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Se muestran los artículos pertenecientes a Junio de 2005.

CON RICHARD SERRA, EN BILBAO

Serra.jpgHacía 18 años que no entraba en Bilbao. Estuve en varias ocasiones de paso hacia Santander, cuando preparaba un guión de una película cuyo título provisional era “La muerte del farero”, que anda por ahí en la memoria de ordenadores que ya no uso. Lo leyeron amigos como Pepe Melero y Luis Alegre y me dijeron, con mucha sensatez: “Toniño, dedícate a otra cosa. El cine no es lo tuyo”. Supongo que dentro de algunos años ese texto reaparecerá por algún lugar. Ni siquiera había estado nunca en el Guggenheim, y al fin cumplí un modesto sueño el pasado lunes. Tomé un autobús Alsa a las 9.15 y llegué hacia el mediodía. Y allí, como a otros periodistas, me esperaban Carmen Giménez y Richard Serra; el escultor de California, apasionado del acero, ultimaba el montaje de sus “Torsiones elípticas” en la sala Arcelor, de 3.000 metros cuadrados del museo, junto a su “Serpiente” de 1997.

Serra, que es como un torbellino, me preguntó: “¿Prefiere recorrer las ocho piezas solo o en mi compañía? La verdad es que en este momento tengo mucha hambre”. Recorrí el largo centenar de metros, penetré en el corazón del acero, las espirales y los óvalos con una sensación contradictoria: a veces sentía que exploraba una ciudad fantasmal, que me extraviaba, me desorientaba; a veces percibía que entraba a una suerte de laberinto en cuyo final estaba un centro, un núcleo. El trabajo de Serra invita al viaje, al contacto con la materia, con la materia del tiempo, como dice él. Son piezas grandes, son pasadizos hacia la tiniebla o la claridad final: rondas, avanzas, ves, penetras. Las obras son majestuosas y aunque a veces presentan una cierta sensualidad, acentuada por las curvas, a mí me parecieron que prolongaban su minimalismo de antaño. El minimalismo de Serra, que sostiene que esta obra la completa el espectador, aquel que se introduce en sus meandros, en sus recovecos, en sus laberintos psicológicos.

Por la tarde, con la ayuda esencial de Nerea Abasolo, conversé detenidamente con Serra. Yo preguntaba, él respondía con la fuerza de un torbellino, Nerea Abasolo, una mujer estupenda y cálida, traducía, pero antes de que acabase sus frases, ya entraba Serra de nuevo a matizar. “¿De qué se alimenta un escultor como usted?”, le dije a modo de despedida. Respondió muchas cosas, pero me quedé con ésta: “Ver es pensar y pensar es ver”. Mientras conversaba no dejó de hacer dibujos con un carboncillo gordo ni un instante. Explicaba, matizaba, recordaba edificios y obras, dijo nombres como Richard Long, Picasso, Julio González, Matisse o Zurbarán, pero también Goya. Comprobé que se vacía en cada entrevista, entendí cómo ama su trabajo. Carmen Giménez, con su peculiar acento, dijo: “Esta obra es muy importante. Ahora ya no podrán decir que el Guggenheim sólo es un contenedor, ahora también hay una obra permanente como ésta”. Un obra que se aleja de la teatralidad, admirable, en tensión.

Me quedaba un par de horas y salí a la calle. Sin rumbo fijo.O quizá Sí.Debía ir hacia Arellano, me entretuve en varias librerías, compré libros de Dalí, de Gabriel Cualladó, sobre un fotógrafo de tiempos de Madame Blavatsky y uno de ballenas. Me sorprendió la calma de la ciudad: espléndida, plena de humanidad, la gente disfruta en la calle al máximo.
01/06/2005 07:55 Enlace permanente. sin tema Hay 2 comentarios.

DIÁLOGO CON JOSÉ OVEJERO

ovejero200.jpgJosé Ovejero (Madrid, 1968) acaba de publicar "Las vidas ajenas"(Espasa / Ámbito Cultural), premio Primavera de Novela 2005. Es autor de libros de poemas, relatos, varios novelas y un libro de viajes como China para hipocondriacos" (Ed.B).

-¿Arranca su novela “Las vidas ajenas” del hallazgo de unas fotografías?
-En cierto modo. Encontré en un rastro de Bruselas una curiosa colección de fotografías sobre la colonización del Congo belga, y luego repasé algunos libros de aquella experiencia. Aquella colonización fue escandalosa.

-¿Por qué?
-La explotación fue brutal en todas partes. El Congo en realidad no pertenecía a Bélgica sino al rey, que había intentado explotarlo lo más rápidamente posible. Había algunos hábitos brutales, como el de cortar las manos a la gente. De vez en cuando la policía colonial daba una batida para castigar severamente a una aldea que se resistía a pagar.

-Pero la novela no va de eso…
-No, claro, pero eso está ahí como una historia más, como el punto de partida. “Las vidas ajenas” narra un chantaje. Ésa es la trama. Una vieja foto encontrada en un cajón de una vivienda que está siendo vaciada por los traperos es el arranque. Pero, claro, ¿a quién va a importarle que su familia o sus antepasados tengan algo que ver con eso o se haya enriquecido así tantos años antes? Eso sólo tiene interés si la historia continúa de alguna manera y por eso hablo de las actividades de empresas belgas en el Congo Belga, de traficantes de armas y madera y diamantes, y en eso está inmerso uno de los protagonistas.

-Lebeaux, ese poderoso empresario, objeto del chantaje…
-Sí, el chantaje está hecho por aficionados que ni siquiera son delincuentes habituales. Y en ese proceso participan emigrantes congoleños, traperos… Bruselas es una ciudad gris, de funcionarios, pero estas cosas pueden ocurrir.

-¿Quiso escribir una novela de intriga y a la vez coral?
-Es cierto: es una historia de intriga y una historia de muchas personas. Cada una arrastra su peripecia y quiere escapar de ella. Claude y Daniel, los traperos; Chantal, la madre soltera que está cansada de todo y atisba un fragmento de esperanza; Kasongo, el congoleño que ha emigrado a Bruselas. En el fondo, el libro ofrece una mirada a los bajos fondos de la sociedad. Libeaux es el chantajeado porque su empresa trabaja en los límites de la legalidad, y Daniel, quizá el personaje más entrañable, es uno de los chantajistas de medio pelo. Es curioso, no me había planteado la novela como un thriller, tampoco es una novela de suspense al uso, pero hay intriga y psicología de los personajes a la manera de Patricia Highsmith, y en menor medida de Chandler o Hammett.

-¿Qué le atrae de Highsmith, que vivía en una ciudad también de funcionarios como Ginebra?
-Que sus personajes están vivos. La novela negra trabaja con tópicos, con arquetipos: investigador un tanto nihilista que siempre apura un poco de “bourbon”, seres desengañados y más bien misóginos, mujeres fatales, malos… No te los acabas de creer.

-Como en todas las novelas del género, la ciudad ocupa un papel determinante. Es casi la protagonista absoluta…
-Tal vez. Bruselas es una ciudad con varios mundos. La población extranjera alcanza el 30% del total. Te metes en un autobús y en un trayecto cortísimo puedes oír hasta ocho lenguas, ocho culturas, ocho historias. ¿Qué pasa entonces? Cuando las vidas se rozan suceden cosas como las de mi novela y se descubren comportamientos nada heroicos.

-Otro componente sustancial es la crítica social.
-A mí no me interesan mucho la novela ideológica. No tengo demasiadas cosas de las que opinar. Me gusta contar historias y crear personajes. Como poeta, aunque haya publicado dos libros, me siento un poco impostor. Pero miro las clases sociales, los excluidos, gente que a lo mejor no ha tenido su sitio y que espera un golpe de suerte, aunque sea a través de un chantaje. El realismo no existe como tal, pero existen sus atmósferas, existe una correspondencia de la ficción con la vida cotidiana, y todo eso está en mi novela.

-En ocasiones, precisamente por ello, la novela también tiene algo de costumbrista.
-¡No me diga! Una vez un crítico dijo: “José Ovejero cae en el costumbrismo”. ¿Qué queremos decir, volvemos a utilizar el sustantivo como algo peyorativo? Claro que hay rasgos de costumbrismo, entendido éste como que los hechos quieren ser verosímiles, transcurren en un contexto, que incluso los personajes tengan una vida independiente de la trama. En ese sentido, sí me siento costumbrista.

-Como lo son Patricia Highsmith o Georges Simenon. Lleva quince años en Bruselas y se ha confesado un gran lector. ¿Quiénes son los autores que más le interesan?
-Últimamente me he inclinado hacia la literatura en inglés: Ian McEwain, Coetzee, Don de Lillo, Philip Roth o, ya en otra órbita, clásicos como Primo Levi.

-¿Y entre los españoles?
-Me interesan autores como Enrique de Hériz, Ignacio Martínez de Pisón o Nicolás Casariego.

-¿Cómo se viven estas giran de promoción?
-Sabes que es la condición del premio. Recorres catorce ciudades españoles y sobrevives. Y a veces pasan cosas increíbles: en Turón, cerca de Mieres, hay un bibliotecario que ha puesto a leer a todos sus vecinos, ex trabajadores, ex mineros, gente que en ocasiones no tiene ni el Bachillerato. Leen como locos y preguntando parecen catedráticos. Eso sí es estimulante. Y las giras, más cansadas, te permiten en ocasiones acercarte a nuevos lectores.
01/06/2005 07:53 Enlace permanente. sin tema No hay comentarios. Comentar.

UN FANTASMA EN LA FOTO

loarre.jpgUN CUENTO DE PATRICIO JULVE*

Patricio Julve no creía en fantasmas. Como fotógrafo tampoco le interesaban los castillos, tal vez porque esa labor de encerrarlos en un objetivo la había realizado siempre su maestro Juan Mora Insa. Pero con Loarre, fallecido aquel prodigioso documentalista hacía una década exactamente, creyó que bien podría rendirle un homenaje. Aunque eso, en realidad, lo pensó luego: exactamente cuando el canónigo y archivero Antonio Durán Gudiol le anunció que preparaba “una biografía del castillo”. Añadió aquel hombre menudo, al que conocían en Huesca como “el cura rojo”: “¿Y cómo hablar de un castillo sin las fotos?”. Patricio Julve aceptó la indirecta como una invitación y como un desafío. Nunca se había sentido cómodo ante el lienzo de una pared, repintado por el tiempo y el vaivén de las estaciones. Nunca había tenido sensibilidad para singularizar una mole de torres, un mirador ojival que se abre a un horizonte cristalino, un oratorio íntimo frecuentado por reinas y señores. Ni siquiera se sentía llamado por esa instantánea general y evocadora de una arquitectura majestuosa que escala y recorta el aire invisible, cosida al armazón de los peñascos.

Ya en su estudio de Murallas Romanas, creyó que debía reflexionar acerca de la conveniencia de un proyecto que podía resultar, más que nada, una aventura descabellada. Al fin y al cabo era cojo, y el terreno escarpado y abrupto no facilitaría sus movimientos. Además, el castillo tenía varios desniveles, e iba a exigirle dinamismo, variedad de perspectivas y un poco de osadía física. Buscó en su archivo, donde tenía algunos positivos del maestro, y contempló las cuatro vistas del castillo: tres exteriores y una interior. Las exteriores habían sido fotografiadas desde el llano, desde la explanada de acceso, y desde el fondo de la serranía, con lo cual el castillo parecía un minúsculo mirador de vértigo que penetraba en una región de nubes. Se trataba, sin duda, de la foto más artística de todas. Y la del interior era una toma poco imaginativa, marcada por la confusión de los elementos y quizá por una mala posición del fotógrafo. Dedujo que el maestro Mora Insa, en vísperas de su adiós del mundo en 1969, no le había regalado las mejores piezas de un reportaje de 40 positivos reconocidos y catalogados.

Patricio Julve ya no tenía edad para recorrer el mundo en bicicleta como había hecho durante años. En aquella bicicleta semiautomática que había adquirido en París. Y tampoco había tenido tiempo ni paciencia para sacarse el carné de conducir. Sin embargo, cuando realizaba desplazamientos incómodos, que no podía resolver en autobús, acudía a su amigo Ventura Amar, el chófer gallego que escribía poemas mentalmente y los recitaba cuando se lo pedía alguien: los amigos, los concejales, su propio jefe. Ventura Amar era el taxista oficial del alcalde del Ayuntamiento de Zaragoza. En su tarjeta personal, había mandado escribir: “Ventura Amar. Poeta y taxista de protocolo municipal”. Ventura Amar y Patricio Julve tenían una magnífica relación de complicidad; se habían conocido en las riberas gallegas, mientras Julve ultimaba un reportaje sobre las ballenas en las Rías Altas, y el otro llevaba por primera vez a su joven esposa, alicantina, a conocer el faro del fin del mundo en Finisterre. Luego coincidirían en varias ocasiones y Ventura puso al servicio del fotógrafo su 1.500 particular, negro y de segunda mano, abrillantado y limpio, casi idéntico al coche oficial. Patricio Julve fue resolviendo en su magín estos problemas de intendencia, y decidió preparar una colección de 40 fotos, como su maestro, y otras diez más por cada uno de los años que llevaba muerto. Así de raro o sofisticado podía ser el fotógrafo cojo y ciego por completo del ojo derecho.

Estuvo dos o tres días como abotargado. Con el susto en el cuerpo. Para sus rutinas de profesional que considera que ya hecho sus mejores obras, la decisión lo perturbaba y le exigía un exhaustivo método de trabajo: estudio, planificación, desarrollo y ejecución sobre el campo de batalla. Añadió otros términos en su cuaderno de notas: “Improvisación. Debo improvisar más que nunca. A la vejez, invención. Contra la realidad, ficción”. A los cuatro o cinco días, cuando tenía los planos del castillo en su poder, una buena selección de fotos y grabados del recinto, algunas monografías y, sobre todo, un inventario de tomas imprescindibles, llamó a Ventura Amar. “Te necesito como siempre, Ventura, sólo para mí”. El conductor tampoco pedía demasiadas explicaciones, pero esta vez Julve le dijo: “Necesitaré dormir una noche fuera. Te sería más cómodo que tú también te quedases, aunque sea en una pensión. Nos vamos a Loarre”. El otro le confirmó que libraba el martes y el miércoles próximos y, si tanta era la urgencia, que contase con él.

Ventura Amar era un hombre pintoresco, de saberes y amistades inesperados. “Tuviste suerte, mucha más de la que te parece, porque yo conozco al guardián del castillo de Loarre: Acacio Moré Guedes, natural de Ligüerre de Cinca. Casó de segunda vuelta en Loarre y le dieron ese trabajo. No le acaba de gustar”. Patricio Julve estaba un poco despistado, o al menos aparentaba estarlo, como si no oyese. Ventura Amar volvió a la carga: “Fui muy amigo suyo cuando trabajaba de camionero transportando sal de Remolinos. Dejó el empleo, y también a la mujer, porque le imponía tener que entrar a los túneles. Luego le perdí la pista y al cabo de unos años lo encontré aquí, muy cambiado, y con la misma cara de susto”.

Patricio Julve, cuando rebasaron Huesca, le pidió que le volviese a contar la historia de su amigo. Al oírla de nuevo, le dijo: “Ya tengo el primer personaje. ¿Crees que se dejará retratar?”. “Seguro que no -dijo Ventura-. Es de ésos que piensan que las cámaras, como las escopetas, las carga el diablo y, además, te roban el alma si de verdad existiera”. Patricio Julve rió, Ventura era tan escéptico como él, y repasó mentalmente, con el castillo ya a la vista, el equipo que había traído: tres cámaras distintas, dos de paso universal y otra de 6 x 6, los trípodes, el tipo de películas, los objetivos, los filtros polarizadores, una linterna y dos cuerdas de distintos tamaños, por si se atrevía a colgarse de la muralla o hundirse en el negro pozo de los calabozos. Saludaron al guardián o centinela; Acacio y Ventura hicieron un aparte, y al poco tiempo todo estaba arreglado: Patricio Julve tenía la libertad de movimientos que quisiera y, además, podría plantar las cámaras de noche si se atrevía. Era el último martes de septiembre de 1969 y el maestro del retrato cambiaba de registro: iba a intentar arrebatar la grandeza, la espiritualidad y los secretos de la piedra del castillo de Loarre.

La tarea del fotógrafo que se enfrenta a una mole tan contundente y con una iconografía tan extendida puede resultar una aventura de conocimiento y de la imaginación, pero también un fiasco. O una repetición. Sin prisas, Julve recorrió por donde podía moverse sin demasiado esfuerzo. Se fijaba en todo: la torre del homenaje, las murallas y sus torreones, las atalayas, los arcos, las ventanas, los capiteles y los frontispicios con sus imponentes bestiarios, incluso se atrevió a subir a la capilla. Parecía estar confirmando in situ los recuerdos que tenía del castillo en una auténtica labor de reconocimiento. Sus ojos y su capacidad de mirar debían ir mucho más allá de lo ya visto tantas veces, y estaba a punto de iniciar su faena. Analizó la dureza de la luz del mediodía en la profundidad de las sombras, en la majestuosidad del entorno, en la caligrafía improvisada en la roca; siempre cerca, Ventura Amar hacía de porteador. Antes de entrar en Loarre, Patricio Julve ya lo había fotografiado en sus cuadernos de notas.

El primer contacto con el edificio no le satisfizo del todo. Habían rodeado en tres ocasiones distintas el castillo al completo y había ensayado perspectivas y escorzos, sin importarle fragmentar el conjunto, en una inclinación buscada hacia la abstracción. Obtenía detalles exteriores de la muralla, picados y contrapicados, buscaba la elocuencia de la luz sobre la densidad ocre de la materia. Dentro, el trabajo le resultó muy premioso: no acababa de ver los planos generales, se sentía incómodo en los planos medios -le dijo a las seis y cuarto a Ventura Amar: “No veo nada, Ventura, nada. He perdido la ciencia de este oficio de jóvenes”-, y se detuvo minutos y minutos frente a las columnas, las ojivas, los elementos de decoración y los pasadizos que llevaban a las mazmorras. En ese instante, Acacio Moré Guedes, que acompañaba a Ventura, ante la ausencia de nuevos visitantes, gritó: “Les recomiendo que no entren ahí”. Ventura pidió explicaciones. Intuía que detrás había una historia. Lo cierto es que sólo había indicios de una vieja leyenda: la historia de aquella abadesa del monasterio de Trasobares -“o lo que fuese”, apreció Acacio-, llamada Violante de Luna, que se trasladó al monasterio de Loarre, se enamoró de Antón de Luna, dueño del castillo y afín al Conde de Urgel en sus peleas con Fernando de Antequera, y se quedó embarazada de él. Acacio añadió que una vez tomado el castillo por Pedro de Urrea y vencido Antón de Luna, la mujer desapareció, y algunos sospechan que su espíritu habita las noches del castillo, que va de torre en torre, de atalaya en atalaya, y que durante el día se guarece en las espantosas celdas donde permaneció presa algunos días antes que se la llevasen de Loarre. “Por eso –dijo el guardián-, jamás he permanecido aquí después de la ocho”. Ventura Amar preguntó más cosas, pero el fotógrafo quería aprovechar los últimos hilos de oro de la luz, el poniente de sangre que coronaba las torres y los muros, la indecisa claridad del crepúsculo. En ese instante, nadie habría dicho que aquel hombre era cojo: subía y bajaba, parecía correr por las escaleras, se incrustaba en el alféizar de las ventanas, y miraba en lontananza y gritaba: “Toda la luz viene del cielo”. Cuando Ventura y Acacio le anunciaron que se marchaban a cenar y a dormir a Loarre, estaba realmente exhausto. No quiso bajar al pueblo por el sinuoso camino del monte donde no crecía el romero (otra leyenda decía que el borrico de san Demetrio trastabilló y se cayó, y desde entonces desapareció para siempre aquella hierba tan aromática), ni le preocupó que apenas les quedase comida. Calculó que habría realizado más de 300 fotos y calculó que no eran suficientes. Quería explorar los misterios de la noche y el nacimiento del día siguiente. Por un instante, como quien desea darse nuevos ánimos, se dijo que Juan Mora, su maestro también cojo, habría estado orgulloso de él.

La noche en el castillo es especialmente romántica y perturbadora. El viento gime con un lamento constante que adquiere modulaciones inquietantes al golpear la piedra; las aves irrumpen de súbito con un chicotazo de alas desplegadas, y la oscuridad es tan densa que el silencio se multiplica en voces y sombras con ecos de cementerio. La modestísima linterna era un alivio y un conjuro contra las tinieblas. Patricio Julve no creía en fantasmas, pero intuyó que en esa atmósfera tenía que haber algo especial para su cámara. Colocó una en la entrada a las mazmorras y fue realizando tomas de larga exposición, de media hora, de una hora, de hora y media, de hasta cuatro horas la última. Y algo semejante hizo en la capilla y en diversas dependencias. Con otra cámara, armada con un potente flash, ensayó diversos juegos de luces. Quizá la noche de Patricio Julve en el castillo de Loarre se mereciese un libro completo, pero él combatió los malos pensamientos y el pánico, que llegó a percibir, con una actividad frenética, con una sangre fría casi sobrehumana.
Por la mañana, seleccionó una docena de tomas y las resolvió con un insólito sentido de la perfección. Deleitándose, disfrutando de cada matiz de la naturaleza. Cuando aparecieron Acacio y Ventura, lo encontraron feliz aunque fatigado y, sobre todo, hambriento. En cuanto los vio, sólo dijo: “Ventura, volvemos a casa. Creo que he disparado más de 500 veces”. El guardián preguntó: “¿Ha visto algo?”. Patricio Julve respondió: “No he visto nada, pero lo he oído todo. Si volviese otra vez aquí sería con tapones en los oídos”.

Patricio Julve trabajó durante un mes en la preparación del reportaje. En ese periodo de tiempo, recibió hasta tres cartas de Antonio Durán Gudiol conminándole a que la enviase su trabajo. Lo ayudaría en su biografía del castillo. Julve positivó todas las fotos. Y cuando llegó a las laboriosas instantáneas de la noche, en las cinco o seis de los calabozos apenas se venía nada. Nada. Pero en una de la capilla se atisbaba una sombra blanca, en movimiento y borrosa, que acababa arrodillándose ante el altar. No era necesario tener una imaginación calenturienta: la foto parecía una película que registraba los movimientos del fantasma. Bien podría ser aquella Violante de Luna, abadesa de Trasobares, que tanto había pecado en vida. Patricio Julve preparó uno de sus mejores álbumes, no de 50 fotos sino de 100 exactamente, que nunca llegó a exponer, y le mandó una brevísima carta al historiador y sacerdote Durán Gudiol. “Soy un pésimo fotógrafo que no cree en fantasmas, pero deben de existir y han convertido todas mis fotos en inservibles. Espero que entienda mi profunda decepción: Patricio Julve no sabe retratar el alma de la piedra”. En 1981, Antonio Durán Gudiol publicó su libro El castillo de Loarre (Guara, 1981) y en la página once habla de la “nefasta experiencia de un fotógrafo cuyo nombre quiero olvidar que no supo captar esa impresionante fortaleza de Dios que se divisa desde la hondonada y el llano”.

*Este texto sobre Patricio Julve (el fotógrafo que nació en el libro "El testamento de amor de Patricio Julve" (Destino, 1995 y 2000) ha sido incluido en el volumen colectivo "Historias de Loarre" (March), en el que participan Ismael Grasa, Carlos Castán, Ana María Navales, Amadeo Cobas, Ramón Acín, Félix Romeo, Cristina Grande, Damián Torrijos y Óscar Sipán, que ha sido el coordinador y antólogo del volumen.
02/06/2005 10:31 Enlace permanente. sin tema Hay 3 comentarios.

