Se muestran los artículos pertenecientes a Julio de 2004.
LA EDAD DE ORO
He vuelto a comprar “La edad de oro”, un libro de entrevistas de Vicente Molina Foix. Por tercera vez. Es uno de esos libros que narran oblicuamente una historia de la vida y la cultura españolas a través de un puñado de personajes: Julio Alejandro de Castro, que lo abre, y Pepín Bello, entre ellos. Pero también Pilar López, Ricardo Muñoz Suay, Jorge Oteiza, Imperio Argentina o Emilio Sanz de Soto, entre otros. Me encantan los libros de entrevistas. Le debo a uno de ellos mi pasión por el periodismo: “Inventario de otoño”, una colección de retratos y entrevistas que hizo para “El país” Manuel Vicent. Recuerdo cuánto me impresionaron las existencias de Maruja Mallo –aquella mujer que ganaba los concursos de tacos en los cafés de Madrid, y que se llevó al río del amor a Rafael Alberti, del cual fue novia, parece que también a Pablo Neruda, y a Miguel Hernández-, Juan Gil Albert, el irrepetible y cachondo Luis Calvo, Pedro Sáinz Rodríguez, Gabriel Celaya, Juana Mordó o Cristino Mallo, entre otros. En el fondo, recuerdo ahora, la entrevista que más me gustó fue la de Laxeiro, que fue barbero antes de pintor. Ese “Inventario de otoño” me ha acompañado siempre y fue mi primer catón de periodismo, el libro que yo siempre quise escribir. Y luego, en “El Periódico de Aragón”, intenté imitarlo en una serie- libro que quizá algún día vea la luz: “Memorias de Otoño”, cuatro páginas, dos con la entrevista y otras dos con el álbum de la vida. Empecé con Luis Gómez Laguna, que tenía todos sus álbumes de fotos perfectamente ordenados y anotados, y bebía whisky, octogenario ya, con pura delectación. Salieron un total de 38 personajes. Ese libro, inédito, ha seguido creciendo con otros personajes: el fallecido Paco Ortiz, Rosa María Aranda, Bernabé Martí, Juan José Carreras, Lázaro Carreter, Katia Acín...
Algún día, cuando se pasen los apuros de lo inmediato, prepararé una edición porque sin ser tan magnífico como el “Inventario de otoño” de Vicent constituye una oblicua historia de Aragón del siglo XX. Por ejemplo, jamás podré olvidar mi encuentro con Andrés Lerín, el portero de “Los Alifantes”, que acabó llorando como un niño, o un viaje a Borja en pos de los recuerdos de Pepe Nogués, que apenas recordaba ya que había sido portero del Zaragoza, de la selección española (sustituyó a Ricardo Zamora ante Mussolini, nada menos), sustituto del mítico Platko y entrenador del F. C. Barcelona. Aragón es una mina y un pozo insaciable de tesoros.
Algún día, cuando se pasen los apuros de lo inmediato, prepararé una edición porque sin ser tan magnífico como el “Inventario de otoño” de Vicent constituye una oblicua historia de Aragón del siglo XX. Por ejemplo, jamás podré olvidar mi encuentro con Andrés Lerín, el portero de “Los Alifantes”, que acabó llorando como un niño, o un viaje a Borja en pos de los recuerdos de Pepe Nogués, que apenas recordaba ya que había sido portero del Zaragoza, de la selección española (sustituyó a Ricardo Zamora ante Mussolini, nada menos), sustituto del mítico Platko y entrenador del F. C. Barcelona. Aragón es una mina y un pozo insaciable de tesoros.
01/07/2004 12:18 Enlace permanente. sin tema Hay 2 comentarios.
SANTIAGO ARRANZ
Llama Santiago Arranz que ha preparado una serigrafía para la inauguración del balneario de Panticosa. El trabajo, resuelto impecablemente por ese maestro del grabado que es Pepe Bofarull, llegó calentito, pleno de tintas y de trazos. Allí estaban, entre otros, Rafael Moneo, Luis Nozaleda, Pepe Cerdá y Ana Bendicho. Y Arranz, más contento que unas pascuas. Arranz, que se ha mudado con discreción a Zaragoza, está muy feliz. Le salen cosas, recibe encargos y propuestas. Próximamente se irá a París a encontrarse con algunos amigos y, sobre todo, con el escritor, “curator” y esteta indómito Gerard-Georges Lemaire, al que hemos visto en Zaragoza en varias ocasiones. Experto en cafés literarios del mundo, buen conocedor del arte y responsable de algunas revistas, prepara nuevos proyectos en los que incorporará a Santiago Arranz.
El creador de Sabiñánigo tiene ahora una exposición en la Casa de los Morlanes: su trabajo de diseño de espacios, de ornamentación de paredes, su construcción de vocabularios en la piedra, en la madera o en el cristal para el Centro de Historia, que ha realizado el arquitecto José María Ruiz de Temiño. Hay un bonito catálogo en el que se ha tomado tiempo e interés Rafael Ordóñez. Arranz ha recibido felicitaciones de toda España por el trabajo, especialmente de editoriales de arte.
Además, este artista meticuloso y ordenado ya ha recibido la confirmación de que el mes de abril de 2005 expondrá una Antológica en el Museo Pablo Serrano. Mostrará alrededor de 100 obras desde 1983 hasta ahora y contará con un comisario como Pablo José Rico, que ha expuesto a Picasso en Milán y a Yoko Ono en Tokio recientemente, y quiso traer a Julian Schnabel a Zaragoza como ha recordado estos días Javier Lacruz; no sólo quiso traerlo, sino que estuvo aquí pero al final no vino la obra el pintor y cineasta. También participará en la muestra de Arranz, Gerard-Georges Lemaire. A Arranz –por eso él “habla del gran momento que estoy viviendo”- le ha encargado un mural sobre el agua una empresa norteamericana. En agosto se encerrará en Castejón para hacerlo...
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El creador de Sabiñánigo tiene ahora una exposición en la Casa de los Morlanes: su trabajo de diseño de espacios, de ornamentación de paredes, su construcción de vocabularios en la piedra, en la madera o en el cristal para el Centro de Historia, que ha realizado el arquitecto José María Ruiz de Temiño. Hay un bonito catálogo en el que se ha tomado tiempo e interés Rafael Ordóñez. Arranz ha recibido felicitaciones de toda España por el trabajo, especialmente de editoriales de arte.
Además, este artista meticuloso y ordenado ya ha recibido la confirmación de que el mes de abril de 2005 expondrá una Antológica en el Museo Pablo Serrano. Mostrará alrededor de 100 obras desde 1983 hasta ahora y contará con un comisario como Pablo José Rico, que ha expuesto a Picasso en Milán y a Yoko Ono en Tokio recientemente, y quiso traer a Julian Schnabel a Zaragoza como ha recordado estos días Javier Lacruz; no sólo quiso traerlo, sino que estuvo aquí pero al final no vino la obra el pintor y cineasta. También participará en la muestra de Arranz, Gerard-Georges Lemaire. A Arranz –por eso él “habla del gran momento que estoy viviendo”- le ha encargado un mural sobre el agua una empresa norteamericana. En agosto se encerrará en Castejón para hacerlo...
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01/07/2004 19:47 Enlace permanente. sin tema No hay comentarios. Comentar.
LAS CARTAS DE MI PADRE
Hubo un tiempo de luna llena junto al mar.
Había delfines que se acercaban a la orilla,
Justo cuando acariciaba las cartas de mi padre
Desde Berna o Basilea o Zurich: todas me parecían
Ciudades inventadas con jardín y una autopista.
Las llevaba en mi bolsillo como un tesoro:
Qué bonitas, qué íntimas, con la letra de aquel analfabeto
Que me llamaba, en la última línea, el rey de la casa.
El rey de su casa, el niño que lo reemplazaba
En el corazón y junto al fuego, al lado de mi madre.
Me acuerdo de mi padre y no lo llamo: está casi sordo
Y hablar por teléfono le pone nervioso. Parece que siempre
Tenga prisa o que haya dejado un surco abierto en el campo
Y parece que se le escapase la luz del día entre las sílabas.
La noche de hoy, con luna llena entre los árboles,
Me lleva en volandas a Galicia, junto al niño que espera a su padre,
Junto al niño que fui, presa del pánico, que miraba los barcos.
Hay una brisa deliciosa de alta noche. Y hay luna llena,
Y hay un cielo perfecto navegado de estrellas.
Pienso en mi padre y en aquellas madrugadas en la playa
Cuando me bañaba entre las olas y esperaba su vuelta.
Me he vuelto mayor de golpe. Y me he vuelto
Niño errante y solo que quiso ser un día escritor
Y viajero y explorador o púgil fugaz como él. Y ahora está aquí,
Tan lejos, pensando en su padre y en el agua.
Y en las cartas de amor que mi madre me leía.
Hubo un tiempo de luna llena, junto al mar, que no se olvida.
Había delfines que se acercaban a la orilla,
Justo cuando acariciaba las cartas de mi padre
Desde Berna o Basilea o Zurich: todas me parecían
Ciudades inventadas con jardín y una autopista.
Las llevaba en mi bolsillo como un tesoro:
Qué bonitas, qué íntimas, con la letra de aquel analfabeto
Que me llamaba, en la última línea, el rey de la casa.
El rey de su casa, el niño que lo reemplazaba
En el corazón y junto al fuego, al lado de mi madre.
Me acuerdo de mi padre y no lo llamo: está casi sordo
Y hablar por teléfono le pone nervioso. Parece que siempre
Tenga prisa o que haya dejado un surco abierto en el campo
Y parece que se le escapase la luz del día entre las sílabas.
La noche de hoy, con luna llena entre los árboles,
Me lleva en volandas a Galicia, junto al niño que espera a su padre,
Junto al niño que fui, presa del pánico, que miraba los barcos.
Hay una brisa deliciosa de alta noche. Y hay luna llena,
Y hay un cielo perfecto navegado de estrellas.
Pienso en mi padre y en aquellas madrugadas en la playa
Cuando me bañaba entre las olas y esperaba su vuelta.
Me he vuelto mayor de golpe. Y me he vuelto
Niño errante y solo que quiso ser un día escritor
Y viajero y explorador o púgil fugaz como él. Y ahora está aquí,
Tan lejos, pensando en su padre y en el agua.
Y en las cartas de amor que mi madre me leía.
Hubo un tiempo de luna llena, junto al mar, que no se olvida.
02/07/2004 01:16 Enlace permanente. sin tema Hay 5 comentarios.
