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JOAQUÍN CARBONELL EN EL PRINCIPAL. 50 AÑOS EN LA MÚSICA

El 13 de noviembre de 1973 fue una fecha mítica para la canción de autor. En el Teatro Principal cobraba vida de manera muy oficial un movimiento que ya tenía canciones, conciertos y reivindicaciones a sus espaldas: actuaron, entre otros, José Antonio Labordeta, Tomás Bosque, La Bullonera, Pilar Garzón, Renaxer, Tierra Húmeda y Joaquín Carbonell. Y a ese concierto empezó refiriéndose el músico y poeta de Alloza en la celebración de sus 50 años en la canción. Estuvo acompañado por una excelente banda: José Luis Arrazola, guitarra eléctrica; Coco Balasch, contrabajo; Enrique Casanova, batería; Roberto Artigas, ‘Gran Bob’, ukelele, armónica y banjo; Kalina Fernández, violín, y Richi Martínez, piano, teclados, voces y dirección musical.  Carbonell es, según Matías Uribe, “a mi juicio, el cantautor español más sólido, maduro, inventivo en la escritura y la voz en plena forma de este milenio, aunque los laureles se los lleven otros”.

El cantante de Alloza, ante el teatro lleno, dijo que estaba emocionado y nervioso. Y se arrancó con dos temas antiguos muy turolenses, que metieron al público en materia poética: Carbonell ha descrito muy bien esas tierras turolenses de olivo, almendro, masadas y pueblos solitarios, heridos por una campanada al atardecer.

Dijo que es posible que en la sala hubiese algún joven cantante que dentro de medio siglo pudiese recordar aquel concierto. Saludó al presidente Lambán y a las autoridades y les pidió apoyo para la cultura. Con Lambán tuvo un detalle de cortesía: recordó que era un gran entusiasta de la canción de autor y que se sabía sus letras mejor que él, que las fue leyendo toda la noche en el atril. Carbonell, que domina muy bien la puesta en escena (recordó a un puñado de músicos que se han ido en los últimos tiempos (Luis Margalejo, Juan Linacero, José Luis Cortés Panoja, Luis Amador ‘Pichurri’…, entre otros, en una suerte de obituario al modo de los Goya, y les dedicó ‘Dónde estabas tú’) Y cosechó nuevos aplausos. Que se multiplicaron cuando cantó a coro ‘La peseta’, y felicitó a los asistentes, entregado a ese repaso de sus temas: ‘Los versos de Pablo Neruda’, ‘Canción para Dimitri’, ‘Soy un género chico’, ‘El gorila’ (ahí evaluó algo más bajo a su coro), ‘A tu madre no le gusta, un blues clásico que fue uno de los mejores momentos musicales de una banda soberbia, de las que da gusto oír.

Los temas siguieron sonando, hasta llegar a momentos inolvidables: una nueva versión de ‘Me gustaría darte el mar’, ‘Canción para un invierno’, otro himno a su provincia, y esa apoteosis que es y fue ‘De Teruel no es cualquiera’. Dijo que todo lo que es se lo debe a Teruel, que su provincia lo tiene todo, y que encarna el futuro, que lo espera todo de Teruel. Aplausos a rabiar. Hizo una versión de Serrat y, poco antes de la despedida, recordó que los cantantes se inspiran en la realidad, en los periódicos, que quieren y deben estar al lado de la gente, y atacó ‘El sonajero de Martín’, y abogó porque “nos dejen enterrar en paz” a todos los muertos.

Joaquín Carbonell contó con mucha gracia diversas historias de la censura y los censores, recordó una noche en La Mandrágora en que Joaquín Sabina, del que tiene algunos ecos en diversos momentos, fue su guitarrista, hizo una versión de Serrat, glosó algunos versos de Labordeta, recordó a Sanchis Sinisterra, que le habló de Dylan, Atahualpa Yupanqui y de los cantautores, y se fue feliz. Inundado del cariño del público, orgulloso de sus músicos. Carbonell hizo un muy buen concierto, quiso tocar temas de todos sus discos, se versionó a sí mismo y dejó la huella de lo que es: un creador de canciones con argumento claro. Canta a la vida y al amor, con un cinismo sentimental, como quien no acaba de creérselo del todo, canta al paisaje y a la tierra, canta a los humildes –‘La Paca del Cañizar’ y ‘Pascual’, entre otras-, fabrica himnos con facilidad y se compromete de inmediato con las cosas que impactan. Brassens ya está es su ADN y Carbonell usa un humor somarda, que puede ser jocoso, festivo o puramente satírico. Está de voz como nunca y se siente el rey del escenario. Querido y respetado.

Oí y sentí el concierto al lado de dos grandes seguidores y amigos de Joaquín: Luis Alegre y José María 'Cuchi' Gómez. Eso tampoco le pasa a cualquiera.

 

*Retrato de Joaquín Carbonell por Guillermo Mestre.

 

12/09/2020 07:26 Antón Castro Enlace permanente. Músicos No hay comentarios. Comentar.

EN EL ADIÓS DE JOAQUÍN CARBONELL

https://www.heraldo.es/noticias/ocio-y-cultura/2020/09/13/fallece-joaquin-carbonell-figura-clave-de-la-cultura-popular-aragonesa-1395069.html

13/09/2020 08:45 Antón Castro Enlace permanente. Músicos No hay comentarios. Comentar.

DIÁLOGO CON ELOY FERNÁNDEZ CLEMENTE

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Recupero de mis archivos esta entrevista de 2010, podo después de la muerte de Labordeta.

 

Que te quieran en tu pueblo es lo más grande”

 

 

Me temo que los políticos no van

a seguir la lección de Labordeta”

 

 

 

Eloy Fernández Clemente (Andorra, Teruel, 1942) catedrático de Historia Económica recibe el viernes y el sábado un gran homenaje de su localidad, Andorra. Se publican libros, se organizan charlas y encuentros con jóvenes alumnos. El cofundador de ‘Andalán’, con José Antonio Labordeta, y director de la Gran Enciclopedia de Aragón, prepara sus memorias.

¿Cómo acoge este homenaje en su pueblo natal, Andorra?

Con mucha gratitud, emocionado. Que te quieran en tu pueblo es lo más grande. Y se han volcado, con mil deferencias y detalles. Hay un Ayuntamiento muy progresista y un grupo cultural extraordinario.

¿Qué recuerdos más vivos le vienen a la cabeza de Andorra?

Mi bisabuela Manuela murió cuando yo tenía cuatro años y me compraron un trajecito de mil rayas, luto de niño. La vista desde San Macario, las minas. Por parte de mi abuelo emparentamos con el célebre corredor “El Rey” y con la mujer de José Iranzo, el Pastor; y por mi abuela Concha Sauras, con el catedrático Juan Martín Sauras y su hermano Fermín, gran entendido en jota; el dominico Emilio Sauras, o los periodistas Juan Ramón Masoliver, Carlos Sauras, Ramón Mur y el estupendo poeta Manolo Estevan. Y me quedan allí unos tíos carnales muy queridos, Manolo Franco y Josefina Clemente, padres de nueve estupendos primos.

¿Le debe algo especial, intenso, inolvidable a su infancia rural?

Sí, los largos veranos en Alloza, a ocho kilómetros, donde mi abuela era maestra y mi padre lo había sido doce años en la República, la Guerra y primera posguerra. Era una isla de libertad, de juegos, paseos, amigos. Anchel Conte y Joaquín Carbonell, por ejemplo. Y mi hermana.

-Hablemos del influjo de sus padres, cultos, maestros. ¿Qué caminos le marcaron?

Estudiar sobre todo, bondad y educación, responsabilidad. Eran muy cariñosos y dulces. Mi padre me hubiera querido ingeniero, arquitecto, médico, pero comprendió que fuera feliz con las Letras, la Historia, el periodismo.