JESÚS MONCADA Y EL EBRO

jesus_moncada3.jpg-¿Cuándo se dio usted cuenta de la importancia del Ebro?
-Yo no me di cuenta: el Ebro formaba parte de mi vida. Mequinenza era una población que vivía con el Ebro y casi en el Ebro. Pasaba el río por la población y se usaba el agua para todo: para regar, para navegar, para lavar. La vida entera estaba ligada al río, que crecía, bramaba y, al hacerlo, impresionaba. Estaba como encajonado en el valle. Mequinenza era un pueblo largo que se extendía por la vega abajo.
-¿Por qué?
-Piense que se hacía transporte de carbón desde mediados del siglo XIX, el lignito viajaba sobre las aguas cuando las carreteras eran prácticamente inexistentes. Y además el río servía para regar una preciosa huerta árabe.
-Hablemos de la navegación.
-Mequinenza era un puerto fluvial fascinante y eso casi resultaba insólito. Había una importante flota de laúdes. Cuando los barcos permanecían amarrados, y sin sus dueños, pescabas desde ellos. O entre ellos. Yo tenía cañas de cañaveral y de bambú. Pescaba muchas veces con cañas cortas desde la orilla, entre las mujeres que lavaban porque aún no había agua corriente (no tardaría en llegar), en el Ebro y el Segre, que allí se encuentran. Pescaba madrillas, un pez pequeño.
-¿Existían pescadores profesionales?
-Conocí al menos a dos. Salían a pescar con la barca, y tendían sus redes y sus cebos. Luego, vendían lo que habían sacado en cestos por Mequinenza.
-Resultan muy atractivos en “Camino de sirga” los navegantes. Pienso en Nelson o Arquimedes Quintana.
-A ellos les gustaba que los llamasen navegantes o “llauters. También era muy especial el carácter de los patrones, porque ser patrón en el Ebro era muy duro, difícil. El Ebro en invierno llevaba más agua y no se corría tanto peligro, pero en el estío los barcos podían zozobrar o encallarse, y la carga se derramaba. Y era una vergüenza que se te fuese el lignito al fondo.
-¿Cómo eran las tabernas de los navegantes?
-Bueno, había un par de tabernas, pero los navegantes también iban a los cafés. Tenían sus tertulias, contaban sus historias, no eran un mundo aparte. Bajaban el lignito, y lo llevaban hasta el Delta, a Tortosa o, a veces, a Amposta. Y luego subían cargados con productos del Delta: arroz, cerámica, sal, jabón o naranjas. Recuerdo que por la tienda de ultramarinos y coloniales de mis padres aparecían a menudo, a veces con esos barriles de jabón blando del que hablo en mis libros, y además distribuían sus productos por aquí y por allá.
-¿Habló usted mucho con los navegantes?
-Cuando supe que quería escribir “Camino de sirga” los entrevisté, recogí mucho material. Y me hablaban de todo. Conocí también a muchos patrones. Había dos tipos. Recuerdo a un joven de catorce años que procedía de una dinastía de navegantes y mandaba en hombres que le doblaban en edad. Era un patrón muy técnico y más bien frío. Pero Nelson y Arquimedes Quintana era patrones más románticos, más arriesgados, que rezumaban calor humano. Uno de los modelos de Nelson, por ejemplo, tenía mal genio. Los lunes solía cabrearse con la tripulación porque a lo mejor no le hacía caso. Se retiraba a su camarote y le dejaba el gobierno del laúd. Cuando había dificultades, los hombres golpeaban en la puerta para que los ayudase. Me contaban algunos líos de faldas a lo largo de la ribera.
-Usted escribió un cuento sobre el campo de fútbol inundado por el Segre y el Ebro.
-Estaba yo en el campo. El Segre, que ahora es un río dormido, tenía unas crecidas súbitas. Empezó a crecer y crecer, y hacía de barrera al agua del Ebro, y éste al final, al encontrarse con esa suerte de obstáculo o muro, empezó a subir y subir, e inundó el campo, pero el partido no se detuvo. Se jugó aquella tarde con medio palmo de agua.
-¿Cuál es su opinión sobre la Expo 2008?
-Creo que va a ser algo muy bueno para Zaragoza. Seguramente se van a hacer cosas que nunca se harían. Pienso, por ejemplo, en los Juegos Olímpicos de Barcelona de 1992: fue algo definitivo para la modernización de la ciudad y para abrirla al mar de una manera plena.

*Jesús Moncada (Mequinenza, 1941) recibió el pasado 18 de abril en Teruel el premio de las Letras Aragonesas. Xordica acaba de publicar su libro "Calaveras atónitas", relatos traducidos por Chusé Raúl Usón, que ya había vertido "El Café de la Rana" e "Historias de la mano izquierda". Jesús Moncada siempre ha reconocido el magisterio de Pere Calders, Miguel Labordeta, Rosendo Tello y Manuel Berdún Torres, entre otros. En la carpa de Santa Engracia, de la Feria del Libro, se expone una muestra dedicada a su vida, obra y paisajes.
03/06/2005 23:52 Enlace permanente. sin tema Hay 5 comentarios.

PARENTESCOS OSCENSES DEL QUIJOTE

qUIJOTE.gifHuesca no ha sido ajena al fabuloso anecdotario de la historia del Caballero de la Triste Figura y su escudero, como recuerda Manuel Serrano Vélez en su divertido “Locos por el Quijote” (BArC, 2005) o el propio José-Carlos Mainer en el libro-disco “Música en la Ínsula Barataria”. Manuel Serrano, en el apéndice documental de su libro de infinitas curiosidades, recoge dos obras del pintor, arqueólogo e historiador del arte Valentín Carderera (Huesca, 1896-Madrid, 1880): el óleo “Alcalá de Ebro”, con un aroma entre fantástico y simbolista, y la acuarela “El palacio de los duques de Villahermosa en Pedrola”, que son los lugares donde transcurre un tercio de la segunda parte del Quijote. Aunque Cervantes nunca los cita explícitamente, habla de que esas aventuras transcurren a dos días de camino de Zaragoza y hay bastantes coincidencias para que esos espacios de ficción enigmáticos sean los que pintó Carderera. Ahí transcurren las burlas del caballo volador “Clavileño”, de los crueles duques, la historia Maese Pedro y su retablo de las maravillas, el episodio de amor de la joven criada que se finge enamorada de don Quijote y todo el capítulo de Sancho como juicioso y elocuente gobernador de la Ínsula.

Del Quijote escribió a lo largo y a lo ancho Ramón José Sender, que tiene un cuento titulado “Las gallinas de Cervantes”, donde alude a la vida plácida del escritor en Esquivias, recién casado con Catalina de Salazar, que se ve interrumpida de golpe por un sesgo surrealista: su joven esposa se convierte en gallina, o adquiere síntomas gallináceos. Un cineasta aragonés, Alfredo Castellón Molina, llevó esa narración al cine en 1987 con Sender en el interior de una iglesia presentando a sus criaturas. Gracián es posterior a Cervantes, pero su escritura no le pasó inadvertida, y de alguna manera –y perdonen la osadía: lo ha dicho muy bellamente Aurora Egido- en el germen de la novela alegórica “El Criticón” están el Quijote y “Los trabajos de Persiles y Segismunda”.

Tampoco sabemos con certeza si el poeta Alfonso Lombardo era de Huesca. Marcelino Menéndez Pelayo le atribuyó la personalidad del enmascarado Alonso Fernández de Avellaneda. Fue como un arrebato de un día, que se quedó con el tiempo en agua de borrajas. Quien sí tuvo vinculación con Cervantes, y en particular con el Quijote, fue Lupercio Leonardo de Argensola, próximo a la corte del conde de Lemos en Nápoles e instigador, según algunos, desde la Academia de los Ociosos de la escritura del Quijote apócrifo, que modificaría los planes de Cervantes de la segunda parte de su aventura. Si los héroes se habían despedido en 1605 a las puertas de Zaragoza, habida cuenta de que Avellaneda sí los trajo en 1614 y les hizo ver las famosas justas, luego se irían a Barcelona.

Y otra referencia fundamental oscense del Quijote es la ilustración que hizo del volumen el finado pintor oscense Antonio Saura, que continúa a su modo los trabajos de Daumier, Doré o Dalí. Su trabajo para la lujosa edición de Círculo de Lectores, que preparó Martín de Riquer, es de gran energía expresiva. Dijo Saura: “Como en Doré, pero en sentido contrario, fueron anotados aquellos pasajes del texto que mejor se corresponden con las zonas, claras u oscuras, de la persona fantasmagoría, prefiriéndose marcar el acento no en la exaltación del héroe y de su paisaje, sino en aquel terreno en donde la gravedad de pensamiento, o el ingenio de la reflexión, así como la ineludible situación que la memoria retuvo, se correspondieran, bien mediante su natural identificación, bien mediante su forzamiento gráfico, a una forma de proceder en donde lo fulgurante es aceptado como fuente de revelación capaz de provocar por sí mismo un fenómeno plástico”.
04/06/2005 10:21 Enlace permanente. sin tema Hay 5 comentarios.

DEL AMOR, DEL SEXO, DE LA SEDUCCIÓN

PalabrasEncadenadas2.jpgHe empezado un artículo sobre la Feria del Libro de Huesca y de Zaragoza, quería comentar lo muchísimo que me gustó el concierto del sábado de Carlos Núñez, que dio mucha bola a los aragoneses, pero no me sale nada. Transcribo, en cambio, una respuesta de Laura Mañá, a la que conocí hace algunos años durante el rodaje de "Libertarias", a un cuestionario sobre sexo, publicado en "El Dominical".

Le pregunta Imma Fernández:
-A usted, ¿cómo se la seduce?
-Con mucho cariño, comprensión y, sobre todo, mucha paciencia porque soy un poco cabra loca. Mi marido sabe tomarme las riendas, y casi todos los díasme dice: "Estoy loco por ti". Y le brillan los ojos al decírmelo.

Antes le había pedido:
-Describa una noche mágica.
-Primero, aparcar a los dos niños. Un viaje a un sitio exótico con mucho calor. Un buen vino, música durita y buena luz. Me gusta la luz. Si no, ¿para qué me pongo la lencería si no me ven? Me gusta ver y que me vean, la piel... En el sexo hay mucho exhibicionismo. Para mí es algo que se transmite sobre todo con la mirada, con los ojos.

Esta Laura Mañá, actriz también, es la realizadora de "Sexo por compasión"y "Morir en San Hilario".
06/06/2005 00:09 Enlace permanente. sin tema Hay 3 comentarios.

EL NARRADOR INÉDITO

El escritor inédito vive en una casa de las afueras de Zaragoza, entre Garrapinillos y el aeropuerto. Es una casa con un jardín impresionante, arbolado, cerrado sobre sí mismo, con veladores, como un paraíso en la tierra. Allí, el viento suena de otro modo: con melodía de pájaros, con silencio parpadeante de floresta. La primera vez que estuve en esa casa pensé en un recuerdo inventado personal: aquel espacio o explanada del Hortal de Huesca donde paseaba Ramón Acín y donde jugaban sus hijas en un crepúsculo enigmático que traía en los dedos del aire presagios. Tuve la sensación de que el Hortal debía ser como la casa del narrador inédito, inclinado hacia la pedagogía, inclinado hacia la forja de ilusiones de niño grande que se desbrava con un romanticismo inusitado. En realidad, no me gusta ir a su casa porque la felicidad absoluta me provoca luego, al recordarla, como desazón o envidia. No siento envidia de casi nada, salvo de aquellos que dominan varias lenguas con facilidad y de los que son capaces de construir un edén cotidiano. En cualquier caso, se trata de una envidia llevadera. Regresé otra noche a aquel lugar: la oscuridad era ideal, el cielo se preñó de estrellas y las sombras se multiplicaban con olores a membrillos, a melocotones y a orujo espeso recién llegado de Galicia. El narrador inédito oía y oía historias de brujería, cuentos de aparecidos, el increíble relato de un botijo y la dama de blanco en las callejas de Santiago, y era fácil ver cómo disfrutaba.

El narrador inédito dejó de frecuentar a los amigos por un tiempo. Se sumergió en sí mismo y de vez en cuando, en su blog, dejaba frases inquietantes: hablaba de alguien a la que llamaba “ella”, parecía como si estuviese en un abismo dolorido de pasión, parecía preso en una especie de desolación constante. Y de vez en cuando, alimentaba su diario de notas sobre Huesca, sobre personajes oscenses, al fin y al cabo es profesor ahí. Y al final, tras varios meses, nos encontramos una noche cerca de su casa. ¿Cómo iba a confesarle que no me gustaba ir, que me hacía sentir incómodo? Aunque aquella vez tampoco habría podido ir: un tractor se había cruzado en los caminos. Los maizales ya habían crecido. Los perros ladraban a lo lejos.

Casi sin preguntarle nada, dijo: “Estoy escribiendo una novela sobre Paco Ponzán, que murió quemado en Francia, sobre Palmira Pla, la profesora de Cretas, sobre Ramón y Concha Monrás. Hay muchas más cosas. Estoy que no vivo. Todo me lo ha dado el azar: un puñado de objetos, incluso las palabras. Paco y Palmira estuvieron a punto de ser amantes”. Al cabo de unas semanas, el escritor inédito anunció que varios amigos ya habían leído el libro y que iba a presentarlo al concurso de novela corta de Barbastro, donde quedó tercero, y fue muy defendido por varios miembros del jurado. El año que viene Víctor Juan Borroy ya no será un narrador inédito y firmará ejemplares de su novela en la Feria de Huesca y en la de Zaragoza. Seguro.
06/06/2005 20:11 Enlace permanente. sin tema Hay 3 comentarios.

EN HUESCA, ENTRE AMIGOS Y LIBROS

carlos_nunez_420.jpgFélix acuñó en Albarracín una frase simpática. “Qué bueno es Antón que nos lleva de excursión”. Así fue el sábado. Tenía que ir a Huesca, a la Feria del Libro. Todos los años me invita con cariño Pepa Sánchez, aunque lo cierto es que no le doy ningún lustre al certamen. Paso inadvertido, como casi todos. Loreto Ribarés Sánchez, hija de Pepa, me contaba una anécdota muy bonita: “Estuvo Sánchez Vidal y firmó más bien lo justo. Pero lo más curioso es que luego, a la mañana siguiente, vino a mucha a comprar ‘La llave maestra’”.Firmar libros, salvo el caso especial de Miguel Mena, que es un axioma (congrega en su persona el talento, la simpatía, la popularidad y un rabioso saber hacerse querer que todos soñamos alguna vez), tampoco es que se firme mucho, pero en Huesca, en ese parque que debió ser el de Lastanosa, estoy a gusto. Además, el sábado vino a verme una enigmática corresponsal de e-mails: Elba Mairal, a la que ya le he prometido dedicarle un cuento con una mujer que se llame así: Elba Mairal. Trabaja en el Instituto de Estudios Altoaragoneses y traía en las manos el libro “Vidas de cine”.

Durante el viaje hablamos de todo un poco. Sobre todo de literatura. Viajaban con Félix y conmigo, la escritora y fotógrafa Cristina Grande, Malcolm Otero Barral, editor de Destino y Marta, su novia, una de las mujeres más guapas de Madrid. Ellos sí habían planificado una excursión a Loarre, que harían por la tarde. Y yo acudí a comer con Fernando Biarge, que ya ha hecho más de diez libros de fotografía, Pedro Estaún, antaño librero de Panacea y ahora novelista en “Guiomar”(March), David Viñuales, autor de “Paco Yunque”, un libro infantil montado con fotografías, y Pepa Sánchez. Más tarde, se sumaría a la fiesta de una tarde al sol, Damián Torrijos, que ya tiene una novela nueva. Este hombre, como diría Roberto Miranda, es un sinvivir. Yo le llamo el señor de Galadriel.

En Huesca me encontré con algunos amigos:
-Biarge, que ya ha publicado diez entregas de sus libros de fotos. Confesó que no había vendido mucho el volumen sobre los mallos de Riglos, pero sí el último: “Grandes picos del Pirineo”. Es un gran conocedor de las montañas y de los lugares ocultos. Prometió hacer de cicerone por espacios paradisiacos para un viaje de un día completo.
-Pedro Estaún. Antaño fue librero, hablamos en varias ocasiones largo y tendido, pero como hacía algún tiempo que no lo veía había olvidado nuestras conversaciones. Ha publicado en March su primera novela: “Guiomar”, la historia de una extraña relación entre un hombre más bien cansado de vivir, una especie de “lobo estepario” en Huesca, que rescata a una mujer de las garras de unos matones, la lleva a su casa, la llama Guiomar, le explica incluso un poema de Antonio Machado, y se encierran durante cuatro días en su casa. Hacen de todo: follan, beben, recuerdan, huyen de sí mismos y afanosamente se entregan con furia de vivir.
-De David Viñuales he escrito alguna vez. Me ha encantado Paco Yunque, su magnífico y futurista libro infantil. Trabaja en diseño y es fotógrafo.
-Damián es toda una institución en Huesca. Y se ve que tiene perfiles pintorescos. Se ha tejido una pequeña leyenda en torno a su sentido teatral de la vida, al uso de la sátira, a su carácter cada vez más ácrata e indomable. Firmó los cuentos de “Escrito en el polvo” y la novela “Vértigo Méniere”.
-Carlos Castán anunció que ya tenía un nuevo libro de relatos, y no que no ha acabado la novela.
-Paco Grasa me habló de su gran amistad, desde la niñez, con Santiago Arranz y con una plaquette de poesías. Por allí, andaba ese vendaval poético llegado de México, Elisabeth Hernández.
-Chema Aniés y su mujer me regalaron un libro delicioso: “Estos días azules” de Antonio Lachos y Fréderic Ducom, espléndidas fotografías con bellísimos e intensos textos. Historias de la Guerra Civil y del doloroso éxito.
-Jesús Arbués, el director de Viridiana…La lista podría alargarse, pero es demasiado tarde. A la vuelta, fui con Carmen a oír y a bailar con Carlos Núñez. Fue una preciosa noche, un paseo por las músicas de Irlanda, Bretaña, Gales, Cuba, Galicia, Aragón. Carlos estuvo apoteósico, entregado al público, y con esos guiños que tanto le gustan hacia el territorio que pisa y visita: invitó a varios bailadores a subir al escenario, entre ellos a Carmelo Arriaga, a Alejandro Montserrat y a un gaitero de gaita de boto, que juraría que se llama Ángel Sánchez.
Estuve a punto de no ir por pereza y por temor a llegar tarde. Estuvo realmente sensacional.
07/06/2005 09:07 Enlace permanente. sin tema Hay 6 comentarios.

"ZARAGOZA MARINA": LA LEYENDA DE LA JOVEN Y EL MAR

JAVIERMás allá de la una de la madrugada. Cuatro o cinco estrellas pendían de un oscuro cielo, la brisa saltaba de árbol en árbol y la torre de la iglesia parecía cansada: se había quedado sondormida en el pálido oro de la luz y del ladrillo. Noa andaba de aquí para allá, triscando en la tierra, con su pelo esponjoso y ese despiste constante de los perros felices. Entre las manos llevaba uno de los libros más hermosos que he visto en bastante tiempo: “Zaragoza marina” de Javier Delgado, ilustrado por Jorge Gay y con un prólogo de José-Carlos Mainer, lleno de emoción, de referencias colectivas y de pasiones personales.

Javier Delgado escribió este libro a principios de los 80 y lo publicó en la colección “Poemas” de Luciano Gracia. Éste le dijo que “este libro dará que hablar y será reeditado”.Felizmente, lo es en un auténtico libro de artista, de artistas, porque aquí hay que sumar a un cuarto creador, muy determinante: el diseñador o mago de los espacios y las tipografías que es Fernando Lasheras. Javier Delgado divide el libro en dos partes: Zaragoza es como una mujer, como la amada, a la que visita el mar, en la primera parte; en la segunda, el mar se ha ido y la muchacha, Zaragoza, lo recuerda, o presiente en sus olores, en la luz, en la atmósfera su visita no demasiado lejana. Javier Delgado dijo que este libro fue un conjuro contra un fracaso de amor. Es un libro mítico, es la historia de una ciudad con leyenda, que tal vez no haya sido capaz de consumarla. Y es ante todo una cuidada alegoría, preciosa, llena de sugerencia, de pasión marina por Zaragoza. Ayer en la Feria del Libro, pasó Agustín Sánchez Vidal y dijo: “Éste, es de los tuyos, mi libro favorito”. A mí me ocurre igual: leí este texto en 1982 y me quedé cautivado. Me dije: “No sabía que había venido a Zaragoza buscando el mar”.

Si Javier, alcanza aquí un momento esplendoroso como poeta (de Mainer no diré mucho: su lucidez es un axioma), qué decir de Jorge Gay: trabaja a su aire, se prueba, se mide, inventa, crea un espacio constante de libertad y de pasión por la pintura y el dibujo. Quizá nunca le habíamos visto tan enredador, tan lúdico, tan apasionado, tan maestro del trazo. Hay color y blanco y negro, juegos, multitudes a la manera de Torres García o Leger, hay ingenuidad, líneas sugeridas, casi entrevistas… Y así Jorge Gay funda su propio mundo y propone una interpretación del libro, su propio libro de autor desde el dibujo, la pintura, el collage, la imaginación que no cesa.

El libro, excepcional documento gráfico, sabedlo, lo ha publicado Prames y hace posible la cita aplazada durante veinte años de José-Carlos Mainer, Javier Delgado y Jorge Gay. Los autores firmarán ejemplares de "Zaragoza marina" el sábado por la tarde y el domingo por la mañana en la caseta de Librería Cálamo de la Feria del Libro de Zaragoza.
07/06/2005 11:01 Enlace permanente. sin tema Hay 8 comentarios.

MARIANO DE CAVIA Y CERVANTES

Recuerda Manuel Serrano en su libro “Locos por el Quijote” (BArC) que el periodista Mariano de Cavia (Zaragoza, 1855-Madrid, 1920) fue el gran impulsor de la celebración del III Centenario del Quijote en 1905. Cavia escribió un artículo en “El Imparcial” en diciembre de 1903 (recogía una idea expuesta por Leopoldo Rius ya en 1894), que tuvo un enorme impacto. Apollinaire se adhirió de inmediato a la idea en otro suelto en “L’Europeen” de París, donde decía que Cervantes “era la máxima figura de la literatura europea”. Cavia sugería que, además de “las recepciones, los banquetes, las funciones teatrales y las corridas de toros”, se implicase al Ejército y a la Marina, a los ayuntamientos y ateneos, a la aristocracia y al pueblo. Sugería también salutaciones en varias lenguas (Joan Maragall debía hacerlo en catalán, Guerra Junqueiro en portugués, Mistral en provenzal, D’Amicis en italiano, etc.), proponía una reproducción de “Las bodas de Camacho” en la Moncloa y, entre otras muchas cosas, una función de Sir Henry Irving sobre el Quijote en el Teatro Español. Cavia, el hombre que le puso piso a su biblioteca, era un gran cervantista: publicó al menos 157 artículos de temas cervantinos y realizó una clasificación de locos por Cervantes.
09/06/2005 08:18 Enlace permanente. sin tema Hay 2 comentarios.

JOSÉ RAMÓN ARANA Y CERVANTES

Estamos en el año del centenario de José Ruiz Borau (1905-1973), más conocido por su seudónimo José Ramón Arana, poeta y narrador que redactó sus mejores páginas en el exilio. Nacido en el colegio público de Garrapinillos un 13 de marzo de 1905, en su prosa hay numerosas vinculaciones cervantinas. La más específica acaba de reeditarse estos días en el volumen “El cura de Almuniaced” (Biblioteca del Exilio / Instituto de Estudios Altoaragoneses. Sevilla 2005). Además de incorporar su obra maestra, la historia de Mosén Joaquín durante la Guerra Civil, se incluye una colección de cuentos. El editor Luis A. Esteve Juárez recoge “El sueño de Cervantes”, una pieza de carácter entre onírico y maravilloso donde un Cervantes agonizante narra y recrea su existencia de un modo desordenado y arrebatadoramente lírico, mientras asiste a su propio funeral. Y en esa evocación vemos el riquísimo anecdotario de la niñez, el cautiverio en Argel, sus dificultades para sobrevivir e, incluso, la rebelión del propio don Quijote contra Miguel de Cervantes.
09/06/2005 08:21 Enlace permanente. sin tema Hay 1 comentario.

LA CONDESA SANGRIENTA BATHÓRY, SEGÚN GARCÍA SÁNCHEZ

erzsebet_bathory.jpgA Javier García Sánchez (Barcelona, 1956) siempre le ha interesado la patología del mal, los personajes límites, esos seres cuya existencia se desliza por un túnel perturbador de sombras y, a menudo, de homicidios. Eso le ha ocurrido en libros como “Última carta de amor de Carolina von Günderrode a Bettina Brentano”, en “La dama del viento sur” o en su monumental “El mecanógrafo”. Gran apasionado del ciclismo, es autor de la novela “Alpe d’Huez”, y las enfermedades más o menos enigmáticas le interesan casi siempre hasta tal punto que criaturas dolientes y escindidas son los protagonistas, en su mayor parte, de la veintena de novelas que ha escrito. Hace poco presentaba en Zaragoza su novela “Ella, Drácula” (Planeta), la increíble historia de Erzsébet Báthory, la condesa húngara que torturó y mató a cerca de un millar de muchachas, con las que cometió orgías sangrientas y ritos satánicos. “Madre de cuatro hijos, al principio, se untaba la sangre, luego se bañaba en ella y acabó bebiéndosela. La suya es una historia increíble, de la que escribieron Alejandra Pizarnik, Marguerite Yourcenar, que barajó dedicarle un libro completo, o Valentine Penrose, autora de ‘La condesa sangrienta’, una bella biografía literaria”.

Javier García Sánchez cuenta la historia de esta mujer a través de un sacerdote, Janos, que habla en primera persona. “Como escritor ya estoy acostumbrado a luchar con el mal. Y de este personaje, en el que vengo trabajando hace casi 20 años sin atreverme a dar el paso, me interesa la perfección poética del mal. Reconozco que hay una suerte de fascinación maligna del escritor que yo soy, del narrador que es el sacerdote, hacia ella. Mi novela, esencialmente narrativa, es un intento filosófico de acercarse a las raíces del mal, a la crueldad. Aquí se cuentan sus torturas, el deleite de la contemplación del dolor ajeno, el placer de hacer sufrir. Esta mujer dice: ‘He nacido para hacer daño’. En realidad, no soportaba matar a sus víctimas, sólo disfrutaba con el dolor. Es de una abyección absoluta”.