DE JACA A SAN JUAN DE LA PEÑA
He estado pocas veces en Jaca. Apenas algo más de media docena de veces. Es una ciudad que me encanta con su calma burguesa, con aire diáfano y apacible, con sus parques rodeados de montaña, con su vieja leyenda de militares y curas, con sus honores del alzamiento de Galán y García. Llegamos el sábado por la tarde cuando el sol caía a plomo y en cubos. Dura luz de naipe entre las casonas y palacios del paseo, entre la espesura del viejo paraíso. Por allí, en un curso de Gestión Cultural –organizado por María Ángeles Naval y Carmen Peña-, andaban Pepito y Julia de Librería Antígona, León Vela de Cálamo, el cineasta y editor Gonzalo Herralde, el editor Sergio Gaspar y su mujer María, Antonio Abad, José Banzo, Manuel Vilas, que publicará en otoño en DVD (nombre que es un homenaje de Sergio Gaspar a su padre David Gaspar) una nueva novela: “Magia”. Y más gente, como la poetisa Carmen Serna que participaba en un curso de musicoterapia (eso me pareció entender) y dijo que pensaba celebrar sus próximos 80 años en Camboya.
De noche, tras la cena casi escolar, con bandejas de autoservicio, y un paseo por los jardines encantados de la Universidad de Verano de Jaca (hay un recuerdo a Pilar Bayona), salimos de paseo. Hubo una animadísima tertulia de esto y de aquello. Y con Diego y Jorge, mis hijos, dimos un paseo por el cinturón de dos kilómetros de la ciudadela. Abajo, en un foso ideal y verde, verde o pardo en la madrugada, apacentaba una veintena de ciervos. En la ciudadela, bastante surrealista en su interior, había luces encendidas en su atalaya o puestos de mando. El fabulador puede ponerles otros nombres, con alguna exageración: minaretes. La noche era perfecta: acogedora y luminosa, con la temperatura ideal. La ciudad, durante el paseo, parecía varada o envuelta en los hilos de oro de una luna inmensa de pan. Noches como ésas no son fáciles de olvidar. A lo lejos, manchadas de nieve en las crestas, resplandecían las montañas como faros en la lejanía espectral.
El domingo amaneció con el verbo ameno y florido de Luis Alegre. Que había llegado en el taxi de su hermano, como un invitado especial. Hizo una pequeña historia del cine español, desde una impresión casi fatal de fracaso, no de Luis sino del cine. Y luego abordó la presencia de la gente de letras en los procesos de realización: en la escritura de guión, en los comités de lectura de guión o, más bien episódicamente, en el asesoramiento artístico o en la adaptación de textos al cine. Luis contó con un cómplice de honor: Gonzalo Herralde, que corroboró o disintió en algunas cosas con conocimiento de causa. Luis, de terno oscuro y con ese aire seductor de profesor enrollado que no maltrata jamás a un alumno, dijo sentirse intimado; en realidad, no había motivo: como siempre Luis dijo cosas sensatas, recordó la carrera internacional de Segundo de Chomón y de Luis Buñuel, habló de las relaciones de ficción y realidad en el cine (“una historia bonita en la vida real no siempre funciona bien en el cine, que tiene su propio código de ficción”, vino a decir) y escuchó con mucha atención a Herralde. Éste, empeñado ahora en la edición de DVD con escritores y artistas, dijo entre otras cosas que los escritores descubren de inmediato el enorme abismo cultural que los separa de la gente del cine, que carece de formación adecuada y que se pasa la vida esperando la subvención. Lo dijo e insistió en ello ante un ruego de Luis. Luis Alegre, que tiene la mejor colección de amigos famosos de la tierra, recibió poco después la llamada de Luis Figo. El jugador le explicó el entusiasmo que tenía y a la vez le expresó cierto temor al juego anestesiante y pegajoso de los griegos. En una final con emoción y poco juego, ganaron los griegos y la “generación de ouro” volvió a quedarse sin corona. En esta Eurocopa el resumen es claro: juegan once contra once pero siempre gana Grecia.
Hacía muchísimo tiempo que no había estado en el monasterio viejo de San Juan de Peña. Si uno se deja orientar por el lamentable estado de la carretera que va de Santa Cruz de la Serós al recinto puede llevarse una gran decepción. En cierto modo, y no soy pesimista respecto a Aragón, el lamentable estado de esa carretera que conduce a uno de los lugares emblemáticos de Aragón –cuna y tumba de reyes y nobles como Ramiro I, Sáncho Ramírez, Pedro I o Pedro Abarca de Bolea-, denuncia la desidia del territorio y sus políticos respecto a sí mismos y al patrimonio, pero el paraje es impresionante. La poesía de la piedra, la caligrafía del románico, la gesta del tiempo y de la memoria de un territorio. Sobrecoge estar allí y contemplar los osarios de los monjes, el eremitorio, la historia de los sucesivos incendios (una conjetura abona la idea que el lugar era tan frío que fueron los propios monjes quienes provocaron el incendio que obligaría la construcción y el traslado al monasterio nuevo, que campa en un lugar soleado con vistas hacia las estrellas), el mito de San Voto, su hermano Félix y el anacoreta Juan de Atarés. Hay mucho que ver. Abonarse allí al sueño de una antigüedad esplendorosa es inevitable.
Y de San Juan de la Peña a Santa Cruz de la Seros. Comida en O’Fogaril y visita a la iglesia, embrujada parece, de los antiguos benedictinos. La subida por la angosta escalera es casi una experiencia iniciática. Desde lo alto, Santa Cruz de las Serós sobrecoge con sus casas de piedra, sus chimeneas redondas, la atmósfera de calma absoluta. Nos llamó la atención algo muy curioso: hacia las cinco de la tarde un grupo de chicos, bajo un árbol sombrío, vendía fragmentos de pastel, galleta y vasos de zumo natural. En Santa Cruz de la Serós tiene una casa María Rosario de Parada. La encontramos, con su hermana Gloria, en pleno jardín. Nos enseñó la casa, recordó a su marido Henar (nos mostró, por cierto, su precioso taller de arreglálotodo), y en el piso superior estaba su viejo macintosh y una lupa de la que se ayuda para leer y escribir. Prepara una nueva novela. También nos enseñó –en fotos- la gran casona o palacio de su padre, “La Mezquita”, que ahora es propiedad de José Joaquín Sancho Dronda. Tenía más de 50 metros de fachada y ornamentos árabes.
María Rosario de Parada –madre de seis hijos, autora de varias novelas, un trabajo sobre el Canfranc y una biografía de Pedro Laín Entralgo, precursora del periodismo de mujer en Aragón- vive en una casa encantada. En el desván, lleno de camas y vigas de madera, han sido y son muy felices sus nietos.
De noche, tras la cena casi escolar, con bandejas de autoservicio, y un paseo por los jardines encantados de la Universidad de Verano de Jaca (hay un recuerdo a Pilar Bayona), salimos de paseo. Hubo una animadísima tertulia de esto y de aquello. Y con Diego y Jorge, mis hijos, dimos un paseo por el cinturón de dos kilómetros de la ciudadela. Abajo, en un foso ideal y verde, verde o pardo en la madrugada, apacentaba una veintena de ciervos. En la ciudadela, bastante surrealista en su interior, había luces encendidas en su atalaya o puestos de mando. El fabulador puede ponerles otros nombres, con alguna exageración: minaretes. La noche era perfecta: acogedora y luminosa, con la temperatura ideal. La ciudad, durante el paseo, parecía varada o envuelta en los hilos de oro de una luna inmensa de pan. Noches como ésas no son fáciles de olvidar. A lo lejos, manchadas de nieve en las crestas, resplandecían las montañas como faros en la lejanía espectral.
El domingo amaneció con el verbo ameno y florido de Luis Alegre. Que había llegado en el taxi de su hermano, como un invitado especial. Hizo una pequeña historia del cine español, desde una impresión casi fatal de fracaso, no de Luis sino del cine. Y luego abordó la presencia de la gente de letras en los procesos de realización: en la escritura de guión, en los comités de lectura de guión o, más bien episódicamente, en el asesoramiento artístico o en la adaptación de textos al cine. Luis contó con un cómplice de honor: Gonzalo Herralde, que corroboró o disintió en algunas cosas con conocimiento de causa. Luis, de terno oscuro y con ese aire seductor de profesor enrollado que no maltrata jamás a un alumno, dijo sentirse intimado; en realidad, no había motivo: como siempre Luis dijo cosas sensatas, recordó la carrera internacional de Segundo de Chomón y de Luis Buñuel, habló de las relaciones de ficción y realidad en el cine (“una historia bonita en la vida real no siempre funciona bien en el cine, que tiene su propio código de ficción”, vino a decir) y escuchó con mucha atención a Herralde. Éste, empeñado ahora en la edición de DVD con escritores y artistas, dijo entre otras cosas que los escritores descubren de inmediato el enorme abismo cultural que los separa de la gente del cine, que carece de formación adecuada y que se pasa la vida esperando la subvención. Lo dijo e insistió en ello ante un ruego de Luis. Luis Alegre, que tiene la mejor colección de amigos famosos de la tierra, recibió poco después la llamada de Luis Figo. El jugador le explicó el entusiasmo que tenía y a la vez le expresó cierto temor al juego anestesiante y pegajoso de los griegos. En una final con emoción y poco juego, ganaron los griegos y la “generación de ouro” volvió a quedarse sin corona. En esta Eurocopa el resumen es claro: juegan once contra once pero siempre gana Grecia.
Hacía muchísimo tiempo que no había estado en el monasterio viejo de San Juan de Peña. Si uno se deja orientar por el lamentable estado de la carretera que va de Santa Cruz de la Serós al recinto puede llevarse una gran decepción. En cierto modo, y no soy pesimista respecto a Aragón, el lamentable estado de esa carretera que conduce a uno de los lugares emblemáticos de Aragón –cuna y tumba de reyes y nobles como Ramiro I, Sáncho Ramírez, Pedro I o Pedro Abarca de Bolea-, denuncia la desidia del territorio y sus políticos respecto a sí mismos y al patrimonio, pero el paraje es impresionante. La poesía de la piedra, la caligrafía del románico, la gesta del tiempo y de la memoria de un territorio. Sobrecoge estar allí y contemplar los osarios de los monjes, el eremitorio, la historia de los sucesivos incendios (una conjetura abona la idea que el lugar era tan frío que fueron los propios monjes quienes provocaron el incendio que obligaría la construcción y el traslado al monasterio nuevo, que campa en un lugar soleado con vistas hacia las estrellas), el mito de San Voto, su hermano Félix y el anacoreta Juan de Atarés. Hay mucho que ver. Abonarse allí al sueño de una antigüedad esplendorosa es inevitable.