-¿Cómo nació en usted la atracción por el periodismo?

Siempre anduve fundando periódicos que escribía a mano, coleccionando fotos, ordenando datos, leyendo cuanto diario o revista caía en mis manos. Creo en el poder transformador de los medios. Trabajé con dieciocho años en la revista “El Pilar” y en Radio Popular de Zaragoza, y cuando fui a Madrid, en 1963, a terminar Letras, me matriculé en la Escuela de Periodismo de la Iglesia, mejor y más abierta que la oficial.

-¿Y esa inclinación permanente al conocimiento, al mestizaje de saberes?

Hoy por desgracia está mucho más limitada que en los años de formación y juventud. He tenido siempre tanto que escribir y hacer, que quedaba poco tiempo para leer. Aun así he leído mucho, he viajado bastante, me sigo preguntando por el sentido de todas las cosas, asombrado por el progreso de la Ciencia, mucho más que de la solidaridad. Es más fácil entender el mundo que mejorarlo.

-¿En qué medida ha sido la palabra curiosidad la clave de su vida?

Era la necesidad de estar bien informado, de saber por dónde van los tiros, qué opinar de muchas cosas. La ausencia o escasez de grandes maestros me obligó siempre al autodidacticismo. Soy un gran mitómano… sin apenas mitos que admirar y seguir sus pasos.

-¿Quién le descubrió Aragón? ¿Hay una voz, un maestro, un libro, un detonante, o es una cadena de cosas, pasajes y personajes?

Mi padre fue un guía estupendo. Hice toda la primaria en la Escuela Costa de Zaragoza, con buenos maestros y un director excepcional: Pedro Arnal Cavero, que nos inició en muchas cosas: el propio Costa, los riegos, la lengua aragonesa, la Naturaleza, el amor a los animales, la corrección. Luego en Escolapios, la Normal, Letras, tuve buenos profesores (el P. Muruzábal, Sanjuán, Frutos), que me abrieron a otros ámbitos.

-Empecemos por algunos de sus temas iniciales: Costa, Nipho…

Costa, de quien vamos a celebrar el centenario de su muerte, es asombroso por su enorme capacidad y esfuerzo titánico: sobresaliente en muchas ciencias sociales, de haberse dedicado a una sola hubiera sido un genio universal. Nipho crea a mediados del XVIII el primer diario de España; maestro, pues, en mis afanes periodísticos, en que ha habido otros.

Usted, como Labordeta, es un ciudadano tamizado por Teruel. Se ha escrito mucho de ello, se ha contado y recontado, pero, a modo de balance, ¿qué significó Teruel, qué le dio, cómo le transformó?

Me dio realismo, cercanía al Aragón real, duro y difícil, años de mucho trabajo docente pero también de encuentro con gentes como él, maestro y amigo extraordinario, y otros más, y discípulos estupendos. Allí sembrabas, y brotaban plantas espléndidas, era “muy buena tierra”.

Ya que estamos en Teruel y en el embrión de ‘Andalán’, vayamos con Labordeta. Usted era y ha sido como el hermano entrañable que le nació en otra familia. ¿Cómo lo veía, qué retrato desde la cercanía se le impone, cuál era su secreto?

Mi padre y mi tío Eloy, muerto en el frente de Teruel, habían sido internos del Colegio Santo Tomás, de don Miguel Labordeta, padre; la madre era de Azuara, como ellos, y don Miguel había ido mucho a casa de mi abuelo Luis, veterinario, para “festejar” con la futura doña Sara. Un primo de ella casó con una hermana de mi padre. Y Juana era varios cursos más en Letras y la conocía. Labordeta tenía un secreto: se mostraba absolutamente como era; decía siempre lo que pensaba, aunque le creara problemas. Era cultísimo, tenía muy buen juicio crítico sobre literatura, historia, política, te daba siempre suaves consejos y te prestaba libros. Y nunca se creyó importante, a pesar de que lo era, y mucho.

¿Qué supuso ‘Andalán’: como aventura ideológica, periodística y cultural?

Una maravillosa escuela de periodismo práctico, de ciudadanía política, de aragonesismo y cultura. Y un vivero de grandes amigos. Esa generación está hoy culminando sus vidas profesionales, muy logradas.

Has estado a punto de meterse en política de partido. ¿Ha lamentado alguna vez no haberlo hecho de lleno?

Jamás. Sólo milité en el PSA, año y medio. He sido rechazado (aunque las ofertas salieron de ellos, no de mí) por el PSOE y el PCE, y visto cómo funcionan por dentro prefiero votar discretamente y ver con pena qué democracia más imperfecta tenemos aún.

Has sido y es muchas cosas: catedrático, periodista, historiador, investigador constante, amigo, referente, editor de la ‘Gran Enciclopedia de Aragón’ o de la Biblioteca Aragonesa de Cultura. ¿Dónde está su mejor autorretrato o, por acumulación, en la suma de todos?

Creo que en la suma. Trabajar a tope para conocernos mejor, amar más nuestras cosas y luchar por ellas, pero sin fanatismos ni separatismos. Al revés: el mundo es muy hermoso, todo.

¿Cómo miras desde la leve lontananza de los días el proyecto de la GEA?

Creo que para su época fue un modelo, que imitaron en Cantabria, Extremadura, Canarias. Reuní un equipo director excelente y unos 600 colaboradores, y tuvo un nivel muy alto. Luego, ha sido una barbaridad la edición reducida, suprimiendo la autoría de las voces, un verdadero atropello, y así se ha consagrado en la versión actual on-line.

¿Y la BArC?

Fue un intento, quizá fuera de tiempo, de aportar nuevas perspectivas, actualizaciones, grandes reportajes y síntesis. No fue perfecta, pero hubo bastantes títulos de interés.

Ha publicado un sinfín de libros. En compañía de otros y en solitario. ¿Cuáles son sus favoritos?

Todos son hijos. Pero especiales: La Ilustración aragonesa, Aragón contemporáneo, Estudios sobre Joaquín Costa, los dedicados a Portugal y Grecia, Gente de orden, Aragoneses en América, y la última Historia de Aragón que editó La Esfera hace dos años.

Durante muchos años ha estado reflexionando y pensando Aragón. ¿Hacia dónde va Aragón? ¿Estamos en un tiempo de grandes esperanzas o de inmensas atonías, de lasitud, de utopías abotargadas?

Ni una cosa ni otra. Hemos cambiado y mejorado mucho, falta esa perspectiva que da la Historia, que por indicios es muy buena. Pero de “quejicas” hemos casi pasado a demasiado frívolamente “autosatisfechos”, salvo con la crisis. Necesitamos más presión en lo cultural, educativo, investigador, hay mucha materia prima.

Del aragonés se dice que es individualista, saturnal, descreído, que solo es capaz de unirse en el no. ¿Cómo analiza el eco de la muerte de Labordeta, el inmenso cariño desplegado? ¿Se pueden leer esos gestos en alguna clave?

Impresionante. La gente reaccionó como en los grandes momentos, sin ninguna instrucción, espontáneamente. Sabían que era alguien cercano y grande, el aragonés más conocido y querido, aquí y fuera. Me temo que los políticos no han tomado nota, no van a seguir esa lección.

¿Cómo analiza el historiador la designación de Marcelino Iglesias como secretario de organización del PSOE? ¿Y la designación de Eva Almunia, mediante la política de hechos consumados?

Hace mucho que no escribo de política pura y dura. Creo que se valora en Iglesias lo poco conflictivo con su partido y el Gobierno, su imagen de pacificador, sereno, correcto, y haber anunciado su abandono en Aragón sabiendo que repetía casi seguro. Hubiera preferido que Eva Almunia, que estimo buena candidata de su partido, lo fuera tras un proceso más diáfano y democrático, que los partidos rehúyen cautelosos (véase Madrid).

Está a punto de publicar el primer tomo de sus memorias. ¿Con qué Eloy Fernández nos vamos a encontrar, qué vamos a descubrir?

