con Antonio Fernández Molina inédita; creo que usted lo ha entendido mal: estoy seguro de que Antonio le dijo que yo le había extraviado un texto sobre Bécquer y el Moncayo, cosa que he lamentado muchísimo, porque él aunque buscó no pudo encontrar una copia. De esto han pasado dos años y lo hemos hablado en varias ocasiones con mi desolación sincera y creo que con la suya porque no había guardado copia, él seguía escribiendo a máquina de escribir, o como yo tampoco la había podido encontrar. Mi actitud hacia él ha sido siempre la misma y lo seguirá siendo. No me apunto a nada. El mejor homenaje a cualquier artista siempre me gusta en vida.
Lo invité a los Encuentros Literarios de Albarracín, donde lo entrevistamos su editor Vicente Ferrer y yo. No es una justificación de nada. Reseñé sus memorias hace bien poco. Y le hicimos para "El Paseo" de RTVA una entrevista en su propia casa que volverá a pasarse el día 5 de marzo en RTVA, a las 22 horas.
No es una justificación de nada, pero agradezco infinitamente esas muestras de cariño, queridos Pepe y Lucía. He recibido muchos mediodías recientes las llamadas de Antonio.
Señor Arrudi: No existe ninguna entrevista con Antonio Fernández Molina inédita; creo que usted lo ha entendido mal: estoy seguro de que Antonio le dijo que yo le había extraviado un texto sobre Bécquer y el Moncayo, cosa que he lamentado muchísimo, porque él aunque buscó no pudo encontrar una copia. De esto han pasado dos años y lo hemos hablado en varias ocasiones con mi desolación sincera y creo que con la suya porque no había guardado copia, él seguía escribiendo a máquina de escribir, o como yo tampoco la había podido encontrar. Mi actitud hacia él ha sido siempre la misma y lo seguirá siendo. No me apunto a nada. El mejor homenaje a cualquier artista siempre me gusta en vida.
22/03/2005 23:40 Enlace permanente. sin tema Hay 7 comentarios.
LAS CASTAÑAS Y MI PADRE: SIEMPRE EN GALICIA
He vuelto a Galicia, a Arteixo. En la autopista, me confundí, seguí en dirección hacia Bilbao, eludí por puro azar un monumental atasco y realicé casi una aventura inolvidable por un montón de carreteras secundarias, frente a un cielo espacioso, a orillas de grandes campos verdes y de árbolos despojados de hojas. Habían anunciado una lluvia pertinaz, que no apareció hasta la noche. En El Bierzo paramos un momento y compramos dulce de membrillo y magdalenas de castaña; la castaña es uno de los sabores de mi niñez. Entrar en Galicia supone como desandar los senderos ocultos de la memoria, pegarte a un universo de sensaciones que se agolpan de inmediato y de se deshacen en el viento y en el cerebro. A miña nai dos dous mares. He venido sólo para dos días, para ver a mis hermanos, y a mis padres. Benito do Touciñeiro cumple 80 años, y esta mañana, además de ofrecerme todos sus trajes, sus chupas de cuero, hasta sus camisas de franela, me ha dicho: "No te vayas de casa con esos zapatos. Déjame que yo te los limpie. No dés que hablar al mundo".
Mi padre no ha cambiado ni un ápice. Cuando se pone terco, es invencible. Y más ahora que tiene una creciente sordera.
En Galicia, claro, hemos visto el mar desde la cala de San Roque con vistas hacia Riazor, la "Casa de los Peces" y la torre de Hércules. El periódico de ayer, creo que era "La Opinión", ´decía que tiene un fantasma que se llama "Dolores".
Desde otro mar, hablo con Pepe Melero, que está en Salou, ese lugar del mundo donde yo nunca he estado.
Mi padre no ha cambiado ni un ápice. Cuando se pone terco, es invencible. Y más ahora que tiene una creciente sordera.