El sacerdote va contando su metamorfosis: cómo al principio, mientras vive su marido, lleva una vida discreta, pero luego, ya viuda, se convierte, en una loba, en una serpiente, en un dragón, en un animal perfecto. Ella, que conoció seguramente la historia de Vlad el Empalador y la de Gilles de Rais, es la auténtica Drácula. Sacaba a sus víctimas en sacos tras haberlas torturado en alguno de sus castillos. Practicó juegos lésbicos, conoció las drogas, tenía pavor a envejecer, frecuentaba a brujas espantosas, mordía a sus sirvientes. Acabó descuidándose y al final se descubrieron sus crímenes, aunque antes tildó de locos a aquellos que la denunciaban. Fue emparedada y tuvo una agonía larguísima. El sacerdote reconstruye la historia y hace el retrato de una época, cuando los poderosos iban de un castillo a otro. “En literatura me gustan los límites, el vértigo. Si no estás un poco loco no puedes dedicarle tantas horas a este oficio de solitarios. Me gusta dar saltos al vacío y esta novela me lo ha exigido. He hecho, además, un gran esfuerzo literario en el sentido estilístico y del lenguaje empleado. No me ha importado emplear giros del barroco, esta historia sucede en el siglo XVII. Y me ha ocurrido una cosa curiosa: a algunos lectores y amigos se les atragantaban mis libros, y con éste eso no les ha ocurrido”.

Javier García Sánchez no va a abandonar estos mundos: está terminando una colección de seis novelas de terror psicológico, la primera cuenta la historia de un vigilante de un pabellón oncológico y la última gira en torno a los extraños acontecimientos del submarino Kurks. Pero ya casi ha concluido un proyecto en el que lleva muchos trabajando: la novela “K-2. Estructura de la ausente”, inspirada en hechos reales en el ascenso a esa montaña, donde murieron tres aragoneses, y García Sánchez les va a rendir un homenaje explícito en una obra de ficción de amor, alpinismo y tragedia.
09/06/2005 08:27 Enlace permanente. sin tema No hay comentarios. Comentar.

JESÚS MONCADA Y EL EBRO*

Moncada.jpg-¿Cuándo se da usted cuenta de la importancia del Ebro?
-Yo no me di cuenta: el Ebro formaba parte de mi vida. Mequinenza era una población que vivía con el Ebro. Pasaba el río por la población y se usaba el agua para todo: para regar, para navegar, para lavar. La vida entera estaba ligada al río, que crecía, bramaba, y al hacerlo impresionaba. Estaba como encajonado en el valle. Mequinenza era un pueblo largo que se extendía por la vega abajo. Casi podía decirse que el pueblo vivía en el Ebro.

-¿Por qué?
-Piense que se hacía transporte de carbón desde mediados del siglo XIX, el lignito viajaba sobre las aguas cuando las carreteras eran prácticamente inexistentes. Y además el río servía para regar una preciosa huerta árabe. El regadío y el secano estaban próximos al río, y estaban separados por una línea neta.

-Hablemos de la navegación.
-Mequinenza era un puerto fluvial y eso casi resultaba insólito. Había una importante flota de laúdes. Aquello era un mundo fascinante. Cuando los barcos permanecían amarrados, y sin sus dueños, pescabas desde ellos. Yo tenía cañas de cañaveral y de bambú. Pescaba muchas veces con cañas cortas desde la orilla, entre las mujeres que lavan porque aún no había agua corriente (no tardaría en llegar), en el Ebro y el Segre, que allí se encuentran. Yo pescaba madrillas, un pez pequeño. Y también había gente ya mayor que empleaba caña de carrete para la carpa, el barbo o la anguila.

-¿Existían pescadores profesionales?
-Yo conocí al menos a dos. Salían a pescar con la barca, y tendían sus redes y sus cebos. Luego, lo que habían sacado, lo vendían en Mequinenza en cestos.

-Resultan muy atractivos en “Camino de sirga” los navegantes. Pienso en Nelson o Arquímedes Quintana.
-A ellos les gustaba que los llamasen navegantes o “llauters”, se hinchaban de orgullo, pero el suyo no era un mundo cerrado. Y también era muy especial el carácter de los patrones, porque ser patrón en el Ebro era muy duro, difícil. Había que ser muy buen navegante para no perder la carga en verano. El Ebro en invierno llevaba más agua y no se corría tanto peligro, pero en el estío los barcos podían zozobrar o encallarse, y la carga se derramaba. Y era una vergüenza que se te fuese el lignito al fondo. Había barcos para el invierno; los laúdes de verano eran de poca quilla y menor calado.

-¿Cómo eran las tabernas de los navegantes?
-Bueno, había un par de tabernas, pero los navegantes también iban a los cafés. Tenían sus tertulias, contaban sus historias, pero ya le digo que no eran un mundo aparte. Bajaban el lignito, y lo llevaban hasta el Delta, a Tortosa o, a veces, a Amposta. Y luego subían cargados con productos del Delta: arroz, cerámica, sal, jabón o naranjas. Recuerdo que por la tienda de ultramarinos y coloniales de mis padres aparecían a menudo, a veces con esos barriles de jabón blando del que hablo en mis libros, y además distribuían sus productos por aquí y por allá.

-¿Habló usted mucho con los navegantes?
-Desde luego. Cuando supe que quería escribir “Camino de sirga” los entrevisté, recogí mucho material. Y me hablaban de todo: de lo que comían, de sus visitas a algún burdel, en Tortosa había uno. Conocí también a muchos patrones. Había dos tipos. Recuerdo a un joven de catorce años que procedía de una dinastía de navegantes y mandaba en hombres que le doblaban en edad. Era un patrón muy técnico y más bien frío. Pero Nelson y Arquimedes Quintana era patrones más románticos, más arriesgados, que rezumaban calor humano. Uno de los modelos de Nelson, por ejemplo, tenía mal genio. Los lunes solía cabrearse con la tripulación porque a lo mejor no le hacían caso. Se retiraba a su camarote y dejaba a sus el gobierno del laúd. Cuando había dificultades, golpeaban en la puerta para que los ayudase. Me contaban muchos líos de faldas a lo largo de la ribera.

-Usted escribió un cuento sobre el campo de fútbol inundado por el Segre y el Ebro.
-Es totalmente cierto. El campo de fútbol estaba en un ángulo de la población. La portería estaba a tres o cuatro metros del río Segre y una de las bandas a seis o siete del Ebro, por eso había un encargado de recoger los balones que llevaba una especie de red de cazar mariposas, con el palo más largo, para coger los balones. Si se iban por el río y no se podían atrapar, había que subir a la barca. Por eso, en Mequinenza había siempre muchos balones. El día de la inundación, estaba yo en el campo. El Segre, que ahora es un río dormido, tenía unas crecidas súbitas. Empezó a crecer y crecer, y hacía de barrera al agua del Ebro, y éste al final, al encontrarse con esa suerte de barrera, empezó a subir y subir, e inundó el campo, pero el partido no se detuvo. Se jugó aquella tarde con medio palmo de agua.

-Usted estudió en Zaragoza y, además, muy cerca del río. ¿Cómo lo veía?
-No tenía nada que ver. En Mequinenza, ya le digo, estaban las barcas y las piraguas. Aquello era una fiesta. Aquí, en el colegio Santo Tomás de Aquino, yo estaba interno.

-¿Qué libros recuerda sobre ríos?
-He comprado “El Danubio” de Claudio Magris, pero lo tengo ahí para leerlo. O los textos de Sebastián Juan Arbó, que habla más bien del Delta. Recuerdo muy bien “El Don apacible” de Mihail Sholojov, del que me gustó mucho la primera parte, relacionada también con los cosacos.

-¿Cuál es su opinión sobre la Expo 2008?
-Creo que va a ser algo muy bueno para Zaragoza, desde el punto de vista de que va a ayudar a la promoción de la ciudad. Seguramente se van a hacer cosas que nunca se harían. Pienso por ejemplo en los Juegos Olímpicos de Barcelona de 1992: fue algo definitivo para la modernización de la ciudad y para abrirla al mar de una manera plena.

-¿Cómo definiría entonces el Ebro?
-Era un mundo entrañable. Forma parte de mi vida. Ahora es un embalse, ahora Mequinenza vive junto al río pero no con el río. Ocurrió algo muy importante. ¿Ha oído usted lo del puente?

-No sé. Cuéntenos.
-Ya sabe que en Mequinenza había un puente que acabó con el paso de la barca o del famoso transbordador. Pero en 1938, los republicanos volaron el puente ante la ofensiva del ejército nacional, y eso nos permitió volver durante algunos años al sistema primitivo. Se decía que el franquismo reconstruyó de inmediato ese puente, pero aún tardó en hacerlo catorce o quince años. Fíjese, recuerdo una historia muy bonita del sereno del pueblo: tenía la facultad de ir a los cafés y reunir a los hombres para retirar los embarcaderos de madera cuando creía el río. A lo largo de la orilla había muchos embarcaderos de madera, y él podía hacer eso para que no se los llevase la corriente. Ese sereno tenía un porte majestuoso, era idéntico al conde de Barcelona y se llamaba Borbón. Además, era analfabeto y cronista deportivo de un periódico de Zaragoza. Cuando terminaba un partido, iba a un bar y dictaba a alguien lo que había ocurrido. La gente tomaba redactaba en un papel su crónica en un bar, y luego Borbón iba a otro para que se lo leyeran, no fuesen a gastarle una broma. Yo fui redactor y lector en alta voz de sus crónicas. Él me regaló “El libro de la selva” de Rudyard Kipling en una preciosa edición, pero nunca supo lo que me regalaba.

*Inserto de nuevo la entrevista con Jesús Moncada que le hice el pasado mes de diciembre porque la acabo de encontrar, en mi fondo de armario, completa y me ha gustado, sobre todo, el capítulo final: esa historia del sereno y cronista deportivo que me parece realmente preciosa.
09/06/2005 22:08 Enlace permanente. sin tema Hay 3 comentarios.

EL POETA SOLAR ROSENDO TELLO, CASI AL COMPLETO

187156_2.jpgRosendo Tello (Letux, 1931) es uno de los grandes poetas de Aragón. Ha escrito, sin prisa pero sin pausa, una lírica muy personal, luminosa y transparente, caracterizada por la variedad de su inspiración, un constante apetito de perfección y belleza, una exquisita musicalidad (la música, en el poema y como tema, es una de sus constantes) y por la diversidad temática.

En alguna ocasión se ha dicho de él que es un “poeta solar”, un creador imaginativo que igual aborda la tierra y el paisaje, que diversos personajes inscritos siempre en una historia íntima o colectiva, el mito, la fábula, la arquitectura. Prames acaba de publicar un volumen de 735 páginas donde se recogen prácticamente todos sus poemarios, algunos inéditos, no los poemas sueltos en revistas o libros. Y el conjunto rezuma rigor y plasticidad, evolución indesmayable, sugerencia y una increíble capacidad de uso del lenguaje.

Rosendo Tello, libro a libro, reinventa su propia lengua y sabe desplazarse de la realidad a la fabulación y de la fabulación a lo cotidiano. Sus poemas parecen esculpidos en el manantial de una dicción segura, en la eufonía, en la textura del idioma. El volumen, “El vigilante y su fábula. Obra poética reunida”, se compone de catorce libros. Luis Felipe Alegre habla de dos periodos muy definidos: el primero abarcaría sus cinco primeros poemarios, y el segundo comprendería desde “Meditaciones a medianoche” hasta “Consagración al alba”. Todo le interesa: el ámbito familiar, la naturaleza, la alegoría, pero también la reflexión metapoética, la lírica narrativa, el idilio, la deslumbrante o matizada metáfora. Si hace algunos años, Antonio Gamoneda ganaba el Premio Nacional con su poesía reunida en “Edad”, este proyecto planta ahí su candidatura. O eso desearíamos cuando menos. El raro y misterioso Tello, el sensual y simbólico Rosendo debiera ser reconocido con este libro de libros: “El vigilante y su fábula”.

*La foto es de Rogelio Allepuz, el gran maestro de fotógrafos de "El Periódico de Aragón".
09/06/2005 22:19 Enlace permanente. sin tema Hay 1 comentario.

LA APARECIDA DE ALBARRACÍN

aLBARRACIN.jpgDurante años, en Albarracín se hablaba más que de la Torre de doña Blanca del fantasma de doña Blanca. Se decía –en los corros nocturnos de la plaza o ante el mirador de la catedral— que si se estaba alerta en las noches de luna, podría verse allá al fondo, en un vado del río Guadalaviar, resbalando en la corriente o estorbando el decir de amor de los amantes noctámbulos. Esa fábula se ajustaba perfectamente a la atmósfera de la ciudad: una villa así, tan costeruda, tan delineada por murallas y promontorios, precisaba de su leyenda de aparecidos en verano. Y todos se prestaron a darle vida, a entreverla en el cauce, a soñarla, a rescatar una conseja de origen medieval. Nadie, en ese momento de febril imaginar, reparaba en la soledad de la torre de rezagado románico, en su desolación, en su aspecto de caserón que ingresaba directamente en la podredumbre y en el olvido.

En ella, en sus sótanos si los hubo o en su interior tenebroso, debió consumirse una especie de princesa aragonesa que iba camino del destierro y se detuvo en la villa. Allí se enamoró locamente de un noble o de un príncipe; éste la amaba con fervor (algún escritor le ha puesto nombre incluso: Razin), pero su padre no aceptaba a la muchacha, hasta tal punto que la confinó en el edificio, y allí se desesperó, enfermó y murió. Convertida en espectro o en poética sombra blanca, podía huir por un vano y alcanzar la amena ribera del río en el plenilunio de agosto. Allí, si se está atento y se cree en el más allá, es posible presentirla, quizá verla. Ahora, con la Torre de doña Blanca rehabilitada, que se alza como una sombra sobre el cementerio, sólo hay que encaramarse en los miradores y observar. Lo esencial es invisible a los ojos.
10/06/2005 22:14 Enlace permanente. sin tema Hay 1 comentario.

HISTORIAS DEL FOTÓGRAFO AURELIO GRASA

grasa.jpgNo lo sabíamos todo de Aurelio Grasa. Su archivo tiene algo de pozo sin fondo: es un legado artístico, documental e histórico. Y no nos referimos sólo a una muestra que abarca sus aportaciones como fotógrafo, como la que se vio hace algún tiempo en la Sociedad Fotográfica de Zaragoza, sino a la obra completa, que debiera exponerse con la ambición necesaria, con un positivado correcto y con la dimensión crítica que se merece. Grasa empleaba dos cámaras: la cámara Goerz de placas de 13 x 18 durante los años 10 y 11, y del año 1912 en adelante usó la cámara Goerz de 9 x 12, que era más pequeña, más ágil, más manejable y le permitía hacer más fotos. Cuando Ramón y Cajal (Grasa le hizo una serie de retratos) publicó en 1912, “La fotografía de los colores. Bases científicas y reglas prácticas”, el fotógrafo se quedó fascinado con el hallazgo e hizo sus propios experimentos con el denominado autocromos que, según recuerda Carlos Barboza, se publicaron por primera vez en España en la revista “Blanco y negro”. Barboza asegura que “Grasa es el primer fotógrafo profesional nacido en Zaragoza”, y evoca otros profesionales como Escolá, Ignacio Coyne (al que retrató don Aurelio siendo niño durante la Exposición Hispano Francesa, acontecimiento que fue muy importante para difusión de la fotografía en la ciudad) y el ya citado Freudenthal, que fue uno de sus grandes amigos y maestros, y posiblemente quien lo recomendó para Prensa Española. José Antonio Duce ha contado que el retratista y cónsul alemán hizo una foto a la amante, muy bella, de un alto cargo de la Diputación Provincial, la colocó en el escaparate de su estudio y cayó en desgracia ante la burguesía local. Esa fue una de las razones de su traslado a San Sebastián. Y Juan Domínguez recuerda que a Aurelio Grasa lo sustituyó en HERALDO Lucas Cepero, que murió asesinado por un amante despechado en la plaza de Sas.
Algo fundamental en Aurelio Grasa fue su sentido de la innovación técnica, unida a la experimentación artística. Recuerda su hermano Emilio: “Aurelio, en definitiva, investigaba continuamente, todo lo aprendió gracias a su continuo esfuerzo, sabía una cosa y la estudiaba hasta que le salía modificando las condiciones de trabajo”. En el catálogo de la SFZ también escribe Antonio Barceló, que recuerda la vinculación de Grasa con Caspe, donde hizo varios reportajes. El artista y médico aragonés fue galardonado en numerosas ocasiones en España y en el extranjero, estuvo muy vinculado a la Sociedad Fotográfica de Zaragoza, como recuerda su presidente Carmelo Tartón. Uno de sus grandes amigos, el bibliófilo, alcalde de Zaragoza y montañero, Gómez Laguna, contó la pasión de Grasa por la nieve –era un auténtico perseguidor de imágenes únicas de mares de nubes y de nieves-, por los deportes (fue buen ciclista y motorista), por la natación y los nadadores en el Padre Ebro, y recordó que había tenido uno de los primeros carnés de conducir de la ciudad. “Fue Aurelio uno de estos ingenios que produce esta tierra, incisivo a veces, de respuesta rápida y finalmente, hiriente en defensa propia, pero con una gracia espontánea sin igual”.
10/06/2005 09:39 Enlace permanente. sin tema No hay comentarios. Comentar.

UN GENIO ATORMENTADO EN SU SIGLO

bunuel_1.jpgEL CINE DE LUIS BUÑUEL

Luis Buñuel cruzó el convulso siglo XX de extremo a extremo. Primero en vida, durante 83 años, desde su nacimiento en Calanda hasta su fallecimiento en México; luego, extinto ya, merced a su fama creciente y a su reconocimiento cada vez más unánime. Ha recordado Carlos Saura, deslumbrado brutalmente por “Las Hurdes. Tierra sin pan”, que no hace demasiado tiempo su obra era bastante desconocida en España y que ha tardado lo suyo en ser observada con la carga de genialidad y de pálpito constante que posee. Ahora, el realizador figura en cualquier mapa del cine y encabeza la lista de los mejores directores de todos los tiempos, al lado de John Ford, Howard Hawks, Alfred Hitchcock, Carl T. Dreyer, Billy Wilder y Orson Welles.

Parece que Buñuel ha estado siempre donde había que estar. En contacto con la atmósfera medieval, de espiritualidad postergada, de Calanda, en cuyos descampados halló imágenes y escenas que se perpetuarían en su retina y en sus tímpanos: los tambores, el redoble de campanas llamando a muerto, los carnuzos hallados en los muladares de las afueras, el escepticismo de los campesinos que se oponían a los pesticidas y eran capaces de abrazar una escopeta con terquedad aragonesa, las diligencias, la enfermiza devoción por la iglesia, algo que volvió a vivir de cerca en sus estudios de Bachillerato en los jesuitas de Zaragoza y que, con todas sus pesadillas, le llevó a ser “ateo gracias a Dios”. Una de las pesadillas inevitables era el sexo: “una curiosidad sexual permanente y un deseo permanente, obsesivo”. En su ciudad, además de descubrir la figura de la joven pianista Pilar Bayona, que debió ser uno de sus primeros amores platónicos, también descubrió la opereta, la magia del cine en la barraca de El Farrusini, y luego en el cine Doré, en el Ena Victoria y en el Cinematógrafo Coyne.

La Residencia de Estudiantes fue algo esencial en la historia de la cultura española. Sin ella no entenderíamos la Generación del 27 ni la pluralidad estética de aquel periodo mítico. Concentró rebeldías, genios en potencia, una vasta curiosidad creadora y una tradición vinculada con la libertad promovida por el Instituto Libre de Enseñanza y la Junta de Ampliación de Estudios, en la que coincidió con un puñado de jóvenes que iban a escribir con él la historia artística del siglo: Lorca, al que admiró profundamente, “la obra maestra era él”; Salvador Dalí, que fue su gran confidente y cómplice hasta la aparición de Gala; Pepín Bello, Sánchez Ventura y tantos otros que conformarían el paisaje ilustrado de la República.

Buñuel nunca tuvo clara su vocación, fue errático al principio: lo mismo estudiaba Ciencias Naturales y Entomología, una de sus pasiones fueron las monografías acerca de los insectos de Jean Fabre, que se sentía inclinado hacia las Matemáticas y la Historia, que se disfrazaba de sacerdote, que formaba parte de una orden secreta, que usaba el ostentoso nombre de “El Léon de Calanda” como boxeador justito de cólera o que escribía una carta insultante a Juan Ramón Jiménez a propósito de “Platero y yo”. Asumió desde muy pronto el surrealismo –estuvo por vez primera en París en 1925: entonces “me parecía extraordinario y hasta de mal gusto que un hombre y una mujer se besaran en la calle”– e inició su modesta carrera de escritor, a veces en solitario, a veces con Pepín Bello, como sucedió con la pieza de falso romanticismo “Hamlet”, redactada en 1927, a menudo con Salvador Dalí, con quien ideó su primera y escandalosa película “Un perro andaluz”. En París, junto a Jean Epstein, había aprendido montaje y las técnicas del armazón secreto de una película.

Aquel “llamamiento al crimen”, tan vinculado al cruel e imaginario universo de Sade (al cual había leído en un volumen que le había cedido Robert Desnos, el mismo que habían usado Marcel Proust y André Gide), fascinó a los surrealistas con André Breton a la cabeza, quien siempre le tendría una gran admiración, pero también conviene recordar a Man Ray, por ejemplo, que le hizo sus mejores retratos a lo largo de casi dos décadas. Allí estaban la virulencia de los sueños, algunas propuestas oníricas y torvas emparentadas también con Lautréamont, que era un icono subversivo de primer nivel. “La Edad de Oro”, financiada por los vizcondes de Noailles, expulsados a raíz de la cinta del paraíso de los aristócratas, fue otro espaldarazo, que le supuso una llamada de Hollywood y un ocioso contrato para observar, para aprender tan sólo.

La experiencia tampoco fue maravillosa, a pesar de que conoció a la gran colonia española (Tono, Edgar Neville, Conchita Montenegro, López Rubio, Eduardo Ugarte, codirector con Lorca de La Barraca y coguionista de “Ensayo de un crimen”, etc.) y a dos genios: Eisenstein y Charles Chaplin. Una de las anécdotas más sorprendentes le ocurrió durante el rodaje de “Inspiración” con Greta Garbo; hubo un momento en que se miraron y ella, incómoda e incomodada, lo expulsó del set. Luego le hizo un desplante al todopoderoso Irving Thalberg y al parecer insultó a la actriz francesa Lily Damita, futura esposa de Errol Flynn. A Hollywood habría de volver para seguir aprendiendo y para vivir todo tipo de estrecheces, casado ya con la exdeportista Jeanne Rucar.

En su búsqueda incesante, desembocó en el documental, fascinado por los estudios de Maurice Legendre, quien había viajado por las Hurdes durante veinte años. Con la ayuda del anarquista Ramón Acín (Buñuel vivía entre París, Madrid y Zaragoza y se encontraron aquí, a orillas del Ebro), que tuvo un golpe de suerte con la lotería, pudo rodar “Las Hurdes. Tierra sin pan”, una cinta de interpretación de la realidad y testimonio, puesta en escena y una intervención meditada del director y su equipo (compuesto, entre otros, por los operadores Eli Lotar y Pierre Unik), así como una muestra de compromiso político en toda la línea. La película no elude el surrealismo, es una prolongación inquietante a partir de hechos verídicos alarmantes de mortandad, miseria e incultura, aunque también establece paralelismos con la España que habían dibujado Valdés Leal, Goya en sus pinturas negras, Quevedo, Zurbarán, Gutiérrez Solana, Valle—Inclán y en algún momento su admirado Ramón Gómez de la Serna.

La etapa de Filmófono, en la inmediata posguerra, agigantó su experiencia artesanal y lo acercó a un cine popular de calidad, algo que en el fondo reaparece en la etapa mexicana, iniciada tras un doloroso periplo norteamericano a mediados de los años 40, que incluye la traición de Salvador Dalí y su distanciamiento para siempre. Durante años se creyó que esa era una etapa alimenticia, de películas irregulares que ayudaron a mejorar la cinematografía mexicana, pero el tiempo ha probado lo contrario: desde muy pronto, desde 1950 con “Los olvidados”, dirigió obras maestras en toda la dimensión de la palabra sin renunciar nunca a un mundo propio: la frustración del deseo (“los hombres de mi generación, españoles por añadidura, padecíamos una timidez ancestral con las mujeres y un deseo sexual que tal vez fuera el más fuerte del mundo”, escribió en “Mi último suspiro”), la muerte, el juego de la apariencia y la realidad, la fe, el fetichismo y el sexo.

“Los olvidados” era un documental y una película de ficción que deslumbró a Octavio Paz, Julio Cortázar y Breton. Le siguieron otras no menos memorables como “Ensayo de un crimen” o “El ángel exterminador”, y las nacidas de su colaboración (también trabajó con Luis Alcoriza, Max Aub y Juan Larrea, entre otros) con el oscense Julio Alejandro de Castro, un explorador del universo de la mujer: “Nazarín”, “Simón del desierto”, “Abismos de pasión”, “Viridiana” y “Tristana”; estos dos filmes supusieron su retorno a España y la recuperación de la patria interrumpida. “El reencuentro con España fue conmovedor. Soy muy sentimental, vivo mucho de los recuerdos. Reencontré tantas imágenes personales, de la infancia, la adolescencia, la juventud, que fue como cuando volví a París después de la Segunda Guerra. Paseaba solo por las calles, con lágrimas en los ojos”, dijo Buñuel.