Un joven ávido de saber, de hacer bien las cosas, de cambiar el mundo a su pequeñísima escala. Y profundamente cristiano, que evoluciona hacia un duro y frustrado agnosticismo, ante una Iglesia Católica decepcionante. Y, a través de mis andares, lo que un muchacho, un joven, veía, leía, oía, descubría, en la tremenda España franquista, entre 1942 y 1972, que es lo que abarca el primer tomo, que saldrá en Navidades.

¿Qué ha significado el cine en su vida? ¿Cómo lo ha disfrutado?

Muchísimo. Primero entraba del todo, luego lo analizaba todo, hoy disfruto sin tanta lupa. Me ha gustado todo lo interesante, de Buñuel a Bergman, de Hitchcock a Woody Allen.

Siempre ha sido un gran lector. Qué autores le han hecho disfrutar especialmente, los cuatro o cinco claves, y por qué…

Americanos (Mújica Laínez, Carpentier, Borges, García Márquez), portugueses (Pessoa, Torga, Saramago, Lobo Antunes), Anglosajones (Lawrence Durrell, George Steiner, Ian McEwan), españoles (Marías, Vila-Matas, Millás), aragoneses (Pisón, Conget y varios más). Y en general las memorias, viajes y todo lo policíaco.

Sus historiadores modélicos. O sus modelos de historiador, el espejo en que te veías…

En el mundo, de Marx a Hobsbawm, docenas. Españoles: Tuñón de Lara, Juan José Carreras, Josep Fontana.

Dos o tres libros de historia que deberíamos leer todos alguna vez.

El Mediterráneo de Braudel, como un modelo; los tomos sobre las revoluciones burguesas y la industrialización de Hobsbawm y una excelente Historia de España que estamos publicando, perdón porque pertenezco a su Consejo, en Marcial Pons/Historia.

¿Cómo son, de veras, los aragoneses?

Formales y divertidos, somardas y audaces, cultos y sencillos.

Qué lugar ocupa Aragón en España y cuál debería ocupar.

Un lugar discreto, ya sin tópicos. Se nos ignora y se nos relega porque somos pocos y mansos.

El hecho sucedido entre nosotros que más le conmueve.

La guerra civil.

¿Quién es su personaje histórico, aragonés, más amado?

Joaquín Costa. Y ahora, ay, se nos ha ido a la gran Historia Labordeta.

¿Qué ha significado Marisa Santiago en su vida?

Todo. Es lo más importante que me ha pasado. Su compañía hace que no enferme de soledad, que era mi tendencia antes. Y, como digo medio en broma, a su lado no me he aburrido jamás.

 

 

13/09/2020 14:53 Antón Castro Enlace permanente. Temas aragoneses No hay comentarios. Comentar.

JOAQUÍN CARBONELL, AL AMOR DE TERUEL

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Una hermosa foto de Joaquín Carbonell de una gran fotógrafo como Rogelio Allepuz, que trabajó con él en 'El día de Aragón'.

 

La primera imagen de ese Teruel intemporal, de vaguadas y masías, de precipicios y valles, de farallones como los Órganos de Montoro, de tardes melancólicas donde el tiempo se deshace gozosamente y libre entre las manos, se la debo a Joaquín Carbonell. A melodías como ‘Canción para un invierno’ y ‘Me gustaría darte el mar’, a ‘Paca del Cañizar’, de uno de los álbumes de mi vida. ‘Con la ayuda de todos’, que me reveló el humor, la desinhibición, la mirada a los parias, la sentimentalidad contenida y el lirismo. El primer pueblo turolense de mi memoria es Ejulve, en la puerta del Maestrazgo. Yendo hacia él, en la carretera que va de Andorra a La Venta de la Pintada, uno de mis cuñados paró el Renault-8 verde al lado de un mirador, bajamos y dijo: “Ese es el pueblo de Joaquín Carbonell, que tanto te gusta”. Impresionaba con su colmena de tejados y la aguja de la torre.

Joaquín me parecía evocador, narrativo, hablaba de algo que conocía muy bien por su condición de niño rural y de joven sediento de aventuras en Teruel. Tenía ingenio, sentido del humor, ironía, practicaba la somardería. Tras los años de música, se reinventó en la televisión, sobre todo a través del programa ‘Tres asaltos’, donde preguntaba y boxeaba. O ‘Musicaire’. Luego entró en ‘El día de Aragón’, donde hacía de todo: columnas, reportajes, le atraía lo insólito cotidiano. A la vez, leía todo cuanto podía, se aficionó al uso correcto de las palabras y parecía viajar por el diccionario y disfrutaba como un niño corrigiéndote el uso de tal o cual palabra. Sus amigos de entonces, a mediados de los años 80, eran Javier Barreiro, que tenía algo de preceptor de múltiples curiosidades, Miguel Pardeza, futbolista y algo más, fascinado en aquellos días por el esotérico Mario Roso de Luna y probablemente sonetista oculto, Jorge Valdano, que ya empezaba a conciliar literatura y fútbol, y la profesora de Literatura Maite Cacho. En 1990 entró en ‘El Periódico de Aragón’, en los tiempos de Juancho Dumall y Plácido Díez Bella (que había sido su director en ‘El día’), y descubrió la importancia de la televisión en la vida de la gente, a la vez que hacía reportajes con ese punto de humor y asombro que tanto le gustaban. En ‘El Periódico’ se midió en la entrevista ágil e intuitiva, vertiginosa. Era el nuevo Manuel del Arco.

Como quien no quiere la cosa, se revelaría hiperactivo. Gracias a Georges Brassens recuperó su ser esencial, el de músico que cuenta historias de su época e incrementó su bibliografía literaria: poesía, narrativa juvenil, ensayo, narrativa, biografía, libros misceláneos de humor, con Roberto Miranda. Pero nunca olvidó sus raíces: la infancia en Alloza, los paseos al calvario (donde irán a parar sus cenizas), la huella de un padre afable y protector, una madre, ahora centenaria que le sobrevive, a la que adoraba, el impacto del cine o la concavidad del cielo bajo la que los mineros, sonrientes y sucios, volvían a casa para perderse en el pan, en el beso o en la umbría de las oliveras.

 

14/09/2020 07:20 Antón Castro Enlace permanente. Músicos No hay comentarios. Comentar.