En Galicia, claro, hemos visto el mar desde la cala de San Roque con vistas hacia Riazor, la "Casa de los Peces" y la torre de Hércules. El periódico de ayer, creo que era "La Opinión", ´decía que tiene un fantasma que se llama "Dolores".
Desde otro mar, hablo con Pepe Melero, que está en Salou, ese lugar del mundo donde yo nunca he estado.
26/03/2005 12:03 Enlace permanente. sin tema Hay 2 comentarios.
LAS CASTAÑAS Y MI PADRE: SIEMPRE EN GALICIA
He vuelto a Galicia, a Arteixo. En la autopista, me confundí, seguí en dirección hacia Bilbao, eludí por puro azar un monumental atasco y realicé casi una aventura inolvidable por un montón de carreteras secundarias, frente a un cielo espacioso, a orillas de grandes campos verdes y de árbolos despojados de hojas. Habían anunciado una lluvia pertinaz, que no apareció hasta la noche. En El Bierzo paramos un momento y compramos dulce de membrillo y magdalenas de castaña; la castaña es uno de los sabores de mi niñez. Entrar en Galicia supone como desandar los senderos ocultos de la memoria, pegarte a un universo de sensaciones que se agolpan de inmediato y de se deshacen en el viento y en el cerebro. A miña nai dos dous mares. He venido sólo para dos días, para ver a mis hermanos, y a mis padres. Benito do Touciñeiro cumple 80 años, y esta mañana, además de ofrecerme todos sus trajes, sus chupas de cuero, hasta sus camisas de franela, me ha dicho: "No te vayas de casa con esos zapatos. Déjame que yo te los limpie. No dés que hablar al mundo".
Mi padre no ha cambiado ni un ápice. Cuando se pone terco, es invencible. Y más ahora que tiene una creciente sordera.
En Galicia, claro, hemos visto el mar desde la cala de San Roque con vistas hacia Riazor, la "Casa de los Peces" y la torre de Hércules. El periódico de ayer, creo que era "La Opinión", ´decía que tiene un fantasma que se llama "Dolores".
Desde otro mar, hablo con Pepe Melero, que está en Salou, ese lugar del mundo donde yo nunca he estado.
Mi padre no ha cambiado ni un ápice. Cuando se pone terco, es invencible. Y más ahora que tiene una creciente sordera.
En Galicia, claro, hemos visto el mar desde la cala de San Roque con vistas hacia Riazor, la "Casa de los Peces" y la torre de Hércules. El periódico de ayer, creo que era "La Opinión", ´decía que tiene un fantasma que se llama "Dolores".
Desde otro mar, hablo con Pepe Melero, que está en Salou, ese lugar del mundo donde yo nunca he estado.
26/03/2005 12:03 Enlace permanente. sin tema Hay 1 comentario.
DE VUELTA DEL MAR
Vuelvo a mi otra casa, en las afueras de Garrapinillos. Yo, como Umbral, también me siento un ser de lejanías. No ha sido ésta mi mejor estancia en la tierra del origen: por única vez en muchos años no he visto a nadie. (Y además he tenido la sensación de que los míos, mi familia, se hallan en esa edad de la vulnerabilidad más absoluta). Y a los pocos que he visto ya no me reconocen. Galicia, y Arteixo en particular, es un lugar en la memoria, un mito de la adolescencia, un territorio literario al que incluso le he cambiado el nombre: Baladouro, que nada tiene que ver con Lugo, sino con los montes de Choca y Angra Oscura donde, cuando era niño e hijo de emigrante en Suiza, me decían que en sus minas o en los oteros había oro. De ahí lo de Valle de Oro, Baladouro, Val d’Ouro. El sábado, cuando ingresamos a mi padre Benito do Touciñeiro en el hospital Juan Canalejo por una úlcera de estómago (por cierto, volvió a recordar que había sido portero de fútbol sobre un pedregal en los remotos años 40), lo dejamos allí y nos fuimos con los niños a los mares del recuerdo: Caión, con su embarcadero, sus pequeños faros, convertido ahora en un puerto más deportivo que de aquellos navegantes entusiastas y rudos que aparecen en mis libros; Zorrizo, que también ha perdido aquel Portiño donde yo nadaba y donde avanzaba hacia el mar de barcazas por un suelo áspero alfombrado de piedras y cantos que parecían huevos prehistóricos; Barrañán, un increíble mar en calma con sus dos kilómetros de arena compacta y clara bajo un orballo insistente de perlas de ceniza. Es imposible no desovillar aquí el agua de las añoranzas: miro las playas y veo el niño que fui, el adolescente que leía a Bécquer y amaba los cuerpos estremecidos, estrictos de talle, aleteantes de sueños, de los primeros deseos con nombre y apellido; veo las noches ribereñas cuando yo era un paseante solitario y sin destino…
Galicia queda muy lejos de mí, casi tanto como yo de mí mismo. Esta vez he notado la humedad que me caló hasta los tuétanos. Regreso con ciática. Hacía mucho tiempo, muchos años, que no iba a Galicia en otra estación que no fuese la del verano. Creo que este año no podremos ir, así que hemos hecho un viaje urgente –fuimos por el viento, volvimos por el aire- en el que he vuelto a sentir la oscura llamada de los bosques. O como decía, creo que era Pimentel, Rosalía te llama. Rosalía, y mi madre Carme de Castro, siempre llama.
Galicia queda muy lejos de mí, casi tanto como yo de mí mismo. Esta vez he notado la humedad que me caló hasta los tuétanos. Regreso con ciática. Hacía mucho tiempo, muchos años, que no iba a Galicia en otra estación que no fuese la del verano. Creo que este año no podremos ir, así que hemos hecho un viaje urgente –fuimos por el viento, volvimos por el aire- en el que he vuelto a sentir la oscura llamada de los bosques. O como decía, creo que era Pimentel, Rosalía te llama. Rosalía, y mi madre Carme de Castro, siempre llama.
28/03/2005 01:44 Enlace permanente. sin tema Hay 3 comentarios.
BRIGITTE BARDOT Y BORAU
Ese maestro vespertino que es Joaquín Aranda me invita a salir al pasillo. Y me cuenta cosas. La ventana siempre está abierta a un tragaluz umbrío con algún tendedores y calefactores. O lo que sea. Se pone a contar y dice: “Llevo aquí desde que le dieron el Premio Nobel a Saint-John Perse. Recuerdo que tenía en casa casi todos sus libros. Escribí un artículo y lo remití a ‘Heraldo’. Me lo publicaron y, además, me llamó don Antonio Bruned para que les siguiese enviando cosas. Y así lo hice hasta que me contrataron”. Le pregunté si era el alumno aventajado o aplicado del futuro cineasta, y me respondió con una anécdota más valiosa: “José Luis Borau era un genio. Increíble. No toleraré que nadie ponga en cuestión su infinita bondad. Tenías que verlo pasear por el bulevar del Paseo, alto, delgadísimo, con sus libros bajo el brazo. Fue un tiempo crítico de cine en el periódico. Entonces, no había correo electrónico ni todas esas zarandajas, y yo creo que venía aquí a redactar sus textos. Era un sabio lleno de bondad. No toleraré que nadie ponga en cuestión su infinita bondad. Un día me enseñó una foto vestido de soldado. Y otro día, recién llegado de Cannes, nos dijo: ‘Acabo de ver allí a una mujer maravillosa y rubia que deslumbraba a todo el mundo. Era fantástica y joven, pura belleza’. Se trataba de Brigitte Bardot”. Yo, con incalculada petulancia, le dije a Joaquín: “¿Ya había trabajado con Roger Vadim?”. “No, no, creo no. Andaba por allí con las tetas al aire para que todos se fijasen en ella y para hacerse famosa”. Magistral respuesta.
28/03/2005 23:08 Enlace permanente. sin tema Hay 1 comentario.