Y de San Juan de la Peña a Santa Cruz de la Seros. Comida en O’Fogaril y visita a la iglesia, embrujada parece, de los antiguos benedictinos. La subida por la angosta escalera es casi una experiencia iniciática. Desde lo alto, Santa Cruz de las Serós sobrecoge con sus casas de piedra, sus chimeneas redondas, la atmósfera de calma absoluta. Nos llamó la atención algo muy curioso: hacia las cinco de la tarde un grupo de chicos, bajo un árbol sombrío, vendía fragmentos de pastel, galleta y vasos de zumo natural. En Santa Cruz de la Serós tiene una casa María Rosario de Parada. La encontramos, con su hermana Gloria, en pleno jardín. Nos enseñó la casa, recordó a su marido Henar (nos mostró, por cierto, su precioso taller de arreglálotodo), y en el piso superior estaba su viejo macintosh y una lupa de la que se ayuda para leer y escribir. Prepara una nueva novela. También nos enseñó –en fotos- la gran casona o palacio de su padre, “La Mezquita”, que ahora es propiedad de José Joaquín Sancho Dronda. Tenía más de 50 metros de fachada y ornamentos árabes.
María Rosario de Parada –madre de seis hijos, autora de varias novelas, un trabajo sobre el Canfranc y una biografía de Pedro Laín Entralgo, precursora del periodismo de mujer en Aragón- vive en una casa encantada. En el desván, lleno de camas y vigas de madera, han sido y son muy felices sus nietos.
05/07/2004 01:16 Enlace permanente. sin tema Hay 3 comentarios.
EL CONCIERTO Y LA CHICA DE LA MOTO
No sabía bien a qué había ido al Oasis.
¿A ver, de nuevo, a Enrique Vázquez, el memorioso,
a captar aquel ambiente de otro tiempo, aquella luz enfermiza
que remite a los muslos soliviantados
de Carmen de Lirio o Merche Navarro,
a oír –como todo el mundo- a Marlango, y Marlango,
en realidad, es la chica que canta, esa voz que susurra
y te invita a un abismo de perdición, al extravío
de los sentidos en el corazón del cafetal?
Vio a la cantante, que le recordó a Norah Jones,
a Carole King, a Diana Krall o a Ute Lemper.
Pensó: Extraño ascetismo sensual de la diosa.
Voluptuosidad y sobriedad, fría morbidez.
Oyó la música como todos. Vio cómo el concierto
ganaba en intensidad y en ritmo. Acarició las columnas
torneadas, de hierro, cerca del palco de censura.
Tom Waits sonó en la voz de la intérprete,
Y sonó bien, mejor que casi nada tal vez.
O tan bien como “Cowboy de medianoche”.
La música siempre nos gusta más y es más nuestra
cuando somos capaces de tararearla.
Hubo aplausos: entrega absoluta. Marlango,
en aquella noche del Oasis, era un axioma.
Salió a la calle. Se olvidó de los músicos, de la cantante,
tal vez de los amigos. Y allí estaba ella,
qué bonita, tan menuda, tan distraída,
como poseída por la magia de un acorde secreto.
Se puso el casco y se subió a su moto
dispuesta a cortar el aire, a abrasar la noche.
Y entonces, sólo entonces, él se dio cuenta:
había ido al Oasis no para oír a Marlango,
no a enamorarse de nuevo de Leonor Watling
ni a evocar la infancia con mar de Enrique Vázquez.
Había ido a verla otra vez a lomos de la moto.
Un día inolvidable, abrazó su cintura en las curvas.
¿A ver, de nuevo, a Enrique Vázquez, el memorioso,
a captar aquel ambiente de otro tiempo, aquella luz enfermiza
que remite a los muslos soliviantados
de Carmen de Lirio o Merche Navarro,
a oír –como todo el mundo- a Marlango, y Marlango,
en realidad, es la chica que canta, esa voz que susurra
y te invita a un abismo de perdición, al extravío
de los sentidos en el corazón del cafetal?
Vio a la cantante, que le recordó a Norah Jones,
a Carole King, a Diana Krall o a Ute Lemper.
Pensó: Extraño ascetismo sensual de la diosa.
Voluptuosidad y sobriedad, fría morbidez.
Oyó la música como todos. Vio cómo el concierto
ganaba en intensidad y en ritmo. Acarició las columnas
torneadas, de hierro, cerca del palco de censura.
Tom Waits sonó en la voz de la intérprete,
Y sonó bien, mejor que casi nada tal vez.
O tan bien como “Cowboy de medianoche”.
La música siempre nos gusta más y es más nuestra
cuando somos capaces de tararearla.
Hubo aplausos: entrega absoluta. Marlango,
en aquella noche del Oasis, era un axioma.
Salió a la calle. Se olvidó de los músicos, de la cantante,
tal vez de los amigos. Y allí estaba ella,
qué bonita, tan menuda, tan distraída,
como poseída por la magia de un acorde secreto.
Se puso el casco y se subió a su moto
dispuesta a cortar el aire, a abrasar la noche.
Y entonces, sólo entonces, él se dio cuenta:
había ido al Oasis no para oír a Marlango,
no a enamorarse de nuevo de Leonor Watling
ni a evocar la infancia con mar de Enrique Vázquez.
Había ido a verla otra vez a lomos de la moto.
Un día inolvidable, abrazó su cintura en las curvas.
05/07/2004 14:35 Enlace permanente. sin tema No hay comentarios. Comentar.
UNA NOCHE CON GABINO O LA ZARAGOZA DE MIGUEL MENA
Tarde de tormenta. El cielo se estremece de relámpagos y truenos, y se derrama en un diluvio de media hora. La luz se ha enturbiado y las calles improvisan un trasvase feroz hacia ninguna parte. Es el Apocalipsis de la lluvia. Zaragoza se llena de paraguas y las calles de atascos. La calle Alfonso se convierte en un espejo que copia la melancolía del mundo. La plaza de san Cayetano está desierta: algunos fumadores apuran el protocolo y los cigarrillos de los nervios.
Se entregan las medallas de Santa Isabel de Portugal, la reina de las concordias imposibles.
Dentro José Antonio Acero glosa los méritos de Miguel Mena (nos hemos perdido el elogio de Manuel Teruel) y recuerda aquella anécdota de los carretes y los yogures caducados. Luego, en un discurso en el que se adivina la mano de Ángela Labordeta, elogia la trayectoria de este amigo de Zaragoza y de los zaragozanos, de esta cálida voz de las ondas que convierte la radio en un lugar imaginario para toda la familia. Miguel es ese invitado que llega un poco antes de comer, come sin apenas probar el vino y participa en la sobremesa como el invitado ideal que todos esperaban. Pero, además, Miguel es un excelente escritor, un viajero constante, a pie, en bicicleta y en coche, un fotógrafo que coloca sentencias e impresiones a sus fotos y un renovador tranquilo de la narrativa popular en cualquiera de sus fórmulas: la novela de suspense, el relato policiaco, la evocación de la vía muerta (o de tantas vías muertas o paisajes que ha encontrado en sus exploraciones de Aragón) o el diario de un ciclista que se asoma al paisaje. Miguel Mena es querido, es idolatrado, en cierto modo, y Acero deja constancia de ello.
Cristina Palacín hace el elogio del ciudadano universal Joan Manuel Serrat y lo resuelve bellamente a la luz de sus textos. Es decir, a la luz emocionante de sus canciones. Luis F. Beamonte está algo más farragoso explicando la trayectoria de Guillermo Fatás y Martín Llanas se eterniza en los pormenores de la vida y la política de Gaspar Castellano: la elocuencia no es una de las virtudes del vicepresidente y tampoco lo será luego, en la réplica, del ex presidente de la Diputación de Zaragoza y del Gobierno de Aragón, un ciudadano de mérito indiscutible que tuvo dos emotivos recuerdos para Florencio Ripollés y Ramón Sáinz de Varanda. Gaspar Castellano, de Ejea de los Caballeros, cerrará la última de sus fichas con un “Gracias, Javier”. Teruel explica su trayectoria y su defensa apasionada de la Expo 2008, y Miguel Mena pone la emoción y el ingenio. Antes de hacer uno de sus preciosos juegos de palabras con los nombres de los pueblos y ciudades de Zaragoza, un diccionario de afectos hacia la provincia (incluso dice que hay un pueblo para los locutores: Villalengua), recuerda que el premio se lo tendría que haber dado él a Zaragoza, una ciudad hospitalaria, mestiza y moderna, porque se lo ha dado todo. Miguel Mena, a su modo, ha reinventado Zaragoza y la ciudad lo ha convertido en un morador ejemplar y en su adalid. Ramón Gómez de la Serna acude en su ayuda y Miguel hilvana un texto precioso, divertido, de amor al país y a sus gentes. Serrat evoca a su madre, Belchite, las Delicias, y canta “Cançó de bressol” con una jota legendaria en su estribillo: “Por la mañana, rocío; al mediodía, calor; por la tarde los mosquitos; no quiero ser labrador”. Guillermo Fatás cuenta su triple historia de amor con la Diputación, con la Institución Fernando el Católico y con “Heraldo” (y rinde homenaje a su cuarto amor, Concha y sus cuatro hijos), y ofrece un apunte de los demás galardonados. Javier Lambán cierra el acto desde la mesa presidencial y se felicita de los 25 años de los municipios democráticos. Marcelino Iglesias no pierde palabra desde su triunfal “marcelinato”. O eso parece.
Afuera, sigue la lluvia y los compañeros de “La campana de los perdidos” –entre ellos, el gran trovador a la francesa Paco Cuenca- recuerdan que ese espacio de libertad y transgresión continúa cerrado. José Ángel Rodicio –el rapsoda de León Felipe y Curos Enríquez- se merece el permiso para mantener vivo ese “off” de la creación y del entusiasmo. ¡Cuánto ha hecho por la música, por la poesía, por la alegría del canto en un subterráneo que es el refugio de la bohemia y de la farándula en acción! Antonio Gaspar nos dirá luego que no sabe cómo arreglar ese problema legal, que está en ellos y que es uno de los asuntos que le desvela tanto como el traslado o no de La Romareda: lo dice a corbata quitada y se nota que es sincero. La entrega de medallas Isabel de Portugal ha resultado larguísima y envarada. Serrat y Miguel Mena -sobre todo Miguel, que optó por el cariño, la poesía y la brevedad. Su gallega suegra volvió a definirlo como “el yerno ideal” ante una bellísima Mercedes, la novia soñada en una tarde de aguacero-, descosieron las costuras de la rigidez y del tedio institucional. Isabel de Portugal, desde el altar, mostraba las rosas rojas que debieron gustarle al monarca don Denís, tan buen poeta como amante en tálamos ajenos. Una rosa es más estimulante para la lírica que una limosna.
