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EL TORERO EMBRUJADO

CUENTOS DE MARTÍN MORMENEO / 5

Martín Mormeneo suele leer los periódicos por la mañana en el bar. Cada día en un local distinto: Bar España, Casa Indalecio, Mesón Las Moreras, El Labrador, El Asador... Es un ritual que le permite conocer a los paisanos y estar en contacto permanente con el barrio. Sus periódicos siempre están llenos de notas, de apuntes, de fotos que ve y que no se atreve a disparar en medio de la multitud de las tabernas. Una de las cosas que más le han llamado la atención es que en los cafés y en los restaurantes siempre hay una foto, dos, tres del torero local. Todas dedicadas. Algunos tienen instantáneas del joven de cuando era novillero, de cuando tomó la alternativa de matador, de cuando triunfó en una tarde feliz de tres orejas y un rabo en Madrid. O todas a la vez, perfectamente enmarcadas. Las dedicatorias son escuetas. Cuando se instaló en el barrio vio que la plaza portátil, que estaba en la explanada, mucho antes de que empezasen a construir los chalés adosados y los pisos de varias alturas, llevaba el nombre del muchacho. ¿Que como era el diestro? Más bien menudo, con cara de niño y el pelo abundante y rizado. Nadie habría dicho que allí había un héroe, un gladiador de la arena que forja día a día su modesta leyenda.
Martín Mormeno fue testigo de las expectativas que despertaban sus actuaciones; vio como la gente abría cada lunes los periódicos para leer la crónica de sus corridas: si estaba lanzado hacia la gloria, si fallaba con la espada y se mostraba rutinario en los naturales, si había estado despistado en una tarde en Zaragoza en la que debía haber sido la de su confirmación definitiva. Esos lances eran motivo de tertulia en la plaza o en el kiosco de Orlando. Una de sus hermanas, menuda y morena, con un cuerpo esculpido en vulnerable belleza, hacía una crónica apresurada de una corrida –en Ronda, en San Sebastián de los Reyes, en Écija- que apenas llegaba a las páginas de los diarios.
Sin embargo, algo raro empezaba a pasarle al joven matador. Andaba despistado, sin enrgía, mordido por la indolencia o por una enfermedad invisible que se parecía al mal de la añoranza. Así lo dijo el crítico Sabino Susín en una de sus crónicas taurinas. Y le contó a Martín Mormeno, a quien conoció a través del encuestador electoral Albino Miravete, que ni siquiera sus compañeros de cuadrilla entendían la mudanza. Parecía hechizado. ¿Se habrá enamorado, por fin? ¿Existiría bajo esa languidez una pasión imposible? ¿Le habrá sentado bien dejar el barrio, el mesón de sus padres, el paseo de las moreras, el círculo de amigos que salen en moto, e instalarse en Colmenar? Todo eso se preguntaban los entendidos y los paisanos. Y su apoderado, y los monosabios, y tal vez los empresarios. Sabino Susín había hecho sus pesquisas y explicó a Martín Mormeneo una rara e increíble historia. El torero, Suso Barral, había sucumbido a una extraña fascinación por los pájaros. Más que por todos los pájaros, por dos halcones en concreto: “Merlín” y “Galván”. Con ellos había descubierto la cetrería. Iba a la finca, veía la plaza, contemplaba los toros y las vacas, y pasaba de largo; se dirigía hacia el entorno del lago junto a un pequeño bosque. Y allí, absorto en el vuelo rasante de los pájaros que acudían a su guante negro, se pasaba horas y horas. Los depredadores iban y venían de la fronda a su mano con un vuelo poderoso y recto. No quería saber nada del toreo de salón, ni de la práctica de banderillas, ni de la preparación física.
En las corridas era otro, un desconocido. Empezaba con fuerza, embarcando a la bestia con galanía y un desmayo dichoso; ejecutaba las verónicas con finura y una lentitud primorosa. Pero había un momento en que caía preso de la desidia y perdía el sitio, la compostura, la ciencia antigua de la lidia. Y se producía el naufragio, el abucheo, el aborrecimiento de sus seguidores. Hace unos días, en Ejea, tocó fondo ante un toro magnífico. Tan desesperado, tan perplejo estaba su apoderado, que le gritó desde el tendido: “Torea, zagal, torea, entrégate de una vez que ayer se te murieron los halcones”. Una mano caritativa les pegó seis tiros de escopeta.
01/09/2004 00:45 Enlace permanente. sin tema Hay 1 comentario.