En México inició también su colaboración con Jean—Claude Carrière, a quien le dictaría “Mi último suspiro”. Con él de guionista realizó varias películas, ahora de un surrealismo más sofisticado e intelectual que dio magníficos frutos como “La Vía Láctea” y “El discreto encanto de la burguesía”, galardonada con el Óscar a la mejor película extranjera en 1972. El trabajo con Carrière le llevó a Francia y a rodar en francés con actrices de la calidad de Catherine Deneuve (con quien mantuvo una relación de odio y afecto muy propio de alguien que detestaba a las estrellas) y Jeanne Moreau, antes lo había hecho con Simone Signoret en “La muerte en ese jardín”.

Luis Buñuel nos ha legado un poderoso cine de imágenes y delirios, de sombras y obsesiones (la pierna cortada, los crucifijos, el fetichismo sexual, la locura de los celos, la mujer casi siempre gélida y malvada, entre virgen y puta), muy coherente siempre, divertido e irónico, narrativo y paradójico; un cine culto, bordado de referencias y de inmensa cultura que nunca nos deja indiferentes y nos enfrenta al horror, a la poesía y al misterio en toda su arrolladora complejidad.
11/06/2005 10:00 Enlace permanente. sin tema Hay 3 comentarios.

ELEGÍA POR JESÚS MONCADA

moncadaSmall.jpgUno siempre quiere ser otro. Lo que no es. Lo que nunca se atreverá a ser. Hubo una época de mi vida que mi escritor favorito o modelo era García Márquez; luego Rafael Dieste, tan discreto, tan inadvertido en los manuales de la literatura; más tarde Borges, del cual me aprendí los finales de cuentos como “Emma Zunz” o “El sur”, que fueron mis favoritos, casi como lo fue “La intrusa”. En otro tiempo, quise ser Miguel Torga, todo lo que él tocaba me emocionaba: “Cuentos de la montaña”, “Piedras labradas”, sus diarios, su novela de novelas “La creación del mundo”. Y en ésas, no sé bien cómo, apareció Jesús Moncada. Alguien, hacia 1988, me dijo que había un escritor en Barcelona, de Mequinenza, que acababa de publicar un libro formidable: “Camí de sirga”.

Por aquellos días, una de las mejores amigas de Carmen, la madre de mis hijos, Maite Sanjuán, médico y mequinenzana, hablaba maravillas de Jesús Moncada y de ese libro, que apareció casi de inmediato en castellano. Lo leí atropelladamente, casi con estupor; lo releí para entrevistar a Jesús Moncada por teléfono y recuerdo que le dediqué mi primera página. Completa. En “El día de Aragón”. Eran aquellos tiempos en que Mariano Gistaín aparecía a mediatarde con un cuaderno lleno de dibujos y de unas notas, grandes y redondas, que a lo mejor había escrito en un taxi. Y que Roberto Miranda pugnaba con los teletipos y los trascendía con un titular primoroso, pura síntesis: “La muerte entró por la ventana”, por ejemplo. Y que ya tenía por excelentes y sabios amigos a Félix Romeo, que resultaba abrumador en su extremada juventud de hombre de negro que había tocado la guitarra; a Ramón Acín, que siempre nos acercó a Jesús; a Pepe Melero, al que conocí en “El ángel azul” con un precioso libro en la mano, una “Historia de Aragón”, que le había regalado a su hija recién nacida, Iguácel; a Luis Alegre, que ya era un devocionario de secretos de cine. Más tarde, también se sumarían a está nómina; Chusé Raúl Usón, traductor de sus tres libros de cuentos para su editorial Xordica; Chusé Aragüés, que tradujo "Camí de sirga" al aragonés, edición que no poseeo (no recuerdo con exactitud su aparición) y no sé por qué, Xavier Rodríguez Baixeras, traductor de la edición gallega de Xerais que me envió el propio Moncada, Héctor Moret, Mario Sasot...

Jesús Moncada se me quedó muy dentro. No sólo por lo que escribía y por lo que me había dicho, sino por lo que yo imaginaba que él había visto de niño, cuando descubría a Verne, Dumas y Homero y a la vez oía las historias de pintores extraordinarios, de cabareteras, de mineros, de navegantes y patrones, de taberneros increíbles, de mujeres burguesas cuya belleza nostálgica –y pienso en Carlota- podría encerrarse en una cornucopia ideal. Por aquellos días se fallaba el Planeta, no recuerdo ahora si hablo de 1988 ó 1989, y me fui a Barcelona. Llamé a Moncada, llevé una cámara de fotos y le cité en el hotel Princesa Sofía. Quizá estuviéramos en la planta catorce. Hablamos por espacio de dos o tres horas; debo decir que para entonces Jesús ya había tenido un detalle precioso: me había enviado sus libros en catalán con sus famosos cocodrilos que exclamaban sobre el agua del Ebro: “¡Antón, marinero sereno en Aragón!”. Aquella conversación la grabé, y salió luego en uno de mis libros favoritos, de los míos, quiero decir, sobre escritores: “Veneno en la boca. Conversaciones con 18 escritores” (Xordica, 1984). Querría algún día no remoto publicar la segunda parte.

Desde entonces, la relación fue constante. Lo llamaba una vez al mes y él me tenía al corriente. Jamás quería colaborar en suplementos, no quería que nada le molestase su vocación de escritor paciente y feliz, de buscador de historias y vocablos precisos. Y prefería no contestar a cosas que desvelasen un misterio a medias: “¿Era Torrelloba Zaragoza o no?”. Lo era, desde luego, incluso en su precisa topografía, en el dibujo de su propia biografía, en los comercios y en las calles, pero en un periódico catalán, quizá “La Vanguardia”, leí esta declaración suya: “Torrelloba no es Zaragoza”.

Nos veíamos en algunos café de Barcelona, me llevaba a las librerías, elogiaba “La Ilíada” de Carles Riba, creo recordar, y me mostraba sus traducciones de Boris Vian, de Roger Martin du Gard, de Dumas. Le encantaba traducir libros de historias galantes, de sexo. Era pícaro, ingenioso, poseía un gran sentido del humor en su literatura, era vitalista y había aprendido de la vida en la calle, en la mejor ágora que eran los miradores inclinados sobre el río. Le gustaba bromear con sus seudónimos de traductor: Cornelius Pi, Maximus Mínimo, tenía una lista que superaba la docena. Solía decir: “La traducción es muy útil para mi literatura. Yo soy un investigador constante del lenguaje, y así adquiero vocabulario, matices, hago una sigilosa creación de lenguaje”. Después de “La galeria de las estàtues”(1992), salió “Estremida memoria” (1997), una novela que había reescrito en varias ocasiones, seguramente hasta diez, y que narraba –desde el punto de vista del notario, creo recordar- un caso de bandolerismo y delincuencia que agitó a Caspe y Mequinenza. En el 1999, apareció “Calaveres atónites”. Aquellos libros en conjunto eran de un poder increíble. Todos los caminos conducían a la fastuosa leyenda de Mequinenza, patria de la creación y de la memoria y del sueño. Los cuentos son un género autosuficiente y de madurez, piezas que él desarrolla con humor e ironía, con una gran capacidad para captar pequeños detalles y trascenderlos, piezas que son como bocetos de ese gran tapiz que es Mequinenza y que tiene momentos o retales increíbles como “Camí de sirga”.

Casi siempre me llegaban sus libros. Dedicados, con dibujos y con sus fajas que hablaban de ediciones constantes: la tercera, la cuarta, la octava. Igual que a otros amigos que ya he citado. Y luego lo llamabas para oír la perra al fondo, para saber que lo acababan de visitar los miembros de la Academia Sueca o que se había creado una falsa polémica de lo urbano y lo rural con Quim Monzó, que a él tanto le divertía. Y te decía también que su madre y su hermana eran sus primeras lectoras. O te decía, al quedar en un café, que allí había desaparecido durante un tiempo el dramaturgo y soberbio pintor Santiago Rusiñol. Había salido por tabaco y se había extraviado por espacio de 30 años. O te decía que lo acaban de traducir al coreano.

Volví a entrevistarlo por extenso para “El Periódico de Aragón”, en aquella sección dominical que se tituló “En Primer Plano”. Volví a hacerle muchas fotos: en el barrio gótico, en la plaza de Cataluña, ante el café donde había comido y conversado con los suecos que lo preferían, sin duda, a Baltasar Porcel. Volví a entrevistarlo, ahora para “Heraldo de Aragón”, en varias ocasiones y en vísperas del pasado 16 de diciembre de 2004. Ya estaba herido de muerte. La voz se le apagaba, parecía emerger desde el otro lado del hilo desde ultratumba. Recuerdo que me dijo: “No te asustes. Sigue hablando. Pregunta. Volveré a ponerme bueno. Lo he pasado mal, muy mal, he perdido el pelo y mi barba blanca, pero no mi alegría ni mis ganas de seguir escribiendo”.

Volvimos a hablar cuando “Camí de sirga” fue elegido como la mejor novela publicada por un aragonés en los últimos 30 añosen “Artes & Letras”, con Pepe Melero de correo entrevisto. Y ayer, volviendo de Cantavieja con la profesora de Alcañiz Rosa Blanco, hablamos largo y tendido de su obra, de él, de los viajes que había hecho hacia Calanda con Rosa en su coche. Se había desatado la tormenta, se había encapotado el cielo, y hacia las 4.10 sonó el móvil de mi amiga, una estupenda mujer, profesora de literatura, que acaba de adoptar una niña ucraniana, María Cristina, de siete años. Era Ramón Acín que anunciaba lo irremediable. Jesús Moncada, el escritor al que tanto admiré, y admiro el maestro riguroso, el monje sensual, el fabulador incomparable y divertido, el señor del mito universal de Mequinenza, había fallecido a las tres de la mañana. Con el corazón en vilo, con el dolor instalado en el costado y en la sangre, con la mala conciencia de no haber ido a verlo el pasado abril a Teruel cuando recibió el Premio de las Letras Aragonesas 2004, seguimos recordándolo, seguimos queriéndolo y evocándolo como he intentado hacer ahora cuando ha caído la noche y cuando mi perra Noa ha dejado de ladrar.

Descansa, vuela, reposa, querido Jesús, prosista moderno y amigo de tantos amigos, de tantos escritores, y sabe que la inmortalidad es tu divisa, tu testamento. Contigo, la literatura obra el maravilloso milagro de abarcarnos y hacernos navegantes y taberneros y criaturas de la Mequinenza de ficción que has inventado para siempre. Que no te asuste entrar de puntillas en la eternidad…

NOTA. Por ahora diez amigos habéis entrado en el blog. Diez que habéis dejado nota, quiero decir. Os agradezco a todos vuestro interés y vuestra visita, vuestro cariño hacia Jesús Moncada, que era el paseante imprescindible del Paseo de Gràcia, el habitante de cualquier ciudad real y de cualquier territorio de ficción. Os expreso aquí mi gratitud porque el sistema no me deja responderos. Gracias.
14/06/2005 21:05 Enlace permanente. sin tema Hay 18 comentarios.

LA UTOPÍA DE GABRIEL GARCÍA-BADELL

foto-thumbail.jpgEn Barcelona, un montón de amigos despedía a Jesús Moncada. Me fue imposible acudir porque tenía que cerrar el suplemento de “Artes & Letras” y además debía asistir a un homenaje a Gabriel García-Badell (Madrid, 1936-Canfranc, 1994), pero mi cabeza, mi admiración y mi cariño estaban también con Moncada, a quien me resulta demasiado fácil reconocer como un gran maestro, como un modelo de escritor al que querría parecerme algún día, como él quiso parecerse a Pere Calders, Álvaro Cunqueiro (en una ocasión me envío uno de sus libros con un dibujo y una párrafo de cinco o seis líneas, en gallego, de Cunqueiro), a Flaubert, a William Faulkner, al prodigioso Balzac.

Yo conocí tarde a Gabriel García-Badell. En realidad, oí hablar muy pronto de él: en Zaragoza a principios de los 80 se hablaba mucho de su leyenda de triple finalista del Nadal y se hablaba mucho, o eso me parecía a mí que aún no conocía escritores aragoneses, de su libro “Amaro dice que Dios existe y dos novelas más”, que publicó Heraldo de Aragón, bajo la dirección de Joaquín Aranda, en 1979. En aquellos tiempos, antes de que irrumpiese con gran fuerza “El bandido doblemente armado” de Soledad Puértolas, me sonaban mucho José Luis Alegre Cudós, Ángel Guinda, Santiago Lorén, Alfonso Zapater y Luisa Llagostera. A García-Badell lo conocí años después y lo vi muchas veces escribiendo en el parque Bruil donde yo paseaba a mis hijos Daniel y Aloma: se sentaba bajo la enramada, en una posición harto incómoda, como de yogui, y redactaba y redactaba a ritmo vertiginoso. Muchos años después estuve en su casa: su mujer me invitó a conocer su mundo, sus libros, sus folios amontonados en aquellos ladrillos que constituían su biblioteca. En el interior amontonaba los folios en una suerte de caótico cilindro de papel y así armaba sus novelas. Los folios no siempre estaban numerados, si el primero acababa en punto y aparte, el otro empezaba con una palabra cortada. ¿Cómo diablos ordenaba sus obras, cómo construía sus ficciones?

Mis favoritas de él son las más nítidas, aquellas donde ejercía de cronista de la Guerra Civil en Zaragoza y Huesca (pienso en “Las cartas cayeron boca abajo” y en “De Las Armas a Montemolín”), o donde componía una suerte de alegoría oculta de la pasión como sucedía en “Funeral por Francia”, una novela que elogió Labordeta con el consiguiente estupor y falso enojo de aquel hombre, de aquel seductor existencialista y desgarrador, vitalista y sensual, que yo veía bajo la fronda en una especie de trance. Hice un reportaje de su mundo, de su vida con Edith de Latre, aquella mujer bretona de cuerpo escultural y mirada de mar, que lo había amado y sufrido, que había conocido al hombre en su pugnaz búsqueda del paraíso en Canfranc, en la canal de Izas donde se bañaban desnudos como los primeros amantes del mundo, en Villanúa, en los Pirineos.

El acto lo había organizado el Centro Pignatelli, esa casa con todos, esa casa para todos. El coordinador del encuentro era Jorge Sanz Barajas, estudioso de José Bergamín. Él hizo una somera introducción de un escritor a la contra, con una gran conciencia del oficio y de su mundo, autoexigente hasta el dolor. Y luego habló Ophelie, que parece la viva reencarnación del narrador fallecido hace once años en Canfranc en un día de aguacero que ya había soñado alguna vez. Ophelie hizo un repaso de su trayectoria: su poética, su panteísmo, su odio a los contratos, a los totalitarismos y a los dogmas cristianos. Contó una anécdota increíble, entre otras muchas: por la noche rezaban un padre nuestro y luego García-Badell le contaba un cuento mágico que le permitía volar sobre ríos y riberas, montañas y cielos, como un pájaro. Y además dijo que su padre le insuflaba extrañas ideas o consideraciones que le permitían afirmar en la clase de religión que “Dios era impotente”. Contó sus viajes, los viajes de Gabriel, Edith y ella, a Canfranc, los encuentros con Laura Fernández Santiago, las noches con Diana Gastón mientras los mayores desgranaban los secretos del mundo y cultivaban las formas domésticas de la revolución. Ophelie parecía poseída y tuvimos una extraña sensación: quien hablaba no era ella exactamente, la flor de luz y porvenir de su padre; quien hablaba era su padre, y al hacerlo se desnudaba, se ofrecía, resucitaba en la voz de la hija amadísima cuyo perfil parecía una copia inapelable del narrador que se fugó a sus bosques remotos.

Juan Bolea contó historias preciosas de su relación con Gabriel y repasó su obra, sus claves, su pasión por la vida y la literatura. Recordó el día que lo vio en Faustino escribiendo y oyendo música, bebiendo espeso vino tinto. De repente le dijo, a sus 18 años: “Yo quiero ser escritor”. Y pasó a convertirse en una especie de ahijado en la literatura de Gabriel García-Badell. José Luis Calvo Carilla analizó el perfil del hombre que se sentía fracasado y desatendido por la crítica y el público, angustiado porque sus libros no llegaban. Y lo emparentó con López Pacheco o Miguel Espinosa, entre otros. Eloy Fernández recordó su amistad, sus encuentros, leyó fragmentos de José Antonio Labordeta (“seguro que él no se acuerda de que escribió esto de él; seguro que no lo ha traído”), una entrevista provocadora en “Andalán” y se acercó a su credo de escritor cristiano existencialista. Emilio Gastón recordó detalles familiares, noches de tertulia, la defensa que hubo de hacer cuando lo procesaron por la novela “De Las Armas a Montemolín” y leyó un texto de Gabriel García-Badell absolutamente hilozoísta o panteísta, que era también una declaración de desarbolado amor a su hija, de identificación con ella y con la exuberante naturaleza de cortados, barrancos, árboles, ríos y pájaros. Labordeta evocó una pasión sorprendente de Gabriel: le apasionaba el ajedrez y siempre buscaba un adversario, aunque fuese con un paisano, él nunca llegó a serlo. Estuvo presente en su entierro en Canfranc y recordó que hace poco paró en el cementerio para visitar su tumba. Diluviaba como en un poema de Vallejo. Y evocó algo curioso en lo que coincidían todos: la casa de los García-Badell siempre estaba abierta. "Teníais tan pocas cosas entonces, teníais tan pocas cosas siempre", le dijo con cariño a Edith. Luego hablaron Rosendo Tello y Alfonso Zapater, pero ya tuve que irme. Había dejado en suplemento a medio acabar. Estuve sentado al lado de Edith de Latre, a la que no veía desde hacía prácticamente cinco o seis o siete años: sigue exhibiendo su porte bretón, su belleza elaborada, su admiración sigilosa porque el hombre que se fue casi de forma clandestina. Esa discreción que sólo se encrespa bellamente en su sonrisa.

Hay muchas cosas que me gustan de Gabriel García-Badell: sus contradicciones, la ardiente incertidumbre, la búsqueda constante de sí mismo, su crítica a veces acerada de la ciudad y de la civilización, su forma de construir novelas. Su fe ciega en su vocación de escritor, el gusto por las mujeres y el vino. A mí me gustan mucho las novelas de los 70, las que he citado sobre todo, pero también me interesó aquella de “El relevo de Wojtila”, sobre un doble del Pontífice en Zaragoza, y me ha parecido muy significativa “Saturnalia”, que encarna como un sueño romántico de pureza: narra, con un estilo alegórico, la historia de una pareja con niña que se van a vivir en medio de un paisaje lejano, un propuesta del paraíso. El tema estaba muy conectado con viejas obsesiones del autor: la autenticidad que se conquista al aire libre, allá donde los atardeceres llegan con una luz mórbida y envolvente que parece la paleta de colores de un pintor romántico.

Me gustó el acto, que inicia un ciclo, según se anunció. Había mucha gente, más de un centenar de personas. Estuvieron el viceconsejero Juanjo Vázquez, Carmen Magallón, Jesús María Alemany, el escritor de diarios Fernando Sanmartín, la saga de los Lapetra de Huesca, los hermanos de Carlos, el “catedrático de la banda” de “Los Magníficos”, Juana de Grandes, con su serena belleza de Audrey Hepburn local, llegó Laura Fernández Santiago que había sido citada. Mucha gente, muchos amigos. Coincido con Emilio Gastón y Labordeta que Ophelie se parece a su padre y lo reemplazó durante una hora larga, carne de carne, quimera de sus mixtificaciones, Ophelie exultante nacida de una pasión indómita hacia Edith de Latre.

Ayer se celebraban casi a la vez homenajes póstumos a tres escritores: a Jesús Moncada en Barcelona, a Antonio Fernández Molina en un acto de la Asociación de Escritores de Aragón, a la misma hora en Ámbito Cultural, y en Centro Pignatelli a Gabriel García-Badell. Hube de salir pronto, antes de que hablase Rosendo Tello, el poeta solar de Aragón… Una señora salió conmigo y me dijo: “Tengo que irme por una cosa aparentemente rutinaria: debo cuidar a mi nieta, pero no sabe cómo siento tener que dejarlo. Qué bonito, qué personaje. Jamás había oído hablar de él, pero he leído la convocatoria y me interesó. Intenté convencer a unas amigas. Tuve que venir sola, pero no me arrepiento. ¡Cómo me lo he pasado!”.

Nadie lo dudaba: transformado en aire, vuelto un fantasma invisible al que le chillan los oídos, Gabriel García-Badell descosió un jirón del cielo y se puso a mirar. Hablaban de él y le querían. Hablábamos de él y lo queríamos, como queríamos, como querremos hasta el fin de los tiempos a Jesús Moncada…
16/06/2005 08:50 Enlace permanente. sin tema Hay 4 comentarios.

EL MÁS ALLÁ DE RULFO EN EL CINE

08-JuanRulfo1.jpgJuan Rulfo (1918-1986) es autor de dos obras maestras: los relatos de “El llano en llamas” y la novela “Pedro Páramo”. Luego, asustado por la responsabilidad, apenas publicó. Decía también que se había muerto su tío Macario, el enterrador, y que ya no tenía quien le suministrase historias. Sin embargo, con cuentagotas y con su talento enigmático, redactó algunas piezas para el cine y colaboró en adaptaciones de sus cuentos. En 1980, la editorial Era publicaba “El gallo de oro y otros textos de cine”, donde aparecía la novela breve que da título al conjunto, y dos piezas más: “La fórmula secreta” y “El despojo”. “El gallo de oro” conoció dos versiones cinematográficas diferentes: la de Roberto Gavaldón, de 1964, donde Juan Rulfo era el encargado del argumento (existe edición en Alianza Editorial), y en el guión participaron el propio director, Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez. La fotografía era de Gabriel Figueroa. En 1986, Arturo Ripstein se inspiró en ese texto para rodar “El imperio de la fortuna” (1986). El guión de “La fórmula secreta” lo redactó Rubén Gámez, director de la pieza en 1964. Y para “El despojo”, que dirigió Antonio Reynoso, el propio Rulfo elaboró el argumento y el guión de un corto de doce minutos.

También vendió los derechos de “Pedro Páramo”. El cineasta gallego Carlos Velo hizo en 1966 su versión (que escribió por cierto unas sabrosas memorias eróticas), con guión de Carlos Fuentes, el propio Velo y Manuel Barbachano. La película contaba con fotografía de Figueroa y la dirección de arte correspondió al oscense Julio Alejandro de Castro, un gran amante de las chamarilerías y guionista de Buñuel. “Pedro Páramo” no resiste la comparación con la novela, pero es una película que tiene entidad y que posee un código cinematográfico. Una década después, José Bolaños, el amante mexicano de Marilyn Monroe, al que llamó antes de morir, volvió a rodar “Pedro Páramo (El hombre de la media luna)”, en cuya adaptación y guión trabajó el propio Rulfo. Tampoco fue un éxito.

Los expertos sostienen que las adaptaciones cinematográficas del autor de “El llano en llamas” están muy por debajo de su narrativa. Han sido varios los cuentos de Rulfo trasladados a la gran pantalla en cortos y en largos. A él le gustaba el cine, e incluso puede verse algo curioso: muchas de sus imágenes parecen secuencias de cine, y tomó espléndidas imágenes de ese volcán de belleza y carácter que era María Félix en “La Escondida” y de “El despojo”. Las fotos de María Félix son extraordinarias, una de ellas, donde ella parece bailar sobre el páramo con un vestido hecho de jirones, son extraordinarias. El viejo Patricio Julve habría dicho: “Son las fotos de un enamorado”.
17/06/2005 01:17 Enlace permanente. sin tema Hay 11 comentarios.

VOCABULARIO DE ESPECTROS

arranz.jpgALFABETO DE SANTIAGO ARRANZ

El pintor, el calígrafo, el hombre que sueña inventa signos a diario. Su imaginación descansa en la letra, el gesto y el símbolo. Con tinta negra, construye el mundo, lo despieza en sucesivos garabatos.

Si escribe la A, piensa: “He visto a un hombre y a una mujer a una hora indefinida del día. Se acercan, se entregan y se funden: primero se besan y se beben, se anudan y suspenden su amor desde la tierra hasta el cielo. El sexo tiembla en el centro y la piel se estremece con un sudor vegetal”.

¿Qué se puede hacer con la B? El pintor mira al papel y despliega un abanico, aboceta un insecto que es como una lágrima plana y negra. Le sale una mariposa: la delicadeza que huye, el cuerpo inaprensible que avanza como una rotunda carta de colores en el viento. El pintor anota en su diario: “Yo también estoy de vuelo con los dedos manchados de tinta”.

Pensó el pintor: “¿Qué ocurriría si al ingresar en el bosque, hallase sobre los helechos una pluma de ruiseñor vencido en el bochorno de la tarde?”. Así, mientras buscaba respuestas a sus delirios, le salió la C, de pluma, de colibrí lejano, de contraluz, de canción sorprendida en el silencio ideal de la enramada.

La D apareció de súbito. Un hombre o un ángel de tinieblas irrumpió en el papel con una joroba de caracol: era el primer hombre caracol de los bestiarios y le puso de nombre Diego, aquel que lleva su guarida a la espalda.

Cuando esparcía la tinta y ordenaba los folios, irrumpió la mujer del artista y le dijo: “He tenido un sueño: me abandonabas por una mujer elefante. Desesperada, alcancé a decirte: ‘Sé como es: hermosa de nalgas, poderosa de muslos, arrolladora, pero ¿sabrás besar tú su trompa?’”. Al dibujarla, le añadió otra imperfección: carecía de pechos. Sin embargo, la E se le antojó perfecta.