UNA PASIÓN EN LA GUERRA
Empecé a amarte por la letra redonda de aquella primera carta.
Me llamabas: “Madrina Isabel”. Y luego me hablabas de la nieve,
de la soledad de los campos bajo los bombardeos,
de un tumulto antiguo de ira que se desbocaba como un corcel alborotado.
Me decías que cuando caía la noche el mundo se adelgazaba
en la brisa glacial desde los mansuetos, desde las colinas
que se alzaban como farallones contra la tempestad inevitable.
Todos vivíais en el desvelo que precede a la caída y al adiós.
Recuerdo que ponías las primeras palabras a un paisaje que desconocía:
torres, mudéjar, mirador, escalinata, luz letal de las horas
en que la muerte avanza a trompicones entre los cuerpos vencidos,
luz letal de un vacío donde desaparecían los nombres y los rostros.
Hubiera querido consolarte. Bajaba al río Miño o me internaba en el bosque
y buscaba frases para ti. “Ya verás qué regocijo cuando todo haya acabado.
La memoria del dolor será el primer impulso para olvidar.
Ya verás cuando se acaben las balas y dejes de correr
como un vagabundo hacia la tormenta. Ya verás cuando pongas
mi rostro ante mis ojos y anudes a tu cuello esta bufanda de amor
que tejo para ti, bajo la fronda, y te imagino más altivo que la sombra”.
Habría querido apaciguarte las heridas, las del mortero, las de la ciega noche
en alpargatas y sin ángeles en el corazón de la escarcha.
Con mi tercera carta, te mandé mi retrato. Y puse por atrás:
“Para ese amigo entrevisto que aún no sabe que le amo”.
Y firmé, como a ti te gustaba: “De su madrina, Isabel. Lugo”.
Habría querido añadir, lo confieso, que te esperaba en un esquivo paraíso
donde la corriente se finge una alondra, y un lebrel, y un delirio de besos.
¿Por qué habrías de decirme, en la quinta carta del náufrago en la batalla,
que habías soñado con mis ojos para hundirte en ellos y volver desde allí a la vida,
desenvuelto, sin el pesado llanto de tantas madrugadas combatiendo espectros?
Otra vez, como si tomases confianza, me hablabas de un milagroso cigarrillo
que fumaste poco antes de la catástrofe. No tardaron en llegar.
Los caballos al trote, los enemigos con su estruendo, los tanques.
No tardó en llegar la derrota. Poco antes, con los pies reventados,
tomaste un camino hacia ninguna parte en medio de un pelotón
de soldados anónimos y harapientos. Uno de ellos, te preguntó:
“¿Qué te duele, camarada?”. Lo dijiste muy claro: me duele este aire
que me hace pensar en ella. Isabel. Mi conjuro. Mi amparo.
Mi única sed de lascivia. Ese amor que he soñado y al que he puesto cara,
un pelo muy negro y un desesperado afán de amar sin destino.
Miraste atrás, me escribirías luego, y me viste en el último espejismo de la nieve.
Creíste verme, reinventada, entre los escombros. Como una quimera de la que huías.
Al fondo, como un decorado de humo, la ciudad palidecía.
Pronto se interrumpieron tus cartas. Los aviones dejaron de surcar las nubes
con su indomable acero. La vida reapareció con toda la claridad del desconsuelo
y decidí escribirte al fin de la tierra, al último refugio de la patria interrumpida:
“Si consigues recordarme, sabe que aquí estoy y que aún te espero”.
Anudé tus epístolas y las guardé en un cofre. Les coloqué una leyenda:
“Mi pasión en la guerra. Diego. El deseado. El que algún día vendrá”.
Me llamabas: “Madrina Isabel”. Y luego me hablabas de la nieve,
de la soledad de los campos bajo los bombardeos,
de un tumulto antiguo de ira que se desbocaba como un corcel alborotado.