GISTAÍN, EL AUDITORIO, GALICIA, TRASNOCHE EN EL BABEL

La mañana de ayer empezó espléndida: Mariano Gistaín vuelve de la playa, se va a Barbastro con su dulce madre Josefina y me llama. Ha regresado el poeta del periodismo, el analista más fino de nuestros periódicos. Con su ironía, con su sentido personal del lenguaje –bien podría ser una mezcla baturra de Perec, Gómez de la Serna, Ray Bradbury y Umbral, por ejemplo- y con su pasión indisimulada por Zaragoza, por la modernidad y la tecnología, Mariano Gistaín nos da todos los días piezas espléndidas que debiéramos recoger algún día y publicar. Bastaría que fuesen 100 o 150: desde aquella crónica de Los Rolling Stones a principios de los 80, sus visitas a la Zaragoza de la noche o sus relatos elípticos de la política, Mariano ha sido –como diría su amigo del alma, su “alter ego” en las narraciones de humor delirante, Roberto Miranda- y es un sinvivir de lucidez, de ingenio, de ternura y de humanidad. Cuando se pone dulce es una patata llena de azúcar, un higo que se abre al calor de la noche y derrama su vientre de miel sobre la tierra.

El Auditorio celebra su primer decenario. El edificio de José Manuel Pérez Latorre se inauguró casi vergonzosamente en 1994. Es el edificio del siglo XX en Aragón y sin duda el proyecto cultural de la Comunidad más consistente. En él, Miguel Ángel Tapia y su equipo han dado una lección de trabajo, aventura intelectual y entusiasmo. Por aquí ha pasado todo el mundo –y algunos como Zubin Metha o Teresa Berganza se han quedado literalmente fascinados por “la caja del tesoro” del Auditorio; también lo visitó Norman Foster y su equipo- y además se han sabido establecer convenios con colectivos que crecen día a día: el Grupo Enigma que dirige Juan José Olives, la Orquesta Sinfónica del Conservatorio Superior de Música de Aragón, el Coro Amici Musicae o Al Ayre Español Orquesta, que dirige Eduardo López Banzo. Ha sido siempre un espacio que ha tenido un presupuesto reducido, pero aún así –merced a sus convenios con Ibercaja u Opel, entre otros- ha logrado redondear año a ano una programación buena, con muchos de los grandes. El año que viene, por ejemplo, volveremos a ver a esa mujer increíble, dura y frágil a la vez, que es la pianista Maria Joao Pires. Y pronto a Midori, la violinista que descubrió hace años Herbert von Karajan, que también intuyó el talento y la voluptuosidad de Anne Sophie Mutter, uno de los cuerpos más exultantes de la música clásica cosido a un violín con los brazos desnudos...

Por la tarde, se inaugura la muestra “Galicia vista con ojos de joven”, en la que exponen Aranzazu Peyrotau y Toño Sediles. Hemos contado aquí, en este diario, la increíble historia de sus fotos bajo el título de “Arán o las huellas de Aragón en Galicia”, que es el relato de sucesivos azares, en la noche y en las playas viguesas, que dieron lugar a sus fotos. Seis en total, colocadas en un frontal que domina la sala y a gran formato. Nos parece de lo mejor de la muestra. Arancha –la fotógrafa morena y moderna- y Toño –el amanuense de la luz, filoso como ciprés que hacia el cielo se despereza- acaban de recorrer el Camino de Santiago para realizar un proyecto del Gobierno de Aragón, en el que interviene una docena de artistas. Y además siguen trabajando en sus tribus urbanas a grandes formatos y a color. Siempre han tenido muy claro su línea y ahí siguen, afanándose, buscando, esperando el porvenir.