Hace años, cuando vivía en París, vio a los hombrecillos inquietantes de René Magritte, que también le parecieron los hombrecillos que atravesaban las paredes de Marcel Aymé. Jamás pudo olvidarlos. Al avanzar por el alfabeto llegó a la F, que son otros tres hombrecillos. Uno camina, diríase que perplejo; los otros dos levitan, paralelos al cielo y al suelo.

La G le hizo pensar en guarida. El malherido huía de sí mismo y de los otros, y dejaba un curvo rastro de sangre sobre la nieve. La huella empezó a difuminarse en el umbral de la cabaña. Allí se quedó. Nadie oyó su lamento, aunque su testamento urgente lo aclaraba todo: “Me muero sin verte, Gloria”.

El pintor escribió con su lápiz Milan del 6: “No son pájaros aunque pudieran parecerlo. No son plantas voraginosas que se deslizan en el viento. No es un meandro de negra tinta en el papel. No sé lo que es, pero intuyo que de ese movimiento atropellado brota la H”.

Ha caído la noche y el mundo se ha quedado sin luz. La vela y el fuego. Es la obviedad de la I: la tiniebla nos vuelve vulnerables.

Un águila vuela sobre las torres y, sin quererlo acaso, dibuja una J. Hace años, en las afueras de París, cuando empezaba a sentirse pintor infinito, el calígrafo vivía a diario esta estampa desde un jardín sin sombra.

Nunca me hubiera imaginado –pensó el artista- que una salamandra erecta tuviese las patas tan largas. Es una K perfecta. Es un animal sagrado, amarillo y azul, desposado con la lumbre.

Hace años, cuando era feliz e indocumentado, el pintor descubrió la redondez creciente de su amada. Le pidió: “Déjame verte en tu desnudez fecundada”. En el interior del estómago intuyó la fuerza de la vida, los senos más turgentes aún, el temblor invencible del pubis. Aquella mujer tenía forma de L. “He ahí otra metamorfosis de la pasión y el deseo”, meditó el artista.

Rescató una imagen de la niñez, en Sabiñánigo, y recordó. Había dos hermanas gemelas, Clara y Celia, las nadadoras. En la piscina, antes de la competición, se deseaban suerte. Se cogían las manos y se deseaban suerte, ya lo he dicho. Nunca supieron que componían la M. Nunca supieron que el niño pintor las recordaría tantos años después, un instante antes de arrojarse al agua como sirenas.

Aquel hombre que venía con el circo era flautista y sabía hacer algo prodigioso: despertaba con la música a la cobra. Recordó aquel instante y perfiló una N que se enmaraña y huye.

Y luego bosquejó la Ñ con un rosal exuberante y su larga raíz que se muestra al mundo como si suplicase un poco de lluvia, por favor.

La O es una nuez o una elipse o un animal mitológico con dos picos y un solo cuerpo. Al besarse completan el círculo y un anillo de lascivia.

Aquella niña que leía en clase era distinta a las demás. Se encaramaba en su pupitre y leía “El libro de las tierras vírgenes” de Rudyard Kipling. Una vez, sin darse cuenta, petrificó el ataque del tigre y lo dejó, inerme y bello, en el aire del aula. Su voz era un conjuro contra el peligro y el rugido del temporal. El pintor ha dibujado ese instante y es la P.

Casi nadie se había dado cuenta, ni siquiera la profesora Elba Mairal, que el rabo encogido del tigre simulaba una Q.

El pintor, el calígrafo, el hombre que sueña tenía fijación por los caracoles. Había sido un niño de campo, había sido un explorador de caminos tras la lluvia. A veces, cuando se desordenaba el fiero vendaval, los caracoles perdían la compostura y hacían la R. Nadie supo si jamás si se habían suicidado o si exhibían su impudor.

Qué habría pasado si en la superficie del pantano apareciese el monstruo de dos cabezas, aquella sierpe bifronte con esbeltez de cisne. Al pintor le perturbó su propia interrogante y se percató de que acababa inventar otra letra: la S.

En el torreón de fronda, esa olorosa T de los jardines o los vergeles, vio los primeros gorriones de la mañana. Habría querido que fuesen cogujadas, alondras o el ruiseñor que cantó en la última noche de los amantes. Parecían sonreír.

Para sellar la U en la escala de su alfabeto optó por una vasija con un resto de agua que adopta la forma de los labios que besan. O pensó en el cuerpo vibrante de una mujer de fuego y nardo. O en una boca, que se ha quedado sin rostro. Todo, todo está en la imaginación del que mira.

La abubilla se acunaba en el columpio del aire en forma de V. El pintor escribió: “También podría ser un gato al acecho sentado en el pubis de la contorsionista”.

La contorsionista existe. Posee un admirable desnudo. Su número más convincente también es el más enigmático: se eleva sobre las manos, ofrece las colinas de sus senos al público que la mira y se pone un gran tulipán a la altura del ombligo. Es la inesperada función de la W.

El pintor escribió en su diario. “Ahora voy a hablar de mí”. Se despereza frente a la araña del sol. Y así se pinta, como una X. A nadie le pasará inadvertido un detalle: “El tamaño importa”.

“No es que me vuelva loco, pero a veces mis pensamientos están patas arriba. Así descanso”. Así descansa y hace la Y. Y sus pies parecen las aletas de un buzo. ¿Practicará el pintor submarinismo?

Cuando era niño, el pintor experimentaba una curiosa sensación: si llovía, se metía bajo el cobertizo, se arrugaba sobre sí mismo como si fuera una Z bien arrugada, y se quedaba allí, como si quisiera descubrir los estremecimientos continuos o los olores acres de la tierra golpeada por la tormenta.
17/06/2005 20:31 Enlace permanente. sin tema Hay 5 comentarios.

ENTREVISTA CON MIQUEL BATLORRI

BATLLORI.gif“Para Gracián,el castellano es la lengua de Góngora”

Es un sabio infinito y una enciclopedia abierta. Sacerdote e historiador, Miguel Batllori recibió el premio Baltasar Gracián, el pensador y escritor que es su guía y compañero, galardón que ahora ha desaparecido.

Miguel Batllori posee una memoria prodigiosa y esa distancia que es elegancia y prudencia de catalán. No hay dato que se le escape ni nombre que se le extravíe en los poros de la memoria. Nació y creció en Barcelona, en 1909, en un clima particular. Sus abuelos maternos y paternos habían estado en Cuba. Unos iban para alcanzar riquezas pronto en Santiago y regresar luego, y otros para asentar su residencia y su futuro en La Habana. Por eso, su madre era cubana y en casa se hablaba español. Su padre llegó a ser concejal de Barcelona y poseía una importante cultura y “grandes aficiones artísticas: tenía cuadros desde la Edad Media al arte contemporáneo, pero además teníamos una importante biblioteca, no especializada. Mi padre era amigo del editor Ramón Montaner y Simón y teníamos sus hermosos libros, que yo leía. Recuerdo que cuando me marché a Italia, pedí que me enviaran la colección Rivadeneyra de escritores españoles y la enciclopedia Espasa. En casa, también estaban los libros de Historia de Cantú, Lafuente o Bofarull, que tanto me interesarían”.

--He leído que usted padeció ostiomielitis de niño.
--Sí. Y además se agravó con otros problemas: tifus, obesidad, problemas con la glándula tiroidea. Practiqué poco deporte: tenis y patinaje, y un poco de fútbol, pero me hice una herida de fútbol que ya me distanció de él por completo. Ni soy del Barcelona ni del Español. Fui un niño gordito, ensimismado y lector.

--Usted ha estudiado Derecho, Filosofía y Letras e Historia, pero tuvo sus dudas acerca de su vocación religiosa.
--Si dudé. Hasta el final de mi carrera no lo tuve claro. Me interesaba mucho todo el mundo de la cultura. Al final de la carrera hice una evaluación de valores e ingresé en la Compañía de Jesús.

El otoño en Veruela
--Pasó un año en el monasterio de Veruela. He leído que había sido desdichado.
--Tengo un recuerdo óptimo y otro muy malo. El malo se refiere a toda una tradición retórica de la compañía, que se había anquilosado; la enseñanza de la Literatura era bastante deficiente. Sin embargo, había una cosa magnífica: aprendimos un excelente nivel de latín. Lo aprendíamos como si fuera una lengua viva.

--¿No le aliviaba nada el hecho de vivir en un espacio tan bonito?
--Era un mundo que existía pero del cual no disfrutábamos. Vivíamos allí como realquilados. Aunque el lugar era bonito: recuerdo la impresionante iglesia cisterciense, aquellos otoños en que llegaban los rebaños y levantaban una polvareda de oro, y las montañas del Moncayo.
--¿No le invitaba a soñar la sombra de Bécquer?
--Creo que no.
--¿Nunca ha sentido nostalgia del amor?
--Si, sobre todo cuando era joven y en particular en graves periodos de crisis. Cayó en mis manos “Los novios” de Alejandro Manzoni. Fue un libro que me marcó muchísimo: cuando empecé a redactar en italiano, decían que mi lengua era como del siglo XVIII. El contacto con Gracián fue muy importante. Ha sido mi guía y mi maestro no sólo por la agudeza del estilo sino por la agudeza de pensamiento. Ha sido para mí un compañero de viaje en los momentos de lucha y de choque con el ambiente que teníamos.

--¿Se acuerda de cuál es el primer libro de Gracián que cayó en sus manos?
--Una edición sencilla de “El oráculo manual”. Creo que tenía 17 años y ya nunca me abandonó. Es un escritor del Siglo de Oro que no admite comparación con ningún otro y el mejor representante de la última agudeza del periodo. Es el escritor más fino del Siglo de Oro sin parangón. Estaba por encima de todos. Me ayudó a interpretar un siglo tan importante para Europa. Gracián ha sido la clave del Barroco europeo.

--¿No exagera? Recuerde que entonces creaban Cervantes, Quevedo o Góngora.
--Gracián, a quien se le encasilla siempre como conceptista, no es ni conceptista ni culterano. Es una unidad de culterano y conceptista. No se pueden separar en realidad. Es una distinción más pedagógica que realmente cultural, pero tengamos en cuenta que Gracián en su “Agudeza” glosa muchos más poetas cultos, culteranos, que conceptistas. Y las interpretaciones de los poetas cultos son más profundas. Para Gracián el castellano no es la lengua de Cervantes, es la lengua de Góngora. Vaya paradoja, ¿no cree? A quien consideran el jefe máximo del conceptismo admira e interpreta al jefe del culteranismo. Gracián admira a Góngora y no a Quevedo. Hay que tener en cuenta que el aragonés fue siempre un hombre muy refinado y Quevedo, grosero y antijesuita.

La Corona de Aragón
--En la entrega del premio “Baltasar Gracián” hizo usted una emocionante defensa de la Corona de Aragón.
--No diga defensa, no. No me gusta esa palabra porque es del léxico militar. Lo que hice simplemente es decir lo que ha significado en mi vida de historiador el concepto y el hecho histórico de la Corona de Aragón, desde la Edad Media hasta el siglo XVIII, en particular, en su sentido completo, porque aquí se suele hablar sólo de los cuatro reinos hispánicos y se olvidan Sicilia, Cerdeña o Nápoles. La Corona de Aragón fue algo mucho más amplio. Aún antes de formarse la verdadera Corona de Aragón con los reinos hispánicos completos ya existía una Corona de Aragón fuera de los Pirineos. Era una unidad mucho más íntima de los pueblos. Una de las cosas más desafortunadas fueron las divisiones de los reinos por Jaime I.

--Fue muy criticada por los aragoneses...
—Y por todos. Aprendí a conocer lo que era la Corona de Aragón en los Archivos. Entré ya a los 17 años en el Archivo para dedicarme al estudio de Fernando el Católico, y en seguida me di cuenta de que era una chancillería trilingüe. Predominaba el latín, primero el latín medieval, y luego el latín humanístico, y además convivían dos lenguas: el catalán y el aragonés. El aragonés al final del siglo XV ya comienza a transformarse en castellano, pero el primer texto que leí en aragonés fue en los registros de la Corona de Aragón. Me di cuenta de que aquella lengua no era castellano ni catalán ni provenzal, sino que era una lengua autóctona. Fue un tema que me interesó muchísimo. En Roma, revisando toda la documentación de los jesuitas, vi que en la Corona de Aragón había una unidad con las mismas preocupaciones, con sus variantes, con sus tensiones (que también las hubo), pero los reinos formaban un mundo aparte y distinto en la misma España.

--Ya. Pero, ¿no tiene la sensación de que ahora la idea que animó la Corona de Aragón ha desaparecido del todo?
--Lo constato y lo lamento. Y la culpa es de todos.

Fernando, Arnaldo y Zurita
--Quisiera que nos valorase a algunos personajes aragoneses que usted ha estudiado. ¿Tiene vigencia la manera de hacer política de Fernando el Católico, al cual Gracián le dedicó un libro?
--Sí, claro. Lo que no sabía Gracián –que no citaba a sus fuentes más importantes como es Cervantes, sin el cual no se explica “El Criticón”—es que el creador de la política internacional, no sólo de la Corona de Aragón sino de toda España desde la mitad del siglo XV hasta principios del siglo XVIII, es el padre de Fernando el Católico, don Juan II de Aragón. Claro, es una visión desde la Corona Aragón, cuya gran enemiga era Francia, porque también a ella le apetecía tener el reino de las dos Sicilias, pero el que la organizó fue él. Por tanto la idea de Gracián, basada en Jerónimo Zurita (autor a quien cita con poco aprecio también), de poner la política internacional de Fernando el Católico como la base de lo que ha sido toda la historia de España no es exacta del todo.

-¿Y Fernando el Católico?
--Ya tiene una capacidad de maniobra mucho más amplia tras su unión personal con Castilla. En el fondo, Fernando el Católico como creador de España es un mito de Gracián. Hasta entonces, se había exaltado mucho más la figura de Isabel la Católica. Con Gracián, tras la publicación de “El político” en 1640, esa percepción cambia radicalmente. Eso se prolonga hasta el siglo XIX. La predilección de los historiadores por Fernando el Católico es una herencia de Gracián. Y él repite la frase de Felipe II de “a él se lo debemos todo”. Eso no es así del todo, pero sí en gran parte.

--Otro personaje que ha estudiado y al que le ha dedicado un libro es Arnaldo de Vilanova. Se ha descubierto recientemente que ha nacido en Aragón, en Villanueva de Jiloca...
--Eso no es exacto. Es una hipótesis que tiene solamente un escaso valor: se trata de un texto de alrededor del año 1400, por un tanto un siglo después de la muerte de Arnaldo de Vilanova. Es un índice de obras de un manuscrito del siglo XIII donde, a propósito de una obra que ahora no recuerdo, se refiere: “Arnalde de Vilanova, catalane”. Y una nota marginal, de alrededor del año 1400, dice que “es mentira. No es catalán sino aragonés”. En Villanueva de Jiloca todavía existe ese nombre. No sería una cosa imposible, pero por otra parte queda la duda de que sea una leyenda característica. Otros dicen que era de El Grao de Valencia, de Provenza... Ojalá fuese aragonés porque encarnaría al auténtico representante de la Corona de Aragón. Habría nacido en Aragón, fue médico de la Corte en Barcelona, estuvo vinculado a Valencia, donde tenía familia, había estudiado y enseñado en Montpellier, que había pertenecido a la Corona de Aragón traspirenaica, fue el médico personal de Federico III de Sicilia y de Carlos II de Nápoles. Es un personaje muy importante, pero si además fuese aragonés ya sería perfecto. Pero es sólo una hipótesis que tiene un documento tardío a su favor.

-El nombre de Jerónimo Zurita ha asomado varias veces a sus labios. ¿Qué opinión le merece?
--Tengo una cierta admiración por Jerónimo Zurita. Muchos, fijándose sólo en el título de “Anales”, piensan que es un historiador medieval. Zurita es un historiador de cuño medieval hasta la época de Fernando el Católico. Es todo ese tiempo en que él se basa en crónicas catalanas, aragonesas, italianas y sicilianas, pero cuando llega el tiempo de los Reyes Católicos, donde él puede investigar en fondos documentales, creo que se convierte en el primer historiador moderno de toda la historiografía española en la época de Fernando el Católico. Es un historiador que deja huella: con él ves el paso del historiador que tiene un método de exposición medieval, las crónicas, la historia falseada ya, y luego pasa, casi desde el Compromiso de Caspe, a ser el historiador con una documentación no historiográfica sino documental. Esa es la verdadera modernidad de Zurita.

PASIONES PRIVADAS DEL ERUDITO
¿Qué es lo que más le ha hecho reír y llorar en la vida?
--La necedad humana. ¡Es tan constante! Y la Guerra Civil.
--Qué es lo que más provoca nostalgia.
--Nada. No tengo nostalgia de nada. Seguro.
--¿Se plantea la proximidad de la muerte?
--Siempre. Tengo 92 años. La miro con ojos gracianos. Con una visión al mismo tiempo humana y religiosa. La muerte no llega a intranquilizarme ni siquiera a preocuparme, pero es objeto de mis reflexiones.
--¿Cuál es el recuerdo más bonito de su vida?
--No se lo sé decir.
-¿Cuál es la misión del historiador?
--Estudiar el pasado para entender el presente. Y la del político es conocer el presente para preparar el futuro. Son problemas y enfoques distintos.
--Sus tres o cuatro historiadores fundamentales.
--No tengo predilección por historiadores porque toda historia es un paso intermedio entre la realidad y una percepción medieval.
--Usted tiene un libro que se llama “Galería de personajes”. ¿Quién han sido los personajes que más le han impresionado?
--De todos los que pongo allí, entre los catalanes, los dos Rubió: Antonio Rubió Lluch, gran amigo de Menéndez y Pelayo, compañero suyo de carrera, y su hijo Jordi Rubió, como profesor y maestro mío. Del resto de España le diría tres nombres: Menéndez Pelayo, a pesar de conocer algunos graves defectos, Menéndez Pidal, más como filólogo e historiador de la historiografía española que como historiador, y Gregorio Marañón.
--¿Qué le ha parecido el trabajo de Antonio Saura sobre “El Criticón”?
-Es impresionante. Es una continuación de una visión artística no diría exclusivamente pero sí netamente aragonesa, ya que se pueden citar muchos autores de la literatura española que, hablando de la pintura barroca, hablan de caprichos, pero lo más probable es que la palabra capricho pasa a Goya desde la interpretación que de El Bosco hace Baltasar Gracián. Gracián habla de los caprichos de El Bosco. Es una linea muy aragonesa que va desde la interpretación de El Bosco por Gracián, de Gracián a Goya y de Goya a Saura. El Trabajo de Saura es una maravilla.

*En Zaragoza, 13.01.2002. Recupero esta entrevista al sabio Miquel Batlorri porque él encarnaba a sacerdote respetuoso y europeo.
19/06/2005 02:09 Enlace permanente. sin tema Hay 2 comentarios.

ENTREVISTAS CON LA FOTÓGRAFA CHRISTINE SPENGLER

spengler_71201g.jpg“JAMÁS HE ROBADO UNA FOTO”

Christine Spengler recuerda a Louise Brooks, a Claudette Colbert o a Kiki de Montparnasse, la musa de Man Ray. Si habla en francés su voz suena como la de su amiga Jeanne Moreau, a la que retrató para “Vogue”. Cuando apareció el fotógrafo rogó: “No me tomes las fotos sin que me entere”. Oliver Duch le puso una cámara en las manos. Luego, con ese aspecto de pícara buena o seductora dulce e incorregible, ensaya una caída de ojos, una mueca, se finge geisha irresistible a la sombra de una palmera y un búcaro con flores. Selecciona las fotos con el reportero, elige una y le elogia. A cambio, le ofrece una suya dedicada.

-Usted iba para escritora.
-Quise serlo escritora quizá porque me hizo mucho daño el divorcio de mis padres. Me mandaron a Madrid con mis tíos, a aquella horrible calle Velázquez, al lado de iglesia de la Concepción, donde veía a las señoras vestidas de negro, los zapatos de charol que me recordaban a los tricornios de la Guardia Civil y las gafas negras de Franco en el No-Do. Era un mundo opuesto al que yo había vivido con mis padres en la casa de las contraventanas amarillas, al de Marsella, donde rugía el viento austral. Además mi madre era bellísima. Cuando se murió en París la despidieron como “la última artista surrealista”. Era rubia, pero a raíz de la muerte de mi hermano Eric se tiñó el pelo de negro.

-¿Se acordaba usted de sus obras?
-No demasiado, pero hacía cosas sorprendentes. Concibió un casco redondo para enmarcar una televisión todo cuajado de ostras y mejillones. Estuve alejada de ella durante 20 años porque la hacía responsable del suicidio de Eric, y cuando conocí a Philippe, “el hombre de blanco”, no se lo podía creer. “¿No has visto a tu madre en los últimos 20 años?”, me preguntaba. Había muchas cosas en sus obras que reaparecían en la mía y yo ignoraba por completo lo que había estado haciendo: plumas de pavo, retratos de toreros. Recuerdo que yo capté al hermano de El Yiyo en la antesala de la muerte, en esa soledad de ese momento en que ningún suspiro de amante o ningún amor de madre puede ayudarle. Y lo adorné con mejillones.

-Eso quiere decir que usted cree en la herencia artística, en la genética, ¿no?
-Desde luego. Utilizábamos los mismos objetos (mejillones, corales...), los mismos colores: rosas, turquesas, verdes ajenjos, colores venidos de Marruecos y Argelia, donde había vivido y se había enamorado de esos países como yo.

-Sorprende esa parte de su obra, entre onírica y surrealista, cuando usted se hizo famosa como corresponsal de guerra con sus fotos en blanco y negro.
-Como corresponsal, mi trabajo en blanco y negro es de un gran rigor y una gran austeridad, ahí me esfuerzo en dar peso a la historia, a esos rostros desgarrados o maravillosos que se plantan delante de mi cámara. Son ellos los que tienen que existir en la foto. Cuando se suicidó Eric, yo lo pasé fatal. Estuve quince años de duelo. Me corté el pelo a lo Juana de Arco y me vestí de luto como una viuda iraní, sin átomo de pintura. Entonces todo esa parte artística heredada de mi madre y de mi padre, la luminosidad de mi existencia en Francia, todo ello lo amputé bajo espesas capas y capas de abeto de mi Alsacia natal. Había puesto un enorme candado a mis sentimientos.

-¿Por qué fue para usted tan terrible la muerte de su hermano Eric? El suyo resulta un dolor casi sobrehumano.
-Eric era el hombre con quien me hubiera podido casar, pero era mi hermano. Nunca hicimos el amor. Eso era un tabú, pero nuestro amor sería puro hasta el fin de nuestra existencia. Cada uno podría llevar su propia vida amorosa, pero nuestro sueño era el de morir juntos en las dos camas del cuarto rojo y dorado de la casa de Provenza. Y de golpe, víctima de la depresión y de la distancia, él me dejó cuando yo empezaba a ser “Moonface”, “Cara de luna”.

-Él también condicionó su vocación. Eric era el fotógrafo y usted nunca había cogido una cámara.
-Eso ocurrió en el Chad en 1970 cuando estuvimos unos días arrestados. Él era ayudante de un famosísimo fotógrafo de modas, Harry Meerson. Por eso llevaba las cámaras que yo cogí y accioné. Y ahí empezó todo.

-Recobremos el hilo de lo que nos quería contar. De golpe se suicidó Eric y usted estuvo quince años de duelo.
-Sí, en 1984 yo estaba condenada a muerte en Beirut por esos combatientes terroríficos que son los morabitos. Me iban a ejecutar de noche, pero de repente intercedió por mí el líder druso Walid Jumblat y me soltaron. Me devolvieron al hotel Comodore, el único que tenía grupo electrógeno, en un Mercedes blanco mientras caían los cohetes israelíes. Aquella noche, por primera vez en quince años, me di cuenta de que había estado muy cerca de la muerte. Todos los corresponsales de guerra hemos estado centenares de veces cerca de la muerte. Cuando oyes el silbo de la bala es buena señal: ya ha pasado y te has salvado. Pero nunca me pasó como aquella vez...

-Diga, diga, qué le ocurrió.
-El Tribunal Revolucionario me juzgó durante cinco horas con los ojos vendados y me condenó a muerte. Un niño palestino de nueve años me colocaba el revólver en la sien. Y el juez me decía: “Eres un espía israelita. Reconócelo. ¿Por qué aprendes árabe?”. Y no sólo eso. No entendían que hacía una mujer en aquella complicada misión. Insistían: “¿Por qué estudias árabe? ¿Por qué has estado cuatro veces en el Líbano en los últimos seis meses, tú, la mujer de negro? ¿Es que Sygma no tiene hombres que mandar a la guerra?”. Fue de las pocas veces, lo confieso, que ser mujer se volvió en contra de mí. Bueno, pues esa noche salí indemne como un torero y volví a soñar en colores, con paisajes oníricos y surrealistas, casi dalinianos, como no lo había hecho en los últimos quince años. Me dije: “A partir de hoy, de cada foto de duelo o tragedia que he sacado en mi vida, expondré su contrapunto en la belleza”.

