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Se muestran los artículos pertenecientes a Julio de 2005.

EL TEMBLOR DE VIDA DE LOS ENFERMOS DE PARKINSON

jcolas.jpgDesde hace algunos años rechazo siempre estar en jurados de premios literarios, pero siempre hay cosas a los que no puedes negarte. Por ejemplo a participar en el concurso “Cuéntanoslo con arte” que convoca la Federación de Parkinson, certamen que este año se presentó en Zaragoza. El fallo del premio me permitió conocer a un periodista que he admirado mucho: Pablo Lizcano, un entrevistador cercano, hondo y de buenas maneras, que era capaz de seducir y de manejar el ¿o no? como nadie. Es, desde hace años, el compañero de la escritora Rosa Montero. En narrativa, me sorprendió la calidad de los trabajos de gente que apenas puede coger en algún caso el bolígrafo o aporrear con sensibilidad y buenas historias el ordenador.

Ganó el premio Rosa Araújo Pérez que padece el Parkinson en la figura de su marido, al cual le dedicó elogios y un público cántico de amor. Ella es enfermera y él médico, pero desde hace algún tiempo ya no puede ejercer. Rosa ha escrito un estupendo cuento de amor, que transcurre en una librería y en torno a un libro, al que le sobra la parte final, un poco propagandística del sufismo, pero el texto funciona. No era mi favorito, pero cuando uno está en los jurados es bonito disentir.

El segundo premio, que era el que a mí más me gustaba, lo escribió una mujer de Zaragoza, Carmen Sánchez Pastor, una señora dulce y cariñosa que tiene una modesta legión de admiradoras y de amigas que le profesa cariño. Su texto es otra historia de amor de alguien que establece relaciones más o menos imaginarias, aunque eso no lo sabe el lector, hasta las últimas páginas. El texto se llama “En busca de paz”, y esa paz es la paz del dolor y la paz del amor. Hablé con Carmen y, dentro de esa fragilidad que el destino le ha regalado por sorpresa, he visto una mujer alerta y sensible que estaba encantada con su premio y con el cariño que recibía. Y el tercer premio, el más divertido, una auténtica creación literaria repleta de humor y de ingenio, fue para el leridano Manuel García Ortega. En él la enfermedad se evidencia con auténtico dolor, casi con ostentación: en sus temblores, en la dificultad para andar, en el nerviosismo, en el pálpito de la emoción. Él cuenta la historia de un ciudadano que entrega unos papeles en hacienda, y en uno de ellos va un poema. Para recuperar ese papel deberá litigar. En Hacienda, le dicen, jamás ha ocurrido nada tan bonito, nada tan singular.

La pieza es muy convincente, parecía realismo fantástico o delirante, pero Manuel García Ortega explicó que no había tenido que inventar nada: todo le había ocurrido tal como lo contaba, lo cual abona esa vieja teoría, cada vez más unánime, que dice lo más inverosímil, el mejor escenario de sueños y delirios es la propia realidad. Había piezas curiosas que sucedían en un pueblo castellano, un cuento chino muy estilizado, una suerte de viaje iniciático a través de la selva preñado de referencias eróticas, recuerdos de la infancia, viajes en el tiempo, espléndidas descripciones casi clínicas de la enfermedad…
Manuel García Ortega me regaló y me dedicó un poemario: “Romance de Juan Vera”, una edición de autor en cuatro tiempos donde aborda los años posteriores a la Guerra Civil cuando se va formando su personalidad y su sensibilidad. Le prometí a Manuel García Ortega, andaluz jienense nacido en 1939, que iba a colocar aquí alguno de sus textos, y pongo este fragmento:

La lluvia, desde febrero,
Ha regado bien los campos,
Y el río con su vientre lleno
Es mucho más que regato.
Baja el agua en su cuenco
Mojando al fibroso cáñamo
Y mece al juncar erecto
Que crece verde y lozano.

Y este:

Dueño de moras tan finas,
De aquel sauce, de los olmos,
Del cortijo Las Encinas,
De las cañas, del rastrojo,
De cien fanegas de olivas,
Del choperal y de los chopos
Es un doctor en medicina
Al que llaman don Alfonso.

Condujo el acto la periodista Ana Aísa, suave e inteligente, invitó a hablar a los premiados, cosa que no se había hecho antes, y estuvieron presentes Miguel Gargallo, el concejal algo abatido por el conflicto de Villamayor, Carlos Guinovart, presidente de la Fundación, y Javier Colás (en la foto), representante de la empresa que patrocina el premio, la Fundación Medtronic.

El fallo de arte, en cuyo jurado formaban el sumiller y artista Jesús Solanas y el fotógrafo Julio Foster, fue para Raúl Vicente Maiorano y la niña Anna Hidalgo, de doce años, que pintó un bodegón de la mesa de su casa. Su padre, enfermo de Parkinson, no dejó de hacerle fotos con lágrimas en los ojos. Luego, hablamos un instante y me dijo: “Ella es quien mejor me entiende. En el futuro me ha dicho que quiere ser escritora y ya casi tiene acabada una novela. Se la mandaré por e-mail”.
01/07/2005 09:50 Enlace permanente. sin tema Hay 1 comentario.

"ELLAS" DE RAFAEL NAVARRO

navarro5.jpgLA CALIGRAFÍA DE LA LUZ SOBRE EL CUERPO*

Rafael Navarro es un fotógrafo que se ha hecho a sí mismo. Hubo un momento en que se percató de que el reportaje no era su camino, que palidecía de timidez ante la contundencia de la realidad, y decidió inventar una nueva: estableció una correspondencia entre lo que le palpitaba dentro, lo que le estremecía, y lo que detectaba fuera. Sometió esa realidad inventada al rigor de la belleza, a la caligrafía de la luz que en él es como un lápiz que levanta orografías, que esculpe montes, llanuras y vaguadas en cualquier objeto. En el paisaje presentido, en el cuerpo humano, en la piel vívida de una mujer tendida o desenvuelta en su hermosura.

El cuerpo femenino y su piel son una referencia permanente, es el objeto de deseo del hombre, del ojo y del objetivo. Durante treinta años, Rafael Navarro ha vuelto a él sin repetirse: se ha zambullido en la sangre invisible, en las membranas de la vida, en esa piel sacudida por el aire, por la mirada, por la desnudez rotunda, esa piel que rebosa texturas y suscita una atracción inevitable. Su grandeza entonces al elegir uno de los temas eternos de la fotografía, y de la pintura, es su punto de vista que se define por la elegancia, por la sinfonía de luz y de sombra que matiza la entrega, por la transparencia absoluta y por la composición. Rafael Navarro destaca no sólo por su técnica refinada, medida por intuición y oficio (el sistema de zonas lo lleva en el alma o en la retina, que es lo mismo), sino por la exactitud con que atrapa la beldad y, sobre todo, por la originalidad de transformar un cuerpo en un paisaje, en un río, en un latido de músculos con alma, en un temblor de misterio y sensualidad.

Ha convertido esas formas del cuerpo en una melodía de sensaciones, en un estudio y en una consumación, en una teoría combinatoria de secuencias, instantes, emociones y de imágenes para siempre que se transforman en planos y curvas, en promesas de paraíso, en amaneceres o crepúsculos que pugnan por vencer la irresistible fuerza del horizonte. Unas nalgas que asoman como erizados volcanes o un cuerpo desmayado, del que se levanta una mata de bosque en el centro del pubis, adquieren otra dimensión: la tersura de las estaciones, la tentación de la carne que es metáfora de la mirada, veneración y ascenso al placer. Muchos de estos hallazgos ya los plasmó en mediados de los 70 en “Formas” y “Evasiones”. En la primera serie rozaba la abstracción: la piel dialoga con la sombra y el encuadre es determinante. En “Evasiones” el cuerpo aparece desdibujado, borroso, como una fuerza natural en proceso de gestación y de definición. Volvió a retomar aquellas intuiciones en 1996, dos décadas después.

El paisaje es otro de sus asideros. Se manifiesta de diferentes maneras. Tal vez una de las más felices sea esa película en imágenes que tanto le atrae al fotógrafo. Como si fuese un cineasta, un pintor como Brueghel el Viejo o un compositor de piezas fugaces pero intensas, Rafael Navarro construye historias, y las arma con detalles mínimos, con leves mudanzas de plano, de actitud de los objetos (el hombre /la mujer y la exuberante naturaleza) y con toda la fuerza de la luz. Un ejemplo entre muchos es “El árbol de la libertad”: el árbol y la vida, el árbol y el desnudo, el árbol y la mujer que se acerca, observa, llega y desaparece. Y regresa tras una metamorfosis que nos ha sido vedada. Ahí retorna el artista esencial, el poeta de la contención, la paciencia del soñador secuencial: la sugerencia máxima con lo mínimo, el artista conceptual que propone mundos que están en él y en el campo, a vista de pájaro, a vista de águila que acecha.

Rafael Navarro es un artista clásico y moderno. Ha sabido armonizar sus dos o tres direcciones estéticas: la del observador de desnudos y paisajes y la del creador contemporáneo que investiga las formas y no teme a la abstracción ni a la geometría ni a la extremada delgadez del gesto. No las teme, no: las ensalza.

*Este es el texto que acaba de recibir en Milán mi tocayo Antón Castro, director del Instituto Cervantes en Milán, que prepara una exposición sobre "Ellas" de Rafael Navarro para los próximos meses.
01/07/2005 11:49 Enlace permanente. sin tema Hay 2 comentarios.

"HISTORIA DE LA BELLEZA" DE UMBERTO ECO

Millais-Opehia_small.jpgDe Umberto Eco pocas cosas pueden sorprendernos. El autor de “Obra abierta” se maneja a la perfección en casi todos los géneros: igual explica cómo se hace una tesis doctoral e imparte consejos sobre semiótica o la interpretación, que redacta sus diarios, o es capaz de escribir un libro tan sorprendente como “Kant y el ornitorrinco”. O de ensayar nuevos modelos de narrativa histórica, con huellas de novela negra, en “El nombre de la rosa” (1980) o glosando, en cierto modo, un libro tan complejo como “El Criticón” de Baltasar Gracián en “La isla del día de antes” (1994), que es un auténtico ‘tour de force’ alrededor del complejo universo del Barroco. Hace unos meses aparecía en Italia, y ahora en Lumen, un libro que se antoja muy sugestivo: “Historia de la belleza”.

Eco, en un conciso prólogo, explica que no es éste un libro de arte (ni de la música o de la literatura), sino un volumen de las “ideas que se han ido expresando sobre el arte cuando esas ideas establezcan una relación entre arte y belleza”. Agregamos que esa relación es constante a lo largo del libro, y las riquísimas ilustraciones ratifican esa presencia y la evolución misma del sustantivo belleza, término que se usaba para definir la cualidad de algo que nos gusta. Eco, recuerda de partida, que en distintas época lo Bueno y lo Bello han sido perfectos sinónimos. Añade algunas consideraciones de interés: la modernidad ha subestimado la belleza de la naturaleza, algo que elogiaron y buscaron etapas anteriores; y que una de las funciones del arte ha sido a lo largo de la historia “hacer bien las cosas”. Precisa que este libro nace del principio de que “la belleza nunca ha sido algo absoluto e inmutable, sino que ha ido adoptando distintos rostros según la época histórica y el país”. Eco incluye otro concepto básico: la mirada subjetiva.

A partir de ahí empieza su travesía por la cultura occidental, que arranca de los griegos y de su concepto de la representación de lo bello asociado al canon, con dos citas claves. Hesíodo decía que “El que es bello es amado, el que no es bello no es amado”, y el oráculo de Delfos respondía: “Lo más justo es lo más bello”. Y en aras de otra característica muy determinante como la proporción –tan cantada por Platón-, añadía el oráculo: “Respeta el límite”, “Odia la insolencia”, o “De nada demasiado”. La belleza era, ya en Grecia, un antídoto contra los malos pensamientos o la idea del crimen. Eco, evocando los mundos de Homero, recuerda que Menelao, traicionado por la mujer más bella de la tierra, iba a matar a su esposa Helena de Troya, pero se detuvo al ver su hermoso y opulento seno.

El ciego Homero, como luego sus descendientes de la Grecia clásica, ya poseía una comprensión consciente de la belleza. Aquí Eco resume e introduce, sesgadamente, la individualidad de los objetos, asociada a la sensualidad y a la potencia de la música: “El objeto bello lo es virtud de su forma, que satisface los sentidos, especialmente la vista y el oído”, aunque en el ser humano existen otros atributos cautivadores y acaso invisibles como “las cualidades del alma y del carácter”. Los presocráticos como Heráclito matizan: “La belleza armónica del mundo se manifiesta como desorden casual”. Con este cañamazo, parece que ya queda señalado que “La Belleza es proporción y armonía”, ideal de los griegos que llegará con rotundidad hasta la Edad Media.

Umberto Eco, en su travesía por el universo de las ideas, recuerda el triángulo como símbolo de la igualdad perfecta, que pasará de Pitágoras a Miguel Buonarotti y a la proporción arquitectónica; aborda la importancia de los números y las matemáticas (para un personaje como Durero, las proporciones del cuerpo están basadas en modelos matemáticos rigurosos), y precisa el nuevo concepto de armonía como “equilibrio de contrastes”. Explica el escritor trasalpino que, casi paradójicamente, la representación en la larga y oscura Edad Media está pautada por la luz, una luz que brota del interior de los objetos, que ocultan una manantial de claridad, de ahí que se acuñen términos como Dios como luz, Belleza de fuego. Y Santo Tomás de Aquino alienta la idea de “el color como causa de belleza”.

Propia de la Edad Media es la belleza de los monstruos, representada ampliamente por El Bosco, Brueghel, Limbourg, Giovanni da Modena o el mismo Paolo Uccello. En ese momento, abundan los “bestiarios moralizados”; San Agustín aparece para esclarecer una contradicción aparente: “Los monstruos también son criaturas divinas; nacen por voluntad divina”. Y como consecuencia se llega a creer que “lo feo es necesario para la belleza”. Existe una criatura recurrente a lo largo de los siglos en la evolución de la belleza: la mujer, que pasa por distintas representaciones: la dama angelical (Botticelli), la dama sensual medieval, la dama huidiza, la dama de belleza supersensible, la Venus, que adopta una paulatina mutación. Aquí se ponen ejemplos muy diferentes en el arte: la mujer de belleza práctica de Vermeer, la mujer de belleza enigmática de Leonardo, la mujer de belleza huidiza o que se oculta de Velázquez, la mujer gracia o de belleza más inquieta, que encontramos en Durero y en los románticos… En el Barroco asistimos a una hermosura “que está más allá del bien y del mal, que puede expresar lo bello a través de lo feo, lo verdadero a través de lo falso, la vida a través de la muerte”, y recordamos aquí que la muerte es una obsesión barroca, y también será luego una obsesión simbolista.

Con la Ilustración, y en concreto con el Clasicismo, se establece una ecuación entre la moral y la beldad. Y paulatinamente irán apareciendo otros conceptos como la ambivalencia, lo sublime, la religión de la belleza o la aparición de un éxtasis sin Dios. El recorrido es realmente minucioso, y acaba con asuntos muy contemporáneos o vanguardistas: los nuevos objetos, la pasión por las máquinas, cantadas por los poetas; recuerda Eco que el gusto por las máquinas es una idea reciente. Y no puede olvidarse de una sentencia de Marinetti que ha hecho fortuna: “Un coche de carreras es más bello que la ‘Niké’ de Samotracia”. Y de ahí pasamos a la belleza de la provocación, a la revalorización de la materia y la vindicación de los “mass media” como una nueva forma de belleza, que Eco ilustra con la fotografía, con el cine, con Andy Warhol.

“Historia de la belleza” es un libro estupendo y ameno, con un aparato gráfico increíble, de excelentes reproducciones, y una inclinación a la amenidad constante, sin menoscabo del rigor.
02/07/2005 02:56 Enlace permanente. sin tema Hay 5 comentarios.

SEVERINO PALLARUELO, PREMIO TRUCO-2005

joseunhombre.jpgEL AGRIMENSOR DE LAS ESTACIONES

Severino Pallaruelo (Puyarruego, Huesca, 1954) siempre nos sorprende. Siempre hemos admirado su pasión de naturalista, su cariño hacia el territorio y esa pulsión inmediata de hollarlo hasta sus últimas esquinas. En cualquier paraje desabrido, en un ibón casi inaccesible o en un vergel oculto, envuelto en el misterio, allí ha estado Severino Pallaruelo con sus cuadernos de notas, con su cámara fotográfica y sus lápices de colores, o sencillamente con un carboncillo. Su encomienda parece inequívoca: andar la tierra. Abrazar la flora y la fauna. Escuchar la melodía del viento y el silbo de las estaciones. Demorarse un instante, en un plantío, en un monte abajo o en los elevados apriscos para escuchar al campesino, al buhonero si aún quedasen o al pastor. Los pastores son un poco como sus hermanos del alma, sus cómplices en la morosa observación de la naturaleza: sitiados entre sus cabras y sus ovejas, resguardados por los canes, están ahí, al acecho, divisando la negritud de las nubes, el peine de los vientos, la hondura de las vaguadas. Pintan el paisaje en sus ojos: lo retienen, lo interiorizan y se sienten poseídos como los místicos. Como el propio Severino.

Recordamos aún el hechizo que nos produjo la aparición de su libro “Pastores del Pirineo” hacia 1987. Nos encantó la edición y el trabajo, bendecido por un golpe de azar: el estudioso encontró un manuscrito que narraba la historia real de un pastor con todos sus datos y su leyenda. El volumen traía otro agasajo esencial: reproducía una extensa porción de las fotos de pastores del farmacéutico oscense Ricardo Compairé, otro peregrino de la luz y la imagen en las montañas. Allí estaban los rabadanes con sus pellizas, haciendo instrumentos de música, de tertulia en las cumbres o siguiendo los caprichos de la manada. El imponente celaje paseaba idílicas nubes sobre sus cabezas.

No era aquel el primer libro de Pallaruelo. Ya había publicado la monografía de “Las navatas”, que en el fondo era un homenaje a su padre y a sus compañeros que se habían dejado media vida en la industria de las almadías, entre las aguas heladas y los troncos peregrinos, “Viaje a los Pirineos misteriosos”, compuesto con su propia caligrafía; aparecía “Pirineos, tristes montes”, un libro de relatos que tenía un claro débito con sus trabajos de campo y con las mil y un historias que le habían contado. Allí estaban las tragedias y las soledades de moradores sin demasiada fortuna: amores desgraciados, éxodos, traiciones y la dureza insoportable de una existencia a tumbos y sin fortuna del Altoaragón más sombrío, pródigo en supersticiones, en fantasmas y apariciones. Luego fue editando otros textos: sus guías de las Pirineos, sus cuadernos de la naturaleza (en Severino hay un poeta extasiado ante el paisaje: le extrae palabras, sensaciones, arrebatos de inspiración y recogimiento), sus monografías de “Los Bardaxí” de Graus, una saga familiar que se merecía más reconocimiento y eco no sólo en Aragón sino en toda España.

En Prames, con impresionante maquetación y diseño de Fernando Lasheras, Severino Pallaruelo publicaba uno de esos libros irrepetibles como es “José, un hombre de los Pirineos”, el relato pormenorizado de un pastor de La Mula: la vida cotidiana, sus hábitos, su conocimiento de la tierra, su identificación con las montañas y sus pastos, su fulgurante intuición ante el enigma. Severino, como un documentalista ejemplar, armado de cámara y de bolígrafo, registró minuciosamente sus experiencias. Recordaremos que sus fotos son realmente soberbias, casi todas en blanco y negro, son las estampas del matiz, las instantáneas de lo inadvertido, de lo intrascendente en apariencia pero en el fondo esencial, son las fotos del lugar de un hombre. José es un ilustrado a fuerza de convivir con la naturaleza, a fuerza de observación y pensamiento. Y Severino muestra una humildad, una curiosidad, un afán de entendimiento que constituyen su estética de etnógrafo, viajero y naturalista. Es el erudito estremecido por el hombre del pueblo, anónimo y sabio.

También ha publicado “Comunidad de Calatayud” (donde participan levemente otros autores), que no parecía ser su terruño predilecto. El resultado, como siempre, es honesto. Igual que su monumental “Guía de Aragón” con más de 500 páginas y 3000 fotos y acuarelas, de nuevo en Prames. Pallaruelo ha levantado planos, ha pintado paisajes, ha trazado caminos y ríos como si fuese un agrimensor que lleva al papel el país portátil que ha arrebatado a la realidad. Ha visto todo lo que cuenta, ha escrito casi todo lo que ve. Es el andarín de la tierra, el peregrino en su patria, el poeta que deambula y atrapa, en su vagar, las imborrables sensaciones de este pequeño solar de contrastes.

Severino Pallaruelo, autor de un espléndido estudio de “Los molinos de Aragón”, acaba de recibir el Premio Truco 2005 que concede el Festival de Música y Cultura Pirenaicas (PRI). Antes lo habían recibido La Ronda de Boltaña, Artur Blasco y Montxor Armendáriz. Este se nos antoja un galardón tan merecido o más.
02/07/2005 18:01 Enlace permanente. sin tema Hay 4 comentarios.

NOTAS DE PRENSA DE UN DOMINGO

bailey_marianne.jpg1. Los domingos es un día de periódico. Desayuno con “El Dominical” de “El Periódico de Aragón” y leo en su sección “Artículos de ocasión”, “Sólo los ángeles tienen alas” de David Trueba, que está a punto de iniciar el rodaje de su cuarta película. Me encanta y me perturba la historia de José Maroto, de 42 años, “piloto del servicio de extinción de incendios, murió al estrellarse su avioneta a unos 300 metros de la pista de aterrizaje de su base en el municipio orensano”. Cuenta David que siguió esa noticia, aparecida en un breve de Efe, pero que fue engullida luego por las elecciones gallegas. Y supone que en la historia de ese hombre, y en la de otro muerto hace poco, hay una novela extraordinaria, la novela del hombre que “aquel día sólo cometió un pecado: hacer su trabajo”

Al leer este texto pensé en el famoso poema de W.B. Yeats, acerca del aviador que prevé su muerte, titulo de un libro de Justo Navarro, autor también de otro texto muy sugestivo: “El alma del controlador aéreo”. Y pensé en otro libro, “Incendios” de Richard Ford, donde narra una extraña pasión amorosa que llega a su fin y un sinfín de incendios en distintos lugares. Sobre mi mesilla de noche, he colocado un marcápaginas en otro libro de Ford: “Un trozo de mi corazón”.

2. En “La Vanguardia” leo una entrevista de Esteban Linés a la cantante, actriz y mito de los 60 y 70 Marianne Faithfull, autora de uno de los libros de memorias más descarnados y sinceros que he leído en el mundo de la música. Faithfull, que intenta reconstruir su vida desde su voz oscura, dice que la lección que ha extraído de sus 58 años es “que no es nada fácil envejecer cuando alguien ha sido muy guapa, ha sido el centro de su mundo, ha sido halagada. (…) Pero la música es como una droga, sin ella en más de una ocasión me hubiese suicidado; ha sido mi válvula de escape y mi mejor psiquiatra”.

3. También en “La Vanguardia” leo “La terraza” de Joan de Sagarra a propósito del manifiesto de los intelectuales catalanes. Es en términos generales cariñoso y comprensivo respecto a los firmantes –Carlos y Eugenio Trías, Félix de Azúa o Arcadi Espada-, pero especialmente inmisericorde con Alberto Boadella (al que no cita; “el tipo en cuestión me produce una fuerte urticaria y el médico me tiene prohibido acercarme a él”-, que abrió los archivos de su compañía “y los puso a disposición de un individuo para que éste escribiese (sin contrastar ningún dato ni entrevistas a los protagonistas) un libro en que además de ensalzar su persona se cebase ‘con los amigos del artista’ que habían intentado acabar con él. La cabeza visible de esos ‘enemigos’ resultó ser que era yo”. Ahora, sigue narrando Sagarra, ese hombre ha escrito un demoledor artículo contra los firmantes del manifiesto –habla de “exterminación”, de falta de “cojones” y de “tiro de gracia”- y ha sido objeto de una querella criminal. Algunos sospechan que es un recurso publicitario de Albert Boadella para “armar un poco de jaleo”. “Confío en que no sea así”, anota Sagarra.
03/07/2005 13:30 Enlace permanente. sin tema Hay 1 comentario.

ROGER FEDERER Y "EL ESTADIO DE WIMBLEDON"

federer.jpgRoger Federer gana por tercera vez en Wimbledon. Lo hizo en 2003 ante el gigantón Mark Philipoussis, lo hizo el pasado año ante su rival de éste, Andy Roddick, y ha repetido en 2005 en su mejor partido del torneo con un juego increíble. Roddick había mejorado mucho su estrategia en la red (no lo suficiente: algunas de sus voleas son casi inocuas, al menos ante el suizo; quizá debiera recibir lecciones de John McEnroe), perfeccionó su saque, pero no hubo nada que hacer. Bromeó al final, tras decir que “este hombre es el mejor del mundo”, que quizá le gane algún día o que a lo mejor tendrá que darle un puñetazo. Federer deslumbró en la pista central con su mejor tenis del torneo y mostró que lo hace todo bien. Posee un saque perfecto, anguloso cuando lo necesita, fortísimo casi siempre; volea de manera magistral, toma la distancia justa y dispone de un revés maravilloso, ejecuta el passing shot como nadie.

Federer juega con una naturalidad y una concentración pasmosa. Lo hace todo con tanta facilidad que casi resulta frío, no tanto como el mecánico y extraordinario Pete Sampras (que posee siete títulos, igual que el casi remoto William Renshaw; Borg ganó cinco consecutivos; nada que ver con los nueve individuales de Martina Navratilova), al que podría igualar. Por ahora, con su elegancia, su concentración, su versatilidad, su mágica combinación de precisión, contundencia y exquisitez, y su fortaleza mental, ya se colocado en el club de los tres junto a ganadores como McEnroe, Boris Becker, Rod Laver, John Newcombe, Wilfred Baddeley,Chris Evert, Venus Williams o la brasileña María Esther Bueno, entre otros.

Viéndolo jugar hoy casi resulta imposible explicarse cómo le pudo ganar en semifinales de Roland Garros, Rafael Nadal. La hierba invita a reflexionar de nuevo porque existe tanta diferencia entre esta superficie y la tierra batida o la superficie rápida. Borg ganó en esta superficie con un vertiginoso juego desde el fondo, pero Lendl, número indiscutible durante algunos años, jamás pudo ganar: perdió al menos dos veces, antes el australiano Pat Cash y un jovencísimo Boris Becker. Los españoles, salvo Santana en 1966 y Conchita en 1994, parecen de otro mundo, aunque Arancha Sánchez Vicario llegase a dos finales que perdió con Steffi Graf.

Existe, por cierto, una novela que se titula “El estado de Wimbledon”, del escritor italiano Daniele del Giudice que tradujo en España Ignacio Martínez de Pisón para Anagrama. El libro es una investigación, entre real e imaginaria, sobre la vida y la obra de Roberto Bazlen, un intelectual y editor italiano del cual “el mundillo literario esperó hasta su muerte que escribiera una obra maestra que resumiera su vasta cultura y su olfato infalible. Nunca lo hizo”, porque la novela que dejó, “El capitán de altura”, no merece el epíteto de genial aunque sea interesante. Bazlen era demasiado inteligente y reflexivo para contar bien: prefería el subtexto, la reflexión, las ideas, la crítica, era un suministrador de vida y felicidad. La novela de Del Giudice ha sido llevada al cine por el actor y realizador francés Mathiu Amalric, colaborador de Louis Malle y Peter Handke, entre otros. No la he visto todavía.

P.D. Tengo algunos amigos fanáticos de Fernando Alonso. No digo nada porque no he seguido la carrera, sé que ha ganado y que cada vez el Mundial se le pone mejor. Me alegro por sus seguidores, y especialmente por Iván Torres, que se habrá cruzado como cien sms con sus amigos, y por su padre Javier Torres. En otra época de mi vida, he seguido con mucho entusiasmo la Fórmula 1, desde Graham Hill, Jackie Stewart, Jackie Ickx, Niki Laura, James Hunt, Gilles Villeneuve, Emerson Fittipaldi, Nelson Piquet, el catedrático Alain Prost... Cuando era adolescente dibujaba coches de Fórmula 1 en el campo de fútbol, "Campo dos bosques", donde entrenaba el Penouqueira, del cual era limpiabotas y masajista, y el Deportivo de A Coruña, y yo tenía un cuaderno de dibujo de papel duro; mi primer trabajo ha sido el de delineante: allí descubrí a una preciosa chica que se llamaba Elisa, Lisi para todos, y a Joan Manuel Serrat. Ahora los únicos bólidos que de verdad me gustan son los que hace Mariano Gistaín, que es un formidable inventor de coches en forma de recortable o alambre...
03/07/2005 18:55 Enlace permanente. sin tema Hay 4 comentarios.