Por allí andaban Chus Tudelilla, recuperada del todo de su infarto de unos meses atrás, su hijo Adrián, Sergio Castillo (hace años nos mostró, y lo publicamos en “El Periódico de Aragón”, las hojas de papel cuadriculado, con sus manchas de sangre, que escribió el alcalde republicano de Belchite antes de ser publicado), Juanjo Vázquez, muy sereno y confiado en las posibilidades de espacios como el Centro de Arte Contemporáneo de Aragón en Huesca; trabaja ahora en el desarrollo de otro proyecto de legislatura, el Centro Aragonés de las Artes Audiovisuales. Y también estaba Pachica García, futura mamá y más guapa que nunca, el fotógrafo Luis Correas, Manuel Pérez-Lizano...

Y también estaba Pilar Navarrete, con la que siempre me agrada hablar. Tenemos una vieja amistad desde los tiempos de “El día”. Vuelve de vacaciones de Canarias y ha vivido con intensidad los Festivales de Aragón, yendo de aquí para allá. Está trabajando en una nueva ley sobre bibliotecas, la anterior se remontaba a 1986, y la he visto más relajada. Está morena, morena, pespunteada de pecas. No le pregunté como iban sus libros. Hace años estaba escribiendo una novela que transcurría en Veruela... Le pasa como a mí: tiene una relación traumática pero intensa con la literatura. Es la mujer-Hamlet: la incertidumbre hecha furia y perplejidad de vivir.

Por la noche, en el Babel, de Marta Navarro y Sergio Abraín, encuentro con los amigos: a Maribel Cruzado, traductora y experta en fotógrafos del mundo, Pérez Lasheras, al que van a nombrar presidente de la Asociación de Editoriales Universitarias Españolas, José Luis Melero (a quien Martín Mormeneo le dedicaba hace unos días sus reflexiones sobre “El torero embrujado”. Por ahora, dedujo, no le seducen sus prosas menudas en este blog. Martín Mormeneo, que es susceptible, batallador e invisible, se ha prometido mejorarlas), Ignacio Martínez de Pisón (que publicará en Seix Barral en febrero, “Enterrar a los muertos”, una investigación sobre la vida, la obra y la muerte del traductor de John Dos Passos, José Robles Piquer. Presumo que este libro va a ser un éxito), Violeta Gascón (más guapa que nunca: Roma le endulza la sonrisa y espesa sus silencios. Tiene pies de ángel), Aloma Rodríguez (que está a punto de irse a París, tras un intenso verano de funciones en Dinópolis y en otros lugares, y para mí es una de las cinco mujeres más bonitas del mundo), Félix Romeo (que está deslumbrado con Germano Almeida y lee la autobiografía de Amos Oz. Tiene la exttraña costumbre de doblar las páginas de los libros, aunque se los deje yo. Es incorregible) o Víctor Muñoz, que vuelve de celebrar el cumpleaños de “Tarzán” Javi Moreno. Hablamos de esto y de aquello: de editores, de la ciudad, de José María Aguirre, de periódicos, de padres, de Sam Shepard (Félix recuerda fragmentos magistrales de “Crónicas de motel”), de los amores salvajes de Luis Alegre. O eso suponemos, porque apenas se deja ver...

Hoy, tengo que ir a Panticosa, al Ja, Ja, Festival de Humor. ¿Qué voy a decir? Pedro Zapater, que trabaja ahí enfrente, en el ordenador de allá en “Heraldo”, y viaja al Globe, a los subterráneos de Viena, y es escritor de cuentos en secreto, quería que estuviese. Le dije que sí, y ahora qué. ¿Qué se puede decir chistoso ante el ingenio de Miguel Ángel Lamata, otro representante del humor delirante de Aragón?
03/09/2004 10:29 Enlace permanente. sin tema Hay 1 comentario.