Ese maestro de ceremonias que es Luis Alegre, ese coleccionista de amigos memorables –tan memorable él- que es “el ruiseñor de Lechago” improvisa una cena en Casa Hermógenes. Y con él nos vamos a conversar y a cenar a otro sótano acogedor. Nos sirve Carolina otra belleza del Casco Viejo. Por allí andan José Luis Campos –que prepara una nueva tertulia de fútbol para Antena Aragón-, Pepe Melero –desolado por la marcha de Dani al Españoly partidario de que el estadio siga donde está: a diez minutos a pie de su casa que revienta de ediciones primorosas-, Mariano Gistaín –fascinado con la belleza y el tenis de la nueva reina de Wimbledon: María Sharapova, la vistió de rosa durante unas horas en su página web: gistain.net, y la sustituyó por el abrazo de ZP a Sonsoles y ahora por Maradona, un dios del fútbol que irrumpe del barro-, Ángela Labordeta –que hereda de su madre un aire a Audrey Hepburn-, la bibliotecaria y escritora Eva Puyo, Ismael Grasa, que lleva una guayabera blanca y sandalias para viajar en la lluvia. Aparece luego Gabino Diego y la masajista María Ángeles, a quien le cupo el honor de ser la fisioterapeuta ocasional de Conchita Martínez antes de un partido de exhibición con Steffi Graf en Zaragoza. Gabino, tras unos minutos de tanteo hablando de esto y de aquello, se convierte en el rey de la reunión con sus imitaciones, con sus chistes o con el copioso anecdotario del espectáculo “Una noche con Gabino”. Acaba de aprenderse la única mala crítica que ha tenido en Cádiz; para el reseñista local su arte en el monólogo no admite comparación con el de “la gaditana Paz Padilla”. Ha tenido tanto éxito que en algún sitio se vio obligado a hacer bises. Quizá el próximo bis sea esta mala crítica convertida en fragmento de ingenio y de ironía.
Gabino contó muchas cosas: habló de su amigo Richy Castellanos, un tipo increíble capaz de todo, incluso de imitar a Héctor del Mar (el señor bonaerense del goooooooooooooooooool), cuyo lema es: “Yo te lo consigo”. Un espectáculo, un concierto, una novia, lo que haga falta, amiguete. "Y no te costará nada: cero coma cero", agrega. Imitó Gabino a Diego Armando Maradona, y eso le dio pie a Luis Alegre para recordar que lo había saludado, con Víctor Muñoz, en un ascensor. Tres genios distintos en un ascensor: ¡quién pudiera verlos con una cámara oculta! Quizá una de las anécdotas más graciosas de la noche de Gabino fue que su cuñada, la mujer de su hermano, nació el mismo día que él, en el mismo año y en el mismo hospital. Su hermano ya dijo entonces al ver a la niña, a la que no confundió con Gabino: “Algún día me casaré con ella”. Antes de salir en busca de los últimos gin-tonics de la madrugada (por cierto, en Casa Hermógenes se cena muy bien), Gabino reveló sus nuevas pasiones: las fotos de Alberto García-Alix y Cristina García Rodero, y tres grabados de considerable formato de Miquel Barceló. Gabino, además, ha venido a Zaragoza con su hija Sara, ocho años (Sara también se llama la hija de José Luis Campos. La reina de mi casa, cinco años de mujer fatal, también se llama Sara), y con dos perros. A la niña y a los canes, cuando se pone tierno, les canta “La piel de Sara” de Javier Ruibal.
P.D. Escribe un bellísimo texto Javier Burbano y recuerda un concierto de Imanol Larzabal en el Retiro. Conmovedor recuerdo del trovador a solas con su voz y su guitarra, de negro. También ayer recordamos a Imanol y casi coincidimos todos que se murió de pena por el desamor, evidenciado, de Euskadi... En este preciso momento, una paloma de libertad desciende a mi terraza. Desde el ordenador abierto la veo...
Se entregan las medallas de Santa Isabel de Portugal, la reina de las concordias imposibles.
Dentro José Antonio Acero glosa los méritos de Miguel Mena (nos hemos perdido el elogio de Manuel Teruel) y recuerda aquella anécdota de los carretes y los yogures caducados. Luego, en un discurso en el que se adivina la mano de Ángela Labordeta, elogia la trayectoria de este amigo de Zaragoza y de los zaragozanos, de esta cálida voz de las ondas que convierte la radio en un lugar imaginario para toda la familia. Miguel es ese invitado que llega un poco antes de comer, come sin apenas probar el vino y participa en la sobremesa como el invitado ideal que todos esperaban. Pero, además, Miguel es un excelente escritor, un viajero constante, a pie, en bicicleta y en coche, un fotógrafo que coloca sentencias e impresiones a sus fotos y un renovador tranquilo de la narrativa popular en cualquiera de sus fórmulas: la novela de suspense, el relato policiaco, la evocación de la vía muerta (o de tantas vías muertas o paisajes que ha encontrado en sus exploraciones de Aragón) o el diario de un ciclista que se asoma al paisaje. Miguel Mena es querido, es idolatrado, en cierto modo, y Acero deja constancia de ello.
Cristina Palacín hace el elogio del ciudadano universal Joan Manuel Serrat y lo resuelve bellamente a la luz de sus textos. Es decir, a la luz emocionante de sus canciones. Luis F. Beamonte está algo más farragoso explicando la trayectoria de Guillermo Fatás y Martín Llanas se eterniza en los pormenores de la vida y la política de Gaspar Castellano: la elocuencia no es una de las virtudes del vicepresidente y tampoco lo será luego, en la réplica, del ex presidente de la Diputación de Zaragoza y del Gobierno de Aragón, un ciudadano de mérito indiscutible que tuvo dos emotivos recuerdos para Florencio Ripollés y Ramón Sáinz de Varanda. Gaspar Castellano, de Ejea de los Caballeros, cerrará la última de sus fichas con un “Gracias, Javier”. Teruel explica su trayectoria y su defensa apasionada de la Expo 2008, y Miguel Mena pone la emoción y el ingenio. Antes de hacer uno de sus preciosos juegos de palabras con los nombres de los pueblos y ciudades de Zaragoza, un diccionario de afectos hacia la provincia (incluso dice que hay un pueblo para los locutores: Villalengua), recuerda que el premio se lo tendría que haber dado él a Zaragoza, una ciudad hospitalaria, mestiza y moderna, porque se lo ha dado todo. Miguel Mena, a su modo, ha reinventado Zaragoza y la ciudad lo ha convertido en un morador ejemplar y en su adalid. Ramón Gómez de la Serna acude en su ayuda y Miguel hilvana un texto precioso, divertido, de amor al país y a sus gentes. Serrat evoca a su madre, Belchite, las Delicias, y canta “Cançó de bressol” con una jota legendaria en su estribillo: “Por la mañana, rocío; al mediodía, calor; por la tarde los mosquitos; no quiero ser labrador”. Guillermo Fatás cuenta su triple historia de amor con la Diputación, con la Institución Fernando el Católico y con “Heraldo” (y rinde homenaje a su cuarto amor, Concha y sus cuatro hijos), y ofrece un apunte de los demás galardonados. Javier Lambán cierra el acto desde la mesa presidencial y se felicita de los 25 años de los municipios democráticos. Marcelino Iglesias no pierde palabra desde su triunfal “marcelinato”. O eso parece.
Afuera, sigue la lluvia y los compañeros de “La campana de los perdidos” –entre ellos, el gran trovador a la francesa Paco Cuenca- recuerdan que ese espacio de libertad y transgresión continúa cerrado. José Ángel Rodicio –el rapsoda de León Felipe y Curos Enríquez- se merece el permiso para mantener vivo ese “off” de la creación y del entusiasmo. ¡Cuánto ha hecho por la música, por la poesía, por la alegría del canto en un subterráneo que es el refugio de la bohemia y de la farándula en acción! Antonio Gaspar nos dirá luego que no sabe cómo arreglar ese problema legal, que está en ellos y que es uno de los asuntos que le desvela tanto como el traslado o no de La Romareda: lo dice a corbata quitada y se nota que es sincero. La entrega de medallas Isabel de Portugal ha resultado larguísima y envarada. Serrat y Miguel Mena -sobre todo Miguel, que optó por el cariño, la poesía y la brevedad. Su gallega suegra volvió a definirlo como “el yerno ideal” ante una bellísima Mercedes, la novia soñada en una tarde de aguacero-, descosieron las costuras de la rigidez y del tedio institucional. Isabel de Portugal, desde el altar, mostraba las rosas rojas que debieron gustarle al monarca don Denís, tan buen poeta como amante en tálamos ajenos. Una rosa es más estimulante para la lírica que una limosna.
Ese maestro de ceremonias que es Luis Alegre, ese coleccionista de amigos memorables –tan memorable él- que es “el ruiseñor de Lechago” improvisa una cena en Casa Hermógenes. Y con él nos vamos a conversar y a cenar a otro sótano acogedor. Nos sirve Carolina otra belleza del Casco Viejo. Por allí andan José Luis Campos –que prepara una nueva tertulia de fútbol para Antena Aragón-, Pepe Melero –desolado por la marcha de Dani al Españoly partidario de que el estadio siga donde está: a diez minutos a pie de su casa que revienta de ediciones primorosas-, Mariano Gistaín –fascinado con la belleza y el tenis de la nueva reina de Wimbledon: María Sharapova, la vistió de rosa durante unas horas en su página web: gistain.net, y la sustituyó por el abrazo de ZP a Sonsoles y ahora por Maradona, un dios del fútbol que irrumpe del barro-, Ángela Labordeta –que hereda de su madre un aire a Audrey Hepburn-, la bibliotecaria y escritora Eva Puyo, Ismael Grasa, que lleva una guayabera blanca y sandalias para viajar en la lluvia. Aparece luego Gabino Diego y la masajista María Ángeles, a quien le cupo el honor de ser la fisioterapeuta ocasional de Conchita Martínez antes de un partido de exhibición con Steffi Graf en Zaragoza. Gabino, tras unos minutos de tanteo hablando de esto y de aquello, se convierte en el rey de la reunión con sus imitaciones, con sus chistes o con el copioso anecdotario del espectáculo “Una noche con Gabino”. Acaba de aprenderse la única mala crítica que ha tenido en Cádiz; para el reseñista local su arte en el monólogo no admite comparación con el de “la gaditana Paz Padilla”. Ha tenido tanto éxito que en algún sitio se vio obligado a hacer bises. Quizá el próximo bis sea esta mala crítica convertida en fragmento de ingenio y de ironía.