ENTREVISTA CON JOAN MANUEL SERRAT

serrat.jpgSERRAT OFRECE UN CONCIERTO MAÑANA EN VERUELA:"SERRAT 100 X 100"

-Me gustaría que nos recordase sus raíces aragonesas...
-Mi madre era de Belchite. Mi abuelo era secretario del juzgado y lo mataron durante la Guerra Civil. Bueno, lo mataron las tropas nacionales a él, a mi abuela y a 30 familiares más. Recuerdo perfectamente el primer día que fui a Belchite, con cinco o seis años, de la mano de mi madre. Me llevó en el tren de Utrillas en cuanto se atrevió a superar aquel recuerdo tan desgarrador. Fuimos andando desde la estación al pueblo viejo y me veo cruzándolo. Había una iglesia derruida y un par de calles más. Recuerdo la acequia y el trayecto que había desde el pueblo a la tahona, adonde iba por el pan.

-También vivió algún tiempo en Delicias...
-Sí, pasé algunos veranos alternando las Delicias con Belchite. Tomábamos el autobús en el Coso y nos íbamos a Belchite, y recuerdo la carretera de Mediana. Cada vez que voy por ahí de bolos siempre recuerdo aquellos viajes por aquellas carreteras secundarias y por aquel paisaje que condicionó mi manera de sentir y que ha pasado a algunas de mis canciones.

-¿Tan decisivo ha sido el paisaje para usted?
-Desde luego. Es el decorado de la vida y una forma de ver el mundo. Una de las viñetas que más me impresionó es una de Schulz, el de Snoopy y Charlie Brown. Snoopy dice: “Me voy a dar una vuelta al barrio donde nací”. Regresa al cabo de un instante, Charlie Brown lo ve nostálgico y le pregunta por qué está triste. Snoopy, subido a su caseta, dice: “Han construido un parking sobre mi niñez”. Algo así me ha ocurrido.

-Usted también ha vivido en Jaca.
-Allí hice el servicio militar. Estaba en la Escuela de Montaña. Tengo muy buenos recuerdos: solicité yo ese destino en el Centro Biológico Experimental, como becario del CSIC. Quería aprovechar el tiempo y allí coincidí con un puñado de compañeros maravillosos.

-¿Qué recuerda en concreto de aquella estancia?
-Jaca era una ciudad muy bella. Tengo maravillosos recuerdos de las mujeres, en términos de sensibilidad, sensualidad, ternura, sexo, alegría. La mujer, desde entonces, ha sido decisiva en mi vida. Aquel fue un periodo estupendo que representó la convivencia de un grupo de jóvenes recién salidos de la Universidad que trabajando, con muchas ilusiones, en un magnífico proyecto de investigación.

-¿Qué ocurrió para que dejase sus estudios y una profesión concreta por la canción?
-Para mí eso de la profesión es algo secundario. Lo básico es sentirse persona, y opté por algo que me emocionaba mucho, que me gustaba con locura.

-Si mira hacia atrás, hacia 1965 cuando publicó su primer disco, ¿ha sido su carrera como la había soñado?
-Jamás había soñado esta carrera ni esta trayectoria, ni en el mejor de los sueños.

-En 2003 publicaba “Versos en la boca”, el disco que presenta mañana en el Auditorio. Le he leído: “Es un disco parido con dolor y con amor”.
-Bueno, no hay que exagerar. Lo he concebido, sí, con mucho amor, con entusiasmo, con esfuerzo. Uno debe aplicarse mucho en su trabajo por un mínimo de respeto al público. Si no te gustas a ti mismo en primer lugar no puedes gustarle al público. Yo siempre trabajo en la misma dirección: busco algo que interese y que conmueva, y este oficio me ha dado grandes satisfacciones, lo cual no quiere decir que no dude o que no sufra. Pero no soy nada partidario de las exageraciones dramáticas. Yo no soy un pescador en el Gran Sol, ni un minero que extirpa hulla, ni un albañil en el andamio. Ésas sí son profesiones duras. Hago lo que me gusta hacer, aunque tampoco es ninguna bicoca. Me empleo con el debido respeto...

-Algunos críticos han dicho que “Versos en la boca” es un disco muy sincero...
-No sé si es un disco que nace exactamente de la sinceridad, creo que sí de la inteligencia y de la sensibilidad.

-¿Acepta que es un disco monotemático, con el amor como sustento esencial?
-Yo no lo definiría así. Es un disco que se define por las canciones, una a una. Es cierto que hurga en el mundo de las pasiones y que hay canciones muy apasionadas, pero también hay otro tipo de inspiración. Pienso en la canción “África”: debemos mirarnos en el espejo de nuestras miserias. La situación de África es, en gran parte, el resultado del maltrato del primer mundo, de la sociedad del bienestar, del imperialismo.

-Volvamos al amor. Reflexiona mucho sobre los celos...
-Sí, claro, y del triunfo del azar sobre el destino, y de la locura de amar, que está muy cerca de la cordura.

-Se nota que se ha esforzado mucho en la construcción de las metáforas eróticas o amatorias.
-Sí he buscado en las metáforas de la pasión. He intentado que tuviesen variedad. He sometido estos sentimientos y sensaciones a un proceso de escritura. Trato de pelearme con las palabras y someter un poco el discurso impulsivo, he querido contener un poco esa facilidad inmediata de decir las cosas.

-Canta una canción de Eduardo Galeano, “La mala racha”.
-Ya habíamos colaborado antes en “Secreta mujer”. Es un escritor que me gusta mucho, y en esta ocasión elegimos uno de mis libros favoritos del escritor uruguayo: “El libro de los abrazos”.

-También colabora con un poeta joven como Luis García Montero en “Señor de la noche”...
-Es curioso lo que me ha ocurrido con esa canción. Cada día me gusta más y percibo que le gusta más al público. Va ganando día a día, la veo más hermosa.

-¿Qué busca en estas colaboraciones?
-Busco conmoverme, emocionarme. La poesía es conmoción, pero no sólo escrita, sino en todos los órdenes de la vida: en la pintura, en la amistad, en cualquier cosa.
-En “Versos en la boca” vuelve a colaborar con Ricardo Miralles y le ha salido un disco más íntimo, más acústico.
-¿Más íntimo, usted cree?

-Me lo parece, pero los críticos insisten mucho en ello.
-Cada uno tiene su punto de vista. Pero yo no me propongo jamás hacer un disco intimista, de compromiso o claramente social. Surgen así. Invento historias que me interesan y pueden estremecer, pero a veces las cosas funcionan de otro modo. A veces, una canción que a ti te ha parecido especialmente lírica o intimista se convierte en un himno o al revés.

-Por cierto, ¿qué le pasó por la cabeza cuando Joaquín Sabina le dedicó aquella canción a su primo “El Nano”?
-Me gustó, me gustó muchísimo. He nacido para que me quieran y he manifestado abiertamente mis querencias, pero no todo el mundo te quiere. Es imposible tener amigos de verdad sin tener también tus detractores o enemigos.

-Lo que si parece claro en “Versos en la boca” es que la mujer es uno de los misterios que más le fascinan, ¿no?
-Sin duda. No entendería la vida sin el sexo distinto, que es el que yo he elegido. A mí me encanta la mujer por muchas cosas: la mujer como complemento, como deseo, por su generosidad, como madre. Las admiro y las quiero. Me importa y lamento no poder sentir jamás ese hecho tan hermoso de la maternidad.
04/07/2005 12:18 Enlace permanente. sin tema Hay 3 comentarios.

MANUEL VILAS, PREMIO GIL DE BIEDMA

ENTREVISTA CON MANUEL VILAS (BARBASTRO, 1962) ACERCA
DE "RESURRECCIÓN", PREMIO GIL GIL DE BIEDMA DE POESÍA

-Que sorpresa tan agradable: parecía resucitar el poeta, suplantado durante algún tiempo por el narrador. Llevaba usted cinco años sin publicar poesía.
-He trabajado en “Resurrección” durante cinco años, mientras redactaba los libros de narrativa “Zeta” (2002) y “Magia” (2004, DVD). Éste era un libro que se me resistía.

-¿Por qué?
-Primero porque tras “El cielo” me quedé como exhausto y quise esperar, con paciencia, a que viniese la poesía de nuevo. No es que se hubiese ido exactamente, sino que a medida que te haces mayor parece que cuesta más escribir. Tras esta experiencia, me resulta fácil entender por qué José Hierro estuvo treinta años sin escribir poesía. Además, yo quería superar “El cielo”, no quería repetirme, y eso es lo que me ha costado.

-¿Qué es “Resurrección”?
-Es un poemario de exaltación de la vida, arrollador, apasionado, donde muestro mi pasión por todo: por las mujeres, las ciudades, los coches, los aviones, las carreteras, las autopista, incluso los McDonalds. Este libro es una vindicación del mundo material de nuestro alrededor. Es un libro muy exaltado, insisto, del sí a la vida y de un sí también a los desfavorecidos, a la gente que viene del Este, de Latinoamérica o de África, a toda esa emigración que viene a quedarse con nosotros.

-Se ha dicho, en la nota del jurado del premio Gil de Biedma, que tiene huellas de Walt Whitman.
-Desde luego, y eso se percibe, por ejemplo, en un largo poema en ocho cantos dedicado a Nueva York. Yo había leído de joven a Whitman, pero fue hace tres años cuando me interesó su propuesta. Me ocurre con el mundo como le pasó a él: pienso que hay que exaltarlo, cantarlo y glorificarlo.

-Usted era más bien pesimista en sus libros anteriores, incluso en “El cielo” había una porción importante de dolorosa soledad, ¿ha cambiado su visión tan drásticamente?
-Desde luego. Aquí ofrezco una visión positiva. Mi etapa negativa o pesimista, si quiere lúgubre, quizá se haya prolongado demasiado, pero ahora he desembocado en una etapa de afirmación y de gozo.

-Explíquenos la estructura de “Resurrección”.
-Se trata de un libro largo dividido en siete secciones. Hablo mucho de ciudades: de Nueva York, como le digo, pero también de Portugal, en concreto de Oporto y Coimbra, de Londres y de Zaragoza, que tiene el mismo tratamiento e importancia que Nueva York o Londres. Y lo hago en verso libre y en poemas en prosa. He descubierto que el verso libre es muy difícil porque exige una estructura musical muy complicada. Yo he buscado aquí, en la medida de mis posibilidades, la perfección.

-Algún miembro del jurado subrayó que se trataba de una obra “antilírica”. ¿Qué le parece esa opinión?
-Lo dijo Cristina Peri Rossi. Yo creo que se refiere a que es un libro que no atiende a lo que se ha considerado lirismo tradicionalmente, ni es idealista ni de la abstracción poética. Me ha preocupado mucho el lenguaje: he querido que no fuera un lenguaje tradicional. He intentado escribir poesía escuchando la realidad para alejarme de lo ya visto, de lo ya escrito. Quería dar un paso más. Me ha preocupado mucho la representación del momento histórico…

-Ahí vuelve a conectar con “Hojas de hierba” de Walt Whitman y con el Lorca de “Poeta en Nueva York”, dos claras representaciones del momento histórico.
-Yo busco nuevos espacios en la ciudad. Y eso ya le sucedió a Baudelaire. Mientras los demás hablaban del paisaje o del mar, él vio otro mundo. A mí me obsesiona mucho inspeccionar nuevas regiones para la poesía.

-¿Qué significa para usted haber ganado el premio Gil de Biedma?
-Me encanta. “Pandémica y celeste” de Jaime Gil de Biedma es uno de los grandes poemas de amor del siglo XX y uno de mis favoritos. De él me interesa mucho la pasión la claridad, la representación exacta de los sentimientos, su enorme inteligencia y su facilidad para decir la verdad en cuatro palabras. El galardón me produce una gran satisfacción por el nombre del poeta, que marcó mi aprendizaje, y por el prestigio del premio, que además se publicará en otoño en Visor, en una editorial mítica.

-¿Establece usted diferencias entre escribir prosa y poesía?
-No es fácil contestarle a eso. La prosa es más analítica, puedes articular un discurso más reflexivo y a la vez más narrativo. Y la poesía es canto, exaltación, música.

-¿Ya sabe por qué escribe?
-Intento escribir todos los días, aunque sólo sea una carta. Me falta mucha disciplina, tiendo a vaguear, pero creo que ahora, tras mucha búsqueda, tras muchas tentativas, puedo responderle: escribo por amor a la vida. Y tengo la certeza de que la gran literatura es canto a la vida siempre.
04/07/2005 20:23 Enlace permanente. sin tema Hay 3 comentarios.

ADIÓS AL ENAMORADO DE ZARAGOZA: GERARDO VALLÉS

zaragoza.jpgLos escritores menores a veces también tenemos nuestro público. A veces, de la nada, surge alguien que te saluda y confiesa que sigue tus libros, tus artículos de prensa. Y acabas descubriendo que esa persona de la que sabes poco es como tu ángel tutelar. Cuando estás aborrecido, te sientas fracasado o un inútil, cuando percibes que tus textos salen más bien mediocres, de repente aparece él para darte ánimos. Y lo hace como mejor sabe: diciendo en recepción que sólo quería saludarte un instante, sugiriéndote un artículo sobre los nuevos tilos de la ciudad o contándote la increíble historia de la ballena que fue exhibida en Zaragoza. Hace algunos años, el jefe de talleres Florencio Nogués, que seguía jugando al fútbol de central rebasado los 50 años, me dijo que sin yo saberlo tenía un amigo, deportista también y observador de la vida, zaragozano acérrimo y curioso infinito, que seguía todo cuanto yo escribía y que lo mejor que podía hacerle era tomar un café con él. Acudía a todas mis presentaciones, me corregía con dulzura, me daba ideas, y lo hacía siempre con tal educación, con tal cariño, que Gerardo Vallés era casi como mi protector inadvertido, un talismán contra el abatimiento, ese lector al que jamás habrías querido decepcionar.

Nunca supe demasiado de él. Sí sabía que tenía muchos libros, que coleccionaba folletos, que tenía una hermana (en realidad, según me dijo Florencio Nogués, era su prima heremana) y que amaba Zaragoza hasta la médula. Le gustaban las pequeñas cosas de la ciudad, las calles con sus nombres y sus incidencias, las efemérides, los personajes que la habían habitado, la música, el teatro, el deporte. Todo le entusiasmaba y la suya era una sabiduría nada ostentosa, labrada día a día, minuto a minuto, en los periódicos, en las tertulias, en la televisión o en la radio. Recuerdo que un día, tras haber escuchado algunas canciones de Schubert, vino a verme, entraba como de puntillas, y me traía varios libros sobre los árboles de Zaragoza. “Creo que tendrías que escribir un artículo sobre la historia de los tilos, que es el nuevo hermano del Paseo”. Y cuando publiqué aquel texto –recibí muchas cartas de gente que me decía que en la ciudad había muchos más tilos de los que yo presumía-, él fue el primero en llamarme.

He recibido muchos gestos de cariño de Gerardo Vallés. Incluso discutía a menudo con Florencio Nogués, que siempre es más duro conmigo, sobre todo porque es un atentísimo lector de prensa. El otro día, con esa sinceridad para la que me ha preparado a lo largo de los años, me dijo: “He leído tu último libro, pero tiene demasiados nombres. Me ha gustado mucho más el libro del Mena, que tiene dos piezas maravillosas: la historia del ferrocarril y lo que dice de su hijo. Es estremecedor. Tú, en cambio, cada día escribes peor, mucho peor”. No tenía argumentos para contradecirlo.. Gerardo Vallés fue la primera persona que se dio cuenta de que el jefe de talleres del que hablo en “Una conversación imposible con Cela” era él. Se lo dijo a bocajarro. “Ese tan bruto del que habla ahí tienes que ser tú, Florencio”. Y Florencio, que es adorable a pesar de su rudeza, de esa falsa brutalidad que tanto le gusta usar, le dijo: “Es cierto. Yo le dije eso el día que fue incapaz de llenar tres páginas con una entrevista a Cela. Le pregunté: ´¿No cree que debería usted dedicarse a otra cosa?’”.

Gerardo Vallés se quedó huérfano de madre pronto. Trabajó durante muchos años en Deportes Muñoz y era un asiduo del Stadium. Jamás se quedaba a comer con sus amigos. Siempre volvía a casa después de hacer su ejercicio, pero el pasado viernes se quedó a comer. Y esa misma noche, hacia las tres de la mañana, falleció de un infarto. Tenía 69 años. Se fue con la discreción que había usado en la vida. Lo vi hace dos o tres semanas en “Heraldo”: vino a saludarme, no quería nada. Sólo verme. Y me preguntaba por mis hijos, y me contaba cosas que había descubierto: la casa de un escritor, la demolición de la casa del poeta, el libro de Marín Bagüés de García Guatas, un artículo sobre Cavia que lo había impresionado. Se fue y volvió al cabo de quince minutos con “El sembrador de prodigios” en la mano. Me dijo: “Al final he podido comprarlo. Con éste ya son por lo menos quince o dieciséis los libros tuyos que tengo”.

Ayer me llamó Florencio Nogués para decírmelo. Para decirme que mi amigo Gerardo Vallés, aquel lector constante, aquel sabio de Zaragoza y alrededores, acababa de fallecer. Cierro un instante los ojos y oigo la voz ligeramente aflautada que me dice: “Mi cuadro favorito de Marín Bagüés es el de la jota. ¿Sabes que yo lo conocí? Lo vi una vez en la plaza de Los Sitios cuando yo era poco más que un chaval. Jamás lo podré olvidar”.

Igual me va a pasar a mí con Gerardo Vallés, aquel caballero de letras que aparecía a cualquier hora para darte ánimos y para preguntarte: “¿Cómo puede un gallego querer tanto a esta tierra?”. Tampoco lo voy a olvidar fácilmente.

P.D. Gerardo, si fueses capaz de leer el ordenador desde el más allá, sabe que la música de fondo, mientras te recuerdo, es la de “Os amores libres” de Carlos Núñez. Un día me pediste en la calle Canfranc o Bilbao que te cantase aquello de: “A muller que é caladiña,// e non di mal de ninguén// canto más baixiña mira, // cantos máis amores ten”.
05/07/2005 00:43 Enlace permanente. sin tema Hay 6 comentarios.

MANUEL TORRES, EL EXPRESO DE LA BANDA

Al mediodía, por la calle Cádiz, suele pasear un hombre enjuto, simpático, con cara de pícaro sin malicia cuando se ríe. A mediados de los años 50, casi tan flaco como ahora, y veloz como la centella, era conocido como “El expreso de la banda”. Manuel Torres fue casi un precursor: antes de que en el fútbol se pusiesen de moda los laterales que se afanan en buscar el campo contrario y la última línea, Torres corría como un gamo, esperaba el balón del medio Villegas y allá se iba, flecha en el viento, lanza enloquecida que habrá de volver. Torres busca el silencio del piso inferior de su tienda de moda y refleja su perfil en el espejo. Extrae algunos recuerdos: una instantánea con su camiseta del Real Zaragoza, y una historia del Real Madrid, donde posa junto a su amigo Alfredo Di Stefano (solía decirle: “che, mañico”), tras haber conquistado la segunda Copa de Europa ante la Fiorentina.

“Nací en Teruel, señor, en abril de 1930 en una familia de panaderos. Mi primer recuerdo es de cuando entraron los aviones y empezaron a bombardear. Teruel estaba rodeado por el ejército republicano y nos evacuaron hacia Segorbe primero, y luego hacia Valencia. Éramos ocho hermanos; cuando se produjo aquel revuelo desaparecieron muchas familias completas. Aquello fue terrible para un niño de poco más de siete años: pisábamos un suelo de cadáveres y en el barrio de San Julián vi a un hombre con la boca abierta y con un tiro en la frente. Nunca he podido olvidar esa imagen: va y viene a mi cabeza como una pesadilla. Y además estaban las grandes y duras nevadas. Los niños teníamos un miedo horrible: nos metíamos en la cueva”. La familia se marchó en un camión con sus vástagos y dos tías monjas que se habían quitado los hábitos para escapar de la muerte. Pese a todo, los Torres no tuvieron demasiada mala suerte en su éxodo: hicieron pan en el frente republicano en Valencia y así nunca les faltó ni aceite ni azúcar ni trigo o maíz. Manuel recibía clases en casa de sus tías y jugaba en la calle al fútbol con pelotas de trapo como panes que hacía con los paños de cocina de su madre y los cordeles o cintas de los sacos terreros.

De regreso en Teruel no pudo escapar del colegio. Culminó sus estudios en La Salle, trabajó en la panadería paterna y descubrió que, a pesar de sus escasos 51 kilos, tenía madera de futbolista. A la vez que acudía a ver los toros, su tío era conserje de la plaza y le invitó a ver a Manolete, su pasión y su obsesión era el balompié. El equipo local jugaba en Tercera y debía trasladarse a lugares bastante lejanos. Destacaba en cualquier demarcación, “era bastante rapidillo, sí”, y el ex jugador de “Los Alifantes”, Primitivo Villacampa, Primo, sería testigo directo de su progresión. Torres fichó por el Manchego de Ciudad Real y jugó allí tres o cuatro campañas, hasta que su nombre empezó a aparecer en los periódicos deportivos. Ora lo pretendía el Rayo; ora le había ofrecido un contrato el Betis. De nuevo Primo decidió poner las cosas en su sitio. Le dijo: “No se comprometa con nadie. Se va a venir conmigo a Zaragoza”. Torres le respondió: “¿Sabe lo que le digo? No conozco Zaragoza y la quiero conocer”. En la campaña, 53/54, Manuel Torres se convirtió en el defensa derecho de los blanquillos que militaban en Segunda División, y formó una retaguardia mítica con Yarza o Lasheras, en el arco, y Alustiza y Bernad en la zaga. Tres años después el equipo subía a Primera División y el Real Madrid, que se batía en varios frentes, solicitó la incorporación de Torres para jugar la Copa de Europa en 1957. “Fui muy bien acogido. Gento, con el que había tenido algunos duelos, me respetaba. El mejor era Di Stefano, pero también estaba Kopa o Mateos. Ganamos la Copa de Europa. Me pasó algo muy curioso: yo ya había jugado en la Liga con el Zaragoza y no podía hacerlo con el Madrid. Sin embargo, una tarde me habían convocado y de repente me dice Santiago Bernabéu: ‘Torres, salga a jugar’. No ocurrió nada: nadie impugnó el partido”.

Tras aquel periodo de medio año entre los mejores (acarició la selección), Torres regresó al Real Zaragoza, donde culminó una trayectoria ejemplar de nueve temporadas y más de 100 partidos en la máxima categoría. Se casó con Angelita Buendía en 1957. Apenas cuatro temporadas después, se retiraba. Le reclamaban algunos negocios de moda que había heredado su esposa. “Teníamos un equipo de maravilla. Enrique Yarza era excepcional, tenía unos reflejos tremendos. Pasmaba a cualquiera, se lo aseguro. Y cuando yo empezaba a marcharme llegó Carlos Lapetra. ¿Qué voy a decirle de Estiragués? Salíamos al campo y miraba a todos los jugadores rivales. De repente se quedaba mirando a uno de ellos. ‘¿A quién miras, Manu?’. ‘A ese cabrón que me ha caído mal’. Y se iba detrás de él toda la tarde”.

Ya era “El expreso de la banda” y ya había librado épicas batallas con Gainza, Czibor, Eulogio Martínez o Gento. Su secreto no admite engaños: “Me gustaba mucho subir, pero me lo censuraban mucho. Mi secreto era la preparación física. Vivía del fútbol y me cuidaba al máximo. En este deporte no se pierden las facultades, sino los reflejos: vas tarde y recibes la patada del contrario”. A los 31 años, en absoluta plenitud, Manuel Torres dejó el fútbol y abrió con su esposa una tienda de ropa. Es un hombre sencillo, afable y activo: no ha dejado de levantarse, de moverse, de remedar sus gestos del ayer. Quizá porque está seguro de que el fútbol le ha dado una vida completa y mítica, y no pretende ya nada más.

*Todos los días, al pasar por la calle Cádiz, me encuentro con Manuel Torres, "el expreso de la banda". Ahora ya no se acuerda apenas de que hace no demasiado tiempo me contó su historia en el sótano de su tienda de ropa. Encuentro este texto por ahí, lo retoco algo y lo cuelgo, a modo de homenaje al Real Zaragoza.
05/07/2005 18:43 Enlace permanente. sin tema Hay 2 comentarios.

HOMENAJE A JESÚS MONCADA EN EL CENTRO DE HISTORIA

jesus_moncada3.jpgHoy, a las siete de la tarde, en el Centro de Historia se celebra un homenaje a Jesús Moncada i Estruga (1941-2005), el gran narrador en catalán, el hombre que forjó el mito literario de Mequinenza y supo recrear el tiempo idílico del niño que fue, del fabulador adolescente, del poeta que se asomaba a la corriente y veía las pantorrillas de las lavanderas. En el acto participarán, en una tanda iniciadle intervenciones breves, Miguel Ángel Gargallo (Ayuntamiento de Zaragoza), José Antonio Acero (Diputación de Zaragoza), José Luis Acín (Celia y Gobierno de Aragón), José María Rodanés (Universidad de Zaragoza), Magdalena Godia (alcaldesa de Mequinenza) y algunos miembros de su familia.

En la segunda parte, intervendrán Carmen Alcover (estudiosa de la obra de Moncada y experta en lenguas), José Luis Acín (que leerá un texto suyo y de su hermano Ramón, escrito a cuatro manos), Antonio Pérez Lasheras, que intentará contextualizarlo en el panorama de la narrativa aragonesa, y el dúo musical Recapte, formado por Mario Sasot y Antoni Bengoechea. Se proyectarán algunas imágenes de vídeo y un pequeño reportaje visual realizado por Alberto Gámez.

RETRATO DE JESÚS MONCADA

Jesús Moncada fue, es un escritor de espíritu europeo, de alcance universal. Un fabulador prodigioso –su literatura está llena de embrujo, de ironía: renueva a diario el olvidado arte de contar- que ha convertido a la Mequinenza de su infancia y de su adolescencia, e incluso a la Mequinenza histórica, en su territorio de ficción y en un condado imprescindible de la literatura, como hicieron Joyce con Dublín, García Márquez con Macondo, Juan Carlos Onetti con Santa María o su admirado Honorato de Balzac con París.

Jesús Moncada (Mequinenza, 1941- Barcelona, 2005) estudió en el colegio Santo Tomás, a la sombra de Miguel Labordeta y de Rosendo Tello, que e le descubrieron la literatura, igual que le sucedió con Manuel Berdún Torres y Edmón Vallès. Más tarde, cuando parecía que iba a inclinarse por la pintura (Moncada es un excelente dibujante: dedicaba sus libros con un cocodrilo o con autorretratos, y pintaba como nadie con las palabras), conoció a Pere Calders, fotógrafo casi secreto y admirable narrador en corto, e inició su carrera literaria, cuajada de éxitos. Así nacieron sus libros: los relatos de “Histories de la mà esquerra”, “El café de la granota”, “Calaveras atónitas”, o novelas como “Camí de sirga” (1988), la obra maestra de la narrativa catalana del último cuarto de siglo, una fascinante narración sobre los navegantes por el Ebro y el Segre, las tabernas, los narradores orales; “La galeria de les estàtues” (1992), que sucede en una ciudad imaginaria, Torrelloba, que es y no es Zaragoza, y propone el encuentro entre Mequinenza y la Zaragoza de Dalmau campeéis i Vilamajor; y “Estremida memoria” (1997), inspirada en un suceso real y trágico emparentado con el bandolerismo.

Creador de un tiempo idílico de la vida en un espacio que aspira a ser el espejo del mundo. Traductor con un sinfín de seudónimos de autores como Alejandro Dumas, Martin Du Gard, literatura policíaca o galante, era un escritor parsimonioso y divertido, con huellas de maestros clásicos del XIX, dueño de un catalán espléndido y rico, el catalán de Aragón desparramado en casi una veintena de lenguas del planeta. Jesús Moncada entendía y entiende que el oficio de escribir es una ocupación dolorosa y placentera donde uno reinventa el mundo a su antojo, donde uno ama, y ríe, y se identifica con la música de un lenguaje concreto, con los seres que nos precedieron y nos sucederán, con esa alquimia de libertad y viaje que propone la literatura.
06/07/2005 13:09 Enlace permanente. sin tema Hay 4 comentarios.

EL MUNDO DEL PINTOR GUILLERMO CABAL

cabal.bmpEL ALIENTO MÍTICO DE LA MEMORIA

Acaso no haya nada más íntimo que el estudio de un artista. En pocos minutos accedes a su biografía, a su sensibilidad, a sus obsesiones. Miras en los estantes y encuentras los libros y los objetos que lo definen, miras en las paredes y aparecen los cuadros, los dibujos y las fotos que jalonan una trayectoria en el tiempo; atisbas las épocas, la evolución, el modo de enfrentarse a la creación y, posiblemente, a la existencia. Y eso, más o menos, acaba de sucederme con Guillermo Cabal: tenía vagas ideas acerca de su obra y de él mismo. Lo había en varias ocasiones, había asistido a algunas de sus exposiciones, había leído sus catálogos y me resultaba fácil emparentarlo con otro pintor aragonés, Eduardo Laborda, apasionado por las lecciones del tiempo que fabrica ruinas, por las periferias de las ciudades, por las máquinas y sus despojos. Y me resultaba fácil vincularlo también con el fotógrafo Andrés Ferrer, que había dedicado cinco años a captar las olvidadas azucareras, la mole espectral de las fundiciones, esa belleza varada de las afueras donde antaño, casi anteayer mismo, se gestó el temblor de la modernidad industrial.