CEES NOOTEBOOM, DISCURSO DEL PREMIO FORMENTOR

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LEYENDO EL LIBRO DEL MUNDO (*)
Cees Nooteboom
[Discurso leído en la entrega del Premio Formentor de 2020]
En el ahora en que escribo estas palabras, veo delante de mi ventana la pequeña rama de nogal que corté frente a esta aislada casa alemana en la que resido. Nunca me había fijado yo mucho en los nogales —a pesar de que mi nombre, Nooteboom, que en español significa «nogal», hubiera sido razón suficiente para ello—, y, por consiguiente, nunca había reparado en la belleza de las formas de sus hojas. Hace unos días coloqué esa elegante ramita delante de mi ventana por la que veo una hiedra exuberante, detrás de esta unos árboles altos, después un campo que el tractor del vecino recorre de un lado a otro, al fondo un bosque y más allá, en lontananza, los Alpes, pues esta casa está ubicada en un lugar apartado, en una zona rural de Baden Württemberg, que es uno de los estados de Alemania, como bien saben ustedes. Los discursos poseen siempre un entonces y un ahora, el entonces de la escritura y el ahora, es decir, ahora mismo, en que toca pronunciarlos. De ser así, me encuentro, en este momento, delante de ustedes en Formentor, el lugar que da nombre al premio que hoy recibo. Es posible que escuchen ustedes una leve vacilación en mi voz, porque el tiempo en el que vivimos es un tiempo incierto en que las cosas que damos por sentadas no siempre son seguras. Escribo estas palabras el último día del mes de mayo. Tal como están las cosas ahora, existe aún la posibilidad de que el virus que actualmente domina el mundo nos juegue una mala pasada, y, en tal caso, no estoy hoy, el 18 de septiembre, aquí en Palma de Mallorca delante de ustedes, sino en otro lugar, donde ustedes no están, lo cual sería de lamentar. La isla en la que se encuentra Formentor es vecina de mi isla, Menorca, que no es mía, por supuesto, aunque yo diga «mi» isla, pero sí es el lugar donde he escrito gran parte de mis libros y poemas en los últimos cincuenta años. De modo que el premio que recibo es para mí, en cierto sentido, como llegar a casa, con lo que no quiero decir que se me haya otorgado por esta razón, claro está, si bien estoy convencido de que la isla más pequeña ha sido una inspiración esencial para mi obra a lo largo de todos esos años.
Algunos días del año, en Menorca, cuando desde mi pueblo de San Luis me dirijo hacia el oeste en dirección a Ciudadela, avisto la forma de Mallorca, una atractiva figura geológica, ligeramente curva, que parece flotar sobre el mar, como una tentación. El viaje en barco de Ciudadela a Alcudia dura tres horas, un trayecto que he realizado con cierta frecuencia, pero mientras lo hacía nunca pensé en el Premio Formentor, hasta ahora, ahora que quiero expresar mi agradecimiento por este gran honor. A principios de la década de los sesenta, dos de los escritores que yo más admiraba, sin comprenderlos del todo, el irlandés Beckett y el argentino Borges, recibieron este mismo premio... Borges, el vidente ciego, se convirtió con el paso del tiempo en una figura mitológica, como la propia literatura, una constante fuente de inspiración, un ejemplo de erudición y de la posibilidad de jugar de una manera superior con todo lo que uno ha leído.
¿Cuándo se convierte uno en escritor? ¿Es gracias a la lectura o gracias a la vida? ¿O es por una combinación accidental o, por el contrario, intencionada de ambas? En el seminario donde cursé el bachillerato clásico yo no había leído ni a Borges ni a Beckett. ¿Influye la forma en la que discurre tu vida en la manera en que buscas tu camino en la literatura? Tenía yo suficientes razones para preguntarme esto, porque, al igual que muchos de mis contemporáneos nacidos antes de la guerra (soy del ‘33) que aún vivieron, de forma más o menos consciente, suficientes años de aquella época como para haber sido tocados por ella definitivamente, aquella guerra, sin que yo me diera cuenta entonces, se convirtió también para mí en una fuerza nada desdeñable que afectaría mi vida y, por lo tanto, mi escritura, a causa del inevitable caos que la acompaña. Mis padres se divorciaron en el último año de la guerra. Debido al hambre que azotaba a La Haya en aquel mismo año de 1944, mi padre, que moriría en un bombardeo de aviones británicos dos meses después, me había enviado con mi madre fuera de la ciudad, porque ahí todavía había algo de comer. Nuestra casa en La Haya sería destruida en este mismo bombardeo; todavía conservo en mi retina la imagen de aquel irreconocible montón de piedras.
Mi madre se volvió a casar en 1948 con un hombre extremadamente católico, por lo que me internaron en un seminario de franciscanos, y después, una vez que me echaron de ahí, en uno de la orden de Agustinos, y la palabra «orden» me la tomo aquí literalmente como la antítesis de «caos». Esto supuso un nuevo giro en mi biografía. En mi libro sobre Venecia, en el que comento una pintura de Carpaccio que representa a san Agustín como un escritor con la pluma levantada, es decir, en el momento de la inspiración, sostuve que él fue el mejor escritor entre los santos y el más santo entre los escritores. Así que no podría haber tenido yo mejor suerte, a pesar de que el amor entre los agustinos y yo no fuera perfecto y me expulsaran también de ahí, pero, con todo, estoy convencido de que la palabra Orden —ordinis Sancti Augustini— está bien elegida: por primera vez hubo orden en mi vida, tal vez gracias a los frailes, pero en especial gracias al horario estricto que impera en un seminario, y, con toda seguridad, gracias a los clásicos que allí me enseñaron y que ejercerían una influencia duradera en mi obra, que a partir de aquel momento, por el orden benéfico y por el caos que yo mismo me creé, se caracterizaría por una continua existencia nómada. Yo no podía imaginarme en una universidad, mi universidad sería el mundo. No creo que por aquel entonces ya quisiera ser escritor. Tanto el orden como el caos se convirtieron en parte de mi vida: el caos de estar siempre en camino unido a la necesidad de escribir sobre ese estar en camino, y mi obsesiva y tenaz curiosidad gracias a la cual aprendía idiomas mientras viajaba, a lo que contribuyó la base que había adquirido en los pocos años que había estudiado griego y latín y tres idiomas modernos en el seminario.
En septiembre del año pasado obtuve un doctorado honoris causa en Londres y a los estudiantes les expliqué, con un placer un poco perverso, aunque no fuera esta mi intención, que además de la universidad, existen formas ilegales de aprender o de adquirir los signos externos de erudición; pero aquí habla, claro está, el autodidacta, por no hablar de mi carrera de banquero, que inicié al irme de casa a los diecisiete años y que consistió en trabajar un par de años como joven empleado en un banco. Todo aquello no me aportó ninguna novela sugerente sobre la banca, pero sí me sirvió de algo. Y es que, algunas veces, cuando me permitían llevar dinero en bicicleta a unas ancianas de alta alcurnia, yo aprovechaba para hacer un gran desvío por un bosque donde me detenía junto un arroyo para, sí, ¿para qué? Para pensar, y a veces pienso que
mi escritura comenzó en aquel lugar, sin poner una palabra sobre el papel. Me sentaba allí y pensaba, una forma de absentismo y de clandestinidad que ahora sé que es parte integral de la escritura.
Pensaba en lo que realmente quería y en lo que había leído. Lo que me había quedado del poco tiempo que cursé la escuela secundaria era la avidez por leer libros, y cuando hoy vuelvo a mirar mis antiguos libros y las fechas que anotaba fielmente en ellos, me sorprende encontrar no solo a Sartre y a Faulkner o a los clásicos que estudié en el seminario, como Ovidio y Homero, sino también a unos cuantos escritores holandeses de los que ustedes desafortunadamente nunca habrán oído hablar, porque el neerlandés es un lenguaje secreto en el que hay que haber nacido para poder descubrir los tesoros ocultos de nuestra literatura.
En mi casa no se leía, al menos no aquellos libros que fascinan a quien más tarde será escritor. ¿Cómo funcionan esas cosas? Saltas de un libro a otro, algunos escritores no dejan de cautivarte a lo largo de toda la vida; tal vez no los comprendiste del todo cuando los leíste por primera vez y, para según qué libros, tuviste que aprender a captar los matices del idioma extranjero. Es una escuela dura en la que uno mismo hace de alumno y de profesor, una escuela que te acompañará toda la vida con descubrimientos siempre nuevos. Por aquel entonces no tenía yo muchos amigos literatos; vagaba por una inmensa selva, no para buscar, sino para encontrar. Uno de los libros más antiguos en el que anoté mi nombre es L´existentialisme est un humanisme de Sartre. ¿Entendí este libro en aquel momento? ¿Era mi francés lo suficientemente bueno? Llevaba años haciendo viajes en autostop con camioneros franceses, pero el discurso en las cabinas de los enormes camiones estaba más enfocado en el siguiente restaurante que en la filosofía, y, sin embargo, pienso que aprendí mucho de ellos. Recuerdo la obstinación por desviarnos de las rutas para ir a comer tal o cual especialidad culinaria local. Ahora, sesenta años después, leo en una biografía de Heidegger acerca de sus respuestas a Sartre, y algunas partes del rompecabezas empiezan a encajar; aquello que, con toda probabilidad, no entendí en su día se torna claro. Comprendí, por la prensa de aquellos días, que había varios autores franceses, como por ejemplo Simone de Beauvoir, que profesaban una gran admiración por William Faulkner. Ignoro si lo habían leído traducido o en su idioma original, pero para mí la lengua y el estilo de Faulkner eran un gran desafío, y no fue hasta más adelante, después de viajar por Misisipi y otros estados del sur y comprender cuán vinculados estaban la cultura de la América negra y el pasado esclavista en el mundo de Faulkner, cuando por fin hallé el acceso a su intenso y complejo mundo.
En cierta ocasión me encontraba yo frente a la enorme biblioteca de mi amigo alemán Rüdiger Safranski, autor de las biografías de Nietzsche y Heidegger, Hölderlin y E.T.A Hofmann, Goethe y Schiller. Estaba yo ahí cavilando un poco, con respeto y envidia, y se me ocurrió preguntar, probablemente en un tono de desesperación: «Rüdiger, pero ¿cuándo has leído todo esto?». Y él me contestó, como si llevara tiempo preparándose para esta pregunta. «Mientras tú leías el libro del mundo». En mi vida he tenido que responder con frecuencia a la pregunta de por qué viajo tanto, y, como reacción a la constante incomprensión hacia mi supuesta inquietud, he desarrollado un mecanismo de defensa que tiene que ver con mi pasado, con aquel par de años en el seminario. Gracias a este pasado, como no puede ser de otra manera, desarrollé una fascinación por los monasterios que me ha acompañado toda la vida, en especial por sus