Gabino contó muchas cosas: habló de su amigo Richy Castellanos, un tipo increíble capaz de todo, incluso de imitar a Héctor del Mar (el señor bonaerense del goooooooooooooooooool), cuyo lema es: “Yo te lo consigo”. Un espectáculo, un concierto, una novia, lo que haga falta, amiguete. "Y no te costará nada: cero coma cero", agrega. Imitó Gabino a Diego Armando Maradona, y eso le dio pie a Luis Alegre para recordar que lo había saludado, con Víctor Muñoz, en un ascensor. Tres genios distintos en un ascensor: ¡quién pudiera verlos con una cámara oculta! Quizá una de las anécdotas más graciosas de la noche de Gabino fue que su cuñada, la mujer de su hermano, nació el mismo día que él, en el mismo año y en el mismo hospital. Su hermano ya dijo entonces al ver a la niña, a la que no confundió con Gabino: “Algún día me casaré con ella”. Antes de salir en busca de los últimos gin-tonics de la madrugada (por cierto, en Casa Hermógenes se cena muy bien), Gabino reveló sus nuevas pasiones: las fotos de Alberto García-Alix y Cristina García Rodero, y tres grabados de considerable formato de Miquel Barceló. Gabino, además, ha venido a Zaragoza con su hija Sara, ocho años (Sara también se llama la hija de José Luis Campos. La reina de mi casa, cinco años de mujer fatal, también se llama Sara), y con dos perros. A la niña y a los canes, cuando se pone tierno, les canta “La piel de Sara” de Javier Ruibal.
P.D. Escribe un bellísimo texto Javier Burbano y recuerda un concierto de Imanol Larzabal en el Retiro. Conmovedor recuerdo del trovador a solas con su voz y su guitarra, de negro. También ayer recordamos a Imanol y casi coincidimos todos que se murió de pena por el desamor, evidenciado, de Euskadi... En este preciso momento, una paloma de libertad desciende a mi terraza. Desde el ordenador abierto la veo...
07/07/2004 10:11 Enlace permanente. sin tema Hay 1 comentario.
MARADONA EN LA ROMAREDA
Diego Armando Maradona ha sido el mejor jugador de los años 80 y principios de los 90. Ya estuvo a punto de jugar el Mundial de Argentina—78, pero a última hora Menotti lo descartó. El pibe, deshecho en llanto, invocó la tristeza de su vieja, “cómo voy a decírselo ahora”, bramó, y su propia desdicha. Un año después, Argentina y Holanda, finalistas del campeonato que congració a Videla con el pueblo, jugaron la revancha en Europa y aquel muchachito de regate endiablado y una desenvoltura que sonrojaba al gran capitán Ruud Krol, llamó la atención del mundo entero. El partido se solventó con un empate sin goles, pero Diego apuntó tantas maneras, tanto dominio de la pelota, tanta gracilidad de zurdo nato, que detectamos que había que seguirle los pasos.
Supimos que de Argentinos Juniors pasó a Boca, y así vino a España, en concreto a La Romareda el tres de septiembre de 1981. Había que verlo: menudo, con algo de gamberro de arrabal que persigue a los perros, con capacidad de desborde, una técnica que parecía emular a la del legendario Kubala (como Laszi, Diego jamás azotaba el balón, lo acariciaba con un golpe de pluma de pájaro, con un sortilegio de mago) y una inteligencia que empezaba a fraguarse. Maradona sólo fue listo de veras sobre el terreno. En Boca jugaban el Loco Gatti, portero, Óscar Ruggeri y Marcelo Trobbiani, que apenas había resistido seis meses en el conjunto maño y, de vuelta, se enfundaba la camisola de la selección albiceleste; en el Zaragoza hizo su debut otro jugador minúsculo y más que prometedor, Juan Señor. Oñaederra se pegó al crack en ciernes y le aburrió y nos aburrió a todos, anticipó a Gentile sin saberlo y sin violencia; ganaron los blanquillos con justicia por 2-0, y Maradona apenas compareció: un toque aquí, un regate allá, un amago de filigrana, un gambeteo estéril junto al córner, el fácil tiralíneas del vencido, la delicadeza inútil del aplacado: poco, muy poco. Al final, colocó una falta en la cruceta con un impacto en parábola.
Habría de pasar una temporada entera para que Maradona fuese contratado por el Barcelona. En la campaña 82—83 nadie discutía que era el mejor del mundo; además, para seducirnos a todos, se disfrazó de ángel con declaraciones sentimentales y un entusiasmo tan candoroso que era imposible no adorarlo. Y en la final de Copa del Rey, en La Romareda, volvimos a verlo. El Madrid y el Barcelona se enfrentaron en un partido repleto de brusquedades y de despistes. Maradona sentó cátedra en un lance: Schuster rebañó un balón en la medialuna del área culé, lo envió a más de 50 metros y cerca ya de la línea de fondo lo atrapó Diego. Paró, templó y mandó a Víctor Muñoz, que pisaba la otra medialuna y desde allí asestó a media altura con seguridad y dureza.
Cuando el partido se encaminaba hacia la prórroga –algo que no deseábamos: queríamos ver en la tele Una historia inmortal de Orson Welles, basada en el relato de Isak Dinesen–, logró Marcos un cabezazo milagroso que hacía justicia al ídolo. Y el ídolo, a medio gas, con su pantalón ceñido de bañista, casi impúdico (el calzón del Barça nunca le sentó bien al pibe), era Maradona, que brilló en La Romareda en un tanto de manual tan sólo. Ni tampoco triunfó al año siguiente, tras el escándalo de la hepatitis y de su excesiva afición a las doncellas en flor y a montón, cuando se enfrentó al Athletic de Bilbao en la final de Copa del Bernabéu. Aquel arisco defensa llamado Goicoechea no le dejó jugar y le reventó el muslo y el pecho en una vergonzosa tangana.
Nunca más volvimos a verlo en La Romareda. Su mejor balompié lo dio en México—86 y en Italia, donde engrandeció el palmarés del Nápoles y se envenenó de muerte. A ese hombre que hablaba demasiado y que ahora pasea un cuerpo enfermo por La Habana –tocado de zanahoria en el pelo: jamás supo ser discreto– siempre le recordaremos porque más de una vez, en tardes épicas e imborrables, nos regaló la belleza total del fútbol y lo convirtió en algo que guarda semejanza con el arte. Con Mozart, con Nijinsky, con Van Gogh. Dios, si es que lo hubo, jugaba con sus pies.
P.D. Como hablamos anoche de Maradona, rescato este texto (que se publicó hace algún tiempo en “Equipo”) y ahí lo dejo, en esta botella al mar de todos los naufragios, para Luis Alegre y sus amigos: los escritores y los lectores felices.
Supimos que de Argentinos Juniors pasó a Boca, y así vino a España, en concreto a La Romareda el tres de septiembre de 1981. Había que verlo: menudo, con algo de gamberro de arrabal que persigue a los perros, con capacidad de desborde, una técnica que parecía emular a la del legendario Kubala (como Laszi, Diego jamás azotaba el balón, lo acariciaba con un golpe de pluma de pájaro, con un sortilegio de mago) y una inteligencia que empezaba a fraguarse. Maradona sólo fue listo de veras sobre el terreno. En Boca jugaban el Loco Gatti, portero, Óscar Ruggeri y Marcelo Trobbiani, que apenas había resistido seis meses en el conjunto maño y, de vuelta, se enfundaba la camisola de la selección albiceleste; en el Zaragoza hizo su debut otro jugador minúsculo y más que prometedor, Juan Señor. Oñaederra se pegó al crack en ciernes y le aburrió y nos aburrió a todos, anticipó a Gentile sin saberlo y sin violencia; ganaron los blanquillos con justicia por 2-0, y Maradona apenas compareció: un toque aquí, un regate allá, un amago de filigrana, un gambeteo estéril junto al córner, el fácil tiralíneas del vencido, la delicadeza inútil del aplacado: poco, muy poco. Al final, colocó una falta en la cruceta con un impacto en parábola.
Habría de pasar una temporada entera para que Maradona fuese contratado por el Barcelona. En la campaña 82—83 nadie discutía que era el mejor del mundo; además, para seducirnos a todos, se disfrazó de ángel con declaraciones sentimentales y un entusiasmo tan candoroso que era imposible no adorarlo. Y en la final de Copa del Rey, en La Romareda, volvimos a verlo. El Madrid y el Barcelona se enfrentaron en un partido repleto de brusquedades y de despistes. Maradona sentó cátedra en un lance: Schuster rebañó un balón en la medialuna del área culé, lo envió a más de 50 metros y cerca ya de la línea de fondo lo atrapó Diego. Paró, templó y mandó a Víctor Muñoz, que pisaba la otra medialuna y desde allí asestó a media altura con seguridad y dureza.
Cuando el partido se encaminaba hacia la prórroga –algo que no deseábamos: queríamos ver en la tele Una historia inmortal de Orson Welles, basada en el relato de Isak Dinesen–, logró Marcos un cabezazo milagroso que hacía justicia al ídolo. Y el ídolo, a medio gas, con su pantalón ceñido de bañista, casi impúdico (el calzón del Barça nunca le sentó bien al pibe), era Maradona, que brilló en La Romareda en un tanto de manual tan sólo. Ni tampoco triunfó al año siguiente, tras el escándalo de la hepatitis y de su excesiva afición a las doncellas en flor y a montón, cuando se enfrentó al Athletic de Bilbao en la final de Copa del Bernabéu. Aquel arisco defensa llamado Goicoechea no le dejó jugar y le reventó el muslo y el pecho en una vergonzosa tangana.
Nunca más volvimos a verlo en La Romareda. Su mejor balompié lo dio en México—86 y en Italia, donde engrandeció el palmarés del Nápoles y se envenenó de muerte. A ese hombre que hablaba demasiado y que ahora pasea un cuerpo enfermo por La Habana –tocado de zanahoria en el pelo: jamás supo ser discreto– siempre le recordaremos porque más de una vez, en tardes épicas e imborrables, nos regaló la belleza total del fútbol y lo convirtió en algo que guarda semejanza con el arte. Con Mozart, con Nijinsky, con Van Gogh. Dios, si es que lo hubo, jugaba con sus pies.