Sin embargo, una visita a su taller, el primer encuentro con él en su obrador artesanal de creación, me dio una visión más compleja. Guillermo Cabal es un artista pegado a sus sueños: un amanuense perfeccionista que labra los objetos encontrados, un paseante sigiloso que busca matices y diamantes en los escombros, un romántico rezagado que asoma a un río, el Ebro, y a otros ríos que copiaron el fulgor del trabajo colectivo. Por aquí y allá, entre las fundiciones y las azucareras, en los viejos talleres abandonados, en los chalés que conquista y sepulta la voracidad de la hiedra, aún se oyen sonidos, aún existen fantasmas, piezas y metales y escorchones que no pueden zafarse del olvido. Si uno mira con atención, ingresa en un universo de sugerencias de fábricas abandonadas, vencidas por el orín, de vías muertas, de cables que anunciaban movimiento y esplendor. El hombre ha desaparecido, ha cesado la actividad, la ciudad ha expandido hacia otros foros su agitación, pero quedan sus huellas, una luz tamizada al crepúsculo, un claroscuro de talleres en desorden entre el polvo, una perturbadora quietud metafísica. Estamos en el reino de la decrepitud, en el páramo de las almas. Y por supuesto, permanece una melancolía espesa que se agiganta hora tras hora porque, más temprano que tarde, donde ahora habita la desolación habitará la absoluta extinción.

Guillermo Cabal parece muy inteligente para definirlo sólo como un artista preso de la nostalgia. Posee un sentido del enredo con los objetos y con el pincel que advierten contra las falsas etiquetas y alejan cualquier prejuicio. Hay nostalgia en su obra, en sus trazos, en su acusado sentido de la perfección, pero hay, sobre todo, afán de trascendencia, reinvención de un mundo que quiere ser fijado porque le fascina y lo retrata. Existe en sus propuestas una urgente necesidad de documentar lo que desaparece, de pintar lo que ya empieza a ser como un espejismo o un delirio. Hay elegía, verdad y autobiografía. El pintor estuvo allí, en el precipicio, vio lo que deber ser mirado, recogió como si fuese un buscador de tesoros el último apéndice del declive. Esta manera de proceder explica su estética, la poética en acción del “objeto encontrado”, que le entretiene, que manufactura, que acomoda a su sentido de la creación contemporánea. Y eso se ve en su pasión por los teléfonos, las lavadoras, las lámparas, los restos de máquinas: en sus manos y en su taller se convierten en una escultura, en un nuevo sueño, en un rescate y en un divertimento. Ese modo de proceder –con maderas, aceros, hierros, metacrilatos, chatarra…- lo sitúa en la órbita de las vanguardias históricas, en la estela y en la compañía de Duchamp, Joan Brossa, Ángel Ferrant o Fernando Ferreró, entre nosotros. O incluso de algunas experiencias de Juan José Vera.

Guillermo Cabal es un pintor hiperrealista de la pérdida o de lo que se extingue, un pintor sensitivo, un pintor que sueña y que inventa fábulas para sus piezas. Pensamos en “Cuquita”, a la que bautiza como “Esa coqueta germana de mis sueños (Fantasías de un operario en la fundición)”, que se ha convertido en una obsesión incluso literaria, en materia principal del narrador y poeta que lleva dentro; adviertan, por ejemplo, el título de sus obras, la alusión a las ninfas, la identificación de los talleres o fábricas con las catedrales, vean aquella obra de 1999 que tituló, nada menos: “Metafísica y erotismo en la jornada laboral”. Guillermo Cabal también es capaz de entrar en una bodega, en un palacio, en un caserón o en una mole de las afueras de Caspe y captarlos con minuciosidad, precisión, delectación en la forma y en el color. En todo lo que toca, en cuanto invoca, es capaz de crear una escenografía, un territorio de verdad, un aliento mítico de la memoria.
07/07/2005 03:20 Enlace permanente. sin tema Hay 5 comentarios.

ARAGÓN, UNA SENSIBILIDAD DE CINE*

los_olvidados_soon.jpgAlguien dijo, sin exageración, que Aragón era el territorio que poseía más ilustres, ilustradores e iluminados por kilómetro cuadrado. La afirmación es todavía más exacta si nos referimos al cine. Ese arte de 110 años encontró aquí un desarrollo increíble. Más que una industria propiamente, fue capaz de suscitar el interés de aragoneses que acabarían convirtiéndose en referencia imprescindible. Y en ocasiones, en referencia universal. Los hermanos Lumière inventaron el séptimo arte a finales de 1895, y muy pronto los Jimeno, Eduardo Jimeno Peromarta, el padre, y Eduardo Jimeno Correas, el hijo, no sólo se dedicaron a la proyección del cine en Madrid y en Zaragoza sino que hicieron las primeras tentativas para rodar una película. Quizá no fueron ellos exactamente los primeros en obtener una filmación, ni siquiera al parecer en Zaragoza, pero sí les corresponde el mérito de ser los realizadores de la única película del siglo XIX que se conserva: “Salida de misa de doce del Pilar de Zaragoza”, grabada un 11 de octubre de 1899 en dos minutos y con 17 metros de celuloide.

Zaragoza se convirtió en una ciudad de cine y del cine. Pronto empezaron a multiplicarse las barracas y las salas, tanto la carpa del “Farrusini” como el Cinematógrafo Coyne, una referencia fundamental de modernidad, los pioneros de la realización (desde los Jimeno a Antonio de Padua Tramullas, desde los Coyne a Segundo de Chomón…) y los empresarios: Félix Preciado, Leopoldo Acín, Anselmo María Coyne, Manuel Reverter… Con la expansión del cine, también se produjo un auténtico apogeo de técnicos y cineastas y actores. La mitología y el glamour de la pantalla grande empezaban a impregnar Aragón. En Zaragoza se vio en 1902 el célebre “Viaje a la luna” de Georges Mélies, y más tarde se verían los trucos y los prodigios técnicos de Chomón, que llegó a trabajar en la mítica “Cabiria” de Giovanni Pastrone o en “Napoleón” con Abel Gance. A finales de los años 20 irrumpían con la fuerza de un torrente dos directores bastante diferentes: Florián Rey, que trajo el éxito y un cine popular de calidad anudado a la figura de Imperio Argentina; y Luis Buñuel, formado en la Residencia de Estudiantes y en París, en la vertiente más heterodoxa del surrealismo del 27, que había venido a subvertir el cine con “Un perro andaluz” y “La Edad de Oro”.

Completamente diferentes, llegarán a coincidir estéticamente a mediados de los años 30, cuando Florián Rey realiza películas como “Nobleza baturra” y Luis Buñuel es el productor de Filmófono y a veces el director en la sombra; sí firmaba con su nombre, y estremecía la II República, el impresionante y “falso” documental “Las Hurdes. Tierra sin pan”, que sería determinante años después para que Carlos Saura abandonase la fotografía profesional por el cine. Rey, tras la Guerra Civil, caerá más bien en el olvido; Luis Buñuel será reconocido como un maestro indiscutible en el cine mundial con títulos como “Los olvidados”, “Él”, “El ángel exterminador”, “La Vía Láctea”, “Belle de jour” o “El fantasma de la libertad”.

Aragón también contó muy pronto con cineclubes, gracias a la tenacidad de ese hombre para todo del cine que es Eduardo Ducay, y de mitos enigmáticos como la actriz Ino Alcubierre. En la posguerra, la factoría de cine ha contado con nombres fundamentales: el citado Carlos Saura, de prestigio universal; José Luis Borau y José María Forqué, que pronto se hicieron acreedores al epíteto de “clásicos”; Julio Alejandro de Castro, uno de los grandes guionistas españoles de todos los tiempos; heterodoxos como Antonio Artero o Antonio Maenza; realizadores de cine y de televisión como Alfredo Castellón, Clemente Pamplona o José Antonio Páramo; luego vendrían otros nombres fundamentales como Fernando Bauluz, ya fallecido, o Miguel Ángel Lamata, que ha recogido con espíritu iconoclasta el testigo de sus mayores.

Incluso aquí se intentó hacer en la posguerra cine profesional a través de Moncayo Films. Se intentó y se hizo, a diferentes niveles, porque había mimbres para ello: ahí estaban José Luis Pomarón, Víctor Monreal, Manuel Rotellar, Manuel Labordeta, Emilio Alfaro, José Antonio Duce, y su atrevimiento cristalizó en varias películas, pero sobre todo en una que ya forma parte de la leyenda: “Culpable para un delito”, de José Antonio Duce, que convirtió a Zaragoza en una ciudad con tranvía y puerto de mar. Todo ese magma de forjadores de sueños, no se ha quedado en agua de borrajas. Aragón posee, en el cine, una mala salud de hierro: falta industria, como antaño, los grandes proyectos siguen elaborándose extramuros, pero ha sido un determinante plató de cine y es ahora mismo cuna de más de un centenar de jóvenes realizadores, de grandes investigadores e historiadores, y alberga alrededor de una docena de festivales de cine, y algunos celebran su primer decenario; otros, como el Festival de Cine de Huesca, tres décadas. No se sabe bien por qué, pero Aragón es tierra de cine. Y esa no es una hipótesis o una afirmación interesada: es una certeza conmovedora.

*Texto que me pide ese activista incesante del cine que es Luis Antonio Alarcón.
07/07/2005 16:33 Enlace permanente. sin tema Hay 8 comentarios.

DIÁLOGO CON MARTÍN GODOY

“No pienso mucho mi pintura. Soy intuitivo. Tengo un proceso: hago fotografías, muchas, y luego selecciono. Parto de una de ellas, la proyecto y la voy depurando, y así salen mis obras. Soy un artista figurativo. Realizo una especie de síntesis e intento contar cosas. En ese modo de operar, de quitar elementos, de aquilatar la composición y el dibujo, surge un clima o una atmósfera de misterio, pero no pongo demasiado empeño en lograrlo”, explica Fernando Martín Godoy (Zaragoza, 1975) que expone una selección de catorce obras en la galería Pepe Rebollo: sus habituales paisajes exteriores, objetos y dos retratos, uno de ellos un autorretrato en tonos rojos. El día de la inauguración, el pasado miércoles, ya se habían vendido todos los cuadros. “No es que hubiese tongo ni nada parecido: era como si la gente quisiera verme y tener obra mía”, explica.

Martín Godoy confiesa que le interesa mucho el renacimiento, el barroco, todo ese periodo de intensa inspiración mística. “Tengo que citar nombres como Caravaggio, Ribera, Zurbarán, Velázquez. Me atrae mucho la presencia de lo sobrenatural que se refleja a través de la luz natural en los objetos, pero ya sé que parezco más norteamericano”. Siempre que se habla de su producción se cita a Edward Hopper, que es un pintor más narrativo y anecdótico, y metafísico, y suele ubicar a un personaje o varios en el paisaje o en sus interiores. “Sí, Hopper es como mi referencia maldita, pero mi obra sigue otro camino. En algunos objetos aquí me acerco más a Giorgio Morandi. La pintura es mi pasión y a mí sólo me interesan los grandes cuadros, aquellos que llegan al corazón. Y a mí me sucede, por ejemplo, con ‘El jardín de las delicias’ de El Bosco, ‘El coloso’ de Goya, el ‘Retrato de una niña’ de Velázquez, que es un pintor increíble, con Lucian Freíd, Holbein, Brueghel. Son artistas cuyos cuadros hablan por sí solos. A mí no me interesa el discurso teórico ni me creo en la obligación de tenerlo. Ni soy un psicólogo ni un psiquiatra. Pinto sin darme respiro, casi con un ritmo de hiperactivo, y necesito todo el día para hacerlo”.

Fernando Martín Godoy trabaja en acrílico sobre lienzo o en tabla entelada, por su versatilidad, porque le permite hacer veladuras, porque se seca rápido y porque puede ser tan cálido como el óleo. No utiliza bocetos, “mi boceto ya es la foto misma, pero a mí no me importa proyectar o calcar, que es algo que hacían Goya, Durero, Velázquez o el propio Leonardo. Hay gente que piensa que calcar es un demérito, como si luego pintar fuese fácil. Me impresionó mucho el libro de David Hockney, ‘El conocimiento secreto’, donde dice que un artista siempre tiene un aura de autenticidad o de magia. De chamán. La técnica está sobrevalorada, es importante, pero porque sabes hacer luego algo más. Creo en el talento, en la conciencia, en la inspiración. Yo elijo imágenes que me cautivan, siento que la luz me llama”.

Fernando Martín Godoy ha abandonado la ilustración, ha realizado varios libros con Gonzalo Moure, e intenta concentrarse por entero en la pintura. Ampliamente galardonado, ahora prepara exposiciones en Artesles y la galería Siboney, de Cantabria, y el año que viene expondrá en el Torreón Fortea.
08/07/2005 00:47 Enlace permanente. sin tema Hay 3 comentarios.

ÁNGEL MATURÉN EN TARAZONA

HOMENAJE A MATURÉN EN SU TARAZONA DE LOS DÍAS FINALES

“Ángel Esteban Maturén fue un ser misterioso, que aparecía y desaparecía. Llegó a tener tres estudios abiertos a la vez. Como vivió tanto fuera de Zaragoza, en París, Sierra de Luna, Lanzarote, Logroño, etc., a veces se tiene una imagen distorsionada de él, pero prácticamente pasó por todas las etapas: por un periodo rompedor, por el arte conceptual, fue figurativo y abstracto, y poseía una espléndida mano para el dibujo”.

Así define Manuel Pérez Lizano al pintor Ángel Esteban Maturén (1949-2005), que es objeto de una retrospectiva en la iglesia de San Atilano de Tarazona, ahora denominada Espacio Cultural Ángel Esteban Maturén, que se inaugura este viernes a las ocho. Pérez Lizano es el comisario de la muestra homenaje y autor del libro-catálogo “Ángel Maturén (1949-2005). Vida y arte como acción”, que rebasa el centenar de páginas.

La retrospectiva consta de obras fechadas entre 1969 y 2005: 16 pinturas y dibujos, 6 cajas y un tríptico de nueve metros de una especie de vísceras. “En la muestra están desde su primer autorretrato de 1969, las abstracciones que hizo durante los años 70 hasta mediados los 80, la obra vinculada con el paisaje y el mar de su estancia en Lanzarote, donde recobró su pintura figurativa. También hay un dibujo sobre el tema erótico; el erotismo fue esencial durante su vida. Hemos incorporado algunos de sus últimas piezas sobre plomo”, señala Pérez Lizano, y recuerda que los amigos le advertían de la peligrosidad de esa práctica, “pero él seguía pintando así, como si nada, siempre con la ventana abierta, y realizaba cuadros de marcado dramatismo. También hay obras abstractas, a las que les incorporaba serpientes, esqueletos, elementos simbólicos relacionados con el mar”. Maturén adoraba la naturaleza; cuando estaba ya herido de muerte, pintó dos sabinas. Esos fueron sus últimos dos cuadros, su última mirada de paz antes del adiós.
09/07/2005 13:24 Enlace permanente. sin tema Hay 3 comentarios.

ARTIX, NUEVO ESPACIO CREATIVO

enfedaque.jpgAna Morellón y Juan Escós abren la tienda y sala Artix. Espacio creativo con el “objeto de acercar el arte a la gente, sobre todo obras de pequeño formato, a precios muy económicos”. El nuevo espacio dispone de dos plantas: en la primera, de unos 65 metros cuadrados, se instalan la tienda y un espacio para exposiciones; y arriba, en un altillo de unos 45 metros cuadrados, se han creado dos dependencias: una zona de lectura, provista de catálogos y revistas de arte; y otra para proyección de de vídeo-instalación, donde “está previsto que vayan pasando los creadores y realizadores de aquí, al menos en un principio”.

Artix contará con estanterías con ruedas y con una constante innovación de sus espacios. “Queremos hacer muchas actividades y eso ya lo vamos a demostrar desde la inauguración, que fue el pasado viernes ocho. De entrada, el colectivo de graffiteros Leit Motiv ha pintado el exterior del local; Inma Parra realizará un pequeño huerto y El Pez realizará una performance con una niña que intenta pescar distintos objetos”. La primera exposición de Artix contará, además, con distintas obras de armando tixeras, Gerardo García y Sera Balasch, Helena Santolaya, Jesús Bosqued, María Ángeles Cuartero, María Enfedaque, Paloma Calvo, pierre d. la, Raúl Navarro, Susana Vacas, Zomba y Pilar Perla, artista y coordinadora de “Tercer Milenio”. Sergio Algora se encargará de agitar canciones y sonidos.

Artix tendrá obra de fondo de artistas como Carmen Molinero o Paco García Barcos, éste a partir del otoño. “Queremos contar con un poco de toco: cuadros, fotografía, escultura, instalaciones, y queremos que la gente siempre se lleve alguna cosa aunque no compre nada. Por ejemplo, ya hemos empezado con un conjunto de marcapáginas que han diseñado ilustradores como David Guirao, Álvaro y Miguel Ángel Ortiz o Helena Santolaya, entre otros”. Artix. Espacio creativo está ubicado en la calle Pedro Liñán 9, muy cerca de la Casa de las Culturas.
09/07/2005 14:03 Enlace permanente. sin tema Hay 10 comentarios.

HISTORIA DE ALFREDO CASTELLÓN

platero_jpg.jpgENTREVISTA CON EL ESCRITOR, DIRECTOR DE CINE Y REALIZADOR DE TVE

Alfredo Castellón frisa los 75 años y ultima varios libros de relatos y de aforismos. Confiesa que ahora recorre algunas imágenes de su infancia: un bosque de naranjos, algunas ciudades, un colegio y de alumnos que hablaban mal castellano. Y en esa evocación, que adquiere en sus cuentos las formas de los recuerdos inventados, distingue a su madre Isabel Molina, que “era muy guapa, que se casó joven, a los 17 años, y no sabía nada de nada: tenía que llamar a su madre hasta para cocinar”; distingue a sus hermanos, Maribel y Antonio, ya finado y experto en teatro, y a su padre, “muy comprensivo y tolerante con su guapa y jovencísima mujer”, un hombre que se hizo a sí mismo: estudió en la escuela de Morés, se hizo contable, trabajó en los Loscertales y al final se independizó y abrió un almacén de maderas. Los recuerdos transitan de Zaragoza a Barcelona, y de ahí a Burriana, a una masía cuya puerta visitaba el mar con su oleaje desvanecido. De entonces, conserva instantáneas casi terribles: un delfín muerto sobre la arena, las zanjas interminables en el arenal donde arrojaban a los muertos, cubiertos con cal viva. Finalmente, en medio de la hecatombe, los Castellón Molina volvieron a Zaragoza.

-Mi padre –dice el director de “Las gallinas de Cervantes”- no era un hombre de estudios, pero leía mucho, sobre todo libros de aventuras: Emilio Salgari, Blasco Ibáñez y algún libro de Nietzsche, en particular “Así habló Zaratustra”, que era muy popular. Creo que mi afición a viajar, que ha marcado toda mi existencia, nació de mis lecturas de Blasco Ibáñez. Me atraía la fantasía, y la encontraba en las páginas donde nadie la veía.

-Usted estudió en los Jesuitas.
-No era un buen estudiante, aunque sí capitaneaba las aventuras de varios grupos. Improvisábamos juegos en los campos, robábamos fruta, apedreábamos gatos, las típicas estupideces de los niños.

-¿Y el cine, cuándo empezó a interesarle?
-Tarde. Pero tuve un auténtico golpe de suerte: mi tía Carmen, hermana de mi madre, pasó a ser la taquillera del Monumental Cinema y me facilitaba las entradas gratis. Eso sería alrededor de 1942. Más tarde, con otros amigos, empecé a frecuentar otros cines, y las películas se convirtieron en un auténtico tesoro.

-Hablemos de esos amigos que tanto lo ayudaron en su formación, en su crecimiento.
-Son muchos. Pienso en Juan Antonio Pérez Páramo, era melómano y sigue siéndolo. En casa de sus padres descubrimos los libros de la editorial Losada, obras de Neruda, de Sartre, que nos abrieron un mundo diferente. También estaba Fernando Alonso Lej, que fue atleta y luego un magnífico cardiólogo, Ángel Anadón, Alberto Portera, Mariano Barrachina, que ejercía de entrenador, López Zubero. A casi todos nos interesaba mucho el deporte. Practicábamos atletismo (tengo algunos títulos de Aragón) y el baloncesto. Recuerdo algunos viajes con el equipo a Madrid, a París y a Pau, la vida en las pensiones, etc., y la pasión que tenían todos por la música clásica. Eran deportistas realmente cultos. Miro hacia atrás y veo un concurso entre Alberto Portera y Fernando Alonso Lej para adivinar si lo que sonaba en la radio era Mozart, Beethoven o Schumann. Nada que ver conmigo que era un auténtico salvaje e indocumentado.

-¿Quién más había por ahí? Creo que usted frecuentó también el Niké...
-Claro. En los primeros años. Estaba el fotógrafo Joaquín Alcón y sus amigos. Federico Torralba, Antonio Sarriá, algo mayor que nosotros, y Eduardo Fauquié, que era algo así como nuestro instructor musical. Nos dejaba los discos y era muy generoso porque también nos organizaba sesiones musicales en su casa. También estaba el librero Inocencio Ruiz Lasala, donde íbamos a comprar libros muy baratos; a veces, si no te llegaba el dinero, te los prestaba por unos días. También compraba mucho en Allué.

-Usted no fue un estudiante demasiado ejemplar, pero se matriculó en Derecho.
-Y lo hice aquí, en Santiago y Oviedo. Siempre recordaré una llamada de mi padre para recordarme que se me acababan los plazos de matrícula: estaba yo en la playa de Torredembarra, con una tienda de campaña, tomando un arroz con lapas. Era una etapa en que hacía mucho deporte, no sólo en atletismo, entrenábamos en la plaza de los Sitios, sino que iba a la montaña con Montañeros de Aragón.

-¿Qué le pasó por la cabeza para matricularse en la Escuela de Cine en 1954?
-Recibí una llamada de Pepe Pérez Gállego, con el cual viajé mucho a París, y me dijo que se había exámenes para dirección. Me fui a examinarme con otros 100 candidatos. Aprobamos sólo seis: Carlos Saura, Julio Diamante, Ángel Fernández Santos, Ramón Zulaika, Juan García Atienza y yo. Recuerdo que Eduardo Ducay me prestó el “Kulenchov”, me lo copié a mano, era una edición latinoamericana, y logré aprobar. Entonces no había fotocopiadoras ni nada. Me instalé en el colegio mayor Cardenal Cisneros; en realidad yo quería pasar un año o dos viendo cine en Madrid.

-Además, usted tenía deseos de ser escritor, ¿no?
-Desde luego. Publiqué en “Blanco y Negro”, en el especial de Navidad, en 1954 y 1956, los relatos “El ladronzuelo de estrellas” y “El árbol de Navidad”, ilustrados por Goñi. Se los enseñaba a mis amigos de Niké y a mis amigos los deportistas y no se lo creían. Pensaban que era un plagio o una broma. Pero seguí escribiendo, y por entonces, poco después de llegar a Madrid, establecí contacto con Miguel Buñuel, el escritor de literatura infantil de Castellote, que era un hombre bueno, generoso, un magnífico escritor, que había sido premio de poesía infantil de Doncel. Él también ingresó en la Escuela de Cine y fue expulsado a raíz de un enfrentamiento con Sánchez Bella. A raíz de eso, sufrió una auténtica metamorfosis: pasó de ser falangista a todo lo contrario, a posiciones de la izquierda. Nos reíamos mucho, y sentí mucho su muerte.

-Ya en el año 54 hizo su primer documental: “Nace un salto de agua”...
-Muy pronto, en aquel contexto de la Escuela de Cine, se formaron como dos grupos. Por un lado, estaban Diamante, Saura, que hacía magníficas fotos, y por otro Fernández Santos, Zulaika y yo. Yo, insisto, era un salvaje aragonés con intuición, pero ellos tenían un bagaje cultural importante. Ese trabajo me lo ofreció Saltos del Sil, empresa en la que trabajaba Santiago Castro Cardús, el hermano de Julio Alejandro. Intenté recoger cómo se construye un salto de agua en San Esteban del Sil, donde se masticaba la pobreza. Quise mostrar a la gente esa parte de Galicia fascinante y desconocida y los efectos de la mano del hombre.

-¿Qué sucedió luego? ¿No se fue a Cinecittá, a Roma?
-Ocurrió que Luis García Berlanga era muy amigo de Michelangelo Antonioni, que estaba rodando “Las amigas”. Me dio una carta de recomendación y se la llevé. Me quedé un tiempo de meritorio, y yo tenía que pagármelo todo, como hice también en diversas épocas en París, donde recogí papel con un carrito por las casas para un empresario catalán. ¿Le cuento una cosa?

-Diga, diga...
-Estuve en París en muchas ocasiones. Sobreviví como pude, con el papel, con otros trabajos, pero hay algo bonito: en esos viajes a la capital del Sena, Alberto Portera me dio algunos dibujos de Fermín Aguayo para que se los llevase a su nuevo estudio. Al final, me regaló un cuadro precioso de la época de “Pórtico”.

-Estábamos en Roma...
-En Roma trabajé de camarero, hice compañía y cuidé a ancianos, aceptaba todos los trabajos que me ofrecían mis amigos: Silivo Maestranzi, Peter Kubelka, el pintor vietnamita Tran Tho. Aprovechaba las pausas de rodaje para conversar con todo el mundo: con la montadora de Antonioni, Rosana, que me enseñó muchas cosas; con el operador de cámara, con la actriz Rosanna Podestá...

-Tenía usted fama de seductor. ¿Vivió un romance con ella?
-En absoluto. Ella estaba con su madre casi siempre, y una vez, una sola vez, tomamos el té en su casa. Conocí a Cesare Zavattini, que estaba muy informado de lo que ocurría en España y con el cine español, un amigo le había regalado el libro “Platero y yo”, que yo llevaría al cine en 1965. ¿Antonioni? Era un hombre que sólo estaba preocupado por el cine, por el montaje.

-Y por entonces, también conoció a otra persona esencial en su vida: María Zambrano.
-Sí claro. El encuentro con ella significó un gran vuelco en mi vida. Ella condicionó mi inclinación hacia la literatura. En el fondo, yo quería ser escritor y he terminado escribiendo. Me la presentó Diego de Mesa, y nos veíamos dos días a la semana al menos. Me enseñó a pensar, a amar la poesía.
09/07/2005 16:24 Enlace permanente. sin tema Hay 8 comentarios.

EL TEATRO Y LA ARQUITECTURA EN ZARAGOZA

Teatro-Principal-Zaragoza.jpgRELECTURAS / APUNTES DE CINE Y TEATRO (XII)

Amparo Martínez Herranz (Zaragoza, 1966) empleó una década de su vida en redactar una atractiva tesis doctoral, dirigida por María Isabel Álvaro, sobre “La arquitectura teatral en Zaragoza”. Esa investigación ha dado lugar a múltiples artículos y a tres libros: “Los cines en Zaragoza, 1896-1936” (Ay. de Zaragoza / IFC, 1997), la monografía breve pero enjundiosa “El Teatro Principal” (Ay. de Zaragoza, 1999) y ahora, propiamente, “La Arquitectura teatral en Zaragoza: de la Restauración borbónica a la Guerra Civil (1875-1939)” (Institución Fernando el Católico), un proyecto repartido en dos tomos: el primero es una historia del teatro, los locales y los usos teatrales en Zaragoza desde los orígenes de la ciudad, pero sobre todo desde el siglo XV, hasta la Guerra Civil, y el segundo recoge la historia de los teatros desde 1875 hasta 1939.

“He intentado hacer un recorrido por la historia de los edificios sin perder el contexto social en que nacieron ni la sociedad que los acogía. Y aquí se habla de actores, empresarios, arquitectos o escenógrafos”, dice Amparo. El libro aborda la evolución de las tipologías arquitectónicas, las formas artísticas que van desde el Barroco y el clasicismo hasta el modernismo y el eclecticismo, o los materiales de construcción, pero también se habla del desarrollo de las formas estéticas: desde el corral de comedias al modelo de teatro a la italiana, desde la posterior irrupción de los salones y circos hasta los cafés-teatros y “la influencia recíproca del teatro y el cine”.
El trabajo de Amparo Martínez, como es frecuente en sus libros, está lleno de erudición, de curiosidades, de historias menudas. Por ejemplo, en el primer volumen, recuerda cómo La Seo era escenario de funciones litúrgico-teatrales en el siglo XV, uno de los hechos más importantes era la procesión del Corpus Christi; otro escenario básico era la Puerta Cineja, donde se representó en 1533 una función sobre Santa Engracia de Fernando Basurto ante la emperatriz Isabel, esposa de Carlos V. El tercer espacio fundamental, que ya se remontaba al siglo XIII, era la plaza del Mercado, donde se efectuaban juegos, torneos, ajusticiamientos y montajes dramáticos.