Me decías que cuando caía la noche el mundo se adelgazaba
en la brisa glacial desde los mansuetos, desde las colinas
que se alzaban como farallones contra la tempestad inevitable.
Todos vivíais en el desvelo que precede a la caída y al adiós.
Recuerdo que ponías las primeras palabras a un paisaje que desconocía:
torres, mudéjar, mirador, escalinata, luz letal de las horas
en que la muerte avanza a trompicones entre los cuerpos vencidos,
luz letal de un vacío donde desaparecían los nombres y los rostros.
Hubiera querido consolarte. Bajaba al río Miño o me internaba en el bosque
y buscaba frases para ti. “Ya verás qué regocijo cuando todo haya acabado.
La memoria del dolor será el primer impulso para olvidar.
Ya verás cuando se acaben las balas y dejes de correr
como un vagabundo hacia la tormenta. Ya verás cuando pongas
mi rostro ante mis ojos y anudes a tu cuello esta bufanda de amor
que tejo para ti, bajo la fronda, y te imagino más altivo que la sombra”.
Habría querido apaciguarte las heridas, las del mortero, las de la ciega noche
en alpargatas y sin ángeles en el corazón de la escarcha.
Con mi tercera carta, te mandé mi retrato. Y puse por atrás:
“Para ese amigo entrevisto que aún no sabe que le amo”.
Y firmé, como a ti te gustaba: “De su madrina, Isabel. Lugo”.
Habría querido añadir, lo confieso, que te esperaba en un esquivo paraíso
donde la corriente se finge una alondra, y un lebrel, y un delirio de besos.
¿Por qué habrías de decirme, en la quinta carta del náufrago en la batalla,
que habías soñado con mis ojos para hundirte en ellos y volver desde allí a la vida,
desenvuelto, sin el pesado llanto de tantas madrugadas combatiendo espectros?
Otra vez, como si tomases confianza, me hablabas de un milagroso cigarrillo
que fumaste poco antes de la catástrofe. No tardaron en llegar.
Los caballos al trote, los enemigos con su estruendo, los tanques.
No tardó en llegar la derrota. Poco antes, con los pies reventados,
tomaste un camino hacia ninguna parte en medio de un pelotón
de soldados anónimos y harapientos. Uno de ellos, te preguntó:
“¿Qué te duele, camarada?”. Lo dijiste muy claro: me duele este aire
que me hace pensar en ella. Isabel. Mi conjuro. Mi amparo.
Mi única sed de lascivia. Ese amor que he soñado y al que he puesto cara,
un pelo muy negro y un desesperado afán de amar sin destino.
Miraste atrás, me escribirías luego, y me viste en el último espejismo de la nieve.
Creíste verme, reinventada, entre los escombros. Como una quimera de la que huías.
Al fondo, como un decorado de humo, la ciudad palidecía.
Pronto se interrumpieron tus cartas. Los aviones dejaron de surcar las nubes
con su indomable acero. La vida reapareció con toda la claridad del desconsuelo
y decidí escribirte al fin de la tierra, al último refugio de la patria interrumpida:
“Si consigues recordarme, sabe que aquí estoy y que aún te espero”.
Anudé tus epístolas y las guardé en un cofre. Les coloqué una leyenda:
“Mi pasión en la guerra. Diego. El deseado. El que algún día vendrá”.
29/03/2005 01:38 Enlace permanente. sin tema Hay 2 comentarios.