-Quedémonos un instante en su tarea de corresponsal. Ha dado a entender que ser mujer le ha favorecido.
-Creo que sí. Yo no soy calculadora. Mujeres fotógrafas en la guerra quedan cada vez menos. Ya no hay vocaciones nuevas, ahora soy la única de mi generación. En televisión sí siguen existiendo muchas. Me acuerdo ahora de Ángela Rodicio, a la que admiro mucho. La persona de televisión no rompe el cordón umbilical: siempre está atada al móvil, al fax o al teléfono con Nueva York, Madrid o París. El fotógrafo de guerra es el ser más desarraigado, es un ser marginal que para hacer buenas fotos tiene que ir a contracorriente de los demás. Recuerdo que hice la foto del “Carnaval en Belfast” o la de los niños en Londonderry. ¿Sabe por qué las hice?

-No. Cuente, cuente.
-Porque no acepté volver al hotel como los demás. Vi a un grupo de niños en la calle, unos recanuajos. Me vieron y me dijeron: “No pasarás. Vete al diablo. Somos los reyes de la calle”. Como soy rápida, saqué la foto que ha dado la vuelta al mundo. Y el Día de los enamorados de 2001 volví a Londonderry y me los volví a encontrar un cuarto de siglo después bebiendo Guinnes, cerveza negra y mezclándola con vodka, en un pub terrorista del IRA, peligrosísimo. Hablamos, se alegraron de verme y me recordaron que ese día obsequiaban rosas rojas a sus mujeres. Me dijeron: “Tráete a tu compañero a pasar las vacaciones con nosotros”.

-¿Qué le atrae de las guerras?
-Supongo que igual que a los hombres me gusta vivir en el filo de la navaja. Los corresponsales somos los ojos de la guerra, los ojos del mundo. Nos gusta vivir sin red como al trapecista. Y es muy excitante esa idea de que cada segundo puede ser el último. El último café, el último cigarrillo, la última copa, el último amor. Una mujer corresponsal de guerra, lo he pensado muchas veces, es un poco andrógina. Necesita los condicionamientos físicos del hombre: dureza, valor, fuerza física. Hay una cosa que he aprendido de los hombre, y estoy encantada de ello: es esa cualidad de saber vivir el momento presente como si fuera el último instante. Y los hombres actúan sin pensar en el mañana o en la muerte, da igual que sea tomándose una copa o en el amor. Nosotras no nos podemos entregar amorosamente sin planes en la cabeza. “¿Estará casado, tendremos niños, se separará de su mujer?”, nos preguntamos. En la guerra caen las máscaras, ceden los tabúes, y eso es algo que he aprendido de los hombres.

-¿Y qué ocurre cuando es él que se queda en casa?
-Sufre claro. Por ejemplo, ahora estoy a punto de marcharme al Sahara. Y Philippe, mi compañero sentimental de los últimos doce años, el hombre que me devolvió la esperanza y la vida, me dice: “Voy a llorar como Eric. Voy a dejar de comer hasta que vuelvas. No me moveré de la cama, ni arreglaré la casa ni regaré las flores”. Sufre, claro, dice que tengo el diablo en el cuerpo y que no hay nada que hacer. Él detesta el negro: en casa tengo una foto grande de los mártires de Irán y casi le aterra. Quiere que me dedique a la publicidad, a la foto de moda, que me vista con colores alegres. Le gusta, como a mí, todo lo que sea la vida. Yo soy muy dramática por dentro y muy alegre ante la vida, claro, como estoy dispuesta a morir en casa segundo. ¿Sabe una cosa?

-Diga, diga.
-En Hollywood están muy interesados en mi historia y en mi libro “Entre la luz y la sombra. Autobiografía de una corresponsal de guerra” (El país Aguilar, 2001). Estamos en conversaciones. Les interesa mi historia personal y mi historia de amor con Philippe. De reportera reconozco que soy otra persona: me visto en siete segundos. Me levanto, salto de la cama, me pongo las sandalias o las botas, la túnica negra, el pantalón, un pañuelo sobre la cabeza y me pongo la cámara al hombro. En siete segundos estoy lista.

-¿Qué va a hacer al Sahara?
-Quiero actualizar mis fotos importantes de hombres, mujeres y niños de 1977, cuando se fundó el estado saharahui. Entonces, vivían en las tiendas, por las noches oías las toses de los niños, no había médicos, las mujeres iban vestidas de militares. Ahora creo que ya hay casas de adobes y las mujeres han trocado las guerreras por los tradicionales velos de gasa. Espero que pronto lleguen la paz y la libertad.

-Le he leído una frase que me ha impresionado. Dice usted que la muerte y el horror de la guerra le ha hecho descubrir la belleza del mundo.
-En cierto modo le he respondido ya. He estado en muchísimas guerras, en lugares horribles. He vivido monstruosidades, piense ahora en Argelia, donde han llegado a arrancar los niños del vientre a las mujeres y luego van a casa y hacen el amor a sus esposas. Son situaciones que recuerdan el nazismo. Pienso en Líbano o Kosovo. Pero las guerras también engendran, por reacción, los sentimientos de solidaridad, de ternura, de amor. Las guerras engendran hermosos sentimientos, la belleza del mundo. Y además recuerde la cantidad de impresiones que se producen porque el corresponsal vive como si estuviese en el último segundo de su existencia.

-Ha dicho que intenta huir del sensacionalismo. ¿Es posible?
-Creo que sí. Recuerdo que una de mis fotos más famosas fue un bombardeo sobre la capital de Camboya. No necesité dar la imagen de ningún cuerpo destrozado y sí había captado la hecatombe. Quiero ser un fotógrafo de la vida y de la esperanza. A mí como a Robert Capa me interesan los supervivientes, eso que alguien llamó “las flores de la guerra”. Y le digo una cosa también: jamás he robado una foto en mi vida. Busco la complicidad con los ojos y en cuanto me han contestado, disparo.

-Le leí esta definición del fotógrafo: “Es alguien que capta la luz en un cuarto de segundo”. ¿Le parece suficiente esta visión?
-No. Intento captar la luz y el encuadre, desde luego, pero eso es lo mínimo. Yo pretendo hacer fotos simbólicas que sinteticen, que resuman una situación: el dolor, un momento histórico, la terrible situación de las mujeres agfanas, que me parece una vergüenza universal. Uno de mis primeros maestros me decía que “una buena foto no necesita pie”. Estoy de acuerdo y trato de ajustarme a ello.

-¿Puedo preguntarle cómo le han condicionado sus años en España?
-A mi hermano Eric lo metieron interno en los jesuitas y yo me vine a España con mis tíos Luis y Marcelita, que eran diplomáticos y no tenían hijos. Se esforzaron para que fuera feliz. Mi tía Marcelita me lleva al Museo del Prado dos veces por semana y de ahí seguramente deriva mi sentido del encuadre. Mi tío me llevaba a San Isidro. ¿Quién me iba a decir que los ruedos sangrientos de los toros me iban a llevar a los ruedos sangrientos de las guerras? Desde muy pequeña fui familiarizándome con la sangre porque los colores de España era el negro y el rojo. El negro de los charoles, las mantillas, las gafas oscuras de Franco, los tricornios. Y el rojo del vino oscuro de las tabernas, de los claveles en el pelo de La Chunga y sobre todo del rojo de los capotes en el domingo por la tarde. Creo que todo ello explica una parte de mis fotos.
20/06/2005 17:38 Enlace permanente. sin tema No hay comentarios. Comentar.

PLOT PUBLICA LA BIOGRAFÍA DE TRUFFAUT

truffaut2004.jpgEse joven talentoso, ya en tantas cosas, que es Jonás Groucho Trueba ha pasado por Zaragoza. Acaba de asumir una experiencia especialmente enriquecedora: en el sello editorial Plot, ha realizado la labor de editor del libro “François Truffaut” de Antoine de Becker y Serge Toubiana, que han estado muy vinculados durante años a la revista “Cahiers du cinema”. El volumen, dividido en ocho partes, presenta a un Truffaut un tanto distinto: al niño desatendido por su madre que coquetea desde muy pequeño con la delincuencia, al muchachote que se escapa por cura casualidad de la delincuencia y de las peleas, al niño que estaba fascinado con “La novela de un tramposo” de Sacha Guitry. Contrayendo deudas aquí y allá, seducido por el cine (le gustaban Renoir, Welles, más tarde Jacques Becker), consigue montar un cine-club, pero su padrastro decide enviarlo al reformatorio.

Sale de allí y logra enderezar su vida; fue importante su pasión por el cine, la afición a las mujeres (solía contraer enfermedades venéreas porque visitaba a las prostitutas a menudo) y sobre todo un hombre, André Bazin, que le dará la oportunidad de escribir en “Cahiers du cinema”. A partir de ahí, con la atmósfera de “Los 400 golpes” en el pellejo y en el ánimo, empezará a desarrollar una carreta importante. Al principio es feroz contra los cineastas clásicos y envarados, con Marcel Carné a la cabeza, y es uno de los promotores de lo que se iba a llamar “La nouvelle vague”. En 1959 rueda una increíble película autobiografía, “Los 400 golpes”, donde muestra a un muchacho como él, falto de afecto, con problemas familiares, un pícaro inadaptado. Y a esta película le siguieron otros muchos títulos como “Jules et Jim”, “La piel suave”, “El hombre que amaba de las mujeres”, “La noche americana”, “Tirad sobre el pianista”, “Besos robados”, “El último metro” o “La mujer de al lado”. Godard le reprochó que se había convertido en lo que había detestado de joven, en un burgués. Rompieron relaciones.

Elegante hasta la sofisticación, mujeriego, partidario de contar historias, contradictorio e irremediablemente seductor, su biografía se lee como una novela, llena de anécdotas, de jugosos detalles, de principios estéticos, y de señoras. Jamás abandonó del todo a su primera mujer, decisiva para que hiciera cine, y acabó casándose en el lecho de muerte con su última compañera Fanny Ardant, que fue protagonista de “La mujer de al lado” y “Vivamente en domingo”, su homenaje particular, y no era el único, que le rendía a Alfred Hitchcock, con el que conversó durante muchas horas para un libro mítico, según Jonás el mejor que se ha escrito nunca sobre cine. Los autores también glosan su condición de donjuán: se enamoraba de sus actrices y las sedujo a casi todas; con Catherine Deneuve vivió una historia muy romántica y apasionada que se interrumpió porque él no quería tener hijos; ella lo abandonó y Truffaut estuvo a punto de suicidarse. Amó también a Jeanne Moreau, a Jacqueline Bisett, a Isabelle Adjani en vano…
Este es un libro precioso, intenso y bien editado. Y supone el estreno de Jonás Groucho como editor, en el sentido inglés del término, en el sello Plot que dirige su tío Jesús Trueba, donde aparecido numerosos guiones y libros sobre guionistas, o recientemente una selección de textos de Groucho Marx.

*Jonás Groucho Trueba, realizador de varios cortos y guionista de “Más que pena que gloria” de Víctor García León, es el primer invitado del programa “El Paseo” de RTVA de hoy. Jonás y Víctor, por cierto, están trabajando en su segunda película; tiene un título provisional: "Vete de mí", y gira en torno a tres personas que pasan muchas horas encerradas en una habitación. Además, la emisión de "El Paseo" de hoy incluye una larga conversación con Javier Delgado y Jorge Gay, poeta e ilustrador de “Zaragoza marina” (Prames. El prólogo es de José-Carlos Mainer y el diseño es de Fernando Lasheras). Veremos casi todas las ilustraciones de Jorge Gay, que son realmente bellas, variadas y muy libres. También hacemos un pequeño homenaje a Jesús Moncada, con sus dibujos y sus fotos y algunos de sus libros, y recordamos que el grupo Caleidoscopio, de Azucena Gimeno y Roberto Barra, han cumplido ya los 20 años y están paseando por España un espectáculo nuevo llamado "Ábrete Sésamo".
21/06/2005 08:38 Enlace permanente. sin tema Hay 1 comentario.

HISTORIAS DE JORGE Y DIEGO

pinocho6.jpgA veces decimos en casa que Jorge, nuestro zurdo bajito del San Gregorio, exhibe unas inmensas lágrimas de cocodrilo. Es de una fragilidad casi conmovedora, casi teatral, ante las críticas o lo que él considera un amago de incomprensión. Este año había pugnado por obtener todo sobresalientes y casi lo logra. En vísperas de un examen no duerme, se pone nerviosísimo, repasa una y otra vez, intranquiliza hasta a Pepi, nuestra asistenta valenciana conmovida por su vulnerabilidad real, por sus continuas enfermedades de vértigo. El profesor de música le bajó la nota del ocho que le había puesto a un seis final, alegó falta de interés y otros desórdenes, y la profesora de Educación Física no tuvo en cuenta que ha sido el mejor de Gimnasia de largo, su rendimiento en el test de Cooper es espléndido, empezó muy fuerte y mantuvo su ritmo y aún lo mejoró como exige la prueba. Incluso se atrevió a correr con el esternón fastidiado, tras una caída de la bicicleta. A pesar de ser menudo, es el más resistente de su curso y uno de los más rápidos. La profesora, explica Jorge, con desolación, le reprochó, entre otras cosas, que había sido muy activo… Y a él le deja perplejo que un compañero haya cosechado un 4, 5 y un 9 en cada trimestre, y con eso se obtenga sobresaliente (“me alegra porque es mi amigo”), cuando sus notas siempre fueron más altas y constantes. Con lágrimas en los ojos, le dijo en vano a su profe, que “era profunda injusta y que ella lo sabía”. A veces, tiene esos gestos de pundonor y dignidad.

Jorge se consuela pintando un retrato al óleo. Ha puesto la casa perdida, ha llenado los cepillos de dientes de aguarrás (ha habido que comprar otros) y está haciendo un retrato de un joven con el cabello alborotado. Anoche, a la una y media de la mañana seguía pintando. Y mirando libros de Durero, Van Gogh. Le traje un precioso regalo: una edición de Carlo Collodi de Pinocho, que ha publicado Kalandraka de Pontevedra, y que ha ilustrado con una belleza increíble, fastuosa y precisa, rebosante de imaginación, Roberto Innocenti. Además, está escribiendo una historia imaginaria de un ganador del Tour; tiene varios de libros de cabecera, pero hay uno que define su obsesión por el ciclismo: “Locos por el tour”. Jorge a veces se monta en la bicicleta estática –también en la otra, claro-, se pone el casco y las gafas de sol y se pone a pedalear, pero lo que le gusta es imaginarse cada etapa y contarla como si fuera Chico Pérez. Se sabe todos los puertos de montaña y sus porcentajes de inclinación. Yo hacía de adolescente lo mismo, y cantaba las gestas de Eddy Merckx, Gibi Baronchelli, Fuente y José Luis Abilleira. Mi padre, que me reveló el lunes para mi disgusto que llevaba unos años votando a Fraga (nunca se lo había preguntado y me arrepiento de haberlo hecho), jamás quiso comprarme una bicicleta. Sin embargo, los gemelos Dubra me dejaban la suya por el Campo de los bosques, donde entrenaba el Deportivo de Arsenio (aquel de Joanet; Belló, Luis, Cholo; Sertucha, Domínguez; Cortés, Loureda, Chapela, Cervera y Martínez) y yo era el niño más feliz de la tierra. Mi padre y el suyo eran emigrantes en Suiza. Nunca pude entender cómo había hombres tan distintos.

A Diego en cambio no le han hecho este año el feo que le hicieron el curso pasado. Sacó sobresalientes en todas las asignaturas, salvo en gimnasia, donde el profesor le calificó con un notable alto. Su rendimiento en gimnasia es estupendo: le apasiona el atletismo, el fútbol, el ciclismo (ha sorprendido con un excepcional rendimiento en varias pruebas cronometradas y en línea en Utebo) y llamaba la atención que su expediente tuviese ese leve borrón. Recuerdo su cabreo, él que rara vez rompe un plato; es como el hombre tranquilo de la casa que prefiere “Uno de los nuestros” a “El hombre tranquilo” o “Centauros del desierto”, tal como le ocurre a Jorge, fanático de John Ford y enconado crítico de Woody Allen; ante su hermano Daniel sostiene que Allen y Ford no admiten comparación, el genio es el irlandés. Este año, sin llamar la atención, Diego ha redondeado su expediente con todo sobresalientes y ha prometido leer el Quijote por entero. Ya está bien tanto oír hablar de él en casa y por ahí y no conocerlo, ha sugerido. Y a pesar de todo, pasa inadvertido en clase. Parece el niño invisible –el adolescente ya: le está cambiando la voz y gallea como aquel Bob Dylan del recuerdo- que no hace ostentación ni de su sombra.
22/06/2005 09:10 Enlace permanente. sin tema Hay 4 comentarios.

"LEONES Y CAMALEONES", ALFREDO VALENZUELA PREGUNTA

RUBIROSA.jpgComo en casa no se está en ninguna parte. Pero a veces sales. Vas a ver a Pedro Valtierra, fotógrafo zacatecano, que aún no ha llegado a Zaragoza y expone en Spectrum. Ves su obra, ojeas la revista “Cuartooscuro” que dirige, conversas con Julio Álvarez que analiza las elecciones gallegas y te anuncia que va a ir de vacaciones a Lira, en la Costa da Morte. Y luego te pasas por Librería Central: por allí está Javier Lahoz, un librero-escritor que es un espléndido amigo, un librero-actor, un cómplice permanente; está Yolanda, feliz de haberse desembarazo de la Feria del Libro y de sus humores calientes, y está José Antonio Quílez, el “Lucas Estevan” de “Artes & Letras” de Heraldo que el próximo jueves cerrará sus puertas hasta septiembre.

Compro uno de esos libros raros de un personaje que también deber ser raro, raro al menos en el concepto que usa con tanta felicidad Enrique Vila-Matas. Hablo de Alfredo Valenzuela y su libro “Leones y camaleones (Veintiuna entrevistas)”, que ha publicado Renacimiento y que prologa con su finura, su humor y su calculada autobiografía Vila-Matas. Es un libro de personajes extraños, poco conocidos, casi todos salvo Jodorowsky (de quien quiero hablar, aunque mañana Félix Romeo comenta “El maestro y las magas”; hay una increíble anécdota de los amoríos de Leonora Carrington y Luis Buñuel, creo que desconocidos hasta ahora, en caso de que fuesen ciertos, donde la ex amante de Max Ernst usa la sangre de su regla como pintura) y Leopoldo María Panero, y acaso Vicente Núñez. Y Pedro Gálvez, nieto de aquel Pedro Luis de Gálvez, cuyas primeras ediciones atesora el bibliófilo Pepe Melero y cuya desaforada vida contó Juan Manuel de Prada en “Las máscaras del héroe”. Y muy conocido desde luego es Miguel Pardeza, del que dice Valenzuela: “Pardeza rima con rareza”.

Le pide luego: “Diga futbolistas que considere dignos protagonistas de novela épica, de novela negra, de relato corto y de soneto…”
-De novela épica, Maradona, de novela negra, Julio Alberto, de relato corto, yo mismo, de soneto, Zidane…

(…) –Supongo que no comparte la opinión que sobre Ruano tienen Martínez Carrión y Muñoz Molina ¿no?
-Es fácil destrozar a una persona, no digamos a un escritor que alimentó por puro dandismo la controversia social, cuya contradictoria y aparatosa vida terrenal no reparó en escrúpulos morales. También tengo que decir que me resultaron de una pesadez insufrible los moralistas que tienen un dogma preparado para lanzártelo a la cabeza.

-¿Podría usted convencernos de que, además de buen escritor, Ruana era buena persona? ¿Qué virtudes tuvo?
-La generosidad, el sentido de la amistad, la gratitud, el amor a las buenas letras, el principio del placer inmediato, un estilo, una voz y el don de la palabra. (…) No creo que haya sido superado; tiene escuela y es fácilmente reconocible. Pero la ductilidad, la agilidad, la rapidez, la perspicacia, la sensibilidad de su prosa en los periódicos se fueron con él. Eran otros tiempos, y los periódicos todavía permitían el alarde y la creación.

(…)-¿Qué es más grande, que te recuerden por un gol en un Mundial o por un soneto que te equipare a Shakespeare?
-Un gol y un soneto tienen más concomitancias de las que se pudiera creer a simple vista. Es la búsqueda y el hallazgo. Jugué un Mundial y no metí ningún gol. Tengo varios sonetos escritos, humildemente no creo que ninguno me vaya a salvar de la quema.

Hay otras piezas estupendas e insólitas, desternillantes, disparatadas. Siempre rezuman ingenio y sorpresa. Una de las más increíbles es la de María Larrañaga, esposa de Agustín de Foxá, por muy poco tiempo, una mujer realmente hermosa que despertó pasiones, entre ellas la de Gary Cooper y la de Porfirio Rubirosa (en la foto), que desdeñó casi con irresponsabilidad. O algo así parece sugerir.
Cito algunos párrafos del libro de Alfredo Valenzuela.
1. (¿Tampoco le gustó Gary Cooper?) “Es que a las mujeres les molesta mucho que un hombre lleve pestañas postizas. Además no me porté bien con él. Le llevaban las mujeres más guapas y se supone que tenía que gustarle a todas. (…) El hombre que me gustó a mí fue (Porfirio) Rubirosa. (…) Una vez estuve en su casa de París y tenía una puta en el baño. Debía ser muy buena, muy profesional, porque luego se casó con ella. Era un hombre que tenía un gran cuerpo y sabía moverlo, como saben los gitanos”.
2. (¿Y con Franco?) “¡Pues anda que no le gustaba yo! Cada vez que me veía quería dar un paseo conmigo (…) ¡Pues qué me iba a decir si era analfabeto! Pues que si qué alta eres, qué guapa eres, de dónde eres. Era un hombre torpe, un tipo que te podías encontrar en el tranvía”.
3. (Agustín de Foxá, su marido). “Nunca consideré que fuera mi marido, aunque lo fuera. Agustín no tenía ninguna gracia y quienes reían sus chistes lo hacían interesadamente. (…) No leí nunca sus libros. Pero es que los poemas de Agustín son malísimos; yo era más joven que él pero todavía muchísimo más moderna. Él y sus amigos se emocionaban viendo a una señorita tocar el piano, pero yo venía de Inglaterra, de nadar y jugar al tenis… Me da pena morirme por no poder nadar. (…) Me parecía muy bien Muñoz Rojas, tengo buen recuerdo de él. Hace una vida muy ordenada, vive en el campo, es un gran señor y escribe con la finura del que no tiene resquemores ni rabietas”.

Bien se ve que “Leones y camaleones. Veintiuna entrevistas” (Renacimiento) de Alfredo Valenzuela es un libro altamente recomendable. E inflamable. Y divertido.
22/06/2005 10:35 Enlace permanente. sin tema Hay 8 comentarios.

LA NOCHE QUE ARDIÓ EL LOBO

“Que viene el lobo” puso ayer fin a cinco años ininterrumpidos de absoluta felicidad. Trabajo, imaginación, ingenio y talento. Cinco años haciendo equipo, cinco años descubriendo humoristas, cantantes, creadores, profesionales de la televisión, siempre bajo la imaginación, el delirio y el oficio de Félix Zapatero que halló aquí la horma de su zapato, el cauce para desempolvar su pasión por el medio. Optó por el realizador Javier Martínez París, puro nervio, puro arrebato o vértigo de bólido. Todo comenzó con Luis Larrodera y con Javier Coronas, que fueron un auténtico descubrimiento. Fue bonito ver cómo se complementaban, cómo crecían noche a noche, cómo inventaban un imaginario nuevo: el surrealismo de Coronas, sus juegos de palabras, su modo de afirmarse en lo popular y en lo cutre para elevarse hacia un humor intemporal, para todos los públicos. Y Larrodera supo tomar distancias, jugar al policía bueno y al policía malo, aprendió los registros del tempo televisivo, fortaleció bellamente su ironía, su condición de actor. Y con ellos, José Videgain, Agustín Martín, que supo ser el alcalde desde la pantalla, el “alter ego” de José Atarés, que nunca fue tan sabio y cálido y divertido como entonces.

Más tarde, Luis se fue a Madrid y Félix pensó en Fernando Ribarés, el hombre de “Hola Zaragoza”, el compañero habitual, comprometido y entusiasta, de la bellísima voz de Mónica Farré en la Ser. O viceversa: tal para cual en el off de las mañanas. Fernando también creció día a día, minuto a minuto, y aprendió a dominar el programa. Aprendió a jugar, a deslizarse en medio de la ironía y la somardería de Marisa Aznar y Jorge Asín, que nos han regalado memorables noches y ha reinventado un humor propio. Como contrapunto a todo, estaban las actuaciones en directo, con un sonido impecable. Estaba ese equipo prodigioso que acabó formando la familia sentimental de la televisión local llena de propuestas, convencida de sí misma, ese equipo que todo el mundo reconocía y aplaudía. Su profesionalidad había saltado fronteras y en Madrid, en Valencia o Barcelona “Que viene el lobo” era sinónimo de calidad, riesgo y entretenimiento. Ayer, con todos de luto y más público que nunca, se celebró ese lúdico funeral, rematado por un viaje en el tiempo por toda la gente que había pasado por El Lobo, entre ellos mi hermano gigante Alberto Gámez, entre ellos tantos amigos y profesionales que han trabajado en Antena Aragón, en RTVA, en Localia. No quiero citar a nadie por no olvidarme de ninguno, pero conservo una montaña de cariño para Rocío Ibarra y Sergio Gómez. Fue un programa memorable, lleno de cariño, de lucidez, un homenaje a todos, a Félix Zapatero, a José Luis Campos, que volvió a hacer oposiciones sencillas a que le pidan lo que quieran. Sus fiestas de trasnoche son lo mejor del mundo: lo hace todo con facilidad, con abundancia, con una clase que habría parecido impensable en estos pagos. El lobo, en la noche de San Juan, se fue por los aires en una despedida ritual y poética.