Ya en el siglo XVI, Zaragoza contó con tres Casas de Comedias: el Corral de Farsas de la calle Alcober, de efímera vida, se fundó en 1584, apenas se mantuvo un lustro abierto y recuperó su actividad en 1787; el Corral de Comedias del ayuntamiento, que estaba en activo antes de 1584, a pesar de su ubicación idónea “sus condiciones materiales eran bastantes malas (...) Se trataba de la habilitación de un viejo corral como espacio teatral. El tercer espacio fundamental era la Casa de Comedias del Comedias del Hospital de Nuestra Señora de Gracia, que se quemó en 1878, y daría lugar indirectamente al Teatro Principal, levantado en 1799. La nueva Casa de Comedias iba a ser provisional, por eso se le encarga a un tramoyista como Vicente Martínez, que había trabajado en Barcelona y diseñó el espacio del escenario y de la tramoya”, subraya la autora. Fue Amparo Martínez quien descubrió un error: durante años se había pensado que el Teatro Principal –que pasó a llamarse así al convertirse en el “principal” de una ciudad que contó hasta con 17 teatros- era del arquitecto Agustín Sanz, pero ese proyecto, pagado y todo, lo bloqueó Godoy, “el príncipe de la paz”, en Madrid, en un tiempo en que prohibían los espectáculos, ser actor tenía “algo de castigo divino y el teatro era casi una actividad inmoral”.

Felizmente, los ilustrados rompieron con eso, con el Conde de Aranda a la cabeza. Entre 1878 y 1799, en la Lonja se ofreció teatro y lo que se recaudaba iba destinado a la financiación del futuro Teatro Principal. “Eso sí, lo de teatro provisional era una manera de saltarse los trámites burocráticos y la oposición de la Academia de San Luis y la explícita prohibición del rey. Desde muy pronto se convirtió en el espacio teatral. En 1928, el propio Fernando VII acudió a una de sus restauraciones que presentaba un estuco nuevo y una lámpara”. En el Principal no sólo se ofreció teatro, sino zarzuela, el teatro de magia, ópera italiana (gustaba mucho Giuseppe Verdi). Y por él pasaron muchas celebridades hasta hoy: desde Sara Bernhardt o Diaghilev, desde Arthur Rubinstein a Maurice Ravel. Y, tal como explica con minuciosidad Amparo Martínez, fue objeto de varias restauraciones de José de Yarza, Ricardo Magdalena, Miguel Ángel Navarro, Borobio y José Manuel Pérez Latorre. “El Teatro Principal creció como un ente biológico y puede decirse que lo terminó del todo José Manuel Pérez Latorre en 1987”.

*“La Arquitectura teatral en Zaragoza: de la Restauración borbónica a la Guerra Civil (1875-1939)”. Amparo Martínez. Institución Fernando el Católico. La autora trabaja ahora en un proyecto de investigación sobre los guiones de Luis Buñuel con Agustín Sánchez Vidal, y ultima una ambiciosa monografía sobre los cines de la empresa Parra de Zaragoza.
10/07/2005 21:16 Enlace permanente. sin tema Hay 3 comentarios.

EL SASTRE QUE AMÓ A FAYE DUNAWAY

faye3.jpgEn el invierno de 1994 nos fuimos a vivir a La Iglesuela del Cid. Yo iba de mi ocupación más constante: marido de la médica. Rápidamente me enamoré del pueblo, habitado por poco más de 500 personas. Y allí, en ese lugar del mundo donde alguien dijo que palpitan los cielos más bellos del mundo, vivía Joaquín, el pregonero, el funcionario humilde del ayuntamiento, el conversador de taberna, el sastre oculto. Pronto nos hicimos amigos y supe de él algunas cosas: sus tentativas de amoríos, sin fortuna; alguna que otra visita a los burdeles en las carretera de Castellón o, lo que lo convirtió en un héroe ante mis ojos, su condición de hermano, y casi padre y a la vez hijo, de dos hermanas gemelas y ciegas. Una ya se había muerto hacía algún tiempo, y la otra finaría poco después de nuestra partida en 1999. Joaquín me invitó un día a su casa, que me pareció más bien oscura, y me enseñó su gabinete de sastre: era un cuarto reducido, con mesa, colgadores para la ropa, varas de medir, cintas, tijeras, tizas. Tuve la sensación de que acababa de penetrar en el cuarto del brujo sigiloso, del brujo postergado que la población desconoce. No recuerdo con exactitud si tenía patrones, pero sí había hecho trajes, tenía una modesta clientela que le pedía que le recogiese los pantalones, que le ensanchase una costura, que recortase una manga, y él todo lo hacía con prudencia. No quería que nadie supiese que aquella ocupación, una vez que había obtenido un modesto puesto en el ayuntamiento, le seguía dando algo de dinero para ir trampeando. “No digas nada a nadie, que yo cobro por agricultura”.

Desde ese día, Joaquín me ganó para siempre. Era mi amigo, casi un cómplice. Y me contaba todo, aquello que sentía que podía ser revelado y compartido sólo con una persona más. Me explicaba alguna historia de su hermana, que cocinaba para él, que dominaba la casa desde las tinieblas. Mientras, Joaquín hacía su veintena larga de paradas y anunciaba aquello de: “Para general conocimiento se hace saber que se venden pescadillas, mejillones y calamar en Casa Maruja”, o anunciaba que había venido el vendedor de lencería de Castellón, o el frutero de Cinqtorres. Joaquín tuvo un hermoso gesto, del que siempre le gustaba acordarse, pero no por soberbia sino para afirmar su cariño para la familia de la “tía medica”. En el verano de 1995 se nos quemó el Seat Ibiza rojo que teníamos en el centro de la plaza; había que comprar o cambiar de coche de inmediato, y como éramos tantos, se nos pasó por la cabeza adquirir una Nissan Serena.

Joaquín vino a casa al día siguiente de aquel incidente que sucedió en fiestas –el alcalde José Miguel Cruz se portó admirablemente: trajo el extintor de su coche y lo vació por completo- y me dijo: “En las eras tengo aparcado mi Renault Clío. Lo coges y lo usas como si fuera tuyo porque tuyo es mientras te haga falta”. Entonces yo trabajaba en “El Periódico de Aragón”, hacía la sección “En primer plano”, entrevistas de doble página los domingos, y bajaba mucho a Zaragoza y Teruel. Usé su coche. En apenas dos semanas, doblé los kilómetros que él había hecho en dos años: no llegaban ni a los dos mil, y le devolví el coche con seis mil. El día anterior a que nos entregasen la furgoneta, vine a Zaragoza a entrevistar o a presentar a alguien; de regreso, cuando dejaba atrás el pantano de Calanda, cerca ya de Mas de las Matas, salió a la calzada una cabra montesa y le di un golpe. Un golpe impresionante que hizo un importante bollo al coche. Bajé de inmediato, miré, rastreé un poco la calzada a ver si veía al animal. Ni rastro. Seguí conduciendo. Acababa de darme cuenta de que tendría que explicarle a Joaquín lo que me había ocurrido. Mostró ese gesto de sorpresa, pero no de reproche, y la prueba real es que jamás quiso que le pagase la pequeña avería: 50 ó 60.000 pesetas. Bueno, en realidad, ahora no me acuerdo bien de lo que ocurrió; sí sé que fuimos juntos al mecánico y que lo solventamos.

Al volver hacia La Iglesuela del Cid desde Villafranca me dijo: “No te preocupes, alguna vez tendría que llevarse un golpe. El coche ahí está, si tu mujer se lleva el otro a Cantavieja para las guardias, tú ya sabes donde está mi garaje de las eras”. Aquel gesto suyo lo hacía sentirme cerca de mí, mejor persona, mejor amigo de veras, porque yo no tardé en meterlo en un cuento de “Los seres imposibles” (Destino, 1998) y además junto a uno de los seres que más quiero en este mundo: una muchacha que aspira a ser actriz y que se llama Aloma. A él también le gustaba y me lo decía siempre: “Mi socia está muy guapa”.

El momento más memorable, más literario, que recuerdo de Joaquín se produjo durante el rodaje de “En brazos de la mujer madura” de Manuel Lombardero, que llevó al pueblo a Faye Dunaway. El obispo de Teruel se había negado a que se rodase en la ermita del Cid, y se produjo una revuelta curiosa. El primer día de grabación con la actriz, Joaquín estaba al quite. Vio la roulotte de Faye Dunaway, ella le sonrió, y se produjo un instante de atropellamiento. Joaquín llevaba las inmensas llaves de las dependencias municipales, quizá de la Casa Matutano, hoy Parador de la Iglesuela del Cid. Y en un instante de ofuscación del rodaje, superado por los gritos, las luces, el ajetreo de técnicos, etc., no se le ocurrió otra cosa que darle la llave a Faye Dunaway.

Me lo contó un par de veces, y la segunda, como si ya fuera consciente de la extravagancia de su gesto, me dijo: “Ella la cogió, la levantó en el aire y sonrió. Pensó que le estaba dando las llaves del pueblo”. Ella, creía Joaquín, había sido receptiva con su actitud, y la prueba es que en los dos o tres días que estuvo en el pueblo, estirándose la piel con toallas heladas de Casa Amada antes de entrar al set, siempre que lo veía decía: “My friend, mi alcalde”. Añadió Joaquín que “si no fuera por el inglés, aún podríamos haber festejado”. Joaquín no distinguió nunca del todo que aquel inglés era un actor, casado en la ficción con la actriz, pero no su amante ni su marido.

Vi a Joaquín hace algo más de un año en las jamonerías de Alejandro Centelles, con su bata, con las inmensas ganas de hacer cosas y contarme historias. Y de recordarme que un día una reina de Hollywood –la señora de “Bonnie and Clyde” o “Chinatown”, nada menos- le había sonreído y al hacerlo le recordaba que de él recibió las llaves del Maestrazgo, ese lugar donde el silencio habla, ese lugar del que acaba de irse para siempre Joaquín, el contador de historias, el seductor indomable, el pregonero, mi sastre inolvidable, el hombre bueno que quiso ser mi tío de América bajo el cielo más hermoso del mundo y me prestó su Renault Clío granate…
11/07/2005 01:16 Enlace permanente. sin tema Hay 4 comentarios.

JAN POTOCKI Y SU "MANUSCRITO ENCONTRADO EN ZARAGOZA"

potocki.jpgSi hay un escritor raro en la historia de la literatura, ése es Jan Potocki (1761-1815). Y esa misma extrañeza envolvió y envuelve a su libro más célebre: “El manuscrito encontrado en Zaragoza”, que empezó a bosquejar en torno a 1797. Entre 1804 y 1805 aparecieron unas pruebas de imprenta en San Petersburgo, pero hubo que esperar algunos años para que pudiese hablarse de ese texto y de un libro; en 1809, se publicaron fragmentos en alemán. Cuando se suicidó en 1815, el viajero, político y conspirador, científico y arqueólogo Jan Potocki, dejó muchos textos inéditos. Se relata una historia que parece inventada: cuando estalló la Revolución Bolchevique en 1917, se constató el rescate de una biblioteca que salió del país a lomos de una mula: pasó por Odessa, llegó a Marsella y París, y finalmente la colección arribó a una casona señorial en el medio de la Pampa. Un librero francés, un tal Plantureux, conoció este episodio y buscó la biblioteca y los papeles, que correspondían a Potocki. Años después, en 1958, el escritor Roger Caillois ordenó los materiales y logró publicar las catorce primeras jornadas de este “Decamerón” polaco, escrito bajo la protección del zar.

Jan Potocki realizó varias visitas por España. Unos dicen que dos, y otros tres. José Luis Cano, que fue el primer traductor al español, primero para una revista y luego para Alianza, habló de dos. En la última y tercera, según cuenta César Aira, que defiende una ulterior estancia, visitó el taller de Goya y Vicente López. El artista de Fuendetodos le hizo seguramente dos retratos, aunque hay uno que da la vuelta al mundo y figura en la vasta colección de cuadros atribuidos al maestro. Se sabe con certeza que estuvo en Barcelona, Madrid y Andalucía, que era una de sus pasiones, hasta el punto de que lucía sombrero andaluz, escribió el libro “Los gitanos de Andalucía” (fue estrenado y representado en el castillo de Enrique de Prusia en 1794), frecuentó los tablaos flamencos y era un admirador entusiasta de las mujeres morenas del sur. En ningún sitio consta que estuviese en Zaragoza: hay vagas alusiones a sus tránsitos que podrían sugerir su permanencia episódica, pero nadie se atreve a decirlo a pesar de que la advertencia de su libro empieza así: “Participé del asedio a Zaragoza en mi carácter de oficial del ejército francés. Pocos días después de la toma de la ciudad, caminando por un barrio un tanto apartado, encontré una pequeña casa bastante bien construida, que en un primer momento creí no visitada por ningún francés”.

Quien nos habla bajo el artificio del manuscrito encontrado es Alfonso van Worden, capitán al servicio de Felipe V, que constituye uno de los personajes claves de este libro de libros, de este manantial de relatos, de este retrato entre pintoresco, fantástico y escrupulosamente realista de aquella España, en la que Potocki se sumerge en 1809, si hacemos caso de la nota portical. A este personaje lo conocíamos bien porque es una figura clave de las catorce jornadas publicadas hasta ahora, pero su protagonismo se mantiene en mayor o menor medida en las jornadas rescatadas por el descubridor de la edición completa del libro: el italiano René Radizzani, que lo editó en 1989. Las nuevas ediciones, de Valdemar y de Pre-Textos, recogen 66 jornadas y cerca de mil páginas en letra más bien pequeña.
¿Qué es, qué quiere ser “Manuscrito encontrado en Zaragoza”? Siempre se ha dicho que el punto de referencia de partida debió ser “El Decamerón” de Giovanni Boccaccio. O los “Cuentos de Canterbury” de Geoffrey Chaucer, y quizá remotamente “Las mil y una noches”. En la primera jornada se dice: “En ese punto Zibbedea volvió a interrumpir a su hermana y le dijo...”. Es fácil detectar homenajes, coincidencias, esa misma pulsión por contar, ese gusto por narrar desde un lugar enigmático como Sierra Morena, con su inquietante topografía: Venta Quemada, la posada de los Alcornoques, las orillas del Guadalquivir, el árbol de los bandidos ahorcados, que entran y salen en la ficción como si formasen parte de la realidad y del espanto. Como si fuesen aparecidos. En otro lugar, se habla del empeño como “una historia de aparecidos”. En la Venta Quemada se reúnen las gentes y cuentan las historias de sus vidas o episodios laterales siempre en primera persona, con un estilo eficaz, rápido, seco, con una retórica justa, y un clima que no aburre jamás.

El libro tiene algo de laberinto constante, de clima sorprendente. En la primera jornada, asistimos a una levísima escena lésbica entre dos hermanas, Emina y Zibbedea, capaces de compartir “un marido para las dos” y de amar a un cristiano, y asistimos a un hecho inesperado: Alfonso goza del amor, duerme profundamente y amanece entre los dos ahorcados. Esa escena es toda una premonición o un aviso a navegantes. El travestismo y la homosexualidad están presentes a lo largo de la novela. Aquella España, que se debatía entre la exaltación romántica de los viajeros extranjeros y la invasión napoleónica, tenía muchos perfiles. Potocki se zambulle en ellos para desvelarlos. Los personajes cuentan y no acaban. Disfrutan recreando su existencia. A veces no les basta una sola jornada: el autor mezcla dos historias, las alterna y ambas avanzan con gran fuerza durante varios episodios. Así es todo el conjunto: está lleno de intuiciones y de sabiduría de autor, de tensión, de deslumbramiento estilístico, de personajes extraordinarios, de modernidad narrativa, de apuesta por eso que ahora está tan de moda como es la fragmentariedad.

Citaremos algunos porque de paso citamos la materia que se relata. Ahí está el endemoniado Pacheco, cordobés, amante de su madrastra, enamorado de la hermana de éste, que tiene alguna vinculación con la banda del bandido Zoto, cuyos hermanos Cicio y Momo son los colgados. En ese ámbito es lógico que se hable de una “posada invadida de fantasmas”, y que veamos que las dos hermanas Camila e Inesilla no son ajenas del todo al hecho esotérico (también participan de escenas lésbicas y de tríos amorosos), de “goces infames”, de ahorcados. Ahí están el blasfemo Landulfo de Ferrara o la impresionante historia de Rebeca, que es un cuento de terror gótico y de amores imposibles con Zulima y el joven mulato Tanzai; la muchacha gitana frecuenta a “los semidioses”, se refleja en los espejos y mantiene una relación inquietante con su hermano, que es un estudioso de las ciencias exactas.

En este capítulo de presencias científicas, no nos podemos dejar fuera al geómetra Pedro Velázquez, para el cual su padre sueña otros destinos. Sin embargo, su pasión por la geometría y la ciencia le lleva a inventar la ley del binomio y otros sistemas matemáticos. Su padre le quería enviar a la muelle vida cortesana y una de sus tías deseaba seducirle con malas artes. Se relata la historia del Judío Errante, que ocupa distintas jornadas, la de María de Tormes, la del jefe de los gitanos Pandesowne, pero también hay historias de inquisidores, de peregrinos malditos, de pesadillas, de anacoretas y demonios, cabalistas, magos, mujeres increíbles, forajidos, aventureros, políticos.

Es un libro que abarca todos los géneros. Y que es audaz incluso en el tratamiento del plagio: existen personajes que al recrear su historia están copiando textos ajenos, se basan en historiadores, cronistas, escritores. Potocki imita a Plinio el viejo, con lo cual se prueba que la intertextualidad ya estaba aquí. A Potocki lo copiaron muchos, entre ellos Charles Nodier, que no lo ha citado. Y la atmósfera general es más bien terrible, de apariciones y crímenes y disputas, de amoríos e inmoralidad, de brujería y pillaje, de esoterismo y de feroz realismo, de duende constante, de luchas más o menos soterradas entre judíos, moros y cristianos.

Las dos ediciones recientes son espléndidas. Presentan ligeras variaciones en la traducción. La de Valdemar ha sido vertida por Mauro Armiño (traductor, entre otros, de Rosalía de Castro y de Marcel Proust), y la de Pre-Textos por César Aira, que recoge la iniciativa de otro gran escritor argentino, José Bianco, responsable de la traducción que publicó Minotauro por vez primera en 1990 y que reeditó recientemente. Estamos, sin duda, ante uno de los libros más fascinantes de las letras universales, que lleva este título feliz: “Manuscrito encontrado en Zaragoza”. La lástima es que la acción no transcurra entre nosotros porque de hacerlo hubiese colaborado decididamente en nuestro imaginario aragonés.
11/07/2005 12:51 Enlace permanente. sin tema Hay 5 comentarios.

LAS MUJERES DEL CICLISMO, LAS HEROÍNAS DEL TOUR

anquetil200x245.jpgEl Tour ha sido una de las pasiones de mi vida. Y creo que tengo la cabeza llena de recuerdos inventados de la carrera: nombres como Louison Bobet, Gino Bartali, Fausto Coppi, Charly Gaul, Roger Walkowiak, Raymond Poulidor, Geminiani o Jacques Anquetil parecen acompañarme casi desde antes de nacer porque lo que se dice nacer nacer, yo nací en el año de Federico Martin Bahamontes, aquel 1959 en que se atrevió a humillar a todos los franceses y a huir, monte arriba, con aquel diminuto Gaul, “el ángel de la lluvia”, que había ganado el año anterior. Creo recordar vagamente los triunfos de Felice Gimondi, año 1965, no sé bien por qué, y el de Jan Janssen, en 1968. El ciclismo empezó a gustarme de veras con Eddy Merckx, aquel “caníbal” que todo lo ganaba y que todo quería ganarlo, hasta que Luis Ocaña le reveló que era humano en 1971.

Ver correr a Merckx era emocionante. Se batía en todos los terrenos con Van Springel, con Poulidor, con Cyrille Guimard, con Gimondi, con Ocaña y Fuente, Lucien Van Impe, Joop Zootemelk o con Bernard Thevenet, que interrumpiría de raíz su río de victorias en 1975. Merckx era prodigioso: tenía una codiciosa y enfermiza sed de victorias, pero luego era un caballero. Cuando se cayó en 1971 Ocaña iba como líder destacado, el belga se negó a ponerse el maillot amarillo y dijo en la meta: “No, no me pertenece. He perdido este Tour, no tengo nada que hacer, me vuelvo a casa”. Lo convenció el patrón Albani y siguió y ganó, pero antes había dicho algo muy gráfico, admitiendo la superioridad del español: “Hoy Luis nos ha dominado a todos como El Cordobés domina a los toros en la plaza”. Un periodista había resumido así el descalabro del corredor de Molteni en el Puy-de-Dôme: “El emperador fusilado. Jornada de ejecución. Jornada de consagración. Cuatro horas de drama y grandeza”.

Pero en realidad, no quería escribir del Tour, de donde lo veía, de cómo imitaba a los corredores en una bici prestada. Yo era mi propio cronista. Hacía las etapas en línea y en montaña, fingía vivir en un sprint colectivo, imaginaba las escapadas, y todo ello lo radiaba. Si alguien me hubiera conocido entonces, habría dicho: “Ese niño está loco. O alunado”. Cuando jugaba con los balones de trapo en el pasillo de mi casa y hacía al Real Zaragoza o al Racing de Ferrol –siempre he sido mitómano, y en el Ferrol jugaba uno de mis primeros ídolos de la infancia: Aurre; el único partido del Deportivo que vi fue contra el Ferrol de Crespo, Aurre, Bastida, Santiago Castro, Pedro Amado- campeón de Europa, también radiaba los partidos. Siempre vivía mi Tour en la práctica en la bicicleta de los gemelos Dubra, uno gordo y otro flaco; poseían una bicicleta azul y otra roja, una hermana que les hacía pan mojado con vino y azúcar y que era como un monumento sexual de la niñez antes de que supiéramos colocar el epíteto “sexual”.

Creo que ya he entrado algo más en materia. He abierto el ordenador porque quería contar algo de los amoríos de los ciclistas. Quizá la historia más bonita es la de Fausto Coppi, que se enamoró locamente de una mujer casada, Giulia Occhini, madre de dos hijos, que apareció un día con un jersey blanco y pasó a ser conocida como “La Dama Blanca”. Es sabido que era insultada por los seguidores de Coppi, doble campeón del Tour (igual que Gino Bartali), que le reprochaban no sólo que hubiese abandonado a su marido y a sus hijos, sino que debilitase la formidable condición atlética del esbelto ciclista. Jamás escondieron su amor, y “La Dama Blanca”, creo recordar, fue acusada de haber envenenado al campeón tras una gira por África. En cualquier caso, la pasión era absolutamente recíproca: la exhibían sin tapujos e incluso Giulia y Fausto subían al Izoard para animar al gran Louison Bobet.

Coppi ya era un seductor, como lo sería poco después el gran Jacques Anquetil, que perdió la cabeza por Janine, la mujer de un médico de deportistas. La foto de arribas es de ambos. Anquetil, anguloso y bien parecido, era incorregible. Se vieron y se produjo el flechazo, y Jacques incluso tuvo que raptarla de la casa de su marido –tal como recordaba anoche en un espléndido artículo en “La Vanguardia” Xavier G. Luque- disfrazado de fontanero. Se amaron, y Anquetil quiso tener hijos; Janine, que ya era algo mayor, no accedió, pero el rubio Jacques logró convencer y seducir a la hija de su mujer, Annie, que tenía poco más de 18 años y estaba enamorada del campeón, y engendraron a la joven Sohie. Esa historia apareció hace un año o así en la prensa. Al recordar este episodio no pude dejar de pensar en el sátiro Georges Simenon, de quien se dijo que había perturbado a una de sus hijas.

A Ocaña lo acompañaba Josiane, que llegó a falsificar la documentación para estar cerca de él en la competición (en el libro “Locos por el Tour” de Arribas, López-Egea y Pernau se registra esta anécdota: “Antes de pegarse un tiro, Luis Ocaña llamó a su amigo Juan Hortelano. ‘Juan, he tenido una bronca de espanto con Josiane y me voy a pegar un tiro”. Se lo pegó de veras a los 48 años); a Bahamontes lo acompañaba su inseparabe Fermina, todo un personaje, algo así como la María Galiana de “Cuéntame”. A Induráin, Marisa López de Goicoechea, a la que responsabilizaron de la desmotivación final del corredor de Villava. Hace unos años, a Lance Armstrong lo acompañaba su primera esposa, la rubia Linda. Y ahora lo hace Sheryl Crow, que lo besa en la boca como si nada. Con avaricia de triunfo y con esa complicidad de quien ha dormido en el suelo con el héroe y le ha cantado al oído aquello de “All I wanna do”.
12/07/2005 10:20 Enlace permanente. sin tema Hay 7 comentarios.

ARAGONESES EN LONDRES. ENTREVISTA CON BEGOÑA MOREA

tamesis2.jpgSon bastantes los artistas y escritores que han vivido en Londres, azotado la semana pasada por el terrorismo islámico: José María Aguirre, fallecido hace casi un año, traductor de Thomas Stearns Eliot; José María Conget, que conocía a la perfección las neblinas de la ciudad y la casa de Jack el Destripador; Alfredo Castellón, que vivió allí un tiempo hace más de treinta años y vivió un apasionado romance con una joven catalana; Almudena Caro, una joven fotógrafa que estudia y trabaja en la ciudad y ha sido seleccionada para el Premio Isabel de Portugal por su foto “En espera” (puede verse en el Palacio de Sástago), premio que ganó el pasado año la zaragozana Begoña Morea, que también recibió premios en los certámenes de Arte Joven, en una ocasión con una obra muy personal y narrativa titulada “Cómeme los pechos”. Begoña Morea (Zaragoza, 1975) es graduada en Teoría y crítica de arte contemporáneo en la Goldsmiths University de Londres (BA Hons Fine Art). Su arte se expresa a través de diferentes disciplinas artísticas como dibujos digitales, texto, polaroids, vídeo, videoinstalación y fotografía. Trabaja y crea en Londres desde 1998. La entrevisté hace algún tiempo. Por eso reproduzco aquí la entrevista.

-¿Desde cuándo se dedica usted al arte?
-Desde que marché a Londres en 1998. Me matriculé en Zaragoza en dos cursos de Físicas. Aprobé uno y abandoné en el segundo. Las Ciencias Físicas me habían gustado desde siempre, sobre todo esas teorías que sirven para explicar el mundo, los movimientos cotidianos del conocimiento científico. Pero de repente, marché a Londres y corté con todo eso.

-¿A qué fue a Londres?
-De entrada a aprender inglés. Pero había algo más: necesitaba descubrirme como ser humano, ver cómo reaccionaba en una ciudad diferente, multicultural, con la barrera del idioma por medio. Iba a encontrarme con mi yo emocional, si así puede decirse. Mi viaje era como “el gran tour” del siglo XIX: un aprendizaje interior. Pensé que esa aventura podía ser muy nutritiva.

-Ya. Y ahí, en Londres, descubrió...
-Mis inclinaciones artísticas. Quizá siempre hubiese interesada en el arte, pero allí se produjeron varias coincidencias: conocí a las personas adecuadas y empecé a trabajar en la National Gallery: primero como camarera, y luego como guarda o vigilante de los cuadros.

-Parece un juego del azar o una llamada del destino.
-Fue una experiencia fascinante: existía una comunicación entre lo que observaba a diario, obras desde el siglo XIII hasta finales del XIX, y lo que empezaba a existir dentro de mí. Allí veía la pintura mitológica de Tiziano como “Baco y Ariadna”, los cuadros de Piero della Francesca o la perspectiva, el color y el detalle de Van Eyck, por ejemplo, pero también Van Gogh o Picasso. Aquello me permitió enriquecerme visual y culturalmente en una ciudad cuya calidad de vida es pésima. Es difícil encontrar tiempo libre.

-¿Cuáles fueron los siguientes pasos?
-Por la mañana trabajaba en la National Gallery y por las tardes iba a inglés y a un curso de arte y diseño. Y finalmente realicé dos cursos de adaptación a la Universidad. Tras aquella experiencia, realicé tres años de Teoría Crítica del Arte Contemporáneo y Bellas Artes. Al principio realizábamos experiencias en todos las disciplinas y en los seis últimos desarrollábamos proyectos específicos.

-Usted hace de todo: escultura, instalación, fotografía...
-Y dibujos digitales. A mí me interesan todas las disciplinas, pero lo que tengo muy claro es que quiero desarrollar mis ideas. Y desde el principio, en Londres, me han enseñado a llevarlas a cabo en cualquier disciplina.

-¿Quiere eso decir que le importan más las ideas que su ejecución técnica?
-En absoluto. Respeto mucho la artesanía, la buena elaboración, el oficio, el arte. Y cuando tengo algún problema –por ejemplo, no soy buena fotógrafa; no sé editar mis vídeos...- acudo a un especialista, a alguien que puede ayudar a salvar los obstáculos técnicos, de luz, diseño o composición. Creo que soy una artista conceptual. El arte digital me interesa mucho. Ahora estoy trabajando con dibujos digitales muy relacionados con la abstracción.