EL SEÑOR VENTURA
Conocí a un hombre que había nacido junto al mar: Ventura Amar. Siendo muy joven emprendió la aventura de vivir lejos de la costa y se vino aquí, a Zaragoza, su nueva ciudad del paraíso. Trabajó con los camiones, logró un empleo de conductor municipal y en su 1500 paseó a Camón Aznar, Pilar Lorengar, Grande Covián, y a un puñado de alcaldes: desde Gómez Laguna a Sáinz de Varanda. Mientras esperaba, abrillantaba su coche negro y escribía versos mentalmente. Versos en gallego casi siempre, que luego traducía para sus ediles. Si se lo pedían, les hablaba de los barcos, de las mariscadoras, de un antiguo fotógrafo que retrataba a los marinos. Y les contaba cómo era el horizonte cuando cae la tarde o les explicaba el embrujo de los bosques. Pero la historia que más le gustaba contar era otra: cuando volvía a Galicia cada verano, siempre iba a visitar a un hombre impedido, que fumaba con elegancia y soñaba con retornar al mar por los aires como una gaviota que reconoce sus orillas. Se llamaba Ramón Sampedro y también escribía aforismos sobre la vida y la muerte. Consumían la tarde intercambiándose sueños y recuerdos. “Ese un hombre es un genio”, decía Ventura. Alguna vez traía un manuscrito suyo, escrito con “su boca de fumador tranquilo”. Cuando Sampedro decidió irse, Ventura Amar se sintió huérfano. Y culpable, tal vez. Aquel verano, con el amigo ya en Boiro, no había ido a verlo. Aquel lunes de madrugada ya lejano cuando “Mar adentro” recibió el Oscar, más que en Ramón, en Amenábar y en Javier Bardem, pensé en Ventura Amar, que tampoco pudo paladear ese triunfo. Él le habría dedicado otro poema contra la fatalidad y la sombra, y se habría sentido el hombre más feliz de todas las riberas.
31/03/2005 08:58 Enlace permanente. sin tema Hay 2 comentarios.
HISTORIA DEL PADRE / 1
Mi padre marchó a servir a los ocho años. No fue demasiado lejos: de la aldea de Vilarnovo, en Santa Mariña de Lañas, a Pastoriza, apenas alejados por diez kilómetros. Pero en 1933, cuando los coches se contaban con los dedos de una mano, aquella distancia tenía algo de destierro o de forzoso exilio del seno materno. Mi padre era hijo de agricultores y ganaderos. Jesús, su progenitor, apodado por herencia casi remota “O Touciñeiro”, era tratante de ganado, albéitar y labrador en campos que obedecían por el nombre de “O Limpeiro” o “Barbacán”. Campos con regatos y juncos; campos idóneos para la patata, el maizal y la cebolla; campos donde los pájaros traían un alba de luz entre sus trinos y con ella un ejército de hombres y mujeres que dominaban el ajetreo de la huerta o de la siega. Mi abuelo tenía vacas, gallinas, pobreza en abundancia y muchos hijos: llegaron a sobrevivir seis de ocho.
Mi padre era el segundo, un par de años más joven que la primogénita Emilia, que se llamaba como su madre, campesina esbelta y ligeramente encorvada siempre, cerrada en negro perpetuo. Quizá hubiese algo en ella de heroína romántica cuyo luto rivalizaba con el esplendor de una naturaleza exuberante, tejida con todos los colores de la tierra. Cuando se dieron cuenta, Jesús y Emilia, de que la miseria azuzaba, buscaron un lugar al sol para su primer varón y lo enviaron a una casa ajena con hacienda y animales que engrandecía a diario un matrimonio sin hijos. O quizá con un hijo impedido. Podría decirse que fue el primer fantasma real que vio mi padre. Un niño prematuramente envejecido se enfrentó de súbito al joven extraño, que berreaba como un energúmeno cuando empezaba a caer la noche o cuando tenía hambre. Yacía como un animal tranquilo y fatigado sobre paja más que sobre cosco, sobre secos matorrales más que sobre espuma o alfalfa. Quizá fue lo primero que le advirtieron al recién llegado: “Él está ahí como si estuviese muerto para ti. No sabe hablar, sólo grita”. Si mi padre conociese ya entonces la palabra monstruo, quizá sólo conocía una similar pero algo más etérea, como “fantasma”, hubiese preguntado: “¿Es como el monstruo de mis pesadillas nocturnas?”.