Había muchos amigos. Gente que ha acompañado al programa en su lustro de placer, de aprendizaje y de consolidación. Jamás un programa ha tenido tanto éxito, jamás un programa había sido una factoría de talentos así, jamás había sido un refugio para las actuaciones en directo, que sonaba impecablemente. Con este cierre para siempre se va un programa cuando avanzaba hacia la cúspide, lleno de adictos, una referencia. Fernando Ribarés, que puede gastar más o menos en las entrevistas (yo estuve en el programa hace poco y me lo pasé estupendamente: estuvo acogedor, cercano, divertido y a la vez muy profesional), estuvo magnífico, sobre todo porque ríe espléndidamente y supo contar que el equipo del “Lobo” –término que ya no precisa explicación alguna: el “Lobo” es un mundo, un espacio al que quieres acudir, un encuentro con un espectador aragonés ampliamente mayoritario- volverá a salir de caza, a buscar sus piezas, otro lugar al sol, con trescientas noches de cariño, tabaco y canción. Y que ese lobo nunca querrá ser perro leal, anudado a un collar…

Cuando me fui, hacia la una de la mañana, Mariano Gistaín salió a despedirme y a beber noche de ceniza de lobo. Vi a Félix Zapatero con dos compañeros que no sé si barrían las últimas huellas del lobo. Estaba abatido: acababa de poner remate a una de las más bellas partes de su vida de hombre que sueña imágenes. Volverá. Volverá, seguro, con su bigote blanco de Mark Twain, aquel eterno humorista que nunca estuvo a orillas del Ebro…
24/06/2005 10:35 Enlace permanente. sin tema Hay 7 comentarios.

LA CIUDAD SONÁMBULA DE FERNANDO MARTÍN GODOY

martin godoy.jpg¿Saldrá alguna vez a la calle Fernando Martín Godoy?, se preguntaron los policías. Y si sale, ¿llevará una cortina de sombra en los ojos, un velo de noche? Es posible que alguien vea así las ciudades. En cada ángulo tenebroso hay un fantasma al acecho. O todos sus cuadros son el fantasma. Fernando Martín Godoy, que es fotógrafo y pintor, se sitúa en una ciudad fantasmagórica, en el rastro de la ciudad insomne cuando palidecen las luces. Y entonces mira como si encontrase aparecidos: aparecidos en los volúmenes, en las líneas rectas y severas, en los edificios. Su obra combina la atracción por lo nimio –zapatos, coches, muros, mesas- y la pasión por la grandiosidad: calles, construcciones, moles y silos que parecen varados en el desasosiego.

El día nunca es el día; la noche siempre es más allá de la noche. Y la ciudad, esculpida en el objetivo de la cámara primero, tiene algo de región glacial de espías que se bosqueja en la textura del papel o del lienzo. La ciudad tiene algo de región glacial de regresados del más allá. En cualquier calle se agazapa un peligro o un crimen; los coches tienen algo de nichos metafísicos y hasta los zapatos poseen una oculta detonación. Más que el pánico en sí, domina la exactitud del silencio, el extrañamiento de una atmósfera sonámbula, la perturbada concavidad de la sombra, este realismo subjetivo y velado que subyuga. Y atrapa. Y anonada con su falsa inmovilidad de precipicio. Fernando Martín Godoy debe salir a la calle cuando nadie lo ve, contestó uno de los policías, cuando la ciudad se disfraza de otra para seguir siendo ella misma: una arquitectura del alma, un laberinto que en un instante amontona, línea a línea, su estupor helado, su secreto más clandestino.

*FERNANDO MARTÍN GODOY (Zaragoza, 1975), pintor, ilustrador y diseñador, inaugura el miércoles una nueva exposición en la galería Pepe Rebollo. Este es uno de los textos del catálogo.
25/06/2005 09:17 Enlace permanente. sin tema Hay 1 comentario.

QUEREMOS TANTO AL PADRE

guinda.jpgEsta ha sido una semana especial. Vivo tan de prisa, y creo que no sé bien por qué ni para qué, que apenas he podido manifestar mi profundo afecto a algunos amigos muy queridos que se han quedado sin su padre: Juan Manuel Moreno, Ángel Guinda o Javier Torres. Y además, aunque recibí mensajes de ellos, como no sé contestarlos, he quedado como un idiota. Carmen, mi mujer, siempre me reprocha que no le contesto a sus mensajes, ni siquiera los más románticos. Sin embargo, como mi padre también está malo y acaba de convertirse en octogenario, he pensado mucho en ellos. Javier me había contado cosas preciosas de reencuentro con su padre, las confidencias finales, el hilillo de complicidad que se había establecido con una sola mirada, con uno de esos gestos que ningún puñado de palabras acierta a describir. Acabo de leer el bellísimo texto de Iván Torres, hijo de Javier y fanático de Fernando Alonso, sobre su abuelo, y resulta conmovedor. Dice que convivieron poco pero que siempre exhibió el orgullo de ser un Torres, el orgullo de ser un hombre. Hace casi un mes que no sé nada de Javier Torres: es la discreción y el cariño que no perturban nunca. Como Cuchi Gómez. La última vez nos vimos fue en Albarracín hace más de un mes, donde dio un taller sobre los usos del móvil. Han funcionado tan regular nuestros vínculos afectivos en esta ocasión, los cinco o seis o veinte amigos que nos enlazan, que no me había enterado de que la dolencia de su padre se había agravado. Cada vez me cuesta más llamar por teléfono y he descubierto en mis papeles una nota que dice: “Como en casa no se está en ningún sitio”. Un amigo delgado, que antes fue gordo, me dice a veces: “Convendría que recordases que el móvil no sólo es para recibir llamadas. Con él también se puede llamar”.

Conocí a Ángel Guinda a principios de los 80, aunque no nos saludamos hasta 1986 en mi propia casa, en una increíble tarde en que yo entrevistaba a Carlos Vitale, que acababa de publicar “Noción de realidad” en Olifante, y Ángel se deshacía poco a poco con un aguardiente blanco que había destilado mi padre. Mi padre siempre dijo que ese aguardiente ni llegaba a quince grados de alcohol. Hubo una época de mi vida, que cuando iba a Madrid y pasaba una noche me encantaba pernoctar en su preciosa y ordenada casa de juguete con libros y una gata. En uno de nuestros viajes a Madrid, juraría que con Berna Martínez e Inmaculada Muro, una de mis traductoras favoritas, Ángel me contó su historia familiar: su madre falleció durante su parto, de ahí que luego él dijese que había cobrado la vida matando, y que iba a visitar muchas veces la tumba de la finada, que hablaba con ella e incluso que su padre le invitaba a hablar con una de sus fotografías. Mediante aquel ritual increíble y emocionante, que va más allá de lo tétrico porque era sincero, él recuperó una extraña relación con la mujer a la que no había llegado a conocer. Ahí fue muy importante la presencia de su padre, que logró reiniciar su existencia. Ángel y él estuvieron muy unidos, y Ángel tuvo esos detalles casi inadvertidos de buen hijo que siempre piensa que hay comprarle tabaco al padre, llevarlo de paseo, oír sus chistes, jugar a las cartas o ir a visitarlo en el día en que cumple años o es su onomástica.

A propósito de padres –a mis amigos les envío todo mi afecto y mi consuelo; la pérdida de los padres no se recobra nunca, ni siquiera al considerar que adquieren otra vida íntima y sigilosa en nuestro corazón y en nuestra memoria. Hace poco Víctor Pardo también perdió a su madre-, me sorprendió un libro que había ojeado en varias ocasiones, y que nunca había leído. Hablo de “Mi padre y yo” (Anagrama) de J.R.Ackerley, un libro que iba a comenzar así: “El pene de mi padre medía treinta centímetros y medio”; el autor, por pudor, acabó escribiendo: “Yo nací en 1896 y mis padres se casaron en 1919. Casi un cuarto de siglo podrá parecer un plazo excesivo para que alguien se decida a hacer algo, pero supongo que cuanto más se aplazan estas ceremonias menos indispensables parecen…” Conviene decir que el padre de Ackerley mantuvo dos familias distintas sin que se enterase de ello la otra, igual que le sucedió a un famoso pintor aragonés: comía y cenaba con su amante, y hacía lo propio luego con su esposa, y pasó de ser un atleta estilizado con aspecto de campeón de natación a un patriarca consolidado en bondad, papada y kilos. El libro, que parece una delirante ficción, arbitrario en su estructura, un tanto inverosímil, fue calificado por Truman Capote como “La autobiografía más original que he leído nunca”. J. R. Ackerley, que encontró en E. M. Forster una amistad especial –“la más larga, las más estrecha y la más importante de mi vida”- se retrata a sí mismo en un joven intelectual de clase alta que busca un amigo auténtico entre los muchachos asalariados de la clase baja y que además siente una especial por los animales, por su perra, y un creciente pánico a la impotencia. En las últimas páginas se lee: “Mi perra entró en mi vida a mitad de los años 40 y la transformó por entero. (…) Me ofreció algo que no había encontrado nunca en mi vida sexual, una lealtad constante, firme, incorruptible e incondicional que los perros pueden ofrecer por naturaleza. Se puso enteramente a mi merced. Desde el momento en que tomó posesión de mi corazón y mi casa, desapareció completamente mi obsesión por el sexo”.
25/06/2005 03:14 Enlace permanente. sin tema Hay 3 comentarios.

MANUEL ANTONIO: EL POETA DEL MAR*

mf2manuelantonio.jpgHace muchos años, amábamos a dos poetas gallegos: Lois Amado Carballo, que había muerto demasiado joven en Pontevedra, y Manoel Antonio Pérez Sánchez. Durante años se nombraba así, Manoel, ahora ya en todos los libros figura como Manuel. Al primero lo había editado Xosé María Álvarez Blázquez en un volumen prologado por Xosé Luis Méndez Ferrín, y al segundo lo había rescatado Domingo García-Sabell. El médico y ensayista tuvo un golpe de fortuna. Atendió en sus últimos días a Purificación Sánchez, su madre, que le reveló que tenía su legado completo: varios libros inéditos (el más célebre de los publicados era “De catro a catro”, y había aparecido en 1928), sus numerosas cartas y otros escritos: prosas, traducciones de poetas extranjeros. García-Sabell accedió a ese material y lo publicó en Galaxia con un minucioso estudio previo en dos volúmenes: “Poesías” (1972) y “Correspondencia” (1979). El lector en castellano tiene al menos una edición bilingüe de su libro más importante: “De catro a catro” (Adonais, 1979), con traducción y prólogo de Miguel González Garcés. Y en gallego, además de la edición citada, recomendamos “De catro a catro e outros textos” (Xerais, 1989. Edición de Román Raña), “A poesía de Manuel Antonio” (La voz de Galicia, 1979. Edición de X. Ramón Pena) y la biografía, repleta de documentos, “Manuel Antonio” (Xunta de Galicia, 2000) de Xosé Luis Axeitos Agrelo, un brillante profesor que leyó en 1977 mis primeros poemas en castellano cuando yo quería ser como Vicente Aleixandre y leía “Espadas como labios”, “La destrucción o el amor” y “Sombra del paraíso” bajo los sauces llorones.

¿Por qué nos fascinaba tanto Manuel Antonio? Por su inaprensible personalidad, por su rebeldía, por el misterio que envolvió su vida. Nació en 1900 en Rianxo (A Coruña), la villa marinera del almirante Paio Gómez Charino, de Castelao y de su gran amigo Rafael Dieste. Huérfano desde los cuatro años —su padre, dueño de una tienda de tejidos, murió de tuberculosis—, su existencia transcurrió en Iria Flavia y Padrón, bajo la protectora sombra de un tío que era sochantre. Su madre barajó la posibilidad de que se hiciera sacerdote, pero con doce o trece años, Manuel Antonio le dijo que no quería serlo. Era inteligente, observador y callado, y suscitaba envidias entre algunos compañeros de curso; en más de una ocasión, eran los alumnos mayores los que salían en su defensa. Estudió en Compostela y pronto empezó a escribir. Él y otros dos amigos, en tiempos difíciles, abanderaron el gallego como lengua literaria. Como si les fuese la vida en ello.

En su primera juventud, su mayor ilusión era ingresar en los ejércitos de la I Guerra Mundial y combatir contra los alemanes. Incluso intentó atravesar la frontera, les dijo a los guardias que lo detuvieron: «Soy gallego y poeta», y lo enviaron al calabozo durante una semana como es natural. Tiempo después, mientras estaba en la Alameda de Santiago de Compostela, vio desfilar a soldados franceses, y comentó con nostalgia: «He estado a punto de usar ese uniforme».

Realizó estudios en la Escuela Oficial de Náutica de Vigo y en la Facultad de Filosofía y Letras de Santiago. Con su amigo Rafael Dieste, asistió a una conferencia definitiva de Vicente Risco sobre la civilización atlántica. Ambos jóvenes se quedaron estupefactos y contactaron con el viejo maestro. A partir de ahí, Manuel Antonio se afirmó en su vocación de poeta y se sumergió en los movimientos de vanguardia europeos. En 1922, con el pintor Álvaro Cebreiro, Manuel Antonio editó el manifiesto “Máis alá”, donde reclama una poesía nueva que huya del ruralismo y de las gastadas voces de Lamas Carvajal, Rosalía, Curros Enríquez o Pondal, y proclama la defensa y la necesidad del uso del gallego sin concesiones. El ataque a Valle-Inclán es furibundo. Le dice con cierta ingenuidad y fanatismo: «Madrid os precisa como personajes de su opereta». Cebreiro y Manuel Antonio remitieron el manifiesto a medio mundo, con la correspondiente traducción en inglés y francés. El creacionismo, con Vicente Huidobro a la cabeza, fue la estética que más le influyó y revistas como “Alfar” (fundada en 1920) y “Ronsel” (editó seis números en 1924) se convirtieron en los escenarios de las nuevas corrientes estéticas.

En 1926, comenzaron sus grandes navegaciones alrededor del mundo. Se enroló en el pailebote “Constantino Candeeira”. El año anterior había recibido varias puñaladas que le asestó otro marino o tal vez un matón, que estuvo a punto de costarle la vida. ¿El motivo? Manuel Antonio salió en defensa de una moza humillada en una romería en Abanqueiro. Durante dos años de travesías, compuso en las vigilias del marino su libro “De catro a catro”, que editó Nós con dibujos de Carlos Maside. El éxito fue modesto. Embrujado por el océano, allá seguía: se incorporó al buque holandés Gelria y viajó a Río de Janeiro, Pernambuco, Las Palmas, Montevideo o Buenos Aires. En esa época inició “Sempre... e máis despois”, y fundó un mítico lugar marino: Viladomar.

Efectuó nuevas singladuras en el pesquero “Arosa”. La dureza de las faenas sólo la aliviaba con la contemplación del mar: lo mira, lo sueña, y le extirpa imágenes, estados de ánimo, movimientos o luces. Su poesía está llena de descripciones del océano, de intuiciones náuticas, de imágenes casi abstractas o cinematográficas. Por entonces, reapareció una vieja sombra: Manuel Antonio, como su padre, había contraído la tuberculosis y escupía sangre a diario. Llevaba la enfermedad en secreto. Un estado general de abatimiento físico y psicológico lo caracterizaban: comía y vestía mal, fumaba constantemente en su cachimba y apenas contaba con dinero. Ya se sabía enfermo de muerte. Regresó a casa y falleció en la localidad de Asados, próxima a Rianxo. Era febrero de 1930 y aún no había cumplido los 30 años. Un lastimero sonido de gaita lo acompañó en su entierro y el mar despidió con rumor de embravecidas olas a su poeta preferido, al hombre que había sabido mirarlo mejor que nadie.

*Estamos en vísperas de lo que puede ser un gran día para Galicia. Cuando empezaba a descubrir la literatura en gallego di con un poeta que me gustó mucho: Manuel Antonio. Este texto apareció en "El sembrador de prodigios" (Certeza)...
26/06/2005 20:21 Enlace permanente. sin tema Hay 9 comentarios.

GALICIA: EL LABRADOR Y EL VOTO EMIGRANTE

ptvedra3.jpgPedro Mouzo Capelán se quedó estupefacto el pasado domingo. Vive en las afueras de Compostela, en una aldea de Cacheiras, el lugar de la tierra donde mejor sabe la tortilla de patata con chorizo. Siguió los resultados de las elecciones, con el alma en vilo. Llevaba meses pensando que ya era el momento de cambiar; él que había sido votante rutinario de don Manuel y escéptico absoluto de la política. Al fin y al cabo, durante años le prometían cambiarlo todo, incluso las estaciones y el resuello de las ganaderías, y luego no cambiaba nada, salvo, el número de gaiteros en el Obradoiro y el temblor de los pasos del presidente. Además, le dolía ese caciquismo trasnochado de las diputaciones provinciales. Sus dirigentes son los abusones del campo y de la periferia, y ésa ya es una monserga antigua que denunciaba hace un siglo Castelao. No es que le convencieran demasiado los otros, ni Quintana, un advenedizo dispuesto a despedazarse con Beiras, ni Touriño, pero ellos aún no habían ostentado el poder. Se dijo, quizá por única vez en su vida: “Mejor lo bueno por conocer que lo malo conocido”. De haberse sabido, esta mudanza de ánimo habría sido objeto de estudio académico en la Universidad de Santiago de Compostela. El domingo a medianoche, tras oír las noticias y los debates, tuvo otro gesto inesperado. Descolgó el teléfono e hizo dos llamadas: una a Buenos Aires, a un primo hermano llamado Andrés, y otra a Montevideo, a su tío el panadero Genaro Verdía Castro. Y a los dos les dijo exactamente lo mismo: “A ver si esta vez no votan los familiares muertos. ¡No vayan a jorobarnos ahora!”. Por eso, hoy espera otro milagro del más allá.
27/06/2005 11:31 Enlace permanente. sin tema Hay 6 comentarios.

UN POEMA DE OLGA NOVO

foto-novo.jpgA idea da beleza
FODER

Fóra.
Fóra tribo.
...Se bailaras comigho
habías de comer o saber
cru
a impalabra do meu carácter montañés
bárbaro
e voitral
habías de beber os ouriños benditos por belce

come

come
tu.

A foránea levo nunha lingua anticrista unha flor unha flor unha flor
tan aberta
que pensa
...se bailaras comigho
ata me partir o espiñazo e facer dúas de min
meu ben
se me viras ben
ven
e baila comigho.

Vivín coa boca seca coma o deserto de Dakar
ata tocar
a punta infinitesimal dos teus mexos
marqués
marqués da nada
só señor da miña cona noite inmensa papila gustativa do mundo
cona furadísima
botón da terra
antilei da gravitación universal.

O centro da terra non atrae as miñas verbas
eu douchas de comer na túa ansia coprófila
esta excrementación silábica esta apalabración
que me inflama os intestinos
cheos de amor
e merda.

A idea da beleza
cruzando o ceo cara ó sur
na migración das aves
describe a curva depravada
o grao máis alto
de poesía pura
caendo coma suor polos teus poros
abertos que son
buratos negros
e unha cousa preciosa da astrofísica.

A idea da beleza migra no teu cuspe
esa substancia que rompe a barreira do son
sobre min
podemos
Foder ata romper a paus o espírito de Deus
podemos
Foder ata sentir o cu da noite
onde ninguén viu as patas dunha garza
anunciar a luz do día
Foder
ata arrasar as cordilleiras da miseria
podemos
Foder
ata caer
sentir o crac do cromosoma do poder
podemos
Foder ata tocar a nosa inmensa soedade co teu prepucio só
Foder
nos
vos
ata o final
ata ver a morte curvándose na postura derradeira do pracer
Foder
ata
Foder
e xa non ser
máis
cá sombra dunha dimensión fodendo a catro patas
no borde do universo
ti e máis eu
Fodendo de xeonllos
na noite estrelada da mente de Platón
pensando
quizais
na idea da beleza.





La idea de la belleza

JODER

Fuera.
Fuera tribu.
…Si bailaras conmigo
habrías de comer el saber
crudo
la impalabra de mi carácter montañés
bárbaro
y buitral
habrías de beber la orina bendita por belce

come

come
tú.

La foránea llevo en una lengua anticrista una flor una flor una flor
tan abierta
que piensa
…si bailaras conmigo
hasta partirme el espinazo y hacer dos de mí
mi bien
si me vieras bien
ven
y baila conmigo.

He vivido con la boca seca como el desierto de Dakar
hasta tocar
la punta infinitesimal de mi meada
marqués
marqués de la nada
solo señor de mi vagina noche inmensa papila gustativa del mundo
vulva perforadísima
botón de la tierra
antiley de la gravitación universal.

El centro de la tierra no atrae mis palabras
te las doy de comer en tu ansia coprófila
esta excrementación silábica esta apalabración
que me inflama los intestinos
llenos de amor
y mierda.

La idea de la belleza
cruzando el cielo hacia el sur
en la migración de las aves
describe la curva depravada
el grado más alto
de poesía pura
cayendo como sudor por tus poros
abiertos que son
agujeros negros
y una cosa preciosa de la astrofísica.

La idea de la belleza emigra en tu saliva
esa sustancia que rompe la barrera del sonido
sobre mí
podemos
Joder
hasta romper a palos el espíritu de Dios
podemos
Joder hasta sentir el culo de la noche
donde nadie ha visto las patas de una garza
anunciar la luz del día
Joder
hasta arrasar las cordilleras de la miseria
podemos
Joder
hasta caer
sentir el crac del cromosoma del poder
podemos
Joder hasta tocar nuestra soledad con tu prepucio solo
Joder
nos
hasta el final
hasta ver la muerte curvándose en la última postura del placer
Joder
hasta
Joder
y ya no ser
más
que la sombra de una dimensión jodiendo a cuatro patas
en el borde del universo
tú y yo
Jodiendo de rodillas
en la noche estrellada de la mente de Platón
pensando
quizás
en la idea de la belleza.

(Traducción de Olga Novo. Autora de libros como "Nos nús", "A teta do sol" e "A cousa vermella", publicado o ano pasado en Espiral Maior).
27/06/2005 19:45 Enlace permanente. sin tema Hay 2 comentarios.

DANIEL CASTELAO

castelao1.jpgCASTELAO, EL CREADOR TOTAL QUE NOS ENSEÑÓ A VER*

No sé cuándo compré mi primer libro de Castelao: “Cousas”, un breviario de narraciones, descripciones y prosas líricas que parece una casa encendida en medio del paisaje. Lo descubrí porque era el momento de hacerlo en la Universidad Laboral de A Coruña a mediados de los 70. Fue algo más que una revelación: un trallazo de identidad y de complicidad. De repente tomé conciencia de que podía sentirme alguien y vinculado al pueblo, a una idiosincrasia, a un clima cultural del que nadie me había hablado jamás. En primer lugar, con Castelao redescubría mi propia lengua, el único idioma que hablaba mi madre desde el alba hasta la noche, e incluso en sus sueños de mujer abandonada que parlotea con el marido emigrado en Vevey. Y redescubría a mis paisanos y una forma de estar sobre la tierra, marcada por el recelo y la melancolía, así como a un creador capital, humanísimo, que podía hacerlo todo desde una pasión océanica por el hombre encerrada en un nombre de mujer: Galicia. Siempre en Galicia, siempre por Galicia, siempre con Galicia, incluso en el destierro, ya en vísperas de la muerte, casi ciego.
Para nosotros, jóvenes e indocumentados, Castelao fue todo un profeta de sensibilidad. Nos enseñó a ver. Antes de él, antes de la poesía combativa y amorosa de Celso Emilio Ferreiro, no veíamos casi nada: sólo intuíamos el misterio y, en el atardecer del mar con brisa, se nos llenaba el corazón de una sensación de extrañamiento que nos disolvía en dolor y nostalgia. Castelao puso imágenes y palabras y sueños a esa impresión con sus viñetas, con sus dibujos de paisanos y señoritos, con su sátira del caciquismo; también con sus libros de relatos como “Retrincos” (además de “Cousas”) y con su novela “Os dous de sempre”. Y con sus “Diarios de artista” o sus estudios de las cruces de piedra de Galicia y de Bretaña. Siempre recordaré cuando Teatro Circo, dirigido por el gran Manolo Lourenzo, representó “Os vellos non deben de namorarse” en A Coruña con Xoán Manuel González Eirís y Luisa Merelas, entre otros. Creí que hasta entonces no había visto teatro. Repetí sesión hasta seis veces en un mes. Me encandilaba oír las frases de Castelao, la burla tierna de los ancianos fascinados por jóvenes mujeres, circes perversas que los condenan a una muerte prematura; me deslumbró el afán totalizador de la tragicomedia con máscaras.
Castelao encarna el espíritu de Galicia, su conciencia crítica, su profunda solidaridad. Castelao encarna a un artista universal que cree en el valor del arte, como espejo de emoción interior válida por sí misma, y como parábola que nos abraza y nos explica a todos. En cada uno de sus proyectos logra aunar la ternura y la ira, el sarcasmo y la compasión, la crítica mordaz y la ironía, el infinito talento con la lucidez. ¡Y qué sentido de la compasión derramó con los mendigos de pedir por puertas, las mujeres inocentes de aldea, los ciegos abrazados a la tiniebla y al violín, a quienes consideraban sus hermanos! Lo hizo todo: estudió medicina en Santiago de Compostela, fue caricaturista insuperable, político (diputado en dos ocasiones y co—fundador del Partido Galleguista), escritor, perteneció a la mítica generación Nós; fue historiador del arte, pintor de mérito, sobre todo como acuarelista, y teórico del nacionalismo gallego. Murió en Buenos Aires, la ciudad que lo había acogido tras la Guerra Civil: la quinta provincia de Galicia, en 1950.
La contienda entre españoles le inspiró sus particulares desastres de la guerra que agrupó en tres álbumes: Milicianos, Galicia mártir y Atila en Galicia. Akal reeditó las tres obras, una de las mayores apologías de la paz que se hayan hecho nunca, la crónica estremecedora de la barbarie. Yo adquirí esos volúmenes a finales de los 70. Cuando se produjo la intentona de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, atemorizado como estaba (entonces era objetor de conciencia, trabajaba en el único bingo que no cerró aquella noche y había enviado una dura carta a los militares contra el servicio militar), los guardé en un sitio de la cocina, en mi casa de Toledo 20, que consideraba inaccesible en caso de que alguien subiese a buscarme. En medio de aquel tumulto fascista todos estábamos un poco neuróticos. Pero lo más grave no fue eso, sino que unos días más tarde, o quizá el mismo 24, llevado por un impulso irracional, los destruí como quien destruye una horrible prueba que le culpa de no se sabe bien qué.
Alfonso Daniel Rodríguez Castelao —“irmán Daniel”, le llamaba el poeta Ramón Cabanillas— no se merecía eso y cada vez que pienso en él, no puedo olvidar aquel arrebato de pánico, aquella solemne estupidez que me lleva a pensar en el artista de Rianxo con mala conciencia. O con la turbia conciencia del criminal que oculta lo que es y destroza lo que ama.