-Hablemos un poco de sus ideas, de las líneas de inspiración, de sus motivaciones.
-Mis ideas están relacionadas con mi propia biografía. Desarrollo proyectos para intentar comprender mi propia ruptura con el espacio (Zaragoza, mi barrio de Las Fuentes), con los lazos afectivos. En mi obra hay muchas referencias a mi origen, a las relaciones madre e hija, a la pérdida. Ahora me ocurre una cosa muy curiosa: estoy muy interesada en la cultura que se desarrolla en Aragón. Me encantaría volver a Zaragoza. Cuando llegué tenía la sensación de haber llegado a casa. Me sentía inmensamente feliz.

-Ha impartido un Taller de Creación Artística en el monasterio de Veruela.
-Fue una experiencia fascinante. Un desafío y un halago. Una aventura muy enriquecedora encontrarme con el arte maravilloso de Veruela. Durante mucho tiempo, lo aragonés ha sido para mí extranjero. Ya no me ocurre eso: admiro la obra de Carmen Molinero, Quique Radigales y, por supuesto, Goya, un artista fantástico que profundizó en el concepto de artista moderno. Y además, estuve encantada de venir y de conocer todos los pueblos, aunque reconozco que Londres también produce adicción. Allí, ser artista es muy complicado: sólo se mueven con figuras, aunque se percibe cada vez más que se apuesta por un arte social.

-¿Cómo fueron a ser sus clases?
-Fueron tres días. Iniciamos las sesiones con una Introducción teórica, basada en textos de Roland Barthes y Michel Foucault sobre el arte de los 80 como punto de partida; y luego hubo conferencias por la mañana en torno a creadores del siglo XX y XXI y trabajos prácticos por la tarde en torno a una serie de nociones como la identidad, el lenguaje de los sentidos en el monasterio. Propuse a los once alumnos –que eran de Zaragoza, Vizcaya y Navarra- un “Diario”: que anoten, dibujen, fotografiasen en polaroid o grabasen en audio o en vídeo sus experiencias. El segundo proyecto, titulado “Yo visible”, estaba relacionado con la identidad: les sugería que hiciesen piezas en las que disfracen su personalidad. Y el tercer proyecto se tituló “Adivina quién viene a cenar”: gira en torno a la idea de la relación entre el arte y la comida a través de la historia.
13/07/2005 13:01 Enlace permanente. sin tema Hay 5 comentarios.

DARÍO FO, FRANCA RAME Y EL SEXO OLVIDADO

forame.jpgDesayuno con “La Vanguardia” y leo el elogioso artículo de Xavier Bru de Sala sobre Jesús Moncada, al cual considera preterido y maltratado en Barcelona, sobre todo si pensamos en los elogios y homenajes que recibió Terenci Moix. Lo define como un anacoreta de la literatura, recuerdo una frase de mi maestro y amigo Miquel Ángel Riera (si a alguien le interesase en este blog hay un artículo extenso sobre él) y escribe que sostenía el manacorí: “las obras, una vez escritas y publicadas, deben ser abandonadas a su suerte por el autor, de manera que se hundan o floten según sus propios materiales, no por la embarcación, al fin y al cabo efímera, en la que se sostienen”. Y culmina Bru de Sala con estas frases sobre Jesús Moncada: “Enorme talento, gran anacoreta, Moncada se dedicó sólo a una su obra. A su obra y nada más. Ni lo olvidéis ni la olvidéis”.

Y en esa contraportada que tanto me gusta leer, Ima Sanchís entrevista a Dario Fo. Me entero de que en 1973, un grupo fascista torturó y violó a su mujer Franca Rame. Dice Fo: “Los tribunales han oído testimonios sobre cómo se brindaba en los cuarteles para celebrar esa violación, han oído nombres y detalles concretos; pese a ello, aquel terrorismo de Estado quedará impune: sumario cerrado”. A su mujer, actriz y escritora, le dedica un hermoso párrafo: “Mi gran amor es Franca Rame desde el primer día que la vida, sobre un escenario. Era bellísima, todos la cortejaban y yo pensaba: ‘Jamás conseguirás una mujer como ésta’`”.

Pero lo que más me ha gustado de las declaraciones de Fo está vinculado a su libro “El país de los cuentacuentos” (Seix Barral, 2005). Recuerda el autor de “Muerte de un anarquista”: “Había un tipo que contaba que podía volar. Otro se paseaba desnudo con el traje pintado en la piel. Desde entonces la figura del indiferente, del imprevisible, del ilógico, siempre me ha fascinado”. Y añade que la historia que más le ha fascinado es ésta: “Una antigua fábula francesa que cuenta la noche de bodas de un joven muy cándido que nunca había visto el sexo de una mujer. La novia, para librarse de él, le dice que se ha olvidado su sexo en casa de la madre y el muchacho va a buscarlo. Su suegra entiende la burla y le da una canasta con un conejito. El conejito se escapa y el joven llega ante su novia llorando: ‘He perdido tu sexo, soy un desgraciado’. Ella se enternece: ‘Mira, ha vuelto’. ‘Pobrecito, dice el joven, debe reposar, haremos el amor mañana’.
13/07/2005 13:21 Enlace permanente. sin tema Hay 4 comentarios.

42 AÑOS EN LA VIDA DE UN LIBRERO

Zweig.JPGENTREVISTA CON JAVIER DE LA RICA (ZARAGOZA, 1943)
LIBRERO DE LA LIBRERÍA GENERAL DE ZARAGOZA, DE 1963 A 2005.

-¿Cómo se le ocurrió meterse librero?
-Yo había sido un buen alumno en Agustinos, pero tenía dificultades de visión. Tenía una miopía de 32 dioptrías. Mi padre me llevó a un oftalmólogo militar, que le dijo: “Este chico no debe hacer ningún esfuerzo. Antes de los 30 años se quedará ciego”.Tenía una tía que era amiga de Luis Boya, habló con él y le dijo: “Que venga a probar”.

-Probó y se quedó. Recuérdenos cómo fue el primer día en la Librería General.
-Me estrené en las navidades de 1963. Había bastante follón, y yo debía estar por allí viendo como se trabajaba, sin atender a nadie. Los libros me gustaban. Aquel era otro mundo: yo era retraído, llevaba unas impresionantes gafas de culo de vaso y observé que la gente me miraba con recelo. Pero curiosamente no tenía ningún complejo, podía parecer distante, pero incluso ligaba bastante bien.

-¿Qué libros, qué colecciones se vendían entonces?
-Había colecciones de gran éxito como las de Luis de Caralt, que era el equivalente a Planeta y Plaza & Janés de ahora. Había autores de moda como Stefan Zweig, que lo publicaba Juventud. Recuerdos que otros autores de moda como Lajos Zhilaj, autor de un libro de gran éxito como “Primavera mortal”, o Van der Mersch, famoso por “Cuerpos y almas” o por la primera novela sobre la homosexualidad que leímos casi todos, “La máscara de carne”. Y estaban, claro, Luca de Tena con títulos como “Edad prohibida” o “Los renglones torcidos de Dios”, que aún se sigue vendiendo. Y Gironella, claro.

-¿Quiénes fueron sus maestros?
-Pepe Muñío, que luego dejó la General, que entonces estaba en la calle San Miguel, y fundó la Librería París, o Ignacio Ferreruela, que era encantador y lo sabía todo de libros. En ocasiones, tenía hasta el mal genio del librero, pero era un hombre entrañable. Le gustaban los libros, y no se preocupaba de la rentabilidad ni del almacenamiento. Quería tener los mejores libros a disposición del cliente. Ahora el librero se siente abrumado por todo: por el río de novedades, por la competitividad, por la obsesión de las ventas. Ahora hay tantas novedades que a veces nos convertimos en meros tramitadores y transportadores de libros. A veces, reflexionas sobre tu oficio y te preguntas: “Qué soy en realidad”. ¿Sabe una cosa?

-Usted dirá.
-Antes, cuando nos llegaban los libros, cada uno cogía cuatro o cinco novedades, leía las sinopsis, hacía una breve lectura en diagonal, y explicaba a los otros su contenido. Era ahora sería una quimera y un despilfarro…

-¿Cómo se forma un librero?
-Yo he intentado recoger información de todas partes. Del editor, de los periódicos, de las revistas, de los clientes, que siempre te enseñan mucho. Yo siempre he tenido un cliente intelectual, que es quien te abre los ojos a un mundo más sofisticado, y un cliente más normal, cotidiano. No he sido nunca un librero elitista, no me ha importado vender best-sellers ni libros difíciles.

-Si tuviese que recomendar tres libros de los que ha vendido en estos 40 años, ¿con cuáles se quedaría?
-“La sombra del viento” (Planeta) de Carlos Ruiz Zafón. Lo leí por compromiso. Planeta, como hacen otras editoriales, me mandó una carta, me pidió que lo leyera y me fascinó. Me ocurrió lo mismo con “Mentira” (Edhasa) de Enrique de Hériz, hay que leerlo porque no hay una sinopsis, y me parece una estupenda novela. Y otro libro que recomiendo siempre es “María Bonita” de Ignacio Martínez de Pisón, un autor que es una debilidad para mí, lo he seguido desde sus inicios porque es un narrador nato. Creo que “María Bonita” (Anagrama) es un libro especial: acierto siempre que lo recomiendo. A mí me gusta la novela bien contada.

-Hablemos de cosas curiosas que le hayan ocurrido.
-Tengo muchas anécdotas. He asistido al gran despegue del libro aragonés, he tenido clientes admirables como José Manuel Blecua, que era un hombre exquisito y afable, o como el banquero Felipe Bescós, que venía todos los días del año a comprar ensayo literario, arte e historia. Cuando se murió, quise comprarle su biblioteca porque sabía que era extraordinaria.

-¿La mejor anécdota?
-Nosotros, en vísperas de la Transición, también vendíamos bajo mano libros prohibidos: León Felipe, Henry Miller. Y un día un cliente pidió la “Antología rota” de León Felipe, y yo se la di. Era policía. Me quedé completamente blanco. Nos pusieron una multa de 250.000 pesetas, que no hubo que pagar porque llegó la democracia. Y el mismo 23-F vino un señor que me pidió el tomo VII de la “Historia de España” que dirigía Artola. Era un volumen de Ramón Tamames. “Dámelo, que mañana este libro ya no se va a poder vender. Ya hay tiros en Madrid”. Y esa noche se produjo el golpe del coronel Tejero.

-¿Qué hará a partir de ahora?
-Hacer todo lo que no he podido hacer en estos años: viajar, ir al mar, que es una de mis pasiones, leer, pasear. Me voy tranquilo, con la sensación de que he sido honesto. Y si alguna vez tengo un amago de depresión lo mitigaré con las películas de Marilyn Monroe. Estoy enamorado de Marilyn, ésa es una verdad como un templo. Mi mujer lo sabe y lo lleva bien.
14/07/2005 23:54 Enlace permanente. sin tema Hay 3 comentarios.

UNA HISTORIA DE AMOR MUY "BRITISH"

ashbou10.jpgUn importantísimo actor inglés, ya veterano pero fascinado de niño por Shakespeare, posiblemente el mejor de todo el elenco de “El señor de los anillos”, conducía su coche un día por Londres y vio a un muchacho que se le antojó interesante y atractivo. Llamémosle Nicolas. Detuvo el auto a su lado y lo invitó a subir. No se sabe, de fuente cercana, qué pensó el joven, estudiante en Londres de alguna disciplina artística, ni qué palabras oyó. También a él le habían advertido de pequeño que no subiera al coche de un desconocido. El actor veterano lo sedujo de inmediato: plantó ante sus narices un mundo que hasta entonces le había estado vedado: conoció a actores importantes del teatro, del cine y de la televisión, a escritores, a artistas. E incluso, cuando el intérprete fue candidato al Oscar por su magnífico papel (también lo había sido en otra ocasión), lo invitó a la ceremonia. En algunas fotos, se ve al actor y el joven, que jamás había tenido una relación homosexual. Al cabo de un tiempo, finalizó el deslumbramiento recíproco. Nicholas ha vuelto a su vida cotidiana e incluso se ha echado una guapa novia inglesa, pero lo que no se hubiera imaginado es que el gran actor, que ya le había pagado alguna matrícula, siga costeándole sus estudios casi al completo en Londres.
14/07/2005 11:13 Enlace permanente. sin tema Hay 2 comentarios.

RECUERDO DEL FOTÓGRAFO AURELIO GRASA

grasa.jpgCon Santiago Ramón y Cajal, retratista constante y teórico de la fotografía en color, Aurelio Grasa Sancho (1893-1972) es el fotógrafo aragonés, histórico, de mayor proyección internacional. Y no puede decirse que haya tenido la suerte que se merecen su trayectoria, su calidad de pionero del reporterismo y la excelente factura artística de sus fotos de los años 20 y 30 y de la posguerra. Estudiosos de alcance nacional como Joan Fontcuberta y Publio López Mondéjar (éste en el proyecto “Las fuentes de la memoria”) divulgaron su obra extramuros de Aragón, aunque su exposición más importante se le organizó en 1976 en la galería Costa 3, dirigida por su hija Teresa Grasa y su yerno Carlos Barboza, ambos investigadores, artistas y fotógrafos.

Más de un cuarto de siglo después, y tras algún intento fallido de organizar una antológica en el Palacio de Sástago, en la Sociedad Fotográfica de Zaragoza se presentó una importante y reveladora muestra del fotógrafo y médico: “Aurelio Grasa. Reportero gráfico, 1910-1917”, que recorría su carrera en la prensa –especialmente en HERALDO, “Abc” y su revista “Blanco y negro”-, desde que tenía 17 años hasta el año de licenciatura. En esos siete años, Aurelio Grasa trabajó sin cesar: con apasionamiento, con rapidez, con entusiasmo y con un sentido de la composición y de la noticia que prueban su olfato periodístico. Estamos ante un pionero de la fotografía documental en Aragón.

Juan Domínguez Lasierra, apoyándose en los testimonios familiares y en los trabajos del libro-catálogo de 1976, explica la ligazón de Grasa con este diario. Recuerda que el fotógrafo titular era el fotógrafo de estudio, Gustavo Freudenthal, el hombre que retrató a Einstein en su viaje a Zaragoza en 1923, pero que él realizaba una labor “meramente ilustrativa” desde su estudio del Coso 33 ó 35. No obstante, un momento especialmente fructífero para la fotografía de prensa fue la Exposición Hispano Francesca de 1908. Y fue el jovencísimo Aurelio Grasa, de 17 años, quien introduciría en un medio parco en imágenes un nuevo concepto de la fotografía. En el libro-catálogo de 1976, Emilio Grasa, hermano del fotógrafo, narraba un detalle tan importante como pintoresco: “Se compró una moto y con ella iba a todos los sitios. Cuando había toros iba con la moto y su caja de placas, y al día siguiente ya salía en el HERALDO y en el ‘Abc’. Si a las seis terminaba la corrida, a las ocho ya estaban reveladas y las llevaba a HERALDO por la noche”.

Otro periodista casi legendario en estas páginas, el bilbilitano Andrés Ruiz Castillo, “Calpe”, lo perfiló así: “Su afición a deambular por las calles zaragozanas en busca de lo sorprendente, le llevó insaciablemente a fotografiar toda clase de escenas y sucesos, a interesarse por los acontecimientos sociales”. Y apostilla: “Sin pretenderlo se convirtió en un gran repórter gráfico, con personalidad y estilo”. Otro compañero como Miguel Gay recuerda que era “simpático y tranquilo, parco en palabras, pero con una mirada honda que lo decía todo”. Líneas más adelante, anota: “Para Grasa la fotografía no era un oficio sino un hobby, que se dice ahora, una afición para la que poseía un fino sentido, un especial instinto, un modo personal de hallar en las cosas y en los hechos lo que tenía que ser noticia, pero que sólo él acertaba a captar y a retratar”.

En 1910, Grasa se matriculó en Medicina, se licenció en 1917 y se especializó en radiología y dermatología, y ese mismo año, concretamente, un trece de junio publicó sus dos primeras fotos en este periódico: “Los alcaldes de Borja, Agón y Bulbuente en el patio de la Diputación de Zaragoza” y “Exposición de flores en el umbráculo del Hospicio de Zaragoza”. No parece que haya estado nunca contratado en el diario, aunque fue un colaborador fijo, probablemente sin sueldo, que realizó cientos y cientos de fotos en esos años. A nada le hacía ascos: parecía darle lo mismo foto cotidiana, la de los trabajadores en cualquiera de sus apacibles faenas y en sus tumultos, o el documento social (ahí destaca la llegada del féretro de Costa a la estación de Zaragoza y su traslado al cementerio de Torrero) que la instantánea turística, paisajística, romántica o deportiva, donde brilló a alto nivel, hasta el punto que los coches, los aviones, las bicicletas, las motos o los deportes de nieve ocupan muchos negativos en su impresionante archivo de varios miles de tomas. Una de las más célebres fue la toma de Montblanc desde un avión que volaba a más de 6.000 metros de altura. Y otra modalidad en la que destacó en esa época fue la fotografía taurina: hizo reportajes a Bombita, a Manolete, a Florentino Ballesteros, al cual le dedicó un reportaje de cuatro fotos en 1915.

La carrera de Grasa no se acabó en 1917 ni abandonó sus colaboraciones en la prensa. Siguió cediendo fotos, pero en 1921 abrió una consulta en Zaragoza. Para entonces ya había estado en París y había mejorado sus conocimientos científicos y había conocido las vanguardias artísticas, con sus fotógrafos. A partir de ese momento, nacía otro fotógrafo: el fotógrafo del arte que captaba con tersura, con una composición arriesgada y original, con voluntad artística. Esa es la exposición que le debemos, o que nos debe, Aurelio Grasa, “uno de estos ingenios que produce esta tierra, incisivo a veces, de respuesta rápida y finalmente, hiriente en defensa propia, pero con una gracia espontánea sin igual”, según dijo el ex alcalde Luis Gómez Laguna.
15/07/2005 01:17 Enlace permanente. sin tema Hay 1 comentario.

EL MAR DE ZARAGOZA

pilar.jpgAunque parezca extraño vine buscando el mar. Soy fotógrafo o quería serlo entonces. Tenía veinte años y ni una sola novia en el mundo. Todos me decían: “Si a Zaragoza no llega el océano. Vino hace siglos y se fue luego a otras orillas”. Me instalé en Casta Álvarez, 14. Un marino, que debía dos muertes al mundo y tenía el pecho tatuado de sirenas, había montado una tasca cerca de mi casa: “La taberna del mar”. Era la parada de los legionarios nostálgicos y de algunas putas que aborrecían el carmín de los labios. Ese lugar con fanales y minúsculos barcos se convirtió en mi refugio. Cada noche salía con Iñaki Bermejo a hurgar en las basuras y luego acabábamos allí. Él amaba a una mujer que trabajaba de día en un puesto del Mercado Central, que también me recordó, con su agitación de gritos, verduras y frutas, el desorden de los puertos. Había una luz turbulenta que evocaba el bullicio de las lonjas en medio de la niebla.

Me asomaba al Ebro, que avanza entre puentes hacia el mar. Cuando llegaban las riadas, me iba con mis botas de náufrago en tierra y me hundía en el humedal de la arboleda de Macanaz. Con mi cámara al hombro, era capaz de imaginar el oleaje y de fotografiarlo con apariencia de verdad. Los fotógrafos, si quieren, también mienten. Y casi por esos días recibí otra señal de que el mar no estaba lejos: un joven poeta, Javier Delgado, publicó un libro de poemas que era un sueño de espumas en el centro del páramo: “Zaragoza marina”. Se convirtió en mi libro de cabecera y en mi obsesión.

Más tarde, salí de viaje: conocí el mar de Caspe, la laguna de Gallocanta, el horizonte de viñedos de Cariñena, Paniza y Alfamén, esos celajes del crepúsculo en Nuévalos o en el curso del Piedra donde el mar se adivina como un horizonte terso y sin olas. Y entonces llegó a mis oídos una canción que se llamaba “Mar de amor”, de un tal Labordeta. Cuando volví a “La taberna del mar”, el marino me dijo: “Lucía e Iñaki se han ido a Tenerife. Ellos no pueden imaginar el mar. Quieren estar ante él”. Pensé: “Cuando el mar se lleva dentro, en la sangre o en la historia, es fácil verlo fuera”. Y yo lo invento y lo veo. Como Pedro Porter, Martín Cortés y Odón de Buen, navegantes de una tierra sin mar. No le dije que yo también amaba a Lucía. Solos y borrachos, escuchábamos a menudo: “He cruzado la lluvia de tus pechos // igual que albatros al volar, // y he dejado muy suave en tus cabellos // el sabor de las olas y la sal”. Tampoco en el amor, Zaragoza era distinta de Venecia.
15/07/2005 09:57 Enlace permanente. sin tema Hay 6 comentarios.

DALI: VISIONES DE AGUSTÍN SÁNCHEZ VIDAL

DaliavecGalaEluard.jpgENTREVISTA / Agustín Sánchez Vidal, catedrático de Historia del Cine de la Universidad de Zaragoza, acaba de editar el volumen tercero de la “Obra completa” (Destino) de Salvador Dalí, con poesía, prosa, teatro y guiones de cine. Además de novelas como “Rostros ocultos”, aparecen multitud de inéditos que revelan, de nuevo, toda la potencia literaria del pintor de Cadaqués.

“Dalí fue trabajador, apasionado y brillante,
y escribía espléndidamente”

“Dalí posee una gran capacidad de penetración
para entender lo que es una época”

-¿Cómo podríamos resumir las intuiciones, las visiones y el pensamiento de Dalí?
-Quizá la primera característica, la que lo convierte en un pensador tremendamente original, es que es un hombre que categoriza de una forma que hoy denominaríamos multimedia. Su diagnóstico sobre una época no lo establece únicamente a través de elementos librescos sino que lo hace prácticamente en todos los ámbitos y los gestos de la vida cotidiana. Es capaz de leer obras que se darían por clausuradas en su interpretación como el “Ángelus” de Millet, y de darle la vuelta.

-Una de las aportaciones del año Dalí ha sido su vinculación con la denominada cultura de masas.
-Eso es decisivo. Hace eso mismo en las modas, en los parques de atracciones. En 1933 diseña un parque de atracciones surrealistas. Por supuesto que es un gran innovador del terreno museístico, el Teatro-Museo de Dalí es un modelo que ha sido imitado; en 1974, cuando fue inaugurado, su única competencia acaso fuera Disneylandia. Para diagnosticar una época, Dalí tiene en cuenta absolutamente todos los elementos.

-¿Qué otras características valora del artista?
-Tenía una gran formación filosófica: una gran formación kantiana, una grandísima influencia de Nietzsche, que es quizá uno de los ruidos de fondo de la obra de Dalí, sin la cual no se entiende que llegue cómo llega a Wagner, y cómo llega a Bizet. Y cómo llega a Hitler. Sin Nietzsche y Wagner no llegas a Hitler. Dalí es capaz de darse cuenta de que Hitler es un fenómeno de consideración de los intelectuales porque está fascinando a las masas. En el año 60 hace videoart, tuvo que utilizar un prototipo en Nueva York con el fotógrafo Philippe Halsman... Dalí se tomaba en serio la fotografía, pero que te tomes en serio también el cine, los escaparates, las revistas de moda y el diseño, las ferias, los parques de atracciones... Dalí posee una gran capacidad de penetración para entender lo que es una época. Y también para intuir el peligro de banalización que ha venido después. Poseía una mente muy sólida. Y escribía espléndidamente.

-Esta sí que es, sólo en apariencia, una novedad...
-Desde luego. Con la publicación de las “Obras Completas” por Destino, Salvador Dalí debe ser tenido en cuenta. Ya debería haber sido tenido en cuenta estando en el mercado libros como “La vida secreta”. Eso bastaría ya para tener en cuenta a Dalí como escritor. Con la novela “Rostros ocultos”, que es su otro gran empeño, más todavía. Pero cuando se ve que eso no son dos florones aislados, sino que eso son dos islotes de un archipiélago... Y lo que sí está aquí...

-Con aquí se refiere a la aparición del III volumen de las “Obras completas” de poesía, prosa, teatro y cine, que usted ha preparado y prologado...
-En efecto. Digo que aquí, en las casi 1.300 páginas, a diferencia de los dos anteriores volúmenes, en que los materiales ya estaban publicados, hay muchos inéditos. En Dalí pintor se detecta inmediato que sus cuadros no son obras hechas en cuatro días. Y por eso te deja aún más asombrado su escritura. Cuando escribe, por ejemplo, “Rostros ocultos”, en 1943, él acababa de hacer una exposición en la galería Julien Levy y había ganado 25.000 dólares de ese época. La revista “Life” lo consideraba posiblemente el pintor joven más rico del mundo. Deja de pintar durante cuatro o cinco meses para escribir la novela, se va a New Hampsted; es decir, que hay muchas horas dedicadas a escribir. Y con unas ideas brillantísimas. Eso explica lo importante que fue para él la literatura.

-O sea, que ahora también tendremos que convenir que Dalí fue un gran trabajador...
-Trabajador, apasionado y brillante. Detrás de un volumen como éste, “Obra completa / III”, habrá cinco volúmenes más de manuscritos desechados. Solo por escribir eso, más de 1.300 páginas, en catalán, en francés, en castellano, no te lo puedes tomar a la ligera.

-Valoremos su poesía.
-Es lo más desigual. Hay cosas magníficas y cosas que son verdaderos bodrios.

-Sí se le ve muy inmerso en la parte más experimental del surrealismo y del 27.
-Se lo voy a decir de una forma un poco técnica, pero se entenderá. Salvador Dalí, y Luis Buñuel y Juan Larrea y el Gerardo Diego creacionista, son la prueba del nueve de que la Generación del 27 nunca existió. Se puede pasar perfectamente desde el ultraísmo al surrealismo sin que en medio haya nada, ninguna aportación, salvo que hagas combinaciones de elementos ya pasados con la vanguardia. Si tú combinas el “Cántico espiritual” de San Juan de la Cruz con el gongorismo y el ultraísmo te sale el “Cántico” de Jorge Guillén, y te sale el primer Cernuda. Si coges el ultraísmo y el romancero artístico, el romancero tradicional, te sale el “Romancero gitano”. Dalí y Buñuel que no cayeron en esa trampa, niegan siempre que haga falta un retorno al orden, un retorno a la poesía pura. Pasan del ultraísmo al surrealismo limpiamente. Y donde mejor se ve es en la poesía.

-En el capítulo de la prosa, hay un texto como “Viva el surrealismo”.
-Yo creo que ese texto es un enigma. A mí me cuesta creer que Dalí lo defendiera como novela. Otra cuestión es que si se entiende que iba a ser una novela surrealista que iba a tratar de recoger el espíritu del grupo derivado hacia una narración no narrativa, como “La condesa sangrienta” de Valentine Penrose, libro que gustaba mucho a los surrealistas.

-Los ecos de Sade y Lautréamont en Dalí quizá sean perceptibles en “Relato”...
-Es tremendo. En efecto, es una mezcla de Lautréamont y Sade, a los que leyó en sintonía. En realidad, son dos escritores muy diferentes. Digamos que hay una sintonía entre “Las flores del mal” de Baudelaire, Sade y Lautreamont, y los tres, leídos y depurados en secuencia, dan un poco eso: “Relato”. Lo más sorprendente de Dalí es que descubres que con él los idiomas no importan. Yo lo atribuyo a que, además del carácter extraterritorial y de que escribe en varias lenguas, hay una extraterritorialidad profunda que consiste en ser un pintor. Me encontré con textos maravillosos como “Teresa y el hombre tronco”, ante el cual me meaba de la risa.

-Aquí también están los ballets y el teatro que concibió y varios guiones de cine.
-Le apasionan los mitos, posee una erudición deslumbrante, asimila perfectamente a Wagner, que está muy influenciado por Calderón. Como Nietzsche, Dalí también se desmarca de Wagner. “Un perro andaluz” es casi una parodia de Tristán e Isolda, una historia de amor imposible modernizada. Los guiones, menos “Un perro andaluz” y “Babaouo”, son todos inéditos. Dalí estaba muy interesado por el cine. Lo que no se sabía es que el proyecto de “Moontide” lo había desarrollado con Fritz Lang, aunque quien la dirigió finalmente fue Archie Mayo.

-¿Qué aporta este libro, a modo de compendio?
-Yo le diría que respecto a lo que podríamos llamar la visión más habitual de Dalí, aporta una imagen matizada, un Dalí con los pasos contados, y con momentos y textos realmente increíbles.
15/07/2005 14:51 Enlace permanente. sin tema Hay 10 comentarios.

CUENTOS ON-LINE DE ARIÑO Y ARTEIXO

thumb-arteixo.jpgMi amiga Conchita Hernández, de Ser Teruel, me envía este teletipo de Europa Press que vincula Ariño con Arteixo a través de experiencias escolares. Durante años, sin saberlo Teruel ni casi nadie, pero sí Conchita, la relación de Arteixo con Teruel se extendió por Camarena de la Sierra, Puebla de Valverde, Libros, Valacloche, Urrea de Gaén e Híjar, La Iglesuela del Cid y Cantavieja, pero esta historia me ha parecido realmente bella. Por eso, recordando que la autoría es de Europa Press y el envío de Conchita Hernández, la sumo a mi diario. El puente de Brozos fue el gran puente de mi niñez, y cuando regreso a Galicia sigo jugando al fútbol cerca de él, y un buen paseo por Arteixo, antes de coger la senda del mar, termina en él.