variantes cada vez menos comunes, los monasterios con el bello nombre de «contemplativos», órdenes como las de los benedictinos y cistercienses, también llamados trapenses. El silencio que reina en estos lugares, la regularidad que en efecto me faltaba en mi inquieta vida, me atraían hasta tal extremo que me presenté —debería de tener unos dieciocho años— en un monasterio trapense situado en el sur de los Países Bajos para preguntar si podía ingresar en la orden. El abad, un hombre sabio, capaz de atravesar con su mirada mi alma inquieta, debió de llegar a la conclusión de que lo que a mí me movía no era la fe. Me entregó una historia de la vida de los santos en latín, una celda para dormir y un diccionario, y me encargó que tradujera un fragmento del libro. Al cabo de unos pocos días me largué de ahí, pero desde entonces no he dejado de visitar regularmente monasterios dondequiera que estén —Irlanda, Castilla o Japón—, y me he construido mi propio monasterio, sin cofrades, con la infinita serie de habitaciones de hotel que he ocupado: celdas para leer, escribir y pensar.
Hace mucho, en 1962, tuvo lugar un congreso literario en Edimburgo donde conocí a la escritora americana Mary McCarthy. Ella se hallaba entonces en la cima de su fama, y yo aún no estaba en ningún lado, pero en aquel encuentro, que se convertiría en uno de los más importantes de mi vida, ella debió de ver algo en mí, gracias a lo cual nació una amistad que se prolongó hasta su muerte. En el dédalo de mi defectuosa memoria creí que nos habíamos vuelto a encontrar en Formentor, cuando ella fue miembro del jurado en 1964, y mi admirado Gombrowicz uno de los candidatos. Lo del jurado y lo de Gombrowicz era cierto, sí, pero el encuentro tuvo lugar aquel año en Valescure y ella no votó por Gombrowicz, que contaba con el apoyo de un gran número de escritores, sino por Nathalie Sarraute, creo que sobre todo por su libro Tropismes, un título que ha dado nombre a una de las librerías francófonas fuera de Francia más bellas, me refiero a la librería Tropismes de Bruselas, donde compro mis libros siempre que visito la capital europea.
Las librerías, quisiera dejarlo claro aquí, son para los escritores una de las fuentes de inspiración más importantes. Si algo nos ha demostrado la pandemia es que el periodo de cierre de librerías ha convertido a los lectores y a los escritores juntos en tristes huérfanos, algo que ni Amazon ni internet pueden remediar, pues no son sino enfermeros en el hospital equivocado. Si me imagino el cielo, veo la imagen de una gran librería un poco desordenada donde unos libros dispersos en el suelo engendrarán otros libros. Pero ¿qué libros son esos? Borges y Nabokov nacieron en casas llenas de libros. ¿Es bueno eso? A mí me daba envidia y, sin embargo, no sé si es bueno. A mi madre le gustaba leer, pero no los libros que yo más tarde admiraría; así y todo, pienso que la imagen de mi madre absorta en la lectura de un libro me condujo hacia la literatura. Comoquiera que sea, algunos libros más vale leerlos a cierta edad. Mucho más adelante, afirmé en una de mis obras que al escribir uno siempre tiene en la mano a otros cien escritores, sea o no consciente de ello. Yo no fui capaz de leer a Borges hasta que la Collection La Croix du Sud de Roger Caillois publicó sus libros traducidos al francés, y no fui capaz de leer en francés hasta haber viajado infinitas veces con aquellos camioneros, porque mi francés escolar no bastaba. ¿Acaso mantenía yo conversaciones literarias con aquellos conductores? No, pero sí hice en aquellas cabinas otra cosa, igual de indispensable: escuchar las historias de otras personas. Y los relatos orales son libros todavía sin imprimir que te permiten acceder a la connaissance du monde, lo cual me lleva de nuevo a las palabras de Safranski acerca del libro del mundo.
Mis tres o cuatro cursos de educación secundaria me proporcionaron una base sólida que me permitió volver siempre a Heródoto, Catulo, Safo o San Agustín. Ahora bien, para enfrentarme al mundo vivo que me rodeaba, no estaba yo muy preparado; este lo tuve que descubrir por mi cuenta, lo cual solo es posible si uno se expone al azar. Y así fue como llegó a Ámsterdam un viejo director de escena, Pjotr Sjarov, que había sido alumno de Stanislavski. Nos trajo una representación de Chéjov tras otra, un recuerdo inolvidable, que más adelante retornó a mi poesía y que me hizo adicto al teatro. Con mis primeros ingresos tomaba yo cada año en Hoek van Holland un barco con destino a Harwich para asistir cada noche al teatro en Londres y casi anegarme en la extraordinaria riqueza de Shakespeare. Lo que comprendí entonces de aquella orgía lingüística shakespeariana no lo recuerdo, pero sí me ha quedado la fascinación por una lengua que es capaz de todo. Desde Londres hacía yo autostop a París, y recuerdo como si fuera ayer las primeras obras de Beckett, pero también las otras obras, tan diferentes y menos misteriosas, pero muy afiladas, de Anouilh y Adamov, con actores grandiosos como Serge Reggiani. No recuerdo gran cosa de las clases de literatura neerlandesa en mi escuela secundaria nunca acabada, pero la poesía de la generación de los 80 —y con ello me refiero a 1880, una generación literaria que, para la mayoría de extranjeros, es desconocida a causa de la inaccesibilidad de nuestra lengua—, sí me impresionó, en cualquier caso, me enseñó a leer poesía. Mucho más adelante encontré un antiguo cuaderno en el que había copiado cincuenta poemas de todo tipo, un cuaderno que podía llevarme fácilmente en mis viajes en autostop para leerlo y releerlo. Uno de los primeros grandes descubrimientos en mi propia lengua fue Louis Couperus, un escritor procedente de las Indias Orientales Neerlandesas, nuestras antiguas colonias, hoy Indonesia, que en el anterior fin de siécle escribió algunas novelas espléndidas, como De stille kracht (La fuerza oculta), en la que por primera vez penetraban los vientos del mundo tropical, una influencia que ya nunca me abandonó, como tampoco la que ejerció sobre mí Jan Jacob Slauerhoff, poeta maldito y médico de a bordo fallecido a temprana edad, y, que con sus soleares y fados melancólicos me evocó un mundo español y portugués que ya nunca más fui capaz de resistir y que no comprendí del todo hasta verme en un barco atracado en el puerto de Lisboa, convertido yo mismo en marinero, para zarpar hacia Surinam, con mis poemas en la maleta.
A mis veintiún años, en 1954, escribí mi primera novela: Philip y los otros. De esto hace ya 65 años y continúo escribiendo. En algún momento dije que uno debe esperar, aunque no sepa qué. En 1963 escribí mi novela El caballero ha muerto, que considero el fracaso más importante de mi obra. En este libro, el escritor se suicida después de fracasar en su intento de finalizar el libro que otro escritor había dejado inacabado. El libro era una sombra oscura y lejana de aquella primera novela que yo había escrito con total ingenuidad y sin recurrir a ninguna técnica literaria, lo que tal vez explica por qué cosechó cierto éxito en aquella época. La nueva novela con su triste desenlace recibió elogios a la vez que duras críticas, y tanto lo uno como lo otro estaba justificado. Yo sabía que tenía que escribir ese libro, pues de lo contrario hubiera proliferado en mi cabeza cual tumor maligno. Empecé a viajar, y, excepto mi poesía más o menos hermética, me situé al margen del ambiente literario habitual, y me dediqué a escribir sobre el mundo y sobre lo que veía en mis viajes. Budapest 1956, el Muro de Berlín 1963, París 1968, Sudamérica después de Cuba, y de nuevo el Muro, pero esta vez en 1989 y a continuación la Alemania unida… Durante los diecisiete años posteriores a mi abandono de la ficción se
publicaron muchos de mis llamados “«libros de viaje», reflexiones y meditaciones sobre mis viajes por todos los continentes, como mis libros sobre Japón y sobre España, El desvío a Santiago, y no fue hasta entonces, después de diecisiete años de silencio, cuando apareció Rituales, el libro que yo había esperado todo ese tiempo. ¿Acaso fui consciente de que lo esperaba? No, yo sabía que debía esperar, pero no sabía qué, a no ser que, sin saberlo, hubiera estado esperando el instante de la ficción. Y solo después de esto aparecieron mis otros libros. ¿Qué había sucedido entretanto?
Había vivido y había viajado. En un libro sobre el filósofo Ernst Bloch vi un capítulo titulado Ontologie des Noch-Nicht-Seins (Ontología del todavía-no). En esta historia que acabo de leerles, aparecen algunos recuerdos de juventud que proceden de la época del «todavía-no». Vi, leí, esperé, y después escribí, y respecto a esto último puedo decir que me sigue alegrando no haber leído a Proust antes de esta época, porque también Proust pertenecía a la espera. Cuando al fin estuve preparado para ello, quise leerlo en francés, lentamente, página por página, hasta el increíble final de Le Temps Retrouvé, que me recordó al éxtasis de un montañero que ha alcanzado al fin la cumbre del Himalaya. No era el francés de mis camioneros, pero hay que reconocer que sin tal experiencia mi comprensión hubiera sido menor, y la ironía póstuma de este conocimiento es que un editor francés me recomendó recientemente que leyera a Proust en inglés, porque al haber sido traducido ya tres veces a este idioma a lo largo del siglo, sería mucho más moderno que en francés: una equivocación.
Proust y Pessoa nos han enseñado que es posible repartir la vida entre varias personas y escritores; Kawabata y Mishima nos han demostrado que la literatura japonesa, tan diferente a la nuestra, puede ser también muy cercana; Celan y Joyce, sin olvidar a Heidegger, hicieron de la propia lengua el sujeto de su obra, un lenguaje secreto que se escribía y solo después se descifraba, convirtiendo así la lectura en una aventura sin fin. El tiempo del «todavía-no» ya lo he dejado atrás para siempre. Nunca fui capaz de definir ese tiempo con abstracciones filosóficas, lo cual tampoco hubiera sido posible en mi otra época, las de las cabinas de los camiones. La esencia del «todavía-no» pertenece a la espera, es gracias al «todavía-no» que la obra adquiere su definitiva forma. Quien elija la abstracción debe contar su historia de otra manera o, mejor dicho, convertirse en otro escritor.
Hace un instante, este discurso contenía, según el recuento de mi ordenador, 3333 palabras. Yo nací en 1933, un año fatal para la historia europea, y mis dos últimos poemarios contienen cada cual 33 poemas. Para huir de esa afectación numerológica con el número 3, añadí algunas palabras en relación con la cita de Ernst Bloch, y ahora les digo, sencillamente: gracias, Formentor, gracias a todos ustedes.
(*)
Discurso leído por Cees Nooteboom en el acto de entrega del Premio Formentor 2020
18 de septiembre de 2020
Traducción de Isabel-Clara Lorda Vidal