P.D. Como hablamos anoche de Maradona, rescato este texto (que se publicó hace algún tiempo en “Equipo”) y ahí lo dejo, en esta botella al mar de todos los naufragios, para Luis Alegre y sus amigos: los escritores y los lectores felices.
07/07/2004 10:14 Enlace permanente. sin tema Hay 1 comentario.
"EL ARAGONÉS ERRANTE" EN EL MAESTRAZGO
Son las siete de la mañana. Nos espera el Maestrazgo: nuestra morada de ayer mismo, un viejo laboratorio de sueños, de palabras y de paisajes que nos preña la memoria. A Diego y Jorge los esperan sus amigos del alma: Chimo y Ángel Cruz Miralles, hermanos, futbolistas y encargados ahora de la piscina municipal de La Iglesuela del Cid. Y a mí me esperan algunos amigos como Pedro Rújula, Cristina Mallén, Ignacio Peiró y Mariano Balfagón. Jorge y Diego eligen la música para las tres horas de ida y para las tres horas de vuelta: Bunbury, Carmen París, Pablo Milanés, Bruce Springsteen, Boby Dylan y Paul Simon. ¡Cómo son los niños de ahora: qué aficiones tan extrañas! En el alba dura de luz necesito tararear algo para no dormirme: me atrevo con “Que tengas suertesita” y “Los restos del naufragio”. Y con “Jokerman”, y la hiedra del Ebro que aplaca la sed y despierta una pasión caníbal, y me atrevo con “Yolanda” y “Para vivir”. Paul Simon me invita a bailar, y siento pena de no llevar también a Franco Battiato, creo que es mi mejor compañero al volante. Así pasamos el viaje de ida, cantando a pleno pulmón: filin y jotas desafinadas. Diego, que va de copiloto y es prudente, no dice nada pero piensa: “Qué mal canta mi padre. Así no hay quien pueda dormir”. Y no se duerme. Su hermano, descontento con la música, decepcionado porque no me gusta el “Tom Joad” de Springsteen, cae rendido.
Tres horas eternas de viaje tras las camiones por carreteras aún terribles. ¡Cuántos recuerdos agolpados en cada curva! ¿Cómo es posible –me digo, ya fatigado- que hiciese esta ruta dos y tres veces a la semana hasta hace muy poco? Híjar, Alcañiz, Calanda, Mas de las Matas, Aguaviva, La Balma, Forcall, Cinctorres, Las Cabrillas -advierte Diego, al mirar, abajo, las colinas aterrazadas: “Volvemos a los Andes pero con buitres”- y La Iglesuela. Allí se quedan ellos hacia las diez y diez, a su albedrío. Irán a la piscina, verán a sus amigos, se encontrarán con las primeras novias, nadarán y ayudarán, cuando caiga la primera hojarasca del crepúsculo, a limpiar la piscina. Simón, el exconductor del “Caimán”, se alegra de verlos y les tiende la mano. Los hombres no se besan. La Peña del Morrón los mira tan hacendosos y nostálgicos: allí, a su abrigo, empezaron a crecer con prisa y entre amigos imprescindibles: Chimo y Ángel, Raúl, Óscar, Lomero, José. Fiesta grande de jueves: con ellos, Diego jugó una final de fútbol sala de Teruel, en Andorra, lo recuerdan y lo celebran entre chapuzones y chucherías. Me olvido de ellos por completo, o casi por completo, y asisto a las dos sesiones del curso “Historia y literatura”, que organiza la Universidad de Verano de Teruel -cuyo director Amado Marín también asistió- y que dirige por segundo año Pedro Rújula.
La jornada se inició el miércoles con dos grandes figuras: José-Carlos Mainer, que dejó a todos (una treintena de alumnos) boquiabiertos con su erudición y su elocuencia, y Jordi Gracia, que habló entre otras cosas de Javier Cercas y “Soldados de Salamina”. Ayer el curso, que tenía como protagonista el carlismo, se trasladó a Cantavieja, “la amada de Cabrera”. Mariano Balfagón, que ha ampliado su hotel y ha puesto sauna húmeda y seca, sala de fitness y ha llevado la sofisticación a tres nuevas suites de su casa (una de ella, con inmensa foto de Gloria Swanson, envuelta en alfombra de tigre, se llama “Los seres imposibles”), hizo de anfitrión con el alcalde Miguel Ángel Serrano, Fernando Romero (hermano del alcalde de Andorra, Luis Ángel Romero) y Ángel Hernández. Los alumnos y profesores fueron recibidos en el salón de plenos del Ayuntamiento: afuera, con su aire de grandeza eterna, piedra y leyenda, se veía la plaza de Cantavieja. Alguien creyó que sonaba el tambor de la vieja alborotada del escudo y Angelines de Andorra, que se apunta a todo, mostró su entusiasmo con la belleza mudéjar y gótica del salón de madera oscura.
Pedro Rújula habló de los libros de viajes de los extranjeros que habían estado en las guerras carlistas. Dijo que podían clasificarse en tres tipos: el viajero ilustrado, que buscaba la información; el viajero romántico, que perseguía la emoción; y el viajero accidental, que por lo regular era un militar que luchó en algunos de los bandos, carlista o liberal, y que seguramente había estado ya en las diatribas de la Guerra de la Independencia con los franceses o los ingleses. Recordó que muchos de los textos aparecían en revistas o periódicos y que todos ellos constataron que la I Guerra Carlista se trataba de una “guerra a muerte”. Nombró a Gustave D’Alaux, Frederick Hardman, Joseph Augustin Chaho, fascinado por Zumalacárregui, “el inventor de la leyenda de Aitor y de Aitor mismo”, C. F. Heningsen, Dembowsky o Félix María Lichnowsky, un personaje extravagante y culto que fue testigo de la Expedición Real de Carlos V, además de oficial del ejército prusiano y destinatario de la II Sinfonía de Beethoven.
Magi Sunyer habló del carlismo en la literatura catalana, y citó al fascinante Josep Robrenyo, que escribió unos deliciosos y delirantes diálogos, y murió de una manera novelesca durante un viaje por el Caribe. El barco en el que viajaba quedó encallado y él y otros pasajeros de a bordo murieron de hambre y de sed. También citó a Marià Vayreda, hermano del célebre pintor de “El grupo de Olot” y a Raimon Casellas, entre otros. A Casellas, como a Canetti, recordó Sunyer le interesaba mucho “algo tan moderno como la fuerza de las multitudes”.
Por la tarde, Ramón Cabrera i Griñó protagonizó muchos minutos. Se habló de la Casa del Bayle, donde vivió, de su enigmática enfermedad, que también narró Juan Perucho en “Las historias naturales”, se habló de sus amores con Margarita Urbino, la hija del impresor del “Boletín Oficial del Reyno de Aragón”, Desiderio Urbino, y de dos o tres tesoros que habían quedado enterrados en Cantavieja y en Beceite. Luego ya vino una visita a Mirambel, esa localidad varada en el tiempo, un pueblo de postal, un paraíso con palacios para el turista que llega y busca el convento de las Agustinas, la imponente Casa de Aliaga o Castellote, o los restos del mesón donde Pío Baroja pernoctó en 1930 mientras preparaba “La venta de Mirambel”.
Cristina Mallén explica la historia del pueblo de las cinco puertas, amurallado, invoca su pasado templario y cita la historia de amor entre una monja y un capitán que inspiró parte de la trama erótica del libro de Baroja, la pasión de Carmen de Abarca y el capitán Montpesar. Y ante la iglesia recuerda el macabro gesto de El Serrador –un carlista incontrolado, casi un bandolero de su tiempo- durante la I Guerra Carlista. Uno de sus soldados fue abatido mortalmente desde la torre. Y él, enojado, con toda su partida, incendió la iglesia con un montón de liberales dentro. Los que lograron salir por la ventana se morían al golpearse contra el suelo; los demás, perecieron por asfixia y en medio de las llamas.
En Mirambel se rodó una buena parte de “Tierra y libertad” de Ken Loach. Cuando se estrenó la película en la población, Loach –austero, vegetariano y delicado- prometió venir, pero le fue imposible porque estaba rodando “La canción de Carla” en Nicaragua. Mandó una nota manuscrita, donde explicaba claves de la película y agradecía la colaboración de la gente, había muchos actores improvisados. En la última línea decía, aludiendo a una escena de la película: “Y volveremos a Mirambel a matar al cura”. Esa frase se omitió en la ceremonia en el Pabellón Municipal. Ayer vimos donde el cura de la ficción era abatido en una especie de huerto, muy cerca del imponente edificio consistorial de estilo napolitano, de trazado renacentista, y el preciso reloj de sol.
Volví a La Iglesuela a buscar a Diego y Jorge. Ensayamos una nueva ruta en medio de un paisaje estremecedor: El Cuarto Pelado, Fortanete, el vertiginoso descenso hacia Villarroya de los Pinares con un sol de fuego y de desierto melancólico, Miravete y Aliaga (seguimos el cauce del Guadalope), y luego Hinojosa de Jarque, Montalbán, Muniesa, Lécera, Belchite. Rectas interminables en una noche serena. Carmen París se fatigó de cantar y Diego, al fin, aprendió el ritmo secreto de la jota. Jorge creyó que nos habíamos perdido en Jarque de la Val o en el Parque Escultórico de Hinojosa de Jarque -ese taller de esculturas al aire libre que concibió Florencio de Pedro- y combatió el miedo, o quizá el pánico, con el sueño. Ni se dio cuenta de que repetí tres veces “El aragonés errante”.