ARAGONEscolares de Arteixo (A Coruña) y Ariño (Teruel) crean conjuntamente cuentos a través de internet.
A CORUÑA, 15 (EUROPA PRESS)

Un "Viaje al centro del Prestige" on-line, vía e-mail y en formato

power point. La historia es de un alumno del CEIP Ponte dos Brozos de

Arteixo y forma parte del programa de intercambio que su clase

mantiene con compañeros del aula de Pedagogía Terapéutica del CRA de

Ariño en la provincia de Teruel.

La iniciativa, que se puso en marcha en el curso 2003-2004,

permite, mediante el uso de las nuevas tecnologías, un contacto

constante entre alumnos de uno y otro centro que han visto, en mayo

pasado, como sus encuentros virtuales se convertían en algo personal.

Dos profesoras de Arteixo, como parte de una actividad de

formación organizada por la Fundación Amancio Ortega, viajaron a

Teruel, para conocer personalmente a sus compañeros y llevar a los

alumnos aragoneses material confeccionado en el aula por sus colegas

gallegos. En su maleta los profesores cargaban regalos y recados

además de un vídeo-saludo de sus alumnos para sus compañeros.

El objetivo de esta iniciativa, según los maestros de uno y otro

centro, es fomentar en los alumnos el desarrollo de su expresión

escrita "cun mínimo de orde e claridade". Según su experiencia este

primer paso se logró con el masivo intercambio de información,

personal y cultural, que mantuvieron los niños durante el pasado

curso 2003-2004.

Durante este año 2005, además de continuar su intercambio de

e-mails, los alumnos han elaborado distintos cuentos con el objetivo,

dicen los maestros, de conocer la estructura básica de la narración,

mejorar la ortografía, incentivar la socialización e

interculturalidad de los alumnos y potenciar su autoestima.

Entre el material elaborado destaca, además del "viaje al centro

del prestige" elaborado por un alumno de Ponte dos Brozos, "La

historia del León Eskoti" idea de una niña polaca residente en Aragón

o "La historia de Ana" de una niña de Arteixo.

La experiencia destaca por su carácter multicultural ya que en las

aulas de Arteixo y Ariño hay niños marroquíes, colombianos,

bolivianos, polacos o chilenos que, mediante la aplicación de los

recursos tecnológicos en su quehacer diario, han encontrado un medio

de comunicación que les permite entablar lazos de amistad, incentivar

su curiosidad y mejorar su nivel de aprendizaje.

El aula en la que trabajan estos alumnos de Ponte dos Brozos

cuenta con un terminal de ordenador conectado a Internet dispuesto

por la Fundación Amancio Ortega como parte del proyecto que

desarrolla en Arteixo

La experiencia se originó gracias a un viaje organizado por la

Fundación Amacio Ortega en 2003 al Colegio de Ariño en Teruel, como

parte de las actividades encaminadas a dar a conocer a los profesores

implicados en el Proyecto Ponte dos Brozos iniciativas que, basadas

en las nuevas tecnologías, demuestran una aplicación práctica y

eficaz en el ámbito educativo y didáctico.

Ariño es un pequeño pueblo minero de 200 habitantes en el que,

desde hace 10 años, se empezó a desarrollar el concepto de Aula

Autosuficiente, con el objetivo de que todos los materiales y

contenidos didácticos que necesitasen los alumnos para su formación

se pudieran obtener sin disponer de ningún método de consulta o libro

a su disposición. La iniciativa se engloba en una propuesta que

abarca a toda la sociedad de Ariño: la creación de una Comunidad de

Aprendizaje
15/07/2005 18:38 Enlace permanente. sin tema No hay comentarios. Comentar.

LAS FOTOS DE JOSÉ VERÓN*, EN HUESCA

jovg_enc.jpgJOSÉ VERÓN GORMAZ:
NADA DE ESTO ES UN SUEÑO

José Verón Gormaz apenas era un niño de doce años cuando su padre, que manejaba una Retina II B, le introdujo en la fotografía. Aquellos veranos inolvidables de finales de los 50 eran el umbral de la felicidad. Su progenitor, que se dedicaba a los viveros, iba de aquí para allá en coche y en muchos de sus viajes por España lo llevaba consigo. Eran viajes con tiempo, de complicidad al volante y varias noches fuera de casa. Don José Verón fue un gran aficionado a la foto y al cine en super--8, no en vano llegó a rodar, y sonorizar, varios documentales de los alrededores de Calatayud o de la Semana Santa bilbilitana.

Las clases del padre al hijo resultaban curiosas. Un día le decía: "Ten cuidado con los contraluces. Engañan". Otros le aconsejaba que emplease luz lateral y un filtro amarillo o naranja. Otra tarde de búsqueda y caminata le explicaba: "Para los paisajes procura enfocar un primer plano, así obtendrás sensación de profundidad". Empleaba película Plus X de Kodak, y más tarde cambió de cámara: compartió con su hijo una Retina III C. Y bien pronto obtuvo satisfacciones: con quince o 16 años, José Verón Gormaz comenzaba a ganar certámenes de fotografía. En aquella época, a inicios de los 60, ya era un cazador de instantes decisivos. Subía a las colinas en busca de una luz concreta, bajaba a las ramblas o al llano, y lo hacía con vehemencia, a toda velocidad. Entonces destacaba como mediofondista prometedor en el colegio de La Salle.

Hace poco veíamos fotos con José y ante una, marcada por los matices del sol, nos dijo: "Estuve una tarde entera esperando la luz, y la luz no venía. De repente, cuando había perdido la esperanza, vi que se abría una nube y zas... Me pegué una carrera tremenda hacia el collado y logré captar esta toma". Esta forma de trabajar ha sido permanente. José buscaba con los pasos del vagabundo y al final encontraba: extraía la poesía del entorno mediante la observación, la individualización del paisaje y el encuadre. Hojeamos su diminuto cuaderno de notas y apenas hay fotos dibujadas, es decir, concebidas antes del disparo; tan sólo vemos títulos, ideas recogidas en poco más de una línea, nombres de colinas, barrios y pueblos. El dinamismo de las estaciones le invita a improvisar.

A la pasión fotográfica le sobrevino la pasión por la literatura. Y hubo un instante en que ésta estuvo a punto de suplantar a aquélla. José estudió Ingeniería Agrícola en Madrid, y los tres años de estancia en la capital fueron decisivos: se zambulló en un mundo de curiosidades, de lecturas y de creatividad. Leía, escribía y arrojaba de inmediato sus textos a la papelera por pura exigencia, y visitaba de vez en cuando cafés literarios. Le disgustó el ambiente del café Gijón y acudió a una tertulia vespertina con un educadísimo Vicente Aleixandre en aquellas peregrinaciones de los jóvenes poetas a Velingtonia 3. De regreso en su ciudad natal, empezó a alternar la lírica y la fotografía.

A principios de los 70 adquirió nuevas cámaras (ha manejado hasta hoy una Cosina, semejante a la legendaria Leica de los Capa, Gerda Taro o Cartier--Bresson, una Zeiss Ikon Voigtlander, una Nikon F--2 sin fotómetro, una Nikon FE--2, una compacta Olimpus, la Nikon F--100 actual...) y se especializó en macrofotografía con resultados fantásticos. Sus tomas de insectos y botánica eran estupendas (vean esa rosa enfocada en el centro, donde reposa el caracol, empañada con vaho en los extremos), lo cual no excluye otro tipo de obras: retratos, reportajes, paisajes del legendario Bílbilis, desnudos. A final de la década abandonó las instantáneas en blanco y negro, y a punto estuvo de dejar la fotografía por entero. Una crisis le había llevado a un amago de deserción: vendió algunas cámaras, se deshizo de utensilios auxiliares, archivó los cientos y cientos de negativos como quien sepulta una afición perniciosa. Por aquellos días, su vocación literaria pugnaba con gran fuerza por salir al exterior: en 1979 el poemario “Legajo incorde” --para algunos críticos uno de los mejores de su trayectoria-- se hacía acreedor al accésit del premio San Jorge. Y dos años más tarde, la novela de ciencia ficción, claramente simbólica y fantástica, “La muerte sobre Armantes”, ganaba el premio San Jorge de narrativa.

En medio de ambos acontecimientos, José Verón realizó una exposición en su ciudad natal con un éxito arrollador. Sus paisanos se quedaron atónitos ante su trabajo: hermosura, sentido lírico, creación de atmósferas, amor por las raíces, meticulosa ambientación natural, todo ello fue detectado en la muestra y el creador se sintió no sólo querido; percibió que en aquella manifestación artística había un medio de expresión en el cual podía sentirse cómodo y crear a sus anchas.

Si algo debemos decir de Verón Gormaz es que es el fotógrafo de Calatayud. Ha eternizado la ciudad en todas sus formas y disfraces: los arrabales de la morería, los ríos que avanzan entre las cañas como culebras de oro, el Paseo bajo la nevada o durante un insoportable aguacero, la ciudad con sus afiladas torres vista desde extramuros, la ciudad mudéjar envuelta en una boira espesa que parece transformarla en un puerto de mar. Pero eso no le ha reducido al estrecho corsé de ”fotógrafo loca”l; al contrario, Verón retrata lo que conoce y lo que ama, la cuna de sus antepasados, y le otorga dimensión universal. Un buen ejemplo es el volumen “Calatayud, imágenes y sueños” (CEB/IFC, 1999), cuya calidad de reproducción no se ajusta a los cuidados positivos del artista.

Lentamente, concretó el campo de sus intereses en tres o cuatro asuntos con absoluta conciencia de ello: el paisaje, la abstracción inscrita en la propia naturaleza y el reportaje, o lo que José también llama foto social de carácter urbano. Y ahí se ha movido a su libre albedrío con numerosas series durante 20 años. Sus fotos del campo han cautivado allá donde han ido. Siempre ha resaltado la intensidad y el color con el empleo de la diapositiva cibachrome, que se adaptaba muy bien a lo que buscaba: la creación de ámbitos, el gusto por las nieblas y el levísimo desenfoque, la búsqueda de la singularidad de un paraje. En cada foto de Verón se detecta una melancólica serenidad, se vislumbra al hombre parsimonioso que ha encontrado una imagen en el tiempo y que nos entrega algo conocido como si fuese exótico o si no lo hubiésemos contemplado antes.

A José, entre otros, le entusiasma la obra de Amsel Adams, el fotógrafo de los grandes espacios, de la epopeya de la naturaleza, de las texturas y de la profundidad de campo, el artista que trabaja con diafragmas de 32 ó 64; Verón (que rara vez pasa del f/16) se aproxima a su espectacularidad al tratar un barranco, una rambla o un accidente minúsculo que no suscita una atención especial. Logra captar su grandeza, esa poesía sublime de las cosas, y funda una nueva realidad. Imágenes en el tiempo, en terminología de Octavio Paz. Despierta el ánima de lo sencillo, de lo inadvertido. Da lo mismo que atrape un atardecer de otoño en el monasterio de Piedra, los celajes con nubes en forma de águila sobre Armantes, un árbol, los senderos neblinosos de Soria, las parideras olvidadas en un rincón de Ribota y de Anchada o una tumba solitaria que emerge en mitad de la bruma. El secreto de José es la mirada, ese ojo enamorado de cazador de momentos decisivos que ordena el caos y halla siempre la hora de la luz exacta. ¿Cómo iba a entenderse si no esa serie tan sugestiva sobre las colinas de Armantes que él ha convertido ya en míticas: esa foto de 1991 que recuerda a un estudio de profundidades y perspectivas al modo de Leonardo da Vinci, ese mar de montes desdibujado por una lejanía que emula la espuma que cabrillea, los castillos que emergen de los aterrazados cerros, esa estampa bajo el arco iris que nos evoca la magia de la luz de Velázquez?

El reportaje le subyuga cada vez más. Sus series sobre la Semana Santa bilbilitana han sido galardonadas allá donde han concurrido, y sus aproximaciones a la Romería de San Roque de 1982 son de lo mejor de su trayectoria. Nos fascina esa foto que descubre un montón de velas en el pueblo cuando llega la noche mientras los niños y las mujeres se cuelgan de los senderos. Pero también nos gusta oírle contar cómo se ha guiado para preparar un reportaje. He aquí uno reciente y su anecdotario: andaba en las afueras de Moros y se encontró con un campesino que iba en su borrica. Le conocía de haberlo visto en ocasiones anteriores. Se pusieron a hablar y José decidió seguirle por las afueras de la población. Así, siguiendo sus pasos, culminó el atractivo trabajo: secuencias del campesino y del animal en primer plano, en tomas intermedias o en panorámicas siempre con el tapiz de casas y tejados al fondo. También hace desnudos con elegancia y, entusiasta admirador de la pintura, ha descubierto que en la naturaleza está el arte abstracto. No queremos hablar de “El color del silencio”, pero esa serie, entre otros valores estéticos, posee una importancia decisiva: nos demuestra que en las paredes desconchadas de nuestras ciudades, en las ruinas, en las puertas, podemos encontrarnos con cuadros de Tàpies o de Dubuffet con sus rasgos informalistas, su violencia o sus tachaduras, pero hay que pararse a verlos.

La evolución literaria de José Verón Gormaz ha sido muy meditada, o se nos antoja muy meditada con la perspectiva de dos décadas. Ha cultivado el epigrama con cierto sarcasmo e ironía, se ha acercado al culturalismo (es un gran lector: Octavio Paz, Marcial, al cual ha rendido explícitos homenajes, Quevedo, Rilke, Lezama, Valente o San Juan de la Cruz figuran entre sus vates predilectos) pero en los últimos tiempos se ha decantado por una obra esencialmente lírica, de vaciado del alma, que respira desolación y dolor, escepticismo y melancolía, aunque un fogonazo de inteligencia y sabiduría resplandece en todos los libros: “Baladas del tercer milenio”, “Ceremonias dispersas”, “Auras de adviento” (Premio Isabel de Portugal en 1988), “A orillas de un silencio” (Premio Isabel de Portugal en 1994), “El naufragio perpetuo” (Premio Hermanos Argensola, 1999, editado por el propio Ayuntamiento, 2000) , “Rayuela Blues”, dedicado a un gran seguidor de la fotografía: Julio Cortázar. O, más recientes, “Libro de horas perseguidas” y “El exilio y el reino”, ambos de 2005. En 1997, el escritor y profesor Javier Barreiro le prologó y le preparó una “Antología poética” (CEB / IFC). Amén de numerosos artículos en “Heraldo de Aragón” y de su quehacer como cronista y activista infatigable de su ciudad, la obra literaria de José Verón Gormaz se completa con el cuidado libro de relatos “Camino de sombra” (López Alcoitia editor, 1994).

La poesía y la fotografía en José Verón no son empeños escindidos. Al contrario: se complementan y se confunden. Con ambas se afirma y reinventa a diario la belleza del mundo con un tono elegiaco y con metáforas visuales. Cada vez que reflexionamos sobre él y su obra, siempre se nos impone la figura de Juan Rulfo: escritor, antropólogo y magnífico fotógrafo. Una de sus series más célebres se tituló “Nada de esto es un sueño”, y una de las fotos más conocidas muestra a un anciano en mulo y a una mujer que están a punto de internarse en el horizonte, el anchuroso mar del cielo. José Verón tiene una obra semejante: un carretero avanza por la calzada contra el incendiado sol del crepúsculo. Los dos, Juan Rulfo y José Verón, buscaron el don inefable de la naturaleza en la palabra y en la imagen. Y lo hallaron a menudo.

*Exposición de Fotografías de "José Verón Gormáz - la mirada poética". - La carbonería - Espacio de arte de María Jesús Buil. - Plaza de San Pedro, 3 HUESCA. (del 8 de julio al 7 de agosto de 2005, de martes a viernes de 18 a 21 horas). La Carbonería.
16/07/2005 18:00 Enlace permanente. sin tema Hay 5 comentarios.

DORA MAAR Y PICASSO*

dora-picasso-man-ray.jpgTheodora Markovitch decidió cambiarse el nombre. Pasó a llamarse Dora Maar. Criada en Buenos Aires desde los tres a los 19 años, vivió en un ambiente hostil de padres distanciados. Apasionada por la fotografía, quiso ser ayudante de Man Ray, pero éste la rechazó. Conoció al joven Cartier—Bresson, a Claude Brassaï, el retratista húngaro afecto a las malas calles y a las putas envueltas en un recodo de sombra, y mantuvo una sociedad con Pierre Krefer. El amor tumultuoso de su primera juventud fue Georges Bataille: la introdujo en los secretos de prácticas amatorias poco convencionales, de tal modo que cuando la conoció Picasso, primero en un rodaje de Jean Renoir y luego en un café de París, Dora Maar arrastraba una importante leyenda erótica. Paul Eluard fue quien los presentó y pronto se estableció una compleja relación de creación y destrucción, de amor y promiscuidad, entre ellos. Picasso, el fauno genial, el trabajador incesante, seguía compartiendo algunos momentos con Olga Kokhlova, que se alejaba de su vida, y con la bellísima y futura suicida Marie-Therese Walker. Aunque la personalidad arrolladora de Dora Maar le cautivó. Dora hacía fotomontajes, retratos, desnudos y reportaje social, y era una admirable fotógrafa con fuerza y sensibilidad.

Picasso la vampirizó y ella también se dejó sojuzgar. Era dichosa sabiéndose deseada por el genio. Fue abandonando lentamente las cámaras y se encaminó hacia el lienzo. Picasso la pintó muchas veces siempre con un rictus grave, entre amargo y desesperado. No sólo poseía un cuerpo montaraz, casi fornido, sino una voz fuerte, elegante y segura que provocaba el embeleso. En 1946, después de diez años de disputas y amarguras, Françoise Gilot la reemplazó en el corazón del artista. Ella decidió retirarse del mundo, destruida y melancólica (“Después de Picasso, sólo Dios”, dijo), y se convirtió en una ermitaña que falleció medio siglo más tarde, en 1997. Este argumento fue la materia central del montaje del Teatro del Temple “Picasso adora la Maar”, con espléndida dirección de Carlos Martín y un magnífico texto de Alfonso Plou.

*Un «Retrato de Dora Maar», que Picasso pintó el 27 de marzo de 1939, se ha integrado en las colecciones del Reina Sofía. La obra ha sido entregada en concepto de dación (pago de impuestos) por Caja Madrid. Este óleo sobre tabla ha costado 4,2 millones de euros.
17/07/2005 23:16 Enlace permanente. sin tema Hay 12 comentarios.

RECUERDOS INVENTADOS DEL NIÑO MINERO

MINEROS.jpgUno no sabe si la vida es un cuento o si los cuentos amontonados unos encima de otros son la vida. De niño, allá en Santa Mariña de Lañas (Arteixo. A Coruña), me internaba en un bosque sombrío de pinos y robles, de helechos inmensos que olían a humedad. Había un momento en que aparecían unos pozos hundidos en la tierra en cuyo interior durante la Guerra Civil se había recogido wolfrán para construir armamento militar. Eso se decía. Pero también había minas excavadas en las rocas: mi primo Remigio de Pura aseguraba que había entrado en una ocasión y que casi no regresa. Tenía que ir sorteando charcas y pozos sin fondo en la sombra: resbaló en uno de agua densa y negra como el espanto y creyó ahogarse irremediablemente. En ese lapso de resignación última se encomendó al destino o a las criaturas de aquel Averno tan próximo. Algo o alguien concedió una segunda oportunidad a su imprudencia. No sabe cómo agarró la orilla y pudo regresar con el corazón ansioso en la boca y el horror esculpido en la piel.

Aquella historia me conmovió y acabé haciéndola mía: relataba a quien quisiera oírme que yo me había internado en las minas, en los montes de A Choca y Malvís, cuando apacentaba las vacas, y que había vivido aquella experiencia en el umbral de la muerte. La contaba no en el colegio de Santa Mariña de Lañas, donde me hubieran tomado por un impostor, sino en el de Arteixo, adonde me trasladé con nueve años. Tenía un gran éxito. Incluso me gané un puñado de bolígrafos. Cada vez enriquecía más el relato de matices y de bestias y de peligros, y llegué a escribirlo en una redacción que conmovió a mi profesor Gasparo, nacido en Marruecos. Lo cierto es que estaba tan obsesionado con ese episodio de la mina, que decidí ir a vivirlo de veras con un nuevo amigo de Arteixo: Marcial de Segundo, que interpretaba como nadie “El gato que está triste y azul”, un canción de moda del brasileño Roberto Carlos. Cuando llegamos y exploramos el terreno, nos dimos cuenta que todos los agujeros habían sido tapados con piedra de laja y luego por una espesura natural indomable. Aquello suponía el punto y final a un sueño, pero la realidad no debía estropear una buena historia y seguí utilizándola a mi antojo. Desde entonces me apasionan las minas, más por lo que imagino que puede o pudo haber dentro que por lo que he visto.

Cuando contaba 19 años me fui de casa y vine a parar a Zaragoza. Y más tarde, tras haber conocido a mi primer amor, fui a Ejulve (Teruel). Siempre recordaré los pasos previos: la llegada a Alcañiz, el paseo por su plaza porticada y sus soportales, el ascenso hasta el castillo calatravo y la contemplación, desde arriba, de la colmena de tejados. Y luego me trasladé a Alcorisa y a Ejulve, ese pueblo que se alza entre dos cerros que se cruzan. Hubo algo que me llamó la atención de inmediato: había como dos tipos de personas, las que trabajaban en la mina y las que trabajaban en las obras o en el campo. Eran como dos clases sociales diferentes: unas exhibían mejores casas como si fuesen indianos, y las demás configuraban el paisaje normal de la población de calles inclinadas y angostas. De golpe, a principios de los 80 se produjo una prejubilación casi general y al poco tiempo se multiplicaron las obras, las rehabilitaciones, incluso las mudanzas hacia Calanda o Andorra. Yo, camino de Ejulve, pasaba continuamente por Andorra: el pueblo minero por excelencia. Una noche, iba en dirección a Albalate del Arzobispo, recogí a un muchacho de catorce o quince años que me contó que era hijo de un jienense o gaditano que había emigrado a Andorra y que tenía nueve hermanos más. La mayoría había nacido en Andorra, pero hablaba con acento del sur e imitaba tras las cenas a Camarón de la Isla.

Andando el tiempo descubrí que mi suegro, Leoncio Gascón, carbonero, escritor de romances y de cartas de amor y cajero luego, había trabajado de listero en la mina “Doña Manolita”. Hace poco me contó que apenas tendría 17 ó 18 años y que vivía en Gargallo de patrona. Iba andando hasta la garita de su trabajo, pero muchas mañanas tenía suerte, pasaban los camiones y el conductor le decía: “Sube, listero”. Vendía casi todas las modalidades del carbón a una fábrica de cemento. Allí vivió una aventura casi cinematográfica. Un día se produjo un incendio con cerca de 50 mineros dentro, que sufrieron distintos grados de intoxicación con el consiguiente mareo. Parece que los mineros por tendencia natural, ante una situación de peligro, lo primero que hacen es echarse a la vagoneta. Muchos lo hicieron así y el adolescente listero los iba recogiendo y tumbando en el campo. Les alargaba las extremidades y los ponía con la cara vuelta hacia el cielo. Sólo fue un susto pero, sin creérselo aún medio siglo después, el contable, el hombre joven que pagaba las nóminas y vendía el carbón se comportó como un héroe.

He pasado multitud de veranos en Ejulve oyendo relatos de minería. De Ojos Negros, Utrillas, Montalbán, Andorra, del Bajo Aragón en su conjunto. Un cuñado de mi suegro perdió la pierna en Gargallo y la fatalidad también le agrió el carácter, y le dio nuevas luces para ganar siempre al guiñote. Otro familiar lejano de Ejulve se sienta en el solanar de su casa, ante el bar de la carretera y narra a quien quiera oírlo todos los acontecimientos del pueblo. Hay un momento en que se detiene en sus más de 30 años de operario y listero de mina. Tiene una obsesión: luce una impoluta camisa blanca. Lo llaman Amadeo “El Garroso”, aunque su nombre verdadero es Fulgencio Manuel de las Heras.

En el verano de 1991 me trasladé a vivir a una villa casi árabe de la que sólo había oído hablar en los libros: Urrea de Gaén. Quizá hubiese pasado alguna vez por esa carretera pero jamás me había detenido. Viví casi cinco años. Allí también había mineros: de interior y de cielo abierto. Un día me fui a las minas de cielo abierto de Ariño y me quedé patidifuso: parecía un páramo lunar en el que siempre están haciendo obras y desmontes unas máquinas naranjas que recuerdan a gigantescas orugas de metal. Me hice amigo de muchos mineros e incluso recuerdo que les hice un reportaje. Pero lo que más me impresionó y me conmovió fue una mañana en que se anunció por las esquinas una tragedia: uno de los mineros de interior, Juan, creo que se llamaba, había sufrido un accidente mortal camino de Alcañiz. Se quedó dormido y se salió de la calzada cuando regresaba del trabajo. Al día siguiente fue el entierro: la emoción y el dolor se cortaban con el aliento, el desgarro y la melancolía se mezclaban en los ojos inundados de la gente. Había mineros de toda la comarca encadenados a esa complicidad unánime y doliente que anuda a todas las almas. Creí asistir a las escenas iniciales de “Moby Dick”, la cinta de John Huston, donde se llora a los marineros que hurta el mar.

Dos o tres noches después, vi por televisión una película asombrosa y emocionante: “¡Qué verde era mi valle!”, una cinta de mineros en Gales de John Ford con Roddy McDowall, Maureen O’Hara y Walter Pidgeon. La pasaron a las dos o tres de la mañana: me quedé solo en el salón junto al fuego mientras afuera caía la lluvia. Y lloré: lloré por el minero Juan, por su hijo, que jugaba a veces conmigo al fútbol, y por aquellos mineros de John Ford que llevaban la cara tiznada y una rabiosa dignidad en el alma. Y sin saberlo también lloraba por mí mismo: por aquel niño que fui y que siempre quiso entrar a la mina y sólo pudo hacerlo en sueños.
18/07/2005 17:51 Enlace permanente. sin tema Hay 4 comentarios.

PILAR BAYONA AL PIANO EN EL CENTRO MERCANTIL

pilar_bayona_1101978820453.jpgPilar Bayona (Zaragoza, 1897-1979) ha sido una de las grandes pianistas españolas del siglo XX. Fue bautizada como “la intérprete ideal”. Joaquín Rodrigo dijo de ella que “no es sólo una pianista de técnica completa, sino una finísima artista”; Joaquín Turina la definió como “pianista estupenda, maestra en el decir, de sonoridades exquisitas”.

Prácticamente autodidacta, realizó su primer concierto a los cinco años en el Teatro Principal. A partir de entonces, empezó a desarrollar una carrera que la llevó a actuar en toda España y en el extranjero, y a suscitar una admiración indisimulada de creadores como Usandizaga, Bretón, Guridi, Federico Mompou, Esplá, Luis Buñuel o José Camón Aznar. Se convirtió de inmediato en una referencia necesaria de la música en España, con su centro de operación y de estudio en su amada Zaragoza, donde estudiaba y preparaba sus variados programas. Frecuentó la Residencia de Estudiantes, donde solía tocar, con Gerardo Diego y Federico García Lorca, y figura en la célebre foto de 1936, la del homenaje a Hernando Viñes.

Tras la Guerra Civil española comenzó a ofrecer conciertos en Radio Zaragoza, asistió durante 34 años ininterrumpidos a los cursos de verano de Jaca e ingresó como profesora en el Conservatorio de Pamplona. Recibió multitud de homenajes de su ciudad y formó parte de ese trío de virtuosos imprescindibles del piano de Aragón con Eduardo del Pueyo y Luis Galve.

Desarrolló un repertorio extenso que abarcaba desde el siglo XVII hasta nuestros días. Tocaba a Ravel, a Debussy, Bela Bartok, y fue una de las grandes difusoras de la música española. Aunque convirtió a Zaragoza en su ciudad del paraíso, tenía una clara vocación universal, como se percibe en la elección de sus programas, en la apuesta constante por creadores de vanguardia y en su vasta curiosidad. Fue una artista excepcional, dotada de hondura, talento, gracia, intuición y una sensibilidad incomparable. Todo ello, así como su belleza, despertó los sentimientos de José Camón Aznar, Luis Buñuel, Luis García-Abrines, Manuel Casanova y, según Eduardo Laborda, también el amor del ilustrador y caricaturista Manuel Bayo Marín.

La he recordado de nuevo al ver su presencia en los ciclos de conciertos del Centro Mercantil, Industrial y Agrícola de Zaragoza, antes y después de la Guerra Civil, tal como recuerda el libro: “Una joya en el centro: un símbolo de la modernidad” (Cajalón, 2005), de Manuel García Guatas, en el que colabora también el poeta, narrador y estudioso de iconografía floral Javier Delgado. El volumen, bellamente editado, contiene una historia cultural y social de Aragón y de Zaragoza y está repleto de notas sobre pintores, escultores, forjadores, ebanistas, vidrieros, escritores, músicos…
19/07/2005 13:40 Enlace permanente. sin tema Hay 4 comentarios.