19/09/2020 06:44 Antón Castro Enlace permanente. Escritores No hay comentarios. Comentar.

DIÁLOGO CON SANTIAGO AUSERÓN

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ENTREVISTA CON SANTIAGO AUSERÓN

 

-Si le parece, empecemos por su vinculación con Zaragoza.

-Nací aquí. Mi padre trabajó empezó de topógrafo en la Base Americana para construir las pistas de aterrizaje y luego los americanos pidieron personal que hablase inglés para administración y entretenimiento, y mi padre hizo el curso de inglés y se quedó en la Base, haciendo de “entertainer” para los soldados: bingo, espectáculos. Y eso nos proporcionó bastante información de primera mano.

-O sea que la pasión por el espectáculo la heredó de su padre...

- Lo cierto es que mis padres se conocieron haciendo zarzuela como aficionados. Después mi padre trató con artistas y orquestas: vivíamos el ambientillo del “show bussines” de cerca. Aunque la mayor influencia fueron los discos en casa: eran los discos que los amigos americanos le dejaban a mi padre o cuando venían a casa con ellos bajo el brazo. Teníamos información del primer Elvis, pero también de la orquesta de Duke Ellington, de Ella Fitzgerald. Había nombres muy fuertes que luego me siguieron influyendo a lo largo de los años, como Nina Simone. Toda aquella información en la mente de un niño zaragozano tarda mucho en expresarse y en adquirir carta de naturaleza.

-¿Qué lugares frecuentaba entonces?

-Además de música en casa, también recibía influjos a través de mis amigos de la calle con los cuales salía a las ferias. Había unos billares en El Tubo, en los que no me dejaban entrar. Veía aquellos tíos patilleros con jerseys de rayas y pantalones de campana, que ponían música en la máquina de discos. Me quedaba en la puerta y les pedía las canciones que me gustaban. Además, iba con mis hermanos pequeños y con mis primos ir a los autos de choque del Cabezo y a oír allí novedades. Me acuerdo perfectamente de la primera vez que oí “Satisfaction” de Los Rolling Stones. Y en la radio Marconi de mi abuela, en la calle Las Armas, oí los primeros Beatles. En el Cabezo recuerdo que había máquinas y el primer “soul” llegaba allí. En la máquina de la piscina de Torrero, donde íbamos algunos veranos, se oía la primera música ye-yé española. Antes de irme de Zaragoza, pillé los aires de una ciudad que estaba muy viva musicalmente.

-Pronto inició su vida errante...

-Nos fuimos a Asturias. Mi padre dejó la Base y recuperó su trabajo de topógrafo en la construcción en Obras Públicas. Vivimos en un pueblo que se llama Infiesto, de allí pasamos a Torrelavega, luego volvimos a Zaragoza, luego al Pirineo, a Jaca y Canfranc, volvimos a Zaragoza otro año y de aquí nos fuimos a Huelva donde estuvimos cuatro años, en la frontera del “Far West”: en la frontera con Portugal. Allí entré de aprendiz de delineante, de aprendiz de topógrafo, mientras terminaba el Bachillerato. Y desde ahí ya nos vinimos a Madrid.

-¿Cuándo nació su pasión por la filosofía?