*Castelao fue un escritor esencial en mi formación. En un día como hoy estaría muy feliz: vence la izquierda tantos años después. Este texto apareció en un modesto libro reciente titulado "El sembrador de prodigios" (Certeza, Zaragoza, 2005).
28/06/2005 09:37 Enlace permanente. sin tema Hay 2 comentarios.

FRAN: MEMORIA DEL "CENTENARIAZO" DEL BERNABEU*

Fran_122.jpgA Fran, el capitán, o neno, no le importó que lo enviasen al banco. Estaba roto de esfuerzo, de golpes y de éxtasis. Ni siquiera se sentó. No había sido el mejor ni le importaba: se estaba fraguando una victoria legendaria, el contramito, el “maracanazo” que Irureta anunció sin querer. Y lo más que le gustaba era que los suyos no habían perdido la pasión ni la inteligencia. Eran un frontón y un pantano de aguas cenagosas donde el Madrid zozobraba. En ese instante, Zidane había recobrado la dirección y la magia, y Solari abría boquete. Sobrevolaba la fatalidad.

Desde el banquillo reconstruyó un choque nervioso, eléctrico, de fútbol inmejorable en la primera parte. En esas imágenes fugaces de la felicidad vio la película de la gesta: el sentido de la anticipación, la ausencia de complejos, el laberinto geométrico en que habían enmarañado al Real Madrid. Era el cine del fútbol. Repasó de nuevo el primer gol, construido con paciencia de agrónomo por Valerón, Tristán y Víctor; recordó por un segundo la rabieta de Raúl, abatido pero no vencido: el “potro” blanco se enzarzó con el omnipresente e intratable Mauro Silva. Fue un golpe de efecto y una llamada al tumulto: los forofos debían incendiar las gradas con sus cánticos. Se regodeó Fran en la mezcla de orden y talento que exhibía el Depor, y no dejó de pensar en Arsenio. Una certeza empezó a ganarle la garganta y el corazón atropellado: el Coruña se agigantaba en la destrucción sin ofuscarse y Mauro, su hermano del alma, el modelo de jugador insaciable, impartía lecciones de fe. Brujas fuera, le susurró a Valerón, desconcertado. “¿Qué tengo que hacer en el estadio del equipo del siglo para que me dejen jugar todo el partido?”, se preguntaba por dentro el delicadísimo mediapunta.

Siguió unos instantes encadenados a la perfección del primer tiempo. Valerón derramaba tersura y verticalidad, Tristán jugaba sin esfuerzo, Víctor hallaba intersticios en la muralla blanca. El capitán se recreó en el segundo gol: fue hilvanado por el tímido canario, que encadenó pases y regates, y sirvió desde la banda derecha tras una transición de galgo que parece lento o agonioso. Tristán estrujó la impotencia del Bernabéu blanco. A Florentino le mareaban hasta los cigarrillos rubios.

Se lamentó del disparo al palo de Valerón y del estrepitoso fallo de Sergio. En cualquiera de las dos secuencias se hubiese agotado la noche. Pero Scaloni desconsideró el poderío y la clase de Solari: Del Bosque encontró un diamante entre los suplentes. Fran notó el temblor de las sienes: hay que morir ahí, gritaba. Despejaba con sus centrales César y Naybet, le exigía furia a Tristán, furia y habilidad, colocaba a Duscher y bendecía la fortaleza sobrenatural de Mauro Silva. El héroe cotidiano que recordarán los niños para siempre. El Madrid se afanaba en la clarividencia de Zidane y soñaba con otra aparición de Raúl, pero ayer no había nada que hacer. El Depor jugó mejor que nunca y aguantó hasta vencer y dejó una mancha indeleble en el palmarés del Real Madrid, que no estuvo a gusto en ningún instante en su campo ni en su noche.

*Acaba de aparecer el libro "Fran, o neno", la historia de Francisco Javier González, Fran, posiblemente el mejor jugador gallego de la historia con Luis Suárez y Amancio. La obra ha sido redactada por Alexandre Centeno y Rubén Ventureira, periodistas de "La Voz de Galicia". El libro lleva un epílogo de Pep Guardiola, que siempre fue un admirador incondicional de Fran, el gran capitán. El libro me lo envió, con ese cariño inmarcesible que usa siempre, Xulio López Valcárcel, excelente poeta. He escrito muchísimo de Fran, ha sido mi ídolo desde el año 1990, y rescato aquí este texto, la crónica de la victoria del Deportivo ante el Real Madrid, en el año del Centenario, que apareció en Heraldo de Aragón. En Aragón, que se sabe tanto de ganar títulos de Copa, quizá se entienda mi pasión. El texto está narrado una vez que Fran fue sustituido, y glosa el partido, y sufre los avatares de esa incertidumbre final. El Depor venció por 1-2. Pongo aquí el texto también porque aquel, como el de hoy, fue un día especial para los deportivistas y para el fútbol gallego. ¡Viva Fran! ¡Viva Mauro!
28/06/2005 14:28 Enlace permanente. sin tema Hay 6 comentarios.

FRANCISCO ORTEGA DEJA EL CENTRO DRAMÁTICO DE ARAGÓN POR LA EXPO

30RicardoIII.jpgI. DE MARIANO LLORENTE, I PREMIO LÁZARO CARRETERDE LITERATURA DRAMÁTICA
II. EL ABANDONO DE PACO ORTEGA DEL CDA.

El dramaturgo Guillermo Heras dijo que la obra “Nadie canta en ningún sitio” de Mariano Llorente, que se alzó con el Premio Lázaro Carreter de Literatura Dramática, que convoca el Centro Dramático de Aragón, “es un texto valiente, muy comprometido y muy polémico que, una vez leído o visto, no puede dejar indiferente a nadie. Y esa debe ser una de las virtudes que debe tener el teatro contemporáneo”. Y situó la pieza en la órbita de la escritura de Beckett o Müller por su capacidad para asumir la realidad. “Fue una elección difícil entre casi un centenar de textos, pero se optó por el riesgo. La literatura dramática está viviendo una auténtica edad de plata en España y no somos conscientes de ellos. Otra cosa es la producción, que es otro problema. Generalmente, los directores no estamos a la altura de los autores”, añadió Heras, rodeado de autores, dramaturgos, programadores, actores. En la Biblioteca de Aragón estaban, entre otros, Alfonso Plou, Carlos Martín, Rafael Campos, Esteban Villarroya, Adolfo Ayuso, convertido ya en uno de nuestros grandes dramaturgos, Mariano Cariñena, Paco Ortega, que estaba a punto de decir “Adiós a todo eso”.

Mariano Llorente (Madrid, 1965) alterna la interpretación y la dirección con su grupo Micomicón con la escritura teatral. “Nadie canta en ningún sitio” es un texto que participa del expresionismo, del esperpento, del clown y del humor. Llorente explicó que la idea de redactar esta obra sobre el terrorismo en Euskadi surgió de esa época, hace una década, en que todos las semanas, mientras desayunaba y oía la radio, era asesinado un concejal. Esa sensación no sólo le dejó estupefacto sino que le doblaba la espalda, “me afectaba hasta en los huesos. No podía soportarlo. No podía entender como en un país tan maravilloso como España ocurría esto. Intenté buscar las razones. Me documenté, leí mucho del nacionalismo y de autores como Savater o José María Calleja, y empecé a escribir esta pieza. Mi visión tenía que ser descarnada, dura, sin medias tintas”. Y empezó a escribir este texto sobre el terror en Euskadi con total seriedad, hasta que se dio cuenta de que así no iba a ninguna parte e introdujo el humor. Hace hablar a los muertos (Lacalle, Gregorio Ordóñez, Miguel Ángel Blanco, Ernst Luch…) y con eso consigue un revulsivo, provoca reacciones, desde una visión subjetiva y personal. El prologuista Juan Mayorga ha resumido su visión en el prólogo así: “Frente al humor corrosivo con que Llorente retrata a los verdugos y a sus enmascaradores, está ese otro humor, hondamente compasivo, con que ha devuelto a escena a las víctimas”. En muchas páginas, en la mayoría late el estremecimiento, la crítica, la ternura, el riesgo, la denuncia. Mariano Llorente se ha atrevido a abrir los ojos.

El acto tenía lugar en la Biblioteca de Aragón, bajo la dirección de una segura y elegante Pilar Navarrete, que de pronto reveló una noticia que iba y venía sigilosa: Francisco Ortega –que tiene un espléndido blog- deja la dirección del Centro Dramático de Aragón. Así lo anunció la Directora General de Cultura, Pilar Navarrete, como colofón a la presentación del libro “Nadie canta en ningún sitio” de Mariano Llorente Frunsán, en la Biblioteca de Aragón, y le agradeció la enorme pasión, el trabajo y la dedicación. “Su generosidad hacia el teatro nadie puede ponerla en duda”. Ortega, con emoción, dijo: “Gracias a todos los que han trabajado y colaborado con el Centro Dramático. Ha sido un placer”. Y añadió que desea que el CDA termine por instalarse y consolidarse por el bien de las compañías, profesionales del teatro y el público. Ortega ha aceptado el cargo de programador de espectáculos de la Expo-2008. “Me incorporaré dentro de unos días y es pronto para evaluar mi futuro trabajo. Creo que he sido elegido porque conozco bien los circuitos internacionales de distribución de espectáculos y por el énfasis que pondré en la participación de artistas aragoneses en la Expo, que debe ser un buen momento para el arte y la cultura, y para que surja un gran movimiento. Me gusta asumir proyectos pioneros como el CDA, proyecto que yo mismo presenté al Gobierno de Aragón y que fue aceptado”.

Paco Ortega, que habría cumplido el próximo mes de julio tres años al frente del CDA, considera que “el balance de ese periodo ha sido apasionante, duro y difícil. En otros países existe una tradición secular de teatros públicos, en España poco más de un cuarto de siglo y en Aragón en tres años hemos realizado una valiosa labor. Hemos recorrido un gran camino en la creación y el asentamiento de un proyecto pionero”. Recordó Ortega que desde el CDA se habían realizado producciones propias (como el "Ricardo III" de Shakespeare que dirigió Carlos Martín, cuya foto reproducimos arriba) y coproducciones con el Centro Dramático Nacional, con el Centro Dramático Gallego, con el Teatro Español y el Grec. “Creo que nos hemos abierto al talento y a la capacidad de nuestros artistas. Quizá nos falte conquistar públicos, pero conviene recordar que el Centro Andaluz de Teatro, por ejemplo, puede realizar 50 o 60 funciones anuales en teatros de la comunidad, que son excelentes. Aquí eso es imposible porque nos faltan infraestructuras”. Pilar Navarrete añadió: “No puedo decir el nombre de su sustituto porque no lo hay”.

A nadie lo sorprendió la noticia, pero todos parecían conocerla. Quizá a ese periodista excepcional, curioso y humilde en su afán constante de ser más sabio y más diáfano, Roberto Miranda, de "El Periódico de Aragón", le cogió a contrapelo. También a mí, que la sabía, pero no la esperaba ayer. Que tengas suerte, Paco Ortega. ¡Que te acaricien las estrellas! ¡Que los dioses del teatro, la poesía y la lucidez iluminen tus decisiones!
29/06/2005 12:21 Enlace permanente. sin tema Hay 3 comentarios.

ANDRÉS, EL SOBRINO DE PABLO GARCÍA CASTANY

Andrés (andrespla@hotmail.com )

COMENTARIO: Yo soy del Barça pero la verdad es que ese fue un golazo impresionante. Por cierto le tengo mucha simpatia al zaragoza pués yo soy sobrino de Pablo García Castany el jugador que menciona antoncastro que le gustaba mucho de joven..

NOTA AL SOBRINO REAL DE PABLO GARCÍA CASTANY

Recibo este mensaje emocionante en uno de los textos antiguos del gol de Nayim. Lo traigo aquí al escritorio porque para mí es una visita preciosa: Andres Pla -querido Andrés espero que no te importe que reproduzca aquí tu nota-, sobrino de aquel finísimo centrocampista del Real Zaragoza: Pablo García Castany. Suspiraba yo en mi adolescencia con verlo en la selección. Primero seguía sus pasos en "Dicen" cuando jugaba en el Barcelona de Sadurní, Rifé, Gallego, Eladio; Torres, Zabalza o Fusté; Alfonseda, Rexach, Bustillo, Martí Filosía o García Castany y Pujol, entre otros. Luego llegaron Asensi y Marcial.

Pero cuando me hizo feliz García Castany era en el Real Zaragoza: parecía el heredero ideal de Luisito Belló, el interior derecho de mayor lujo de España, la prolongación de Juan Manuel Villa, el hermano modesto de Manolo Velázquez. En aquellos días, la selección española jugaba con Lora y Amancio haciendo ala por la derecha. García Castany debiera haber estado ahí. Ningún zaragocista habrá olvidado aquel 6-1 del Real Zaragoza al Real Madrid un inolvidable uno de mayo. Pablo García Castany, el tío de Andres Pla, fue el gran héroe.

Aquel Zaragoza de los zaraguayos estaba formado por Irazusta o Nieves; Rico, González, Royo o Blanco o Heredia; Planas, Violeta; Rubial, García Castany, Diarte, Arrúa y Soto, o Juanjo o Simarro. Un equipo increíble.

El Depor ya había bajado a Segunda División, pero no hacía demasiado. Entonces, entrenaba en Arteixo, en el Campo dos Bosques, al lado del balneario, y solía formar así: Joanet, Aguilar o Seoane; Belló, Luis, Cholo; Sertucha o Manolete, Domínguez; Cortés o Juanito, Loureda o Pepe Vales, Beci, Cervera o Martínez. Y además, para la suplencia estaba un tal David Vidal, Chapela, renqueante con las lesiones, Landa...

Así como Woody Allen soñaba con reencarnarse en las yemas de los dedos de Warren Beatty, a mí no me importaría reencarnarme en García Castany o en sus botas, que jamás maltrataron un balón.
30/06/2005 02:12 Enlace permanente. sin tema Hay 2 comentarios.

ROSALÍA, LA LOCA DE LOS BOSQUES*

Rosalia de Castro.jpgNo sé la edad que tenía cuando oí hablar de “La loca”. No más de doce o trece años; una de mis aficiones era extraviarme en el corazón del bosque, tenderme con el oído vuelto hacia la tierra bajo el pinar mecido por un viento sibilante y escuchar aquella música interminable, el chicotazo de unas ramas contra otras encima de mis ojos. Permanecía largo rato hasta que caía la noche, hasta que las pavorosas sombras se multiplicaban en la fronda y me llenaban los pulmones y el ánimo de miedo. Entonces, para ahuyentar los malos pensamientos y el escalofrío del pánico, me ponía a cantar en alta voz, gritando todo lo que podía, para que si venía alguien supiese que por allí andaba yo, desamparado y solo, sorprendido por la tiniebla.

Solía cantar dos o tres canciones que ensayaba en los jueves de cine de diapositivas y de lecturas de tarde: «Gwendoline», que había popularizado Julio Iglesias en Eurovisión con traje sin bolsillos, «La última noche que pasé contigo» y una pieza que Juan Pardo había musicalizado: «Pobriña da tola», basada en un poema de Ramón Cabanillas, aquel vate de Cambados que usaba boina y un candor de abuelo ideal con la faz surcada de infinitas arrugas. Aquella melodía se convirtió en mi preferida. Y creo que había veces que ni siquiera podía dormir con la ansiedad de volver al monte para cantarla y, sobre todo, para encontrarme con aquella loca de atar, indómita y atractiva, que copiaba su cara blanca en los charcos de la piedra, y que se asustaba del rumor del aire, de los caballos sueltos en la campiña, de los labriegos que hacinaban leña en la umbría.

¡Cómo fantaseaba con aquella loca de los caminos! Hubo un momento que organizamos una banda para salir a buscarla. Los que no llevábamos cadena con crucifijo al cuello (era el talismán para ahuyentar al informe demonio con rabo que presentíamos en las foscas sendas), metíamos un ajo en el bolsillo y así, armados con la superstición más que con herramientas contundentes, ingresábamos en la espesura y entonábamos nuestro himno «Pobriña da tola», que así empezaba: Non teño parentes, // amores nin chouza. // Aldea en aldea, //parroquia en parroquia, // ando pol-o mundo // arredada e sola. (No tengo parientes, amores ni choza. Aldea en aldea, parroquia en parroquia, ando por el mundo, alejada y sola).

Con el paso del tiempo, aquella tola (loca) pasó a tener un nombre: Rosalía de Castro. Y adquirió un rostro de pómulos más bien gruesos, el pelo negro y la mirada levemente triste. Más adelante, al ver uno de sus retratos con los dientes más bien raídos y las mejillas chupadas, supimos que aquella mujer murió joven, mordida por el cáncer. Supimos también que su marido, el historiador Manuel Murguía, había nacido en Pastoriza, Oseiro, muy cerca de Arteixo. Y hacia el pueblo dirigimos nuestros pasos y anduvimos horas y horas sin suerte alguna. La negra sombra de Rosalía no apareció.

A partir de ese día, sentí una irresistible atracción hacia su poesía. Recuerdo que tras acabar octavo entré en la Universidad Laboral de A Coruña; iba a la biblioteca y copiaba sus poemas que me aprendía de memoria. “Cantares gallegos”, sobre todo «Adiós ríos, adiós montes» y «Campanas de Bastabales», que Amancio Prada estaba a punto de grabar, y “Follas novas” al completo. Los ríos Sar y Sarela me invocaban mucho nuestro Bolaños undoso y terso, en el que pescábamos truchas y anguilas. Mi madre, Carmen de Castro, me pedía que le leyese «Para Habana», el relato de la emigración que tanto le recordaba a mi padre, peón español en Vevey, y «A xustiza pola man»: el relato de una mujer humilde, humillada por los poderosos, que decide vengarse de manera violenta. A mi madre aquella composición la estremecía. No tardó en aprendérsela de memoria y a menudo, cuando cosía o plantaba lechugas y tomates en el huerto, la sorprendí con aquello de “Mireinos con calma, e as mans estendidas, // dun golpe, ¡dun soio!, deixeinos sin vida. // I ó lado, contenta, senteime das vítimas, // tranquila, esperando pola alba do día”. (Los miré con calma, y las manos extendidas, de un golpe, ¡de uno solo!, los dejé sin vida. Y al lado, contenta, me senté de las víctimas, tranquila, esperando el alba del día).

Uno de mis tutores en la Universidad Laboral era un señor de Lugo, orondo y simpático, llamado Rafael Sánchez-Fernández García, que poseía una modesta colección de libros en su casa de Culleredo y presumía de cuando en cuando de que tres años atrás había arrastrado carretillas de cemento por las obras. No es que presumiese exactamente: recordaba que la vida tiene tramos duros, que uno puede rehacerse y nunca se sabe lo que nos depara el destino. Me invitó a comer y me regaló una edición publicada en Santiago, bastante voluminosa, que contenía “Cantares gallegos”, “Follas novas” y “En las orillas del Sar”. A los pocos días, el doctor Amenedo de Baladouro me descubrió una anemia y un profundo y constante cansancio que me obligaron a estar casi dos semanas en la cama, alimentándome de leche con dos yemas de huevo batidas y azúcar y un filete de ternera gallega. Mi madre me cuidó como a un recién nacido y me hizo completamente feliz con algo impensable: se aprendió una veintena de poemas de carrerilla —su favorito pasó a ser «Negra sombra», que también es el mío— y me los recitaba como si fuera una actriz consumada que declama con más serenidad que sentido trágico.

Al cabo del tiempo comprendí que yo nunca daría con “La loca de los bosques”, pero que ella había venido a verme a mí. Y se había sentado en mi cama con el rostro emocionado de mi madre, Carmen de Castro, hija y nieta de labradores.

*Texto que ha aparecido en “El sembrador de prodigios” (Certeza. Zaragoza, 2005), un libro impregnado de autobiografía galaica, sobre todo en la primera parte.
30/06/2005 10:12 Enlace permanente. sin tema Hay 3 comentarios.

ANTÓN CASTRO, EL OTRO, EN MILÁN Y MUXÍA

far.jpgEl azar existe y a veces tiende puentes a la memoria, a la emoción, a la felicidad. Acababa de colgar el texto sobre Rosalía de Castro y esta misma mañana, antes de ir a jugar al fútbol con Jorge y Diego bajo un intenso sol de mediodía, recibo una llamada de Milán. Es Antón Castro, mi tocayo, mi doble, mi pariente lejano de Muxía. Me dice que llevaba varios días intentando hablar conmigo, pero que había perdido mi correo electrónico y mis teléfonos al partir hacia la ciudad italiana. Por pura casualidad encontró el teléfono de “Heraldo” y le pusieron conmigo. Se había acordado de su doble de Arteixo, entre otras cosas, porque acaba de enviarle un catálogo del fotógrafo aragonés Rafael Navarro –al que va a exponer en el Instituto Cervantes de Milán-, que llevaba un texto, algo así como “La caligrafía de la luz sobre el cuerpo”. Y decidió llamarme. Era la primera vez que hablábamos por teléfono, no nos conocemos, pero hemos comprobado que tenemos muchas cosas en común.

Me contó, por ejemplo, que hace años cuando quería ser pintor hizo un gran mural sobre Rosalía de Castro, que estuvo cinco meses en Muxía, invitada por la hermana de Eduardo Pondal, el gran poeta de Ponteceso, cuya casa suelo visitar todos los veranos, allí al lado del río Anllóns. De esa estancia derivó la novela “La hija del mar”, que leí y vi en televisión hace muchos años interpretada por Amparo Pamplona, hija del turolense Clemente Pamplona. Y yo le conté varias cosas: que he escrito un cuento para mi nuevo libro “Marinos y mujeres” (que saldrá en Destino; allí lo tiene el editor Malcom Otero Barral, también tiene la novela de Miguel Mena donde narra el secuestro de Quini en Zaragoza, entre otras muchas cosas), donde el fotógrafo gallego Manuel Seara de Castro va a impartir una charla al Instituto de Enseñanza Secundaria “Ramón Caamaño” de Muxía, y habla de su maestro aragonés Patricio Julve, al que acompañó en distintos viajes por Zaragoza y Cantavieja, y que le regaló su mejor cámara y los mejores retratos de su novia. Y le conté también que el año pasado veraneamos en el camping de Leis en una preciosa y casi deshabitada playa de aguas frías, pero realmente bonita. Compartimos unos días con Pepe Cáccamo, Beatriz, Antón y Pedro. Muxía forma parte de mi vida por muchas razones: mi madre siempre me hablaba de las peregrinaciones a la Virgen de la Barca y la piedra de abalar, esa piedra que se estremece cuando el mar se encrespa o cuando tú la pisas, y yo soy un enamorado absoluto de su faro plantado ante el pedregal, que es un bálsamo de luz ante la furia del aguacero.

Antón Castro, mi hermano en Milán, mi doble, al que voy a conocer muy pronto, me dice que ha sido padre hace dos años y medio, y que está muy feliz. Prepara muchas exposiciones, programas culturales y cursos de español en Milán. Entrega más de media vida a su nuevo cargo, pero está entusiasmado. Volvimos a recordar que empezamos a darnos cuenta de la existencia del otro en Venecia en 1990. Él pasó a recoger su catálogo de “La voz de Galicia” y ya lo había recogido otro tal Antón Castro de “El día de Aragón”, que era yo. Ese día los dos empezamos a creer en fantasmas. Y eso que aún no habíamos visto las maravillosas piezas de Anselm Kiefer o aquellas fotos de lujuria de Jeff Koons y Cicciolina que luego publicó en España con todo lujos de detalles “El Europeo”…
30/06/2005 18:01 Enlace permanente. sin tema Hay 3 comentarios.

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