LA PINTURA A TI DEBIDA

hetmaeron.jpg(Narración con Dama y enigma)*

Al pintor lo llamaban “El señor de las tabernas”. Si querías encontrarlo, debías buscarlo en las plazas, en las callejas, en las librerías o ante algún palacio. Siempre le gustaba descubrir algo nuevo: un poniente que filtraba sus redes de oro en una esquina con gatos, el fulgor inédito del suelo tras la lluvia, el aroma salobre de una tarde de manifestaciones y rebeldías. Y entonces, en esos lugares, a los que se encaminaba impulsado por el capricho, era prácticamente imposible de localizar. Si querían saber de él y de sus tormentos, debías buscarlo en tal o cual taberna. Allí, ante los periódicos o el primer café del mediodía, estaba “El señor de las tabernas”. El pintor de rostros singulares. El buscador de tesoros, y para él la palabra tesoro quería decir cobijo, atmósferas humeantes de café, tertulias, silencio ideal para garabatear sobre el papel o derramar un minúsculo mar de tinta. O sencillamente leer un nuevo juego de ordenador repleto de cuadros de todos los tiempos. Si se cansaba volvía a casa. Tenía la certeza de que esa fatiga inesperada no era un contratiempo ni hastío de existir: era la señal de que debía pintar, ordenar los bastidores, colocar un nuevo lienzo sobre el caballete. Su estudio era umbrío. A veces, sus amigos más directos decían que quizá tuviese dificultades de visión y que en ese espacio en penumbra la imaginación de sus pinceles deliraba, abría un poro del alma a la luz y adivinaba sus resplandores, sus caricias de fuego, sus aguijones de negra seda de sombra. Uno de sus amigos sostenía que Ángel, ¿o no se llamaba así?, era un visionario.

Un día, quizá en el café “Praga”, levantó sus neblinosos ojos y comprobó que el lugar se había llenado de gente demasiado pronto. Casi todos mezclaban el primer café con un cigarrillo y un vapor oloroso, tal vez algo pestilente y dulzón, se elevaba como un vómito de nieblas. Al fondo, vio algo que le llamó la atención: un rostro claro, casi albino, un pelo más bien negro y ensortijado, y largos pendientes que parecían emular caracolas de nácar. Se detuvo en todo el conjunto: la mujer, con su rebeca, que en ella no parecía una prenda rezagada, los vaqueros ceñidos, que esculpían la cadera exacta para la mano que abraza y aprieta, las nalgas macizas, los muslos. Volvió a la cara: para él, una mujer, el cuerpo del deseo o de la inspiración, la vida íntima de una dama, comenzaba en los ojos, en el óvalo perfectamente encajado en una sonrisa concreta, dibujada en los pómulos vivos, en los dientes que entrechocan. La vio, y quizá no hizo otra cosa que verla, y volver a verla, y remirarla hasta el hartazgo. Sin darse cuenta, sobre un periódico ajeno, la dibujó por vez primera: la faz levemente transfigurada, el pelo tocado de tinta derramada casi a chorro, las orejas, el lóbulo encendido y rosa. Se marchó con alguien, distraída, ajena a la conmoción que había provocado. Apenas media hora después, el pintor, “El señor de las tabernas”, subió a su estudio y buscó en un cajón un bloc sin estrenar y escribió en él: “Cuaderno de dama”. Quizá no se atreviera a pintar o dibujar nada ese día, pero agotó toda la mañana haciendo pruebas: variaciones incesantes de un rostro, modulaciones y bocetos sobre un cuerpo perfecto.

Sin haber hecho nada, sin esperar nada de la primavera, al pintor se le instaló una obsesión en la sangre y en la mano de artista. Era curioso: ya no iba al bar como antes, con aquel sosiego, con aquel sentido placentero de la conquista de la monotonía. Ahora tenía un nuevo objetivo: quería verla de nuevo. Sentirla cerca al día siguiente y al otro y una semana después, y percibir que estaba adentrándose en el territorio del secreto, del enigma y quizá del mito. La mujer es la mitad del mundo en cuyo vientre tiembla por vez primera el mundo entero. El pintor, silencioso, casi invisible, tomaba nuevos apuntes y les iba poniendo títulos: “Las dos amigas”, “Judith” o “La novia coronada”. Los dibujos eran formas imprecisas, apenas insinuadas, presagios de algo que debía consolidar en la acuarela o en el lienzo. La porfía fue adquiriendo nuevas dimensiones, la seguía, hollaba una y otra vez el rastro de sus pasos, los últimos aromas de su presencia, el traqueteo constante de su belleza y de sus zapatos antes de doblar la esquina y desaparecer como en una calle condenada.

Debía suceder y ocurrió. Cuando caía la tarde, fatigado ya de acumular borradores, figuras envolventes, cabellos, bocas, piernas interminables, colocó un lienzo sobre el caballete, dispersó sus pinturas y sus pinceles y escribió “A Florencia inundada”. Este encadenamiento al enigma duró meses, quizá años. Si preguntaba por la mujer, a la que él la llamaba simplemente la dama (escribía frases así: “La dama vendrá de noche cuando las puertas estén cerradas”; “La dama será virgen y diosa y puta y enamorada”), nadie parecía ni saber dónde trabajaba, ni quién era. ¿De dónde venía, entonces? ¿Sería una de esas apariciones que interrumpe el solaz de un artista y lo condena al desasosiego? ¿Tenía la facultad de atravesar los muros y de habitar los sueños ajenos como en una incómoda pesadilla?

Hacía tiempo que no se sentía tan feliz y a la vez tan desdichado. Era esclavo de una mujer que parecía fugarse a plena luz del sol y a la par recibía de ella un estímulo esencial para crear. “La pintura a ti debida, dama”, anotó. De golpe, merced al milagro de los días y del esfuerzo, era todas las mujeres: Molly Bloom, inquietante y libre, casi sonámbula; las damas de la iconografía cristiana; las damas corrientes, embarazadas, entre flores; las damas antiguas como Antígona o doña Petronila, Magdalena o Atenea, Carmen, la eterna Carmen de la leyenda y el equivocado amor, e incluso inventó una Bella, muerta de golpe ante el estupor de su enamorado, yacente ante el coro de viudos que rezan y le lloran. El “Cuaderno de dama” se llenó de inmediato, y así el siguiente, y el otro, hasta que se completaron ocho blocs numerados. Al cabo de un tiempo, se había vuelto más refinado en la búsqueda y en la persecución: obtuvo su correo electrónico y le remitía una foto de los cuadros que hacía y algún mensaje. Sólo recibió una respuesta: “Gracias, Clara”. Anotó en otra pieza: “Clara y el chal amarillo”. Por fin, ya conocía su nombre. La colección se amplificó de modo increíble, y la dotaba de misterio, de fuerza, de una carnosidad casi ocre y levemente desfigurada que recordaba a El Greco. Pero también era la orgía del color, de la evocación de mundos no siempre contiguos, el gusto de pintar como arte ancestral que se renueva a diario y que siempre es moderno. Heroínas, sibilas, reinas, parcas y madres terribles se amontonaban en su estudio.

Quizá meses o años después, un camarero del “Praga”, le dijo: “Está a punto de llegar. Hoy voy a presentártela. No debes vivirla sin conocerla”. El pintor, tal vez se llamase Ángel (no estoy seguro del todo), le indicó que no quería conocerla. Se había habituado tanto a soñarla para sus lienzos, a identificarla con el deseo y la hermosura, que no quería estropear una vivencia tan bonita. Apareció la muchacha, se sentó y por vez primera lo miró con detenimiento. “El señor de las tabernas” tragó saliva y observó el papel. Acababa de salirle la figura más bonita que nunca.

*Este texto está inspirado en la obra de Ángel Aransay, del cual se reproduce aquí una de sus obras.
19/07/2005 18:18 Enlace permanente. sin tema Hay 1 comentario.

MIHURA, LA MUJER Y LOS LIBROS

LVG200411230072vbI002.jpg1751. Me levanto con la fresca. Están a punto de traer una nueva lavadora. Encuentro el “Magazine” de “El Mundo” y leo un artículo de Pedro Víllora sobre la biografía del dramaturgo: “Mihura. Humor y melancolía” (Algaba) de Julián Moreira. En esta editorial Antonina Rodrigo también ha reeditado su biografía de María Lejárraga. Mihura está de moda porque se celebra el centenario de su nacimiento y porque Garci estrena “Ninette” con Elsa Pataky. Mihura era un obseso de la mujer, o un enamorado constante, y dice esto. Dijo esto antes de su muerte:

-“Entre mis aventuras amorosas, la mayor parte de mis contactos ha sido con putas, con mujeres de la vida ésa que llaman ‘alegre’. Y yo las he tratado siempre con mucha dulzura (por eso me han durado mucho). Yo las trataba muy bien, muy dulcemente, con mucho respeto, con más respeto que a las señoras. Y las chicas éstas son muy agradecidas; se las lleva al cine, se les toca una mano y esto las emociona… A veces, cuando iba con una chica desconocida, tenía la delicadeza de preguntarles el apellido y a la mañana siguiente, en vez de darles dinero en la mano, lo metía en un sobre con su nombre y decía: ‘Ha llegado esta carta para ti’. A ellas les ilusionaba mucho, les sorprendía y, en fin, era un detalle de delicadeza que agradecían.

-“Ahora, mire usted: lo que encuentro cada vez más agradable, lo que más ha ganado en todo, es la mujer. Es que da gusto verla, entenderla, escucharla. Es increíble: esa mujer del comercio, de las oficinas, del trabajo; eso es hermosísimo. Me encanta verlas cuando espero en el portal. Así como creo que los hombres han ido a peor. Se han ido embruteciendo. Con el fútbol, con el deporte, con la ambición. Pero las chicas han llegado a un nivel de monería, de atractivo, de finura, de gentileza, infinitamente mejores a las de mis tiempos…”

-Hoy exactamente se cumple un siglo del nacimiento del autor de "Tres sombreros de Copa", "Maribel y la extraña familia", "El caso de la señora estupenda" o "Ninette y un señor de Murcia". "El Cultural" de "El Mundo", que dirige Blanca Berasátegui, le dedica varias páginas. Escriben Francisco Umbral, Emilio de Miguel, Eduardo Rodríguez Merchán y el propio Mihura, del que se rescata su "borrador del discurso de ingreso en la Real Academia". También colabora el director de teatro Gustavo Pérez Puig, que recuerda la relación con el dramaturgo y la historia de algún montaje. Su artículo contiene detalles divertidos y reveladores sobre su relación con las tertulias, con las mujeres y con los actores. Pero a mí me ha gustado especialmente esta suerte de autorretrato de un hombre sumamente ocupado, y por tanto perezoso, que se negaba constantemente a escribir una serie para TVE. Recuerda Gustavo Pérez Puig: "Pero si no tengo un minuto libre; mira, me levanto a las ocho de la mañana para leer el periódico de San Sebastián porque a las doce llega de Madrid el 'ABC', luego bajo a comprarlo y en un bar de al lado de casa, me siento y me lo leo muy deprisa, porque a las dos como a toda velocidad para ver el Telediario y a las tres me acuesto la siesta, que sólo es de dos horas, porque a las seis tengo que estar en una librería de San Juan de Luz, de unos amigos; allí van a comprar libros unas chicas monísimas en short y con unos escotes formidables. A las ocho salgo hacia casa para cenar y a las nueves poder ver las noticias y luego me leo alguna novela policíaca. A las once en punto estoy en la cama, porque al día siguiente me tengo que levantar a las ocho. Comprenderás que no puedo hacer la serie".

2. Anoche hubo cena de “halcones”, tal como decía Enrique Villa-Matas en el prólogo al libro “Veneno en la boca”, en Casa Emilio. En el último momento no pude ver a tantos amigos verdaderos y maravillosos, pero Daniel y la diseñadora Pippi Tetley, neozelandesa, llegaron a casa mientras yo acarreaba libros del ático al sótano. Y me traían dos maravillosos obsequios: los diez número de la revista “Atlántida”, que Félix compró en sus viajes a librerías de viejo del mundo, y ha querido que yo tuviese en mi casa (tiene de todo, pero recoge versos del gran pintor del mar Urbano Lugrís); e Ismael Grasa, que ha terminado un libro de magnífico título “Trescientos días de sol”, me regala una edición de “La campaña del Maestrazgo” de Benito Pérez Galdós de 1924. Son dos preciosos obsequios. Mil gracias a los dos y feliz verano a los que se van a Amsterdam, Estambul, a Italia, Croacia, Austria… Yo me quedaré aquí bajo el rumor de los pinos, en un lugar llamado “La casa de los persas”…

LA FOTO: Es una de las fotos del gran Joan Colom, tomada en el Barrio gótico de Barcelona.
21/07/2005 13:23 Enlace permanente. sin tema Hay 9 comentarios.

POEMA DE ALQUITRÁN*

Sobreviviste al barro de los mapas
y un silencio
de cárcel y dolor, inventado con prisa,
rompió tu juventud como un espejo amargo.
Desde siempre soñabas
que los trenes llegasen probablemente un día
al trigo verde de las tierras altas.
A veces no es difícil recordarte
en los rumores sordos
de aquel Bilbao mojado y diferente,
y en los días nublados de azul gris imposible.
Y tampoco es difícil
presentar tu energía,
escrita en muchas noches de trabajo
con la caligrafía más rotunda
del alquitrán templado.
No es posible llorarte sin recordar tu fe,
sin pedirle a la lluvia
responsabilidades:
con una sola lágrima
tú pudiste guiar
el rumbo de los barcos y la melancolía.
Y no te vi llorar.
En la ceniza azul quedaba tu figura
de hombros más bien cargados,
porque a partir de ahora
esta brisa primera de cada madrugada,
esta brisa será quien mejor sepa
que el tren de tu destino
ha llegado por fin
al trigo verde de las tierras altas.

*Llevo unos días trabajando en el prólogo de la poesía completa de Manu Cáncer, Juan Manuel Cáncer Trincado (Bilbao, 1954-Madrid, 2002), que publicará Olifante en otoño. Uno de los poemas de Manu Cáncer, no recogido en libro [publicó "¡Grita!" (1981) y "Blues de todos los jueves" (Opera Prima, 1998)], es este "Poema de alquitrán" que dedicó a su padre Juan Manuel Cáncer Gavín, nacido en Alcubierre en 1916, que desertó del Ejército Nacional y se pasó al Ejército Republicano y estuvo condenado a muerte. Lo encerraron en Huesca y en Torrero. Luego, le conmutaron la pena y rehizo su vida en una empresa de pavimentación. Un fragmento de este poema de Manu Cáncer figura en la lápida de la tumba que padre e hijo comparten en el cementerio civil de Madrid.
22/07/2005 22:41 Enlace permanente. sin tema Hay 1 comentario.

UN POEMA DE MIGUEL ÁNGEL YUSTA*

far.jpg"A mi padre muerto"(1972)

Han pasado los días
y aquella primavera no regresa.
Tú contemplas ya el mundo desde dentro
descansando en la paz de tus ensueños,
de tus muros abiertos hacia el cielo
adonde se escapó tu esencia un día.
Han pasado los días
y la desesperanza se sosiega.
La luz proporcionada del ocaso
se prende de alfileres en las ruinas
de una ciudad sin fondo.
Apenas ya resuenan tus pisadas
grises de humo y de silencios largos.
Has dicho adiós y basta.
Y sin querer marcharte me posees
en una claridad de tu morada
que yo comparto cogido de la mano
suave y senil en mi lejana infancia...

Camino en solitario
portador de los grises pensamientos
de donde cuelgan las huellas de tu paso
pesado y silencioso.
Ya no escucho siquiera tus ausencias,
tampoco el martilleo denso y duro
de un corazón dormido eternamente
que vive de mis luchas y mis penas.

*Miguel Ángel Yusta es médico y poeta, además de padre de la historiadora Mercedes Yusta, a la que llama afectuosamente "la profe", instalada desde hace años en París. Mercedes Yusta ha realizado numerosos trabajos sobre la memoria oral y, en particular, sobre los maquis. Ha publicado su tesis y un delicioso libro sobre el maquis en el Maestrazgo. Miguel Ángel, columnista de Heraldo, renovador de los cantes de jotas, me ha enviado esta elegía a su padre y me ha parecido oportuno, sin consultárselo, colocarla aquí en el escritorio.
23/07/2005 02:22 Enlace permanente. sin tema Hay 2 comentarios.

GENTE DE AQUÍ Y DE ALLÁ

Stravinsky.jpg1.Llevo muchos días sin escribir. Si alguna vez había tenido ideas, se me han extraviado, espero que momentáneamente. No me salen las palabras, tengo la amarga sensación de que las he olvidado para siempre. Y sin embargo, en mi cabeza, no hago más que darle vueltas a una novela infantil titulada “La casa de los persas”. La narra un chico que se ha quedado sin vacaciones y que va a todas las tardes a ella, cuando cae la tarde, y reconoce cada árbol –pinos, nogales, almendros, ciruelos, avellanos, granado iraní, higueras, viñedos persas, nísperos…- y poco a poco descubre la vida oculta o llena de misterios de los antiguos moradores.

2.Como no me salen las palabras ni parecen enloquecerme nuevos libros, releo cosas: “Dominio público”, un dietario de José Luis García Martín (donde recuerda, a propósito de su amigo Martín López-Vega que el periodismo acaba con el escritor), concluyo “Un año pésimo” de mi adorado y desigual John Fante, y releo con absoluta pasión “En busca del barón Corvo”, no la edición de Siruela, sino la que acaba de rescatar Libros del Asteroide con prólogo de Juan Manuel Bonet. Este libro de A. J.A. Symons es una investigación fascinante sobre Frederick Rolfe, conocido como el barón Corvo, autor de “Adriano VII”. Se trata de un libro realmente excepcional.

3.Arnold Newman. Soy un gran aficionado a las fotos de este fotógrafo, uno de los grandes maestros. Coloco aquí su fascinante y límpido retrato de Igor Stravinsky, nacido de un reportaje fenomenal. Newman tiene fotos increíbles en el arte del retrato. Está a la altura de Richard Avedon, Irving Penn, Henri Cartier-Bresson o de Philip Hallsman, por poner algunos ejemplos. Y hablo de él aquí porque ayer repasé su magnífico catálogo de Taschen y lo comentamos con el joven escritor Daniel Gascón y la artista neozelandesa Pippi Tetley, a ella no le gusta tanto como a mí.

4.Viene Cuchi Gómez. Tomamos una cerveza con limón en el España y hablamos de cine, que está pasando una época muy mala. Él va mucho porque ha recuperado su condición de comentarista radiofónico; hablamos de los grandes de ahora: Clint Eastwood, Woody Allen, Martin Scorsese, Sam Mendes, tal vez Zang Yimou, Quentin Tarantino, y poco más. De los españoles, salen a relucir Amenábar y José Luis Cuerda, que le gusta mucho por títulos como “Amanece que no es poco”, “El bosque animado” y “La lengua de las mariposas”.

5.Yelena Isinbayeva. Tengo en la cabeza su prodigiosa salto de cinco metros en pértiga. Es el nuevo fenómeno del atletismo mundial; sale a record del mundo por mitin. Ha hecho olvidar a la legendaria Emma George, ha desbancado a Dragila, ha acabado con los sueños de grandeza de la pelirroja Svetlana Feofanova, con la que se lleva a matar, y se ha encaramado en la cúspide. Posee una batida excepcional, un poderoso vuelo, elasticidad y una prodigiosa técnica sobre el listón. Admirable.

6. Lance Armstrong. Jamás me ha seducido este hombre, pero no se le puede discutir su grandeza. Siete Tours: nadie como él, aunque no tenga la grandeza de Eddy Merckx. Si en este Tour no se ha había desmelenado y había ganado con relativa facilidad, hoy ha vuelto a ofrecer una auténtica exhibición. Ha ganado la contrarreloj arriesgando con ambición cuando no lo necesitaba. Todos dan como favorito para el año que viene a Iván Basso. ¿No repetirá su triunfo de 1997 Jan Ulrich? Para mí, este ha sido el Tour de Óscar Pereiro y de Marcos Serrano.
23/07/2005 19:31 Enlace permanente. sin tema Hay 5 comentarios.

CANETTI Y GERMÁN LARONE

germanlarone.jpg1. Leí “Fiesta bajo las bombas” de Elias Canetti y me resultó un tipo engreído y chismoso. La narración acerca de sus amoríos con Iris Murdoch me pareció insoportable y machista, y muchas de sus opiniones bastante discutibles, por ejemplo las que vierte sobre Eliot, pero además expresadas en un tono insidioso y revanchista. Nunca me había llamado la atención su obra: me había parecido antipática su producción y sus libros, demasiado áridos. Y esto no era un juicio de valor hasta que leí “Fiesta bajo las bombas. Los años ingleses”, o releí otros textos. El pasado jueves en “El Cultural” de “El Mundo” Mario Muchnik hacía un retrato del Canetti que conoció y editó: al parecer poseía un gran sentido del humor, no concedía jamás entrevistas, cobraba unos modestos adelantos de su editor alemán para sobrevivir, y era judío pero no creyente, y su familia procedía de España, de Cañete. Era lector de Borges, Jorge Guillén, García Márquez, Cervantes, Quevedo y Garcilaso. Hoy, día de Santiago, se cumple el centenario del nacimiento de este escritor nacido en Rustschuk (Bulgaria) en 1905 y fallecido en Zurich 1994 mientras dormía.

El suplemento publicaba una selección de aforismos dedicados a la pintora Marie-Louise von Motesiczky, que era su novia en 1942.
Selecciono éstos:
-La lluvia es el tributo del cielo sobre la tierra, por su botín de nubes.
-Podemos matarlo todo: un hombre, una obra, un nombre y hasta un dios, pero no a un amor auténtico.
-El hombre es la medida de todos los animales.
-Quien adora el éxito está perdido en cualquier caso: cuando lo tiene, le será igual; cuando no lo tenga, se consumirá en la más falsa melancolía.

No es lo mejor de Elias Canetti, al cual le reconozco su fe en las palabras. El amor no le acrecentó la inspiración, si acaso le atemperó la lucidez.

2. Hace unos días fallecía el músico y presentador y realizador Germán Larone. Lo conocí hacia 1999 o 2000 cuando Diego Pelegrín y Antonio Rey me invitaron a participar en directo en las noches de “Milenio” de Antena Aragón. En Antena Aragón entonces se cocían muchas cosas, convivían muchos programas, muchos profesionales, y Germán Larone, como Miguel Ángel Lamata, era uno de los modestos mitos de la casa. Un moderno lleno de ternura. Así se lo hacían saber gentes como Clara Téllez, María Gurrea, Santiago de Andrés, David Solanilla, Paco Cester, Jorge Armengol, José Manuel Usón, Teresa Lázaro, Javier Martínez París, Rocío Ibarra, Sergio Gómez y tantos otros que tengo en el recuerdo. Presentó el programa “Boomerang”, colaboró en otro proyecto con Lamata, y siempre estaba allí con la cabeza repleta de músicas, de amigos. Parecía conocerlo todo y a todos, nada le era extraño. Había trabajado en Los 40 Principales Zaragoza.

Tuve la sensación de que aquellos jóvenes mal pagados vivían en un territorio abonado de felicidad. Había ilusión a espuertas. Germán ya tenía dos discos grabados, con Missión Hispana, junto a Pepe Orós, y acabaría realizando el vídeo clip de la canción “El extranjero” de Enrique Bunbury. A mucha de esa gente, he dejado de verla, y de Germán Larone no sabía nada. No sabía que estuviese enfermo, que llevase dos años bregando con el cáncer, no sabía que iba a despedirse del mundo con 33 años. Cantante, guionista, locutor, realizador de vídeo, sabio de múltiples músicas, recordaré para siempre tu melena de seductor en el cuarto de maquillaje cuando hablabas como una auténtica locomotora ante Cristina, la maquilladora, o Clara Téllez, la vocalista de Los Peces. Vuestra insolencia y vuestra pasión por la vida me pareció altamente contagiosa. Un abrazo infinito. Me alegra saber, como decía una de tus hermanas, que has vivido como has querido. Que has sido un pájaro libre que trasladas a un nuevo y enigmático reino el son del viento…
25/07/2005 13:30 Enlace permanente. sin tema Hay 4 comentarios.

EL PERIODISTA MARIANO DE CAVIA (ZARAGOZA, 1855-MADRID, 1920)

lagartij.gifMariano de Cavia fue comparado con Mariano José de Larra, "Fígaro" y elogiado con absoluta sinceridad por Azorín, Vicente Blasco Ibáñez, que "llegó a definirse como su mejor amigo", Leopoldo Alas "Clarín" y Miguel de Unamuno. El autor de "Del sentimiento trágico de la vida", resaltó en más de una ocasión su dignidad y su independencia, la pureza de su empeño de periodista, su inteligente desdén de las glorias humanas. Mariano de Cavia fue un tipo bastante pintoresco por su audacia y su comportamiento, por su calculada toma de distancia de las vanidades literarias y por el uso casi humorístico de seudónimos. Cuando impartía lecciones de gramática firmaba como "Un Chico del Instituto"; desde la barrera, en los toros, era "Sobaquillo", pero otros nombres suyos fueron "Hababuc Humbugman", "Patricio Buenafé", "Armando Avivecia", "Isidro Abroñigal" o "Lope Egusquiza".

Nació en Zaragoza, en la calle Manifestación, en 1855 y se educó en Carrión de los Condes (Palencia). Regresó a su ciudad con 15 años e inició la carrera de Derecho. El periodismo debía llevarlo en la sangre: colaboró en todos los medios de la ciudad ("Revista de Aragón", "Diario Zaragoza", "Diario de Avisos"), llegó a fundar una publicación humorística; cuando había probado su pericia, su buen estilo literario y una incisiva mirada sobre la política, que no abandonó nunca, fue tentado desde Madrid. En diversos medios de la capital --"El liberal" al principio, "El imparcial" durante casi una década y "El sol", desde 1917 hasta su muerte en 1920-- desplegó una intensa actividad como comentarista político, como cronista de urgencia que redactaba a vuela pluma con finura y contundencia, con ese sarcasmo que convivía con la malicia y el candor, y como crítico taurino, oculto bajo el seudónimo "Sobaquillo", como ya se ha dicho. Sus artículos aparecieron en libros como "Azotes y galeras" (1891), "Salpicón" (1892) o en el volumen taurino "De pitón a pitón" (1891). De carácter póstumo son "Grageas" (1921), "Fija y da esplendor" (1922), "Chácharas", (1923). Entre otros trabajos, es autor de "Cuentos de guerrilla" (1897), que definió literalmente como "olla de cuentos". "Mi único deseo, al verlos metidos en faena, es que no se diga de ninguno de ellos que le salió el tiro por la culata", escribió.

Su lucidez y la enorme capacidad de trabajo que poseía --aplacada un tanto bajo un barniz de escepticismo o atemperada bajo un talante liberal, rebosante siempre de erudición y conocimiento de lenguas-- hicieron de él uno de los periodistas más importantes de Madrid. Quizá el más reconocido. Y una prueba de ello es que algunos trabajos de su sección "Plato del día" fueron trasladados al teatro con enorme éxito. Su perfil también se antojaba atractivo: exhibía un vestuario atildado, casi de dandy, vivía en un hotel, no procuraba la fama (solía comentar con un menosprecio teatral: "Dejen vivir") y había sido uno de los primeros intelectuales que había puesto una casa a su inmensa biblioteca. Dicen de él que poseía una portentosa memoria, que sabía los chismes y las anécdotas de medio mundo y que los contaba como nadie. Lucía una formidable cultura humanística y un ingenio a prueba de bomba, que se mezclaba con la imaginación y la osadía. Una de las mejores pruebas lo fue su artículo del 25 de noviembre de 1891 en "El Liberal": "La catástrofe de anoche. España está de luto. Incendio del Museo de Pinturas", en el cual narraba un incendio imaginario del Museo del Prado, que era una denuncia de sus débiles sistemas de seguridad y que ocasionó un enorme impacto social que obligó a revisar los métodos contra incendio. Ese texto tuvo una continuación inmediata al día siguiente: “Por qué he incendidado el Museo de Pinturas”. Concluía así: “Ayer hubo gentes que lloraron… por lo que tiene facilísimo remedio. ¿No es esto mejor, y más sano para la patria, que llorar por lo irremediable? Hemos inventado una catástrofe… para evitarla”.

Por otra parte, Mariano de Cavia ocultaba un fracaso de amor: se enamoró de la joven zaragozana Pilar Alvira, mantuvieron un fogoso noviazgo, hasta que se entrometió la familia de la joven. En la dolorosa separación, dicen los biógrafos, se prometieron lealtad eterna: ambos, presos de melancolía, conservaron la soltería hasta el fin de sus días.