-Nació en Huelva, mientras era delineante, en la oficina de un pueblo que se llama Villanueva de los Castillejos. En los ratos muertos, yo repasaba mis libros, tomé contacto con la filosofía en los textos de Bachiller. Al principio las teorías de Kant y todas aquellas cosas me sonaban a chino pero tenían algo atractivo y de misterio. Sentía una cierta atracción mental hacia eso. Había un delineante mayor que yo de Sevilla que me empezó a pasar algunas lecturas. Era un subversivo de la época. Fue muy curioso: a aquel pueblo deportaron a algún estudiante sevillano, por conflictos en la universidad, y se formó un ambiente especial: musiquero, venían los grupos de la región, muy “souleros”, de fervorosa inquietud juvenil.

-¿Cantaba ya o tocaba algún instrumento?

-Empecé allí: los amigos me empezaron a enseñar a manejar una guitarra con los rudimentos del fandango de Huelva. Y de los fandangos ya nos pasamos a intentar copiar algunas cosillas de los discos de los Kink. Mi padre hacía viajes a Sevilla, y nos traía discos a Luis y a mí, y algunos de ellos han sido influencias muy perdurables, particularmente recuerdo uno excepcional de Eric Burdon & The Animals, y discos de los Kink. Y empezábamos a enredar con el tocadiscos portátil y me compraron la primera guitarra española.

-La biografía de Radio Futura dice que comenzaron en 1980.

-Empezamos mucho antes, con escarceos, en 1970/1971, y con un homenaje a García Lorca. Tuvimos nuestros más y nuestros menos con la Guardia Civil, que nos decía que el “Romancero gitano” contenía textos provocativos. Luego vinimos a Madrid y entré en la Universidad. Había muy buen ambiente musical, más en la periferia que en el centro; el centro era muy pogre, contestatario, musicalmente un poco pesado. En los barrios obreros, mi hermano tenía un círculo de amigos, melenudos, muy activo musicalmente, que seguían la música de la Velvet Underground, la vía Lou Reed, la vía John Cale, todo lo que se llamó “La Escuela de Canterbury”, Kevin Ayers, Soft Machine, Phil Manzanera y Roxy Music, Brian Eno, un poco el rock sofisticado, tocando un poco el “glam” en su parte más literaria. Y David Bowie y también algunas bandas de rock duro. Yo había entrado en la Universidad un poco antes que ellos, y vivía en los ambientes contestatarios, me quedaba más con Bob Dylan y Leonard Cohen. De San Blas y del círculo de amigos de mi hermano me venía la música más intrigante, frívola en apariencia, pero con contenidos más inquietantes. Eran ya los últimos años del franquismo, nos estábamos metiendo en un ambiente de pre “nueva ola”.

-En 1977 se fue a París.

-Me fui a Vincennes a iniciar mi tesis doctoral sobre Antonin Artaud. Iba a estudiar a la estupenda biblioteca de La Sorbona, pero yo estaba matriculado en Vincennes, que era la universidad maldita. Me interesaba seguir el rastro de Gilles Deleuze, Jean François Lyotard, Chatelet, me apunté a los tres cursos, e inscribí la tesina sobre Artaud con Gilles Deleuze. Quería analizar “La metafísica en Antonin Artaud” a partir del tema de las imágenes y del pensamiento como espacio escénico. Hice una tesis a medias, porque pensaba en la posibilidad de quedarme a vivir en París, y convertirme en escritor o intelectual de oficio, pero en aquellos años fue el estallido del punk, del after punk, la “nueva ola” y todo eso. A partir de 1977 se vivió una efervescencia cultural y musical en relación con la música. En los viajes de vuelta a Madrid, y en las vacaciones, me quedé atrapado. Empezaban a sonar canciones más frescas y con más intención.

-Fue en esta época cuando conoció a la escritora Catherine François, su esposa.

-La conocí mucho antes, en 1974. Ella me inició en la lectura de los escritores franceses que más me han influido: la poesía del XIX, el romanticismo, el simbolismo, y todas las primeras vanguardias. Mi fascinación por Artaud se la debo a ella. Entonces, convalidó su carrera de letras aquí en España, y venía conmigo a la Facultad de Filosofía y Letras a seminarios sobre Nietzsche, Nietzsche y Borges, etc. Con ella me metí a fondo en el estudio de la cultura europea, me introdujo en el Romanticismo alemán. He estado muy pendiente de su propia escritura. Editamos, en edición de autor, en colaboración con Pre-Textos, “La ciudad infinita”, quedó un libro muy personal y enigmático, y luego Pre-Textos publicó su primer ensayo novelado sobre las tradiciones de la China antigua: “Caminos bajo el agua”, es de 1999, un texto denso, pero lleno de poesía. Pre-Textos también me publicó a mí “Las canciones de Radio Futura”.

-Háganos un balance de la larga década de Radio Futura.

-Nuestro lema era “Escuela de calor” porque nos lo tomábamos como un aprendizaje intenso y caliente. No podía ser de otra manera porque las carreteras españolas eran así. Los caminos del rock se iban construyendo conforme nosotros llegábamos también. Aquello era muy intenso, divertido y emocionante. Nos lo tomamos como un aprendizaje que consistió en tratar de realizar en lengua española lo que nosotros sentíamos en las canciones de otros medios: tratábamos adaptar a la métrica del español el modo de expresión que nos llegaba del soul, del rock o del rythm and blues. Nuestra idea era utilizar la canción popular como medio de experimentación y de creación. Queríamos hacer canciones más elaboradas, que permitiesen algo más de reflexión, jugar con la imagen, nos preocupaba la captación poética, la metáfora.

-¿Cómo no van a decir luego que Santiago Auserón es el rockero intelectual?

-Naturalmente en mi aproximación a la canción popular hay dos vías, trabajo como con dos manos. Un lado es el acercamiento adolescente natural, y otro es el aspecto de estudiante, que he mantenido vivo desde entonces. He ido buscando una acercamiento al papel de la lírica contemporánea, al papel de las canciones en el mundo actual y su posible incidencia...

-Creo que ahora está muy fascinado por el mundo de los trovadores...

-Sí. Desde hace algunos años, a lo largo de la experiencia de Radio Futura, estábamos muy interesados en buscar apoyos que dieran sentido a la búsqueda de una nueva canción en España. En lo musical empezamos a mirar hacia la negritud americana, próxima al fraseo español, primero Jamaica, con Bob Marley y el “reggae” a la cabeza, y luego Cuba. Nos metimos muy a fondo. Ese pulso negroide nos empezó a cautivar. Eso empezó a partir del 84.

-Tengo una curiosidad. ¿Cuándo Radio Futura titula su primer disco “La ley del desierto”?, ¿no estarían pensando en Aragón?

-Yo creo que se me fundieron varias imágenes: el páramo castellano, también los Monegros, y un poco La Mancha. También titulamos otro álbum “De un país en llamas”.

-¿Qué es lo que le lleva a crear un heterónimo? ¿O no podíamos decir que Juan Pedro es un heterónimo?

-Sí, lo es. Es un heterónimo que me sirve para canalizar tendencias un poco contradictorias: el lado público y vagabundo exigido por el trabajo en la carretera, y el trabajo de búsqueda, de sones, y compatibilizarlo de algún modo con la necesidad del trabajo privado, del estudio, de la reflexión, de ir poniendo cosas en limpio en los cuadernos. Son como dos mentalidades y dos actitudes que parecen opuestas e irreconciliables pero para mí son las dos verdaderas y las vivo como una especie de oscilación periódica, casi estacional. De hecho el ejemplo de los trovadores, por el cual me ha preguntado, me es muy grato porque en alguno de los textos de estudio (Martín de Riquer o Menéndez Pidal, sobre todo) he encontrado una situación semejante: el trovador era una persona que vivía seis meses de estudio y seis meses de juglaría para llevar y cantar sus propias canciones.