FOTOGRAFÍA DE ARAGÓN: DE RAMOS ZAPETTI A RICARDO GÁRATE

José Ramos Zapetti lograba, en Zaragoza en 1837, fijar con una cámara oscura varias imágenes obtenidas en su estudio de pintor sobre una lámina de cobre tratada por un procedimiento semejante al que haría inmortal a Daguerre. Ese hecho bien podría haber concedido a la ciudad y a Ramos Zapetti la condición de pioneros absolutos de la fotografía en el mundo, una disciplina artesanal que se revelaba como una copia de la verdad, un espejo de la realidad. Desde entonces, empezaron a menudear los estudios y surgió también la figura del profesional ambulante que llevaba tienda de campaña, en cuyo interior improvisaba su laboratorio, y se ocupaba del paisaje y del paisanaje.
Un ejemplo de esta estampa sería el fotógrafo de Isabel II Charles Clifford que realizó hacia 1860 un conjunto de imágenes de Zaragoza –la Torre Nueva, el Patio de la Infanta, la actual plaza de España, los alrededores de Santa Engracia, etc- con destino a su libro “Voyages en Espagne”. Otro fue Jean Laurent, fotógrafo también de la reina, que captó los monumentos españoles y tuvo el privilegio de fotografiar las “pinturas negras” de Goya en La Quinta del Sordo antes de que fuesen trasladadas. Quizá el mejor ejemplo de fotógrafo ambulante, antes de la aparición de los reporteros, fue el francés Lucien Briet, que se trasladó al Pirineo entre 1889 y 1911 con sus cámaras de placas, sus mulas y una paciencia infinita. Resultado de su pasión por las montañas y los increíbles paisajes oscenses fueron sus dos libros: “Bellezas del Alto Aragón” y “Soberbios Pirineos”. A ese fotógrafo le ha rendido un homenaje, casi un siglo después, José Luis Acín en su libro “Tras las huellas de Briet”, que ha publicado Prames, y continúa la labor, posiblemente en la primavera saldrá el segundo volumen.
La fotografía alcanzó un desarrollo vertiginoso y se expandió por todos los lugares de Aragón: Huesca, Teruel, Híjar, Alcañiz o Jaca, aunque el núcleo fotográfico por excelencia estaba en Zaragoza. Aquí se hizo famoso Mariano Júdez, en el Coso 33, que traspasó su establecimiento a Anselmo María Coyne, procedente de Pamplona y cabeza visible de una estirpe que comenzaba en él (fue fotógrafo también de la monarquía) y que tendría continuidad en Ignacio, Antonio y Manuel Coyne. Aquí también operó el famoso Gascón, quien, ya en 1866, se atrevió a pintar una de sus fotos, inaugurando así el retocado. Y no podemos olvidar a Enrique Beltrán, que instaló su estudio en la calle Méndez Núñez y se convirtió en uno de nuestros principales fotógrafos de fines del siglo XIX. La nómina, como se ve, es larga, abrumadora: Sabaté, Constantino Gracia, Mariano Pescador, Aurelio Grasa, Eduardo Cativiela, la Gran Fotografía Austriaca, que tendría como continuadores a Gustavo Freudental (“la figura más importante de la fotografía zaragozana en las primeras décadas del siglo XX”, según José Antonio Duce), Skogler o Dücker, entre otros.
Si salimos de Zaragoza, se nos imponen figuras capitales como Félix Preciado, que además de estudio tenía una galería en Coso Alto 28 de Huesca, y acabó montando una sucursal en Jaca, zona donde haría un trabajo impecable Francisco de las Heras, recuperado bellamente por Pirineum. En la capital del Altoaragón, a principios del siglo XX fue esencial la labor de Fidel Oltra, que trabajó en prensa, recorrió la provincia de punta a punta, y tomó fotos inolvidables de Ramón Acín. Aunque tal vez el gran reportero oscense, aficionado pero absolutamente entusiasta, sea el farmacéutico Ricardo Compairé. Le interesaba sobre todo el hombre y en su representación se afanó en varios miles de instantáneas; muchas de ellas figuran bellamente reproducidas en los catálogos de la Fototeca de Huesca.
Híjar se convirtió en una plaza importante para la fotografía: allí estableció su laboratorio Felipe Castañer, que desplegó su curiosidad y su esfuerzo por todo el Bajo Aragón. Y realizó una actividad portentosa el doctor José Antonio Dosset, documentalista de la comarca, del Canal Imperial y autor de un álbum soberbio de la Semana Santa. En Alcañiz, algunos años después, se haría famoso e imprescindible Gracia, cuyos herederos siguen su trayectoria; Teruel contó con un artesano solvente como Segura, que configuró un importante archivo de la provincia. En este inventario de exploradores de la tierra con la pesada cámara al hombro, no podemos olvidar a una figura básica como Juan Mora Insa, que fotografía prácticamente todo el patrimonio aragonés con placas de cristal de 13 x 18 y 18 x 24 y lo contrató en 1926 Lorenzo Pardo para el departamento fotográfico de la Confederación Hidrográfica del Ebro. Como curiosidad, en medio de su colección de miles de fotos, existe una toma del cuadro “Aparición de la Virgen del Pilar a Santiago Apóstol” que había pintado Goya para la iglesia octogonal de Urrea de Gaén, que se quemó uno de los primeros domingos de agosto de 1936.
En este contexto, es el en que se mueve un modesto Ricardo Gárate, nacido en Albalate del Arzobispo (Teruel) modesto porque conocemos muy poco de su archivo y lo que hemos visto no nos da una idea de grandiosidad. El fotógrafo albalatino se movía entre dos polos específicos: el retrato y la reproducción de obras de arte, que siempre fue una especialidad sumamente difícil. Una de las corrientes fundamentales de la fotografía de fines del siglo XIX y principios del XX fue la del pictorialismo. El artista se planteaba componer, encuadrar y lograr los efectos de la luz como si fuera un pintor, y hubo casos, muchos casos, quizá uno de los más claros fue el Julia Margaret Cameron, de fotógrafos que dudaron en situarse en una corriente pictórica evidente como el simbolismo y el prerrafaelismo. Es una verdadera lástima que el tiempo nos haya arrebatado posiblemente para siempre la obra de Ricardo Gárate, hermano de ese gran pintor que fue Juan José Gárate.