Allí creció, se hizo adolescente, se supo querido como el hijo imposible que sus amos no habían tenido; allí comió por vez primera pan en abundancia, acarreó agua, patatas, volteó el arado, hasta el punto de que sin proponérselo se volvió casi un forzudo que desafiaba a los mulos, a los bueyes o a un puñado de hombres. Se hizo invencible en el tiro de soga en las fiestas de verano. Sintió la justa añoranza de sus padres y de sus hermanos, y absorbió las calamidades de la guerra y los muertos de las cunetas, aquellos difuntos terriblemente familiares, con resignación y fastidio, con el estupor de quien percibe el horror pero no entiende por qué se produce ni a quién le afecta exactamente. Hacia 1945 fue llamado a filas, y el día que supo que lo enviaban a Melilla para tres años, la señora, esa segunda madre que le había otorgado el destino, le dijo: “Ahora sí que empezamos a perderte para siempre”. Frase que modificó con sutileza tras recibir la primera carta de mi padre, con una foto vestido ya de militar, desde las islas Chafarinas: “Pareces un señorito del cine. Ahora sí que no tenemos nada que hacer”.
El primer recuerdo que tengo de mi padre es una visita a esa casa en Pastoriza, lugar de “A Maceira”. El manzano. Me veo llegando en su bicicleta, atado a él un cordel y abrazándolo yo como si fuese lo último que iba a hacer en el mundo. Mi padre hablaba lo justo, y además hay muchas veces en que un hijo no necesita explicaciones de su padre: sigue ciegamente, con emoción y embeleso, sus pasos y se sabe seguro. Protegido contra la tormenta. Recuerdo vagamente lo que vi: la casa, mucho más grande que la nuestra de Vilarnovo (y al decir nuestra, quiero decir la que mis padres habían alquilado enfrente a la de sus padres, diminuta, y con un pequeño establo incorporado), el pajar, el patín del hórreo, el jardín, en el que yo sabía que mi padre había trabajado, y un cobertizo abierto pero con tejado, en cuyo interior no tardé en descubrir a aquel muchacho que se había vuelto hombre que parecía alimaña o monstruo, o un inventario de pequeñas deformidades que suscitaba, sobre todo, pena. Más pena que espanto.
Lo vi entre las sombras, enredado en los haces, reptando hacia los barrotes de su cubil que era, en realidad, una jaula gigante. Se le encendieron los ojos al ver a mi padre, deduje que sabía decir su nombre, “Benito, Benito, Benito…”, y que lo decía de manera entrecortada, e hizo eso que se decía entonces que hacían las personas o los perros alegres: le hizo una auténtica fiesta de gestos, de gemidos, de miradas. La señora me regaló manzanas, un pastel de membrillo y una frase que guardo: “Eres igual que tu padre”. Cuando nos fuimos, de nuevo en la bicicleta y yo atado con más fuerza porque había que subir algunas cuestas, habría querido que mi padre me contase el secreto de aquella relación, el secreto de aquella alegría que se había convertido, en el instante de la despedida, en un arrebato incontenible de melancolía y llanto. Años después, mi padre aplacó mi curiosidad a su manera: “Nos hicimos amigos. Nos hicimos hermanos. ¿Cómo se cuenta eso?”, dijo.
Mi padre era el segundo, un par de años más joven que la primogénita Emilia, que se llamaba como su madre, campesina esbelta y ligeramente encorvada siempre, cerrada en negro perpetuo. Quizá hubiese algo en ella de heroína romántica cuyo luto rivalizaba con el esplendor de una naturaleza exuberante, tejida con todos los colores de la tierra. Cuando se dieron cuenta, Jesús y Emilia, de que la miseria azuzaba, buscaron un lugar al sol para su primer varón y lo enviaron a una casa ajena con hacienda y animales que engrandecía a diario un matrimonio sin hijos. O quizá con un hijo impedido. Podría decirse que fue el primer fantasma real que vio mi padre. Un niño prematuramente envejecido se enfrentó de súbito al joven extraño, que berreaba como un energúmeno cuando empezaba a caer la noche o cuando tenía hambre. Yacía como un animal tranquilo y fatigado sobre paja más que sobre cosco, sobre secos matorrales más que sobre espuma o alfalfa. Quizá fue lo primero que le advirtieron al recién llegado: “Él está ahí como si estuviese muerto para ti. No sabe hablar, sólo grita”. Si mi padre conociese ya entonces la palabra monstruo, quizá sólo conocía una similar pero algo más etérea, como “fantasma”, hubiese preguntado: “¿Es como el monstruo de mis pesadillas nocturnas?”.