-Su carrera en solitario como Juan Perro ha pasado por fases muy diferentes: el jazz, una reivindicación de lo latino (fue usted, en cierto modo, quien lo puso de moda), lo fronterizo, la mezcla...

-En Radio Futura ya estaba eso. Hicimos temas como “Semilla negra”, que es una fórmula que provoca consecuencias posteriores, hay una relación simbólica entre “Semilla negra” y “La negra flor”. Con Radio Futura visitamos Cuba, trajimos muchos materiales, y nos dimos cuenta de que ahí había mucho lío en el son campesino que remite, en sus orígenes, a estructuras muy interesantes en lo melódico y en lo rítmico. Yo me lo tomé un poco como tarea más personal. Mientras que mis compañeros estaban pensando más en la deriva hacia lo electrónico, en el estudio casero, decidí ir más a Cuba a conocer los viejos soneros, la práctica, la música de tú a tú en su propio círculo familiar. Me gustaba cantar casi sin amplificación y la inmediatez de las músicas tradicionales. También me relacioné con los círculos flamencos de Madrid. Me interesaba desarrollar todo eso como vocalista y por la escritura.

-Usted posee una vocación poética inequívoca, ¿no?

-Sí, pero quiero ser muy cauto con eso. Hay una vocación creciente y una afirmación de la necesidad que yo tengo de leer a los poetas, por dos razones: una, por oficio, para tratar de escribir mejores canciones, y otra por razón de mentalidad porque hay realidades tan escurridizas -supongo que siempre ha ocurrido pero en los tiempos que corren se vive con mayor ansiedad, porque todo parece ocurrir de una forma muy veloz-, que siento la necesidad de capturarlas.

-Le hemos leído que las canciones son un barómetro sociológico más fiable quizá que los cambios políticos.

-Lo que ocurre es que hay patrones musicales, pequeños problemitas rítmicos, que resumen enfrentamientos de culturas, de etnias, de lenguas, y que decantan soluciones que duran mucho más que un imperio. Hay patrones rítmicos que atraviesan la historia con una ligereza increíble. No están asentados, no tienen territorio propio, viven casi mejor en los altos fronterizos y parece que se alimentan de ese extrañamiento, de saltar de un pueblo a otro, incluso a veces de saltar al pueblo del enemigo. He sentido la necesidad de remontar la tradición lírica que me permitiese escribir mejores canciones en castellano, desvelar algo del entramado rítmico latente en la lengua, en los versos, y con los patrones rítmicos de la música popular, que desaparecen, se echan al viento y se van. Ahí he encontrado mi temática, esto es lo que me obsesiona porque a la vez me lleva por el lado de la práctica musical, por el lado de la decantación del lenguaje en los versos, y también por el lado de la reflexión al intentar comprender algo dentro de esas oscuridades.

-¿Cuál es su estado natural: la insatisfacción, la curiosidad, la búsqueda o el riesgo?

-Supongo que una curiosidad enfermiza y doliente. Me veo arrastrado por corrientes que confluyen a veces y luego divergen. Vivo en la incertidumbre y en la indefinición. Lo central de mi carácter es esa especie de confusión o de oscilación entre un extremo y otro.

-¿Mr. Hambre sería también un “alter ego” que se abre camino en medio de esa confusión?

-Había un personaje así en alguna canción de Radio Futura, “Cara o cruz”, un Rufio Datura que era una prefiguración de Juan Perro; estaba en “La canción de Juan Perro”. Creaba heterónimos, figuras y personajes por la necesidad de personificar en alguien la búsqueda rítmica y melódica de la canción popular española contemporánea, por darle un rostro, y en ese juego entró Mr. Hambre, fugitivo, huidizo.

-No sé si se retrata de nuevo. Usted ha declarado: “Vivo una eterna adolescencia en la que no encuentro por donde tirar”.

-Sí me encuentro en esa sensación. Pero este impulso irremediable y cíclico ya me lo tomo con buen humor.

¿Le dice algo el nombre de Fernando Pessoa?

-Me gustan muchas cosas de él. Es un poeta por naturaleza. Lo comparo con Kafka, son dos funcionarios “poetas”. Tengo la sensación de que Fernando Pessoa necesitase heterónimos para, al fin, hacerse su propia encarnación poética. No he pretendido parecerme a Pessoa. Deben ser síntomas de escisión, pero estas cosas no son caprichos de uno mismo, sino de la madre naturaleza.

-Me ha sorprendido que un antiromántico como usted diga: “La herida amorosa tiene mucho que ver con el canto”.

-S, claro. El canto es una especie de sutura o de recubrimiento balsámico. Lo amoroso siempre conduce a algún tipo de herida por el mero entusiasmo de la naturaleza que te lleva de la querencia a los extremos dolientes inevitables, mientras no les pones remedio. Y casi nunca sabes cómo hacerlo. No he sido muy partidario del sentimentalismo ni de la expresión lírica que engorda el yo ni del lamento nostálgico. Prefiero vivirlo y cuando me toca expresarlo, hacerlo de un modo algo más impersonal.

-Otra frase: “Soy un extranjero de aquí”. ¿Es un extranjero en la música, en España, en Aragón?

-Del aquí. Mi manera de ser un aragonés errante o ciudadano español es disfrazarme de turista. Yo soy de la tribu como el primero, pero siempre tengo la querencia de irme un poco a los márgenes para ver las pasiones de la tribu y los sones que llegan de lejos.

-Su último álbum es “Cantares de Vela”. Parece que vuelve al jazz y al soul.

-De algún modo, mientras la canción en España se está poniendo cada vez más pesada porque tiende a la explotación de lo vulgar. Creo que hay un círculo de rockeros de cierta edad que necesita recuperar territorio. Y se vuelve a las fuentes. Ahí está la música negra, el rythm and blues, el jazz, que es la gran explosión de la música negra americana porque es donde se lleva a cabo la revolución drástica de poner en el terreno de la música popular toda la experimentación posible. De algún modo, tenemos que recuperar la memoria.

-Y su memoria, ¿es jazz?

-No es que pretenda ser jazzístico porque para eso hay que nacer, pero sí me gustan los discos, las atmósferas de jazz, su libertad de improvisación (sin exagerar), y el fenómeno en bloque de la negritud americana, que habla inglés o español. “Cantares de vela” es un término literario que he tomado de Menéndez Pidal, son unos cantares populares que llegan hasta Lope de Vega y también hay otra referencia en Gonzalo de Berceo, en un episodio en que los judíos van a decirle a Pilatos que ponga veladores nocturnos en el sepulcro de Cristo para que los discípulos no roben el cuerpo y digan que ha resucitado. Además me ocurrió que tras las giras de “Mr. Hambre” me pasaba las madrugadas en vela, y por eso muchas canciones han nacido con esa imaginería.

-Usted ha hecho defensa del humor negro y se ha identificado con Goya y Buñuel.

-Desde luego. Me siento cercano a los elegiacos, a los que saben enfrentarse a la negrura del mundo, pero no me gusta ni me parece oportuno el lamento airado del genio romántico. Me parece más pertinente llevar la elegía con algo de humor. O con el sarcasmo, que es una de las virtudes de mi tierra. Me parece una estrategia de pensamiento. A lo largo de los años, uno va entendiendo mejor la obra de Luis Buñuel, que ese cine en blanco y negro no sólo es en la película, sino también en el pensamiento. Es un poco el humor de Goya, naturalmente, pertenece a un talante tribal en el que me reconozco con gusto. Como me siento extranjero de aquí, me puedo permitir aprender algo de los míos con ánimo ligero, liviano.

-¿Se siente muy aragonés?

-Totalmente. Acepto mi ser aragonés con alegría. Reconozco los matices de mi tierra.

 

*La foto es cortesía de mi gran amigo Pablo Ferrer.

26/09/2020 07:59 Antón Castro Enlace permanente. Músicos No hay comentarios. Comentar.

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