Zaragoza, 1.1.2004
03/09/2004 14:50 Enlace permanente. sin tema Hay 1 comentario.

VIAJE DE IDA Y VUELTA, CON HUMOR, A PANTICOSA

Puse “Neruda en el corazón”, a ver si soportaba el riguroso examen del coche, la soledad del conductor de fondo, y tomé la dirección de Panticosa. Son 18 canciones y más de 160 kilómetros desde Garrapinillos. Zaragoza-Huesca se hace en suspiro bajo un cielo tachonado de algodón. Miras a derecha e izquierda y tragas y tragas kilómetros vertiginosos de paisajes. Pero cuando rebasas Huesca, empieza otro mundo de celajes más imponentes, de montañas y bosques, de colinas fastuosas que se cuelgan ante tus ojos y que trazan un sendero de crestas hacia las estrellas o el más allá. Cada vez que paso por Arguis y su pantano me acuerdo de Teo Lozano, aquel periodista que llegó a Teruel para recorrer la provincia como nadie con la cámara al hombro (en realidad, llevaba un cámara que hoy es relojero) y contar historias de la trufa, y luego se vino a “El Periódico de Aragón”; el caso que le perturbó, que analizó del derecho y del revés, fue el famoso crimen del pantano de Arguis, cometido con una motosierra. El fiscal Fernando García Vicente, hoy Justicia de Aragón, estuvo a punto de encontrar pruebas para condenar a un sospechoso, más que sospechoso, probablemente, pero jamás se pudo resolver aquel caso de droga y brutal violencia.