Tres horas eternas de viaje tras las camiones por carreteras aún terribles. ¡Cuántos recuerdos agolpados en cada curva! ¿Cómo es posible –me digo, ya fatigado- que hiciese esta ruta dos y tres veces a la semana hasta hace muy poco? Híjar, Alcañiz, Calanda, Mas de las Matas, Aguaviva, La Balma, Forcall, Cinctorres, Las Cabrillas -advierte Diego, al mirar, abajo, las colinas aterrazadas: “Volvemos a los Andes pero con buitres”- y La Iglesuela. Allí se quedan ellos hacia las diez y diez, a su albedrío. Irán a la piscina, verán a sus amigos, se encontrarán con las primeras novias, nadarán y ayudarán, cuando caiga la primera hojarasca del crepúsculo, a limpiar la piscina. Simón, el exconductor del “Caimán”, se alegra de verlos y les tiende la mano. Los hombres no se besan. La Peña del Morrón los mira tan hacendosos y nostálgicos: allí, a su abrigo, empezaron a crecer con prisa y entre amigos imprescindibles: Chimo y Ángel, Raúl, Óscar, Lomero, José. Fiesta grande de jueves: con ellos, Diego jugó una final de fútbol sala de Teruel, en Andorra, lo recuerdan y lo celebran entre chapuzones y chucherías. Me olvido de ellos por completo, o casi por completo, y asisto a las dos sesiones del curso “Historia y literatura”, que organiza la Universidad de Verano de Teruel -cuyo director Amado Marín también asistió- y que dirige por segundo año Pedro Rújula.
La jornada se inició el miércoles con dos grandes figuras: José-Carlos Mainer, que dejó a todos (una treintena de alumnos) boquiabiertos con su erudición y su elocuencia, y Jordi Gracia, que habló entre otras cosas de Javier Cercas y “Soldados de Salamina”. Ayer el curso, que tenía como protagonista el carlismo, se trasladó a Cantavieja, “la amada de Cabrera”. Mariano Balfagón, que ha ampliado su hotel y ha puesto sauna húmeda y seca, sala de fitness y ha llevado la sofisticación a tres nuevas suites de su casa (una de ella, con inmensa foto de Gloria Swanson, envuelta en alfombra de tigre, se llama “Los seres imposibles”), hizo de anfitrión con el alcalde Miguel Ángel Serrano, Fernando Romero (hermano del alcalde de Andorra, Luis Ángel Romero) y Ángel Hernández. Los alumnos y profesores fueron recibidos en el salón de plenos del Ayuntamiento: afuera, con su aire de grandeza eterna, piedra y leyenda, se veía la plaza de Cantavieja. Alguien creyó que sonaba el tambor de la vieja alborotada del escudo y Angelines de Andorra, que se apunta a todo, mostró su entusiasmo con la belleza mudéjar y gótica del salón de madera oscura.
Pedro Rújula habló de los libros de viajes de los extranjeros que habían estado en las guerras carlistas. Dijo que podían clasificarse en tres tipos: el viajero ilustrado, que buscaba la información; el viajero romántico, que perseguía la emoción; y el viajero accidental, que por lo regular era un militar que luchó en algunos de los bandos, carlista o liberal, y que seguramente había estado ya en las diatribas de la Guerra de la Independencia con los franceses o los ingleses. Recordó que muchos de los textos aparecían en revistas o periódicos y que todos ellos constataron que la I Guerra Carlista se trataba de una “guerra a muerte”. Nombró a Gustave D’Alaux, Frederick Hardman, Joseph Augustin Chaho, fascinado por Zumalacárregui, “el inventor de la leyenda de Aitor y de Aitor mismo”, C. F. Heningsen, Dembowsky o Félix María Lichnowsky, un personaje extravagante y culto que fue testigo de la Expedición Real de Carlos V, además de oficial del ejército prusiano y destinatario de la II Sinfonía de Beethoven.
Magi Sunyer habló del carlismo en la literatura catalana, y citó al fascinante Josep Robrenyo, que escribió unos deliciosos y delirantes diálogos, y murió de una manera novelesca durante un viaje por el Caribe. El barco en el que viajaba quedó encallado y él y otros pasajeros de a bordo murieron de hambre y de sed. También citó a Marià Vayreda, hermano del célebre pintor de “El grupo de Olot” y a Raimon Casellas, entre otros. A Casellas, como a Canetti, recordó Sunyer le interesaba mucho “algo tan moderno como la fuerza de las multitudes”.
Por la tarde, Ramón Cabrera i Griñó protagonizó muchos minutos. Se habló de la Casa del Bayle, donde vivió, de su enigmática enfermedad, que también narró Juan Perucho en “Las historias naturales”, se habló de sus amores con Margarita Urbino, la hija del impresor del “Boletín Oficial del Reyno de Aragón”, Desiderio Urbino, y de dos o tres tesoros que habían quedado enterrados en Cantavieja y en Beceite. Luego ya vino una visita a Mirambel, esa localidad varada en el tiempo, un pueblo de postal, un paraíso con palacios para el turista que llega y busca el convento de las Agustinas, la imponente Casa de Aliaga o Castellote, o los restos del mesón donde Pío Baroja pernoctó en 1930 mientras preparaba “La venta de Mirambel”.
Cristina Mallén explica la historia del pueblo de las cinco puertas, amurallado, invoca su pasado templario y cita la historia de amor entre una monja y un capitán que inspiró parte de la trama erótica del libro de Baroja, la pasión de Carmen de Abarca y el capitán Montpesar. Y ante la iglesia recuerda el macabro gesto de El Serrador –un carlista incontrolado, casi un bandolero de su tiempo- durante la I Guerra Carlista. Uno de sus soldados fue abatido mortalmente desde la torre. Y él, enojado, con toda su partida, incendió la iglesia con un montón de liberales dentro. Los que lograron salir por la ventana se morían al golpearse contra el suelo; los demás, perecieron por asfixia y en medio de las llamas.
En Mirambel se rodó una buena parte de “Tierra y libertad” de Ken Loach. Cuando se estrenó la película en la población, Loach –austero, vegetariano y delicado- prometió venir, pero le fue imposible porque estaba rodando “La canción de Carla” en Nicaragua. Mandó una nota manuscrita, donde explicaba claves de la película y agradecía la colaboración de la gente, había muchos actores improvisados. En la última línea decía, aludiendo a una escena de la película: “Y volveremos a Mirambel a matar al cura”. Esa frase se omitió en la ceremonia en el Pabellón Municipal. Ayer vimos donde el cura de la ficción era abatido en una especie de huerto, muy cerca del imponente edificio consistorial de estilo napolitano, de trazado renacentista, y el preciso reloj de sol.
Volví a La Iglesuela a buscar a Diego y Jorge. Ensayamos una nueva ruta en medio de un paisaje estremecedor: El Cuarto Pelado, Fortanete, el vertiginoso descenso hacia Villarroya de los Pinares con un sol de fuego y de desierto melancólico, Miravete y Aliaga (seguimos el cauce del Guadalope), y luego Hinojosa de Jarque, Montalbán, Muniesa, Lécera, Belchite. Rectas interminables en una noche serena. Carmen París se fatigó de cantar y Diego, al fin, aprendió el ritmo secreto de la jota. Jorge creyó que nos habíamos perdido en Jarque de la Val o en el Parque Escultórico de Hinojosa de Jarque -ese taller de esculturas al aire libre que concibió Florencio de Pedro- y combatió el miedo, o quizá el pánico, con el sueño. Ni se dio cuenta de que repetí tres veces “El aragonés errante”.
09/07/2004 09:50 Enlace permanente. sin tema Hay 3 comentarios.
LA ZARAGOZA DE MIGUEL MENA / 2
(PALABRAS DE MIGUEL MENA EN LA RECEPCIÓN DE LA MEDALLA DE SANTA ISABEL DE PORTUGAL, 6-VII-04)
En realidad, tendría que ser yo quien le diera una medalla a Zaragoza. Le daría muchas medallas porque es una provincia con muchas virtudes. Me quedo con la generosidad en lo humano y con la diversidad en lo geográfico, en sus paisajes. Pero podemos encontrar muchas más, incluso a través de un juego sencillo.
Les propongo un juego de palabras. Vamos a ver lo que la provincia dice de sí misma a través de la toponimia, porque a veces Zaragoza se define a través del nombre de sus pueblos:
La provincia que ama su pasado, Zaragoza Romanos
Zaragoza Moros
La provincia enamorada del agua, Zaragoza Fuentes
Zaragoza Remolinos
La provincia refugio, Zaragoza Lobera
Zaragoza Osera
Y no sólo refugio, también es:
la casa humilde, Zaragoza Cabañas
la casa esbelta, Zaragoza Torrehermosa
la casa recia, Zaragoza Uncastillo
El territorio de los muy devotos, Zaragoza María
Zaragoza Santa Cruz
Pero también el de los radicalmente laicos, Zaragoza Atea
La provincia fresca y femenina, Zaragoza Mozota
La provincia que se deja acariciar, Zaragoza Lagata
La provincia fotogénica, Zaragoza Vistabella
La provincia soñadora y romántica, Zaragoza Luna
La provincia solidaria, la que socorre y ayuda, Zaragoza Sos
La provincia que nos allana el camino, Zaragoza Brea
La provincia que avanza, Zaragoza Rueda
La provincia que llevamos en las entrañas, en nuestro propio cuerpo, Zaragoza Codo
Zaragoza Nuez
Zaragoza La Muela
Incluso si me lo permiten, la provincia de los locutores, de quienes nos ganamos la vida hablando, Zaragoza Villalengua
Hay muchos más topónimos que sin relacionarlos con nada en concreto suenan muy bien:
Alarba, Bárboles, Arándiga
Cimballa, Moyuela, Nigüella
Almochuel, Jaulín, Talamantes
Espero que todos sigan sonando durante este siglo y que juntos, todos ellos, nos suenen a Zaragoza Abierta, Zaragoza Mestiza y Zaragoza Fraterna.
En realidad, tendría que ser yo quien le diera una medalla a Zaragoza. Le daría muchas medallas porque es una provincia con muchas virtudes. Me quedo con la generosidad en lo humano y con la diversidad en lo geográfico, en sus paisajes. Pero podemos encontrar muchas más, incluso a través de un juego sencillo.
Les propongo un juego de palabras. Vamos a ver lo que la provincia dice de sí misma a través de la toponimia, porque a veces Zaragoza se define a través del nombre de sus pueblos:
La provincia que ama su pasado, Zaragoza Romanos
Zaragoza Moros
La provincia enamorada del agua, Zaragoza Fuentes
Zaragoza Remolinos
La provincia refugio, Zaragoza Lobera
Zaragoza Osera
Y no sólo refugio, también es:
la casa humilde, Zaragoza Cabañas
la casa esbelta, Zaragoza Torrehermosa
la casa recia, Zaragoza Uncastillo
El territorio de los muy devotos, Zaragoza María
Zaragoza Santa Cruz
Pero también el de los radicalmente laicos, Zaragoza Atea
La provincia fresca y femenina, Zaragoza Mozota
La provincia que se deja acariciar, Zaragoza Lagata
La provincia fotogénica, Zaragoza Vistabella
La provincia soñadora y romántica, Zaragoza Luna
La provincia solidaria, la que socorre y ayuda, Zaragoza Sos
La provincia que nos allana el camino, Zaragoza Brea
La provincia que avanza, Zaragoza Rueda
La provincia que llevamos en las entrañas, en nuestro propio cuerpo, Zaragoza Codo
Zaragoza Nuez
Zaragoza La Muela
Incluso si me lo permiten, la provincia de los locutores, de quienes nos ganamos la vida hablando, Zaragoza Villalengua
Hay muchos más topónimos que sin relacionarlos con nada en concreto suenan muy bien:
Alarba, Bárboles, Arándiga
Cimballa, Moyuela, Nigüella
Almochuel, Jaulín, Talamantes
Espero que todos sigan sonando durante este siglo y que juntos, todos ellos, nos suenen a Zaragoza Abierta, Zaragoza Mestiza y Zaragoza Fraterna.