Tal era su prestigio que en 1916 le llovieron los honores: el rey Alfonso XIII le entregó la gran Cruz de la Orden Civil de Alfonso XII, Zaragoza se acordó de que era uno de sus hijos más ilustres y la Real Academia Española le concedió el sillón A. En ese momento, Mariano de Cavia ya padecía los síntomas de la parálisis que acabaría con su vida. Entre eso, su afición al alcohol que nunca había podido disimular, y su individualismo, y quizá su pereza final, eludió el ingreso: no llegó a incorporarse a la docta institución por la que tanto había hecho erigiéndose en defensor del castellano con su buena prosa, con su búsqueda de los matices y de la precisión, y con sus artículos constantes en defensa del idioma. Enrique Pardo Canalís, en el prólogo a su libro "Mariano de Cavia. Antología" (IFC, 1980), señala: "La defensa del idioma por Cavia, casticista de excepción, rebasa estrictamente los límites de una campaña, pues podemos decir que fue constante preocupación de su actividad periodística o, si se quiere mejor, la campaña de toda su vida". Curiosamente, aragonés acérrimo (y a veces instalado en exceso pero con absoluta sinceridad en los tópicos: el Pilar, la jota, los Sitios, los héroes de la Independencia, la Zaragoza baturra), había previsto hablar de "El habla aragonesa" en su discurso de ingreso, no en vano, sus textos están llenos de usos, giros y palabras de su tierra.

En 1917, dio otro paso decisivo en su trayectoria. Muchos lo consideraban "la joya exquisita de la prensa española" porque lo mismo escribía de Velázquez, que de Zorrilla, Gayarre, Campoamor, Pablo Sarasate, Rubén Darío, Verdaguer, Marcelino de Unceta, o prologaba con brillantez un libro de Eusebio Blasco. Se incorporó a "El Sol", que sería su última publicación y, en sentido figurado, su tumba. Falleció en 1920, envuelto en un halo de prestigio y de profesionalidad irrefutable, inmóvil y doliente. Una de sus últimas fotos en vida ha dado la vuelta a los libros: se le ve en un evocador vehículo en el balneario de Alhama de Aragón. El alcalde y doctor Ricardo Horno Alcorta -padre de otro futuro alcalde de la ciudad, Mariano Horno Liria, y de dos ilustrados como el médico Ricardo y el periodista Luis Horno Liria-, trajo su cuerpo a Zaragoza y lo expuso en la Facultad de Medicina para que recibiese el último homenaje de su gente, antes de ser enterrado en Torrero y antes de que Zaragoza, "la siempre adorada Zaragoza", "su madre Zaragoza", le erigiese un busto de José Bueno, descubierto el 3 de julio de 1921. Zaragoza siempre estuvo en su corazón y con ella muchos aragoneses como Baltasar Gracián, que tanto le había influido en su estilo y en su socarronería, Joaquín Costa, o Francisco de Goya, al cual le dedicó páginas espléndidas, igual que hizo cuando cerraron el Pilar, tras unos incidentes en julio de 1901, o cuando advierte que "La jota se muere".

Uno de los aspectos más celebrados de su trayectoria fueron sus crónicas taurinas. En recuerdo de su figura y de su pasión por la fiesta, un grupo de personas muy heterogéneas de Zaragoza -con Ricardo Lapuente a la cabeza- fundó la Asociación Cultural Mariano de Cavia, cuyo empeño es la defensa de la tauromaquia y de la cultura en un sentido amplio del término y la vindicación de la figura del periodista y escritor, para el cual solicitan una calle, la calle que perdió a mediados de los años 80. Pero también proyectan la reedición de sus obras, poco a poco, habida cuenta de que en las bibliotecas públicas aragonesas Cavia brilla más bien por su ausencia, y sus libros están descatalogados o resultan inencontrables. De ahí que ahora inicien esta trayectoria de recuperación del periodista con la edición facsímil de uno de los libros que más amó: "De pitón a pitón", una selección de una treintena de "crónicas cornamentales" de Sobaquillo, que publicó Fernando Fé en 1891.

¿Qué es de "Pitón a pitón" exactamente? De entrada, habría que decir que es una maravillosa lección de periodismo taurino, imaginativo e impresionista, vibrante y subjetivo, que se acompaña de bonitas ilustraciones de Ángel Pons. En el jocoso texto, "Mis memorias íntimas" de 1889, dice: "Lo único que me permitiré decir -para aclarar la vista a algunos- es que no soy escritor taurino propiamente dicho, sino un guisandero que da más importancia a la salsa que a los caracoles". Se llamaría a engaño quien pensase que "De pitón a pitón" contiene críticas taurinas; son más bien textos de esto y de aquello, un tanto cosmpolitas casi siempre ("el cosmopolitismo lo invade todo, y hasta en materias toreras se echa de ver su influjo", escribe en el prólogo), en los que Cavia narra desde historias de toreros -su favorito era Lagartijo, e inventó el término taurino "media lagartija", también admiró a Frascuelo-, como la peripecia del diestro español que se bate a espada con un mexicano, redacta cartas burlescas a amigos, o glosa las que recibe.

Saluda la aparición de libros como "La escuela de tauromaquia y el toero moderno" de su paisano Pascual Millán, y ofrece visiones tamizadas con su bisturí crítico: "El toreo, como todas las instituciones sociales, está atravesando un período de transición. Nadie sabe adonde vamos a parar... En esto de parar, lo único averiguado es que no hay un solo torero que pare los pies. Y como los pies son tan esenciales y fundamentales en la 'forma poética', de ahí que no sea fácil saber dónde aprieta el zapato a nuestros lidiadores". Y además, "Sobaquillo" bromea una y otra vez con su creador Mariano de Cavia, al que llama "mi inseparable amigo, compañero, y aun creo que pariente". Estamos ante una recopilación muy original que hace honor a un hombre inteligente y lúcido, que nunca renunció ni al desparpajo ni a la ironía, porque pensaba como Luis Buñuel que un día sin risa es un día perdido y que la mejor manera de explicar las cosas y la vida es mediante la socarronería, que es otro manera de llamar al humor en Aragón.

*La foto es de Rafael Molina, "Lagartijo", aquel que dijo: "Más cornás da el hambre".
25/07/2005 18:22 Enlace permanente. sin tema Hay 11 comentarios.

DÍA DE GALICIA Y DE ARTEIXO, DESDE ARAGÓN

finis.jpgNo parecía que iba a ser ayer un día memorable y acabó siéndolo, sobre todo si uno no se pone enfático o grandilocuente. Por la mañana, cuando nada esperaba ya, acabé en la piscina con Diego. Primero, fútbol bajo un sol de justicia y luego una serie de doce o catorce largos, a braza y de espalda. El agua estaba maravillosa y no había nadie. O casi nadie. Por allá, como en una atmósfera sonámbula, sonaban voces inglesas de niños y de padres y madres. Bajo los pinos, una pareja se quedó dormida sin pasión. Ella, antes de rendirse al brutal sol de la tarde, decidió cubrirse los pechos.

Por la tarde, escribí a Cees Nooteboom y a Alessandro Baricco. Y me asomé al televisor para seguir una Grand League desde Oslo: el atletismo es, de lejos, mi deporte favorito, el que más feliz me hace. Más que el fútbol, el tenis o el boxeo, pero déjate que se ensanche la mala fama y échate a dormir. Hasta el bueno de Pepe Cerdá habla de mí y recuerda mi pasión por el fútbol; está equivocado: soy mitómano pero el fútbol me aburre. Luego, me llama Daniel y me dice que estará con amigos en “La casa de los persas”: Ismael, Eva y Félix. Conversamos brevemente bajo una tormenta que no acaba de romper. Ya en casa, en Garrapinillos, intentamos celebrar el Día de Galicia, y la fiesta de Arteixo de paso, de todas las formas posibles: llamo a mis padres, hablo con mi madre, que me dice que tiene seis invitados, su hermana Mercedes que es mi madrina, y su marido Antonio, criador de caballos durante mucho tiempo, mi prima Diolinda y su compañero García, y mi tía Florinda y su marido Jesús. Cenamos, tomamos un vino "Mesache" de Pirineos, comemos helados. Ha sido una noche espléndida y totalmente improvisada, que siempre son las mejores. Eva e Ismael se ríen de las gracias de los niños… Siempre hay una pesada y blanca perra al acecho.

Culmino la noche viendo natación y bromeando con mis hijos. Phelps gana de calle su semifinal de 200, y echo de menos a Ian Thorpe y, sobre todo, a mi adorada Inge de Brujin, portada deslumbrante de un especial de “As” (¿o era de “Marca”?). Pero no todo está concluido: hay que pasear a la perra Noa. La noche está espléndida con la luna demediada entre los árboles. Los perros han dejado de ladrar en Utebo. Lo que son las cosas: llevo un libro inmenso titulado “Faros de Galicia”: una fascinante historia, con muchas fotos, de todos los faros gallegos, algunos de ellos los conozco bien como Ortegal, donde estuvo con Eloy Fernández, Vilano, Touriñán o Finisterre, entre otros. Los faros son una de las cinco o seis pasiones de mi vida, como las sirenas, los tigres, los bandoleros, los marinos y los boxeadores. Se cuentan historias increíbles, algunas aluden al incesto, crónicas de naufragios, la mudanza de los hábitos de vigilancia; se abordan las tipologías de faros gallegos. Tras unos veinte minutos leyendo y recordando y soñando, vuelvo a casa. Concluir el día con “Faros de Galicia” (Xunta de Galicia, 2004) de Jesús Ángel Sánchez García y fotos de José Luis Vázquez Iglesias, entre las manos, más de 660 páginas de mar y fábula, de aventura y brutalidad, es otra manera de rendir homenaje al Día de Galicia, al día de la festividad de Arteixo desde donde mi padre me dice: “Xa vexo, meu amigo, que iremos nos aló antes de que veñades vos aquí” (Ya veo, amigo mío, que iremos nosotros allá antes de que vosotros vengáis aquí).Y luego me anuncia que se marcha al baile. Es el momento de disfrutar de sus 80 años cumplidos el 3 de mayo.
26/07/2005 04:37 Enlace permanente. sin tema No hay comentarios. Comentar.

CARMELO REBULLIDA: INTUICIÓN, SORPRESA, LIBERTAD TOTAL*

La tarde había empezado a declinar en medio de una vaharada caliente. La calle Pignatelli exhibía sus olores como única brisa, y algunos cuerpos desvencijados aplacaban el calor con la barriga al sol y entre gritos. No parecía esa una calle propicia para un hombre tan apacible como Carmelo Rebullida, que andaba por ahí, en su estudio en la ciudad, entre lienzos, entre figuras, entre catálogos. Monet exhibe sus cinco letras en un lomo enorme; una pieza diminuta de Guillermo Pérez Villalta reposa como una joya que debe preservarse hasta el fin de los tiempos. Y hay cuadros, papeles, esculturas de pasta de papel, objetos: el refugio del artista, que lo ha dispuesto todo como un paraíso de arte. Como una morada de creación. Como un depósito íntimo de las cosas que uno elige y que le eligen a uno.

La vez que estuve más cerca de Carmelo Rebullida fue en un viejo molino de Montañana. El escultor Arturo Gómez me enseñó algunas de sus obras y me habló de su trayectoria: de su gusto por los fósiles, por los lagartos prehistóricos, de su inclinación a la búsqueda constante. Creo que me dijo, o deduje yo, que era un artista que se buscaba a sí mismo como un nadador que avanza entre un mar voraginoso de preguntas; parece que se ahoga, que pierde el rumbo, pero siempre sale a flote. Lo que no me dijo entonces Gómez fue que tenía su estudio principal no muy lejos de allí, también en Montañana, en un lugar al que debes acceder tras rebasar flores y árboles y un jardín casi encantado. Al final, si persistes, está él, Carmelo Rebullida. En ese lugar lo hace casi todo: fabrica el papel, sueña esculturas, realiza monotipos, se descubre pintor indigenista o etnográfico, se descubre pintor que reconoce la partitura musical del arte en el lienzo de Paul Klee, su gran maestro, o la fuerza de las texturas y los ocres de Antoni Tàpies.

Carmelo Rebullida inicia la conversación. El recuento de sus años de oficio, el trayecto vital de un hombre que eludió la muerte que arrebató a dos de sus amigos: Eugenio Estrada y ABD Víctor. Los recordamos: su trayectoria, las conversaciones en torno a la pintura, la conexión entre los tres en el gusto por algunos colores pardos y las civilizaciones remotas, la batalla fieramente humana contra la fatalidad, los inesperados adioses. Y también recordamos a otros amigos: como Julio Alejandro y Fernando Castro Cardús, a los que llevó de excursión por Asturias en coche, de puerto en puerto, mientras Fernando y Julio Alejandro le hablaban de su vida vinculada con el amor, con el éxodo en México, con el mar, con las antigüedades o con Luis Buñuel, con quien tantas cosas compartió Julio Alejandro. Carmelo Rebullida, el creador vulnerable, iba tomando confianza. Y el paso siguiente fue penetrar en ese estudio-galería donde están sus lienzos, sus tablas, sus dípticos, sus polípticos alargados. Antes de entrar, Carmelo Rebullida comenta: “No sé qué decir de mi obra. No tengo explicación sobre ella. Pinto por intuición, como una forma de libertad total”.

Llama la atención, a primera vista, la región estética en que se instala Carmelo Rebullida: un informalismo abstracto muy elaborado y menos desgarrador que el clásico de posguerra, de incisiones y símbolos, de un acopio constante de texturas y matices en la imprimación de la pintura. Otras características son el gusto por los colores planos que dialogan con otros tonos, la delicadeza de la concepción del cuadro y, muy especialmente, el hecho de que un cada obra es una suma: dos fragmentos o más que entablan entre sí un diálogo, que se anudan, que se interfieren, que se abrazan, y configuran un todo armonioso. Un todo armonioso que cabalga sobre el contraste cromático, la exuberancia y la contención, una atmósfera cristalina y la sugerencia de un mundo sumergido, de una ciudad oculta y acaso postergada.

Carmelo Rebullida es un pintor vocacional. Un artista con todas las de la ley. Y eso quiere aquí decir que explora, que indaga, que se atreve a equivocarse o a acertar con una intensa pasión. Hay muchos pintores en él: el artista refinado y sensual, el artista que evoca un pasado legendario, el artista que exhibe sus crepitaciones y sus fuegos salvajes, el artista que entiende el cuadro como una aventura para los ojos y el cerebro, el artista que descubre el dolor y lo vuelca y lo expande con toda la furia de vivir, el artista que no teme a la sorpresa, sino que la busca y se deja enmarañar en ella. Como si quisiera mitigar la honda emoción que le produce enseñar sus cuadros, la vida en la pintura, la materia disuelta en el laborioso proceso de existir, cuenta historias: sus tres años en Córdoba, cuando estudiaba Ingeniería, su trabajo en una empresa de naves industriales y puentes grúa, su regreso a Sevilla muchos años después, los grupos a los que perteneció, los compañeros de viaje. Carmelo Rebullida es un pintor sin anécdota: pintor que mancha, artesanal, cuajado, que ha descubierto que un cuadro, como un personaje de ficción, tiene sus exigencias, y a veces nace en tu cabeza pero él mismo marca las pautas, exige ser así. Tal como ha quedado.

Volvemos a otro cuarto. Y nos centramos en la obra que presenta en el Palacio de Montemuzo. Son dos series distintas de esa labor más intimista en contacto con el papel: sus papeles etno o indigenistas, emparentados con Matta, con Lam, con el arte africano, con el arte bruto de Dubuffet y con varias tendencias coloristas de Latinoamérica, con el poeta Pablo Neruda, que escribe tanto de aves y de ríos arteriales que galopan por el corazón de la tierra. Y la otra serie, algo mayor en extensión, es como una síntesis de su modo de expresión, un viaje a pecho descubierto por la selva de la creación, por los territorios de la imaginación. Libertad total, de nuevo, presagio, gesto, lirismo exultante. La primera seria está datada en la década de los 90. Carmelo Rebullida reunía ejemplares de “Heraldo de Aragón”, preparaba una masa y construía su papel de medio formato, con mucha textura. Y sobre él, casi siempre sobre un fondo monocromo, pintaba una suerte de personaje, que a veces parece claramente humano, inscrito en un ritual primitivo, y en otras parece un pájaro, una pesadilla o la criatura coloreada y fascinante de un sueño. Esta serie posee una extraordinaria potencia de evocación, magia antigua. Y la segunda refleja muy bien la poética de la intuición de Carmelo Rebullida: esto sé hacer, esto invento, por aquí me extravío. Es una serie de tanteos y de afirmación, de estados de ánimo, de hallazgo rápido. Aquí está Carmelo Rebullida, también aquí, sin duda, en estado puro, tal como es, tal como le vienen las cosas: un trazo, la mancha, la tensión de los colores, el rasgo informal, la poesía de la delicadeza, el gusto por la elementalidad, la sencillez conmovedora, el afán de vaciarse, de soltar algún tormento que la voz no se atreve a confesar con facilidad.

Quizá pasemos rápido las series. La tarde ya se ha vuelto noche. Seguimos hablando: Carmelo Rebullida querría un día consolidar sus esculturas en papel pintado. Carmelo Rebullida recuerda que durante años iba a Madrid ver las grandes exposiciones, que esas expediciones eran el mejor álbum de aprendizaje que sustentaba día a día su vocación. Carmelo Rebullida recuerda una y otra vez al doctor Luis Palomera, que ha sido como un arcángel sanador y ahora es uno de sus mejores amigos. Carmelo Rebullida recuerda de nuevo dos maravillosos años en Sevilla, cuando más humor y alegría precisaba su tragedia sigilosa. Vemos el libro-catálogo que le publicó Cajalón en 2003: ahí está un artista en plenitud, un artista cuya mano todo lo gobierna, un rastro de oficio y sueño incuestionable.

Ha llegado la hora del adiós. Casi es medianoche. Carmelo Rebullida se despide al pie de la escalera. “¿Crees que saldrá algo de todo esto?”, pregunta. Llego a casa y escribo: “La tarde había empezado a declinar en medio de una vaharada caliente. Carmelo Rebullida es un artista seguro ante el lienzo, con el pincel en la mano. Luego, una vez que ha concluido el cuadro, se siente frágil, desamparado, como si tuviese la imperiosa sensación de que debe empezar de nuevo”.

*Texto para la exposición de Carmelo Ramos Rebullida de obra en papel que expondrá en octubre y noviembre en el palacio de Montemuzo.
26/07/2005 17:58 Enlace permanente. sin tema Hay 19 comentarios.

JAVIER TOMEO, MEDALLA DE ORO DE ZARAGOZA

tomeo.jpgLa Junta de Portavoces del Ayuntamiento de Zaragoza decidió conceder al escritor oscense Javier Tomeo la Medalla de Oro de la ciudad de Zaragoza que se le entregará en un acto oficial en el Ayuntamiento el próximo 8 de octubre, en coincidencia con las próximas Fiestas del Pilar.

El alcalde de Zaragoza, Juan Alberto Belloch, informó de la decisión de conceder este galardón al escritor oscense, justificada en su dilatada y prolija trayectoria profesional, y por su labor de embajador de Aragón en todo el mundo.

Tomeo, que fue pregonero de las Fiestas del Pilar en 1989, es un hombre "de nivel" que ejerce de aragonés "allí donde está y allí donde escribe" y la concesión de la Medalla "es un homenaje que la ciudad le debía", subrayó Belloch. Javier Tomeo, propuesto para el Premio Nobel en los tiempos en que Juan Bolea era concejal de cultura, ha visto representadas en Zaragoza sus obras "Amado monstruo", sus "Bestiarios", "Los misterios de la ópera" y "La agonía de Proserpina", un montaje del Centro Dramático de Aragón, todas ellas en el Teatro Principal de Zaragoza.
27/07/2005 17:49 Enlace permanente. sin tema Hay 6 comentarios.

EL RUMOR DE LOS PINOS

pino350.jpgAnteayer, antes de que nos visitase la lluvia, Jesús Vegué nos podó los pinos con la motosierra verde. Y hoy partimos las ramas más gordas para hacer leña. Se ha llevado una pequeña parte a Santa Isabel, a su casa de 600 metros cuadrados con finca. Jesús, militante antaño del PT (eran compañeros suyos de entonces Pedro Arrojo o Paco Polo, entre otros) y miembro fundador de la Peña “El Brabán”, ha sido cartero durante muchos años en Zaragoza, Barcelona y acabó en Luesia. Allí conoció a Ángel Guinda. Dice que tiene un poemario suyo dedicado. Fuma tabaco cubano, “Popular”, que se parece mucho al Ducados.

Jesús acabó su faena hacia las doce y media, y yo me quedé por allí, en la finca, amontonando ramas con sus piñas, con su impresionante olor a resina. Mi abuela paterna, Emilia Ferro, era vendedora de piñas en A Coruña: llevaba en carromato o en el autobús sus sacos y luego iba distribuyendo las piñas de plaza en plaza o de casa en casa, cuando había apalabrado servicio con los clientes.

Los pinos han sido fundamentales en mi vida: de niño me tendía en los bosques con la cabeza hacia arriba mirando el cielo a través de la fronda y me sentía transportado por su melodía, por el chicotazo de sus ramas: hay un momento en que el viento al traspasar sus hojas parece hincharse como un velamen y emula a un mar denso y perfumado. Un poeta que leí mucho en la adolescencia, Eduardo Pondal, habla mucho de “os rumorosos”, que son esos pinos constantes de la Costa de la Muerte cuyas hojas cabrillean como un mar encendido de fosforescencias. Mi abuela me hablaba de los pinos y de sus aventuras en una ciudad que parecía desvelarse con los organilleros y las mujeres que, como ella, gritaban: “Piñas, piñas”.

Y en los bosques de pinos perseguía afanosamente sombras de mujeres malvadas y de fantasmas, porque María de Carballido aseguraba que cuando moría la tarde aparecía una mujer con un espejo y una navaja barbera que atraía a los hombres irremisiblemente y que el suyo había sucumbido, fatalmente y para siempre, a su hermosura. Ni siquiera había devuelto su cuerpo. De los bosques de pinos conservo recuerdos muy nítidos: iba con mi padre en el carro de una vaca (“Perucha”, se llamó una de ellas) a buscar leña, ramas, piñas, y los dos recogíamos sin apenas hablar nada. Pero yo me sabía seguro e iluminado por dentro. Cuando hay confianza absoluta, sobran las palabras. Tendría 6, 7, 8 años. En el Campo da Choca mi padre me contaría que allí había sido portero de fútbol en los tiempos en que empezaba a hacerse famoso Juanito Acuña.

Esta mañana, antes de que vaciase la tormenta, todos estos recuerdos me golpearon la cabeza. Y recordé también que a mi abuelo, el albéitar Jesús Rodríguez Muñiz, se le escapó una vaca, la vaca que traía a mi casa. Hubo que buscarla en uno de los bosques de Angra Escura, de Campo de Choca, etc. Con mi padre y mi hermano Luis, lograron reducirla por la tarde, y cuando entró en casa, camino del establo, no sé cómo, la vaca, que era una ternerilla más bien, me estampó una coz en la ceja y en la cara cuya señal aún llevo, tantos años después. Mi abuelo Jesús me consoló con un abrazo, refregó su copiosa y dura barba en mi cara, y me dio un plátano. Quizá fuese el primero que comía en Galicia. Año 1967.
28/07/2005 17:46 Enlace permanente. sin tema Hay 5 comentarios.

"LAS FLORES DEL MAL" DE BAUDELAIRE

baudelaire_nadar.jpgLa vida nunca fue generosa con Charles Baudelaire (1821-1867). Fue un niño enfermo y melancólico, un joven rebelde y doliente que frecuentaba los salones y las tertulias literarias. Amó a muchas mujeres (entre ellas, a la mulata Jeanne Duval), admiró a Poe y Thomas de Quincey. Fue un adelantado de su tiempo: en 1857 publicó su libro capital, “Las flores del mal”, el texto que inventaba una poesía nueva, una lírica precisa y perfecta, que alguien ha definido como la matemática de las metáforas, de agrio perfume.

En sus versos, impresionantes, trágicos, tocados por un agrio aroma de fugacidad, mira los vicios y los placeres del cuerpo, la embriaguez de los sentidos ante la belleza, los cataclismos de un mundo conmocionado. A todo se atreve Baudelaire: a la crítica, a la mordacidad, a la nostalgia, a la fiebre de amor, al símil deslumbrante como esos versos del albatros o “La muerte de los amantes”, que son compendios del vivir, de la pasión, de nuestro paso fugaz por la gloria. En un poema, sugiere Baudelaire, a veces el arte se reencarna en el cuerpo de una mujer hermosa. O en un delirio etílico. O en un arrebatado viaje con las drogas.

“Las flores del mal” es un inventario de brillos y de tinieblas, una travesía hacia el espanto desde la lucidez y algo esencial, nunca tan explícito: la absoluta conciencia del artista ofrecida más que con los sentimientos o con la intuición, con la inteligencia. Baudelaire creó una lírica diferente, osada, rotunda, fundó el simbolismo y abrió la senda de las vanguardias. Releo estos días de calor y de piscina la edición de “Las flores del mal” que publicó Pre-Textos, perfectamente rimada y hermosa, el rescate de la traducción de Eduardo Marquina de 1905. No ha perdido vigencia. El volumen, en bilingüe, anunció el alba de la modernidad.
29/07/2005 14:28 Enlace permanente. sin tema Hay 10 comentarios.

LEONARDO PADURA O LA MUJER QUE CANTABA BOLEROS EN LA HABANA HACIA 1960

Omara.jpgTal vez no sea éste el mejor verano de lecturas de mi vida. Pero tampoco voy a quejarme. Disfruto con los libros que decido leer. Y acabo de disfrutar muchísimo con “La neblina del ayer”(Tusquets) de Leonardo Padura, el escritor cubano que inventó a un policía llamado Mario Conde, que decidió abandonar el uniforme por los libros. Ahora ese hombre de 48 años, que ama con una pasión controlada a Tamara, se dedica a la búsqueda de libros viejos y a su comercio. Y en esa novela, al visitar una casa, la de Alcides Montes de Oca, un hombre muy bien conectado, rico y famoso, que odiaba a Batista, se encuentra con una formidable biblioteca que posee los primeros libros editados en la isla y ediciones originales de autores como José María Heredia, Fernando Ortiz o José Martí, entre otras joyas.

Pero también halla un espléndido libro de gastronomía que decide regalar a una buena amiga. Y al hojear sus páginas encuentra un reportaje de una cantante de boleros, Violeta del Río, bellísima, poderosa de carne y de encanto, que poseía una maravillosa voz. Violeta se retiró demasiado pronto y casi nadie la recuerda. A partir de ahí, este “comemierda” que es Mario Conde, como tantas veces le dicen sus propios amigos (y no resulta fácil aceptar esa expresión, tan frecuente en Cuba), empieza a investigar en la historia de esta mujer, que seguramente enamoró al propio padre de Conde, que lo dejó todo por los amores de Alcides Montes de Oca, que supo cosas que quizá no debiera saber, que disfrutaba con auténtica locura cantando…

Esas pesquisas llevan a Mario Conde a la Cuba de Batista, en vísperas de la Revolución, al mundo de la canción y los garitos, al universo de la mafia y la prostitución (muy bien representada por Flor de Loto, gran personaje), al esplendor y al glamour de aquellos días, en los que Violeta del Río desapareció como engullida por las aguas. Y también le llevará a conocer mejor el país de hoy, las contradicciones, la corrupción, las enfermizas pasiones, la sed constante de sexo, la escasa valía de cualquier vida, como percibe el propio Conde, a punto de ser asesinado, o Juan el Africano, que amanece con hormigas en la boca… El libro de Padura, en la parte de indagación en los 50, ocurre en el mismo período que la novela de Miguel Barroso: “Amanecer con hormigas en la boca”, que ha llevado al cine Mariano Barroso.

Hay mucho más en esta novela de Leonardo Padura: puertas que se abren, seres secundarios de admirable fuerza, sucesivos crímenes, venganzas, y en el centro de la miseria resplandece siempre el mito de Violeta del Río, que para unos se envenenó con cianuro y para otros fue asesinada. En ese enigma también reside otro de los encantos de esta novela que se lee con creciente interés y que propone una trama paralela mediante la inclusión de un conjunto de cartas y que te persigue. Al menos, a mí me ha perseguido durante tres días: he estado en Cuba, con la imaginación, con el deseo, con el arrebato de sensualidad y sordidez, igual que estuve de veras en 1997, literalmente fascinado por el vuelo del aura tiñosa y las tormentas torrenciales del atardecer: en Cienfuegos, Cumanayagua, Trinidad y La Habana. Allí, acompañado por Adolfo Ayuso, conversé (conversamos) con la viuda de Alejo Carpentier en la casa que había inspirado esa admirable novela que es “El siglo de las luces”.

*La foto no es de Violeta del Río sino de la gran Omara Portuondo, a la que oí cantar en el Teatro Nacional de La Habana, también en España luego, y la gente se desplomaba con la emoción (los de Matanzas, los de Camagüey, los de Trinidad, los de Cienfuegos, los de Santiago...Todos acudían a oírla como a Violeta del Río).
30/07/2005 10:47 Enlace permanente. sin tema Hay 1 comentario.

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