Después de Arguis, el puerto de Montrepós, un scalextric endiablado y largo antes de llegar a Lanave con ese desnivel o descenso que siempre pone a prueba mi escasa pericia de piloto. Luego Sabiñánigo, la zona del Serrablo, las verdes praderas, la presencia de las montañas desnevadas que se ofrecen en un cielo purísimo de espejismo. Paso por Bisecas y llego al pantano de Búbal lleno de referencias para mí –no sé por qué razón ese nombre y ese embalse lo asocio con dos libros de relatos de Cristina Fernández Cubas: “Mi hermana Elba” y “Los altillos de Brumal”. Eran libros que leía en los tiempos remotos del bingo. Conocí a Cristina en el Torreón Fortea y me sorprendieron sus ojos gigantescos y líquidos que absorben la perplejidad del mundo-; está allá abajo, como un mar diminuto, en el que se anuncia incluso un pequeño centro náutico. Y ahí enfrente ya, con sus características casas pirenaicas, piedra y pizarra, ya está Panticosa, donde se celebra el I Ja Ja Festival de Humor. La población, hacia las seis y cuarto de la tarde, está tranquila: ciudadanos extranjeros, franceses y holandeses, pasean y se paran las panaderías o las tiendas. Cruzo Panticosa de punta a punta, y ya encuentro a Pedro Zapater, uno de los organizadores, cinéfilo entusiasta y escritor cada vez menos secretos. Vemos algunas de las caricaturas de Luis Grañena en los bares –mientras la tele anuncia en varios idiomas la catástrofe de Rusia: ¿volverá a ser considerado Putin como un héroe?-, y aparecen el ilustrador e infógrafo de “Heraldo” Alberto Aragón, el músico y actor José Manuel Tafalla –que acaba de publicar un nuevo disco: será mi compañía a la vuelta; ese y Manolo García y Serrat, cantando a Machado; cuando viajo de noche siempre pongo un disco que me guste y me sepa casi de memoria, así canto y no me duermo- y el realizador Miguel Ángel Lamata.
Lamata está encantado y lleno de proyectos. Le tienta Vicente Andrés Gómez para una película, le han ofrecido dirigir la segunda parte de “Isi-Disi”, acaba de terminar un guión con Miguel Ángel Aijón –el guionista de “Una de zombis”, la película que ayer se ponía en el Festival, junto a “Cuida que” y “Robando el rockanrol”, ambas con guión de esa estupenda actriz que es Mayte Navales-, con el que de vez en cuando hacen proyectos de programas de televisión. Lamata está feliz, cuanto mejor le va en Madrid, más ama Zaragoza. Hablamos de todo: del eco de su película en un artículo que se publicó en “Variety”, que ayer glosaba “El País”, de algunas películas que le gustan mucho como “Otra mujer”, de actrices que le fascinan: Judy Davis, Fany Ardant, Jacqueline Bisset, de François Truffaut, de Eric Rohmer, de películas recientes que le fascinado.
Antes de la presentación del Festival, con el alcalde (José Luis Pueyo), el presidente de la Comarca del Alto Gállego (Mariano Fañanás; si, así, como Silveria, la mujer de Ramón y Cajal), con el grupo de “Los cinco magníficos” (Carlos Jalón, Sergio Rello, Clemente Huerta, Beatriz Benedí y Pedro Zapater) que se han sacado este festival que cuenta con un presupuesto de tres millones de pesetas, dimos una vuelta por el pueblo, para verlo ahí, encerrado entre rocas, lleno de praderas, de cauces de agua, de restaurantes, de luz crepuscular de paraíso. Lamata está muy ingenioso, como siempre. Y también su actor José Manuel Tafalla, especialmente contento porque en Estados Unidos se ha hecho una investigación con células madre en ratones que permite el crecimiento del cabello a los calvos. Él estaba muy contento: “Dentro de diez, seguro que dejarán de llamarme calvo”. Recordé dos cosas: que Dios se le apareció en sueños a Miguel Ángel Lamata y le dijo: “No contrates a Robert de Niro para tu próxima película, sino a Marianico El Corto y José Manuel Tafalla”. Y recordé que a Lamata le habría gustado ser cirujano para hacerle una operación de fimosis a Bush, “con hacha y sin anestesia”. Por cierto, en su breve parlamento, Lamata aludió a la alegría e hizo un símil acerca del pene erecto. Pensó que la frase escandalizaba a una señora mayor, de primera fila, y él insistió: “Un pene erecto”. Y ella dijo: “Dígalo, dígalo, eso es lo más natural”. Y alguien pensó: “Y lo más deseable, también”. Risas. Por allí también andaban Vicky Calavia y Antonio Tausiet. Vicky contó que le habría la digitalización de todo el material de “Travesías” a una institución aragonesa para ponerla al servicio de la gente, proyecto que cuesta nueve millones, y que todas le dicen que les parece interesantísima la idea, pero que no hay dinero.

Por la noche, durante la proyección de los cortos, “Cuida que...” y sobre todo “Robando el rockanrol” algunas madres sacaran a sus pequeñas hijas de la sala. Había sexo y crimen, sexo oral bastante explícito entre Salomé Giménez, Miguel Ángel Aparicio y Mayte Navalas, que forman parte de la gran familia o basca de amigos que apoyan constantemente a Lamata. Momento de incomodidad. La noche era larga: quedaban Jaime Ocaña y los monologuistas. Yo ya me había puesto en camino de regreso: habíamos recordado con Tafalla el bar El Paso, a Bizén, a Félix, a Chusé Izuel (“iba con la chupa negra incluso en verano”), y habíamos comido unas patatas con la piel y con cebolla en Mesón Sampietro. La noche era incierta: las sombras de los montes sólo se intuían entre densas tinieblas. Miré abajo en Búbal, me gustan los pueblos iluminados, me gusta Biescas, a la izquierda. Me gusta la soledad ideal del conductor que canta a Machado, la conducción contra la noche de quien asoma al rock duro de José Manuel Tafalla (su grupo se llama Sick Brains y el disco se titula "Hoy solo"; las preciosa fotos del libreto han sido cedidas por Carlos Pauner), un actor “satánico”, un tipo dulce que acaba de extraviarse a caballo por Torla, adonde volvía hoy con Miguel Ángel Lamata, interesado también por una casa encantada para un proyecto de vampirismo o de brujería.
04/09/2004 14:26 Enlace permanente. sin tema No hay comentarios. Comentar.

RAFAEL LÓPEZ Y JAVIER LAHOZ: DE LA BELLEZA Y EL ARTE DE VIVIR

A veces ocurren cosas que parecen un milagro: la vida nos regala sorpresas, personajes que nos deslumbran por su rigor, por su vitalidad, por la construcción paulatina de un mundo casi secreto pero poderoso, arrollador. Exuberante. Sé que me deslumbran con cierta facilidad. Al fin y al cabo soy un niño de aldea gallega, asustadizo, a quien el azar envió a esta ciudad, a este territorio, con la perplejidad en las venas y en la pupila. Venía huyendo de mí mismo, que es mi huida predilecta, con el afán de reclinarme y olvidarme en un libresco amor de atardecida en el Jardín de Invierno. Hoy me ha deslumbrado la obra de Rafael López, fotógrafo que trabaja en blanco y negro, en un blanco y negro purísimo que condensa, foto a foto, el abecedario del sistema de zonas, del 10 al 0, del 0 al 10, con la precisión casi de un reloj suizo. Rafael López no nace de la nada, lleva años trabajando y le fascinan los procesos antiguos, la química de la emoción, de la foto de ayer. Quizá por eso, cuando vi sus flores, pensé en algunos trabajos de Robert Mapplethorpe; cuando vi sus montañas, con una mancha humana de tres montañeros en el centro, pensé en Amsel Adams, que es para él en su referencia más inexcusable, pensé incluso en Aurelio Grasa, que tomó instantáneas extraordinarias de la nieve, del rastro del cierzo en las cumbres. Cuando vi sus delicadísimos paisajes africanos, con niño u hombre y camello, pensé en Albert Watson