09/07/2004 18:42 Enlace permanente. sin tema No hay comentarios. Comentar.
DESDE ARTEIXO, ANTE EL MAR
Galicia de nuevo. Como cada verano. Y con Galicia el mar: Barrañán, Valcobo y Caión, sobre todo Caión, praia das Salseiras y territorio del mito. He vuelto a Arteixo y a mis mares de la niñez. En Combouzas, antes no se llamaba así, ahora hay una playa de nudismo y antes había delfines al atardecer, delfines que se acercaban a la orilla y te acariciaban fugazmente en un gesto de amistad. El largo cinturón marino de Barrañán sigue tan peligroso como antes: es atractivo y deslumbrante con su arena blanca y sus dunas. Resulta muy romántica esa playa cuando cae la noche y te asomas a una de sus terrazas: entonces, el brillo de las sardinas y del albariño se mezclan en el mar y en tus ojos, y la noche se convierte en un ámbito ideal de tertulias y de aventuras.
Arteixo cambia año tras año, pero este verano lo he encontrado como estático, con poca gente en las calles. Aburrido. Aquí soy un perfecto extranjero: alguien que se fue de aquí ayer pero que ahora es sólo un visitante ocasional o una aparición envuelta en bruma. Me siento un extranjero dichoso que regresa y que sabe que no va a quedarse. Cuando cae la noche, los bares se vacían. Aquí la especulación inmobiliaria sigue siendo incontrolable. Cuando era joven venía de Madrid, de Usera, una muchacha morena, la primera moderna que conocimos en las playas de Valcobo, Paloma Garfias, y decía siempre que “Arteixo es como una ciudad sin ley”. Más de un cuarto de siglo después, tengo la sensación de que no se equivocó. Y además, ahora, el río Brozos –que también se llama Bolaños, Caldas, Castro o Arteixo- apenas lleva agua: menos mal que está limpia, aunque ya no se ven ni truchas ni anguilas en el fondo.
Estos días se ha recordado a Pablo Neruda. Para mí también está relacionado con la adolescencia y el mar. ¡Cuánto lo admiré, qué poco me interesa ahora! Cuando era feliz e indocumentado y acababa de descubrir a García Márquez, Lois Amado Carballo, Manoel Antonio y Albert Camus cayó en mis manos un disco de “Veinte poemas de amor y una canción desesperada”, grabado por el propio Pablo Neruda. En la Universidad Laboral de A Coruña había un magnetófono portátil que te dejaban llevar a casa por una semana. Me lo llevé con ese disco y con el “Réquiem” de Mozart. Lo escuché en casa: al principio me dejó perplejo la lentitud arrastrada del poeta, que parecía emerger de ultratumba o de una catacumba de Valparaíso. De inmediato me acostumbré a ese tono, a esa hondura casi gutural, a esa añoranza que es vitalidad y enigma de amor, letanía de barcos y jardines, y logré oírlo el disco por enésima vez acompañado de una compañera de estudios, otra moderna y casi salvaje que era capaz de hablarte del mar, de los ahogados, de que solía adentrarse en el océano para orinar o de que escribía poemas sentimentales a la manera de Neruda. Luego leí “Confieso que he vivido”, unas memorias que me impactaron sobre en sus capítulos iniciales y en una peripecia insólita con Lorca (Neruda y Lorca comparten a una mujer maravillosa), aunque el libro que más me gusta del torrencial y contradictorio Neruda es “Residencia en la tierra” y la frescura de algunas odas, o sus poemas épicos. Metido ya en la pura sentimentalidad de ayer, durante años me acompañó el libro del epistolario que le dirigió a Albertina Azócar, la mujer que le inspiró “Veinte poemas de amor y una canción desesperada” y a la que he visto, ya mayor, en una foto de Isla Negra.
Leo los periódicos gallegos. Compró dos o tres o cuatro al día: “La Voz” –en la edición del sábado, el suplemento cultural estaba ilustrado por Isidro Ferrer en su portada-, “La Opinión”, “El Correo Gallego” (que se distribuye aquí con “El mundo”), “El Ideal gallego” o “A Nosa Terra”, que ofrecía en su última entrega un reportaje con un actor gallego que trabajó con Steven Spielberg, nada menos. Aquí, por ahora, mis días transcurren en la playa (en Caión ya he visto esos partidos épicos del atardecer en la arena: equipos de la Costa de la Muerte que juegan como griegos: como si se les fuese la vida en un gol decisivo), en los bosques encantados y en el nuevo paseo de Arteixo, que avanza entre los árboles y el río, y que finaliza en el legendario puente del Brozos, que de niños creíamos que era románico y marcaba un territorio casi prohibido o significaba el confín último de nuestras exploraciones.
Hoy acaban de operar a mi padre de cataratas. Las tres Cármenes de mi vida –mi madre, mi hermana, mi mujer- me dicen que es un paciente imposible. Acaba de cumplir 79 años y espero ver mejor para seguir plantando patatas. Mi madre no entiende la cocina sin patatas. Releo “Bomarzo” y me lo estoy pasando en grande con un libro menor, “La dama y el unicornio” de Tracy Chevalier porque está hablando de una trama del siglo XV en torno a los tapices y yo no puedo quitarme de la cabeza la belleza de los tapices de La Seo. He descubierto que tengo algo de aragonés nostálgico en tierra extraña…
Arteixo cambia año tras año, pero este verano lo he encontrado como estático, con poca gente en las calles. Aburrido. Aquí soy un perfecto extranjero: alguien que se fue de aquí ayer pero que ahora es sólo un visitante ocasional o una aparición envuelta en bruma. Me siento un extranjero dichoso que regresa y que sabe que no va a quedarse. Cuando cae la noche, los bares se vacían. Aquí la especulación inmobiliaria sigue siendo incontrolable. Cuando era joven venía de Madrid, de Usera, una muchacha morena, la primera moderna que conocimos en las playas de Valcobo, Paloma Garfias, y decía siempre que “Arteixo es como una ciudad sin ley”. Más de un cuarto de siglo después, tengo la sensación de que no se equivocó. Y además, ahora, el río Brozos –que también se llama Bolaños, Caldas, Castro o Arteixo- apenas lleva agua: menos mal que está limpia, aunque ya no se ven ni truchas ni anguilas en el fondo.
Estos días se ha recordado a Pablo Neruda. Para mí también está relacionado con la adolescencia y el mar. ¡Cuánto lo admiré, qué poco me interesa ahora! Cuando era feliz e indocumentado y acababa de descubrir a García Márquez, Lois Amado Carballo, Manoel Antonio y Albert Camus cayó en mis manos un disco de “Veinte poemas de amor y una canción desesperada”, grabado por el propio Pablo Neruda. En la Universidad Laboral de A Coruña había un magnetófono portátil que te dejaban llevar a casa por una semana. Me lo llevé con ese disco y con el “Réquiem” de Mozart. Lo escuché en casa: al principio me dejó perplejo la lentitud arrastrada del poeta, que parecía emerger de ultratumba o de una catacumba de Valparaíso. De inmediato me acostumbré a ese tono, a esa hondura casi gutural, a esa añoranza que es vitalidad y enigma de amor, letanía de barcos y jardines, y logré oírlo el disco por enésima vez acompañado de una compañera de estudios, otra moderna y casi salvaje que era capaz de hablarte del mar, de los ahogados, de que solía adentrarse en el océano para orinar o de que escribía poemas sentimentales a la manera de Neruda. Luego leí “Confieso que he vivido”, unas memorias que me impactaron sobre en sus capítulos iniciales y en una peripecia insólita con Lorca (Neruda y Lorca comparten a una mujer maravillosa), aunque el libro que más me gusta del torrencial y contradictorio Neruda es “Residencia en la tierra” y la frescura de algunas odas, o sus poemas épicos. Metido ya en la pura sentimentalidad de ayer, durante años me acompañó el libro del epistolario que le dirigió a Albertina Azócar, la mujer que le inspiró “Veinte poemas de amor y una canción desesperada” y a la que he visto, ya mayor, en una foto de Isla Negra.
Leo los periódicos gallegos. Compró dos o tres o cuatro al día: “La Voz” –en la edición del sábado, el suplemento cultural estaba ilustrado por Isidro Ferrer en su portada-, “La Opinión”, “El Correo Gallego” (que se distribuye aquí con “El mundo”), “El Ideal gallego” o “A Nosa Terra”, que ofrecía en su última entrega un reportaje con un actor gallego que trabajó con Steven Spielberg, nada menos. Aquí, por ahora, mis días transcurren en la playa (en Caión ya he visto esos partidos épicos del atardecer en la arena: equipos de la Costa de la Muerte que juegan como griegos: como si se les fuese la vida en un gol decisivo), en los bosques encantados y en el nuevo paseo de Arteixo, que avanza entre los árboles y el río, y que finaliza en el legendario puente del Brozos, que de niños creíamos que era románico y marcaba un territorio casi prohibido o significaba el confín último de nuestras exploraciones.
Hoy acaban de operar a mi padre de cataratas. Las tres Cármenes de mi vida –mi madre, mi hermana, mi mujer- me dicen que es un paciente imposible. Acaba de cumplir 79 años y espero ver mejor para seguir plantando patatas. Mi madre no entiende la cocina sin patatas. Releo “Bomarzo” y me lo estoy pasando en grande con un libro menor, “La dama y el unicornio” de Tracy Chevalier porque está hablando de una trama del siglo XV en torno a los tapices y yo no puedo quitarme de la cabeza la belleza de los tapices de La Seo. He descubierto que tengo algo de aragonés nostálgico en tierra extraña…
13/07/2004 20:59 Enlace permanente. sin tema Hay 7 comentarios.