Allí creció, se hizo adolescente, se supo querido como el hijo imposible que sus amos no habían tenido; allí comió por vez primera pan en abundancia, acarreó agua, patatas, volteó el arado, hasta el punto de que sin proponérselo se volvió casi un forzudo que desafiaba a los mulos, a los bueyes o a un puñado de hombres. Se hizo invencible en el tiro de soga en las fiestas de verano. Sintió la justa añoranza de sus padres y de sus hermanos, y absorbió las calamidades de la guerra y los muertos de las cunetas, aquellos difuntos terriblemente familiares, con resignación y fastidio, con el estupor de quien percibe el horror pero no entiende por qué se produce ni a quién le afecta exactamente. Hacia 1945 fue llamado a filas, y el día que supo que lo enviaban a Melilla para tres años, la señora, esa segunda madre que le había otorgado el destino, le dijo: “Ahora sí que empezamos a perderte para siempre”. Frase que modificó con sutileza tras recibir la primera carta de mi padre, con una foto vestido ya de militar, desde las islas Chafarinas: “Pareces un señorito del cine. Ahora sí que no tenemos nada que hacer”.
El primer recuerdo que tengo de mi padre es una visita a esa casa en Pastoriza, lugar de “A Maceira”. El manzano. Me veo llegando en su bicicleta, atado a él un cordel y abrazándolo yo como si fuese lo último que iba a hacer en el mundo. Mi padre hablaba lo justo, y además hay muchas veces en que un hijo no necesita explicaciones de su padre: sigue ciegamente, con emoción y embeleso, sus pasos y se sabe seguro. Protegido contra la tormenta. Recuerdo vagamente lo que vi: la casa, mucho más grande que la nuestra de Vilarnovo (y al decir nuestra, quiero decir la que mis padres habían alquilado enfrente a la de sus padres, diminuta, y con un pequeño establo incorporado), el pajar, el patín del hórreo, el jardín, en el que yo sabía que mi padre había trabajado, y un cobertizo abierto pero con tejado, en cuyo interior no tardé en descubrir a aquel muchacho que se había vuelto hombre que parecía alimaña o monstruo, o un inventario de pequeñas deformidades que suscitaba, sobre todo, pena. Más pena que espanto.
Lo vi entre las sombras, enredado en los haces, reptando hacia los barrotes de su cubil que era, en realidad, una jaula gigante. Se le encendieron los ojos al ver a mi padre, deduje que sabía decir su nombre, “Benito, Benito, Benito…”, y que lo decía de manera entrecortada, e hizo eso que se decía entonces que hacían las personas o los perros alegres: le hizo una auténtica fiesta de gestos, de gemidos, de miradas. La señora me regaló manzanas, un pastel de membrillo y una frase que guardo: “Eres igual que tu padre”. Cuando nos fuimos, de nuevo en la bicicleta y yo atado con más fuerza porque había que subir algunas cuestas, habría querido que mi padre me contase el secreto de aquella relación, el secreto de aquella alegría que se había convertido, en el instante de la despedida, en un arrebato incontenible de melancolía y llanto. Años después, mi padre aplacó mi curiosidad a su manera: “Nos hicimos amigos. Nos hicimos hermanos. ¿Cómo se cuenta eso?”, dijo.
31/03/2005 12:40 Enlace permanente. sin tema Hay 5 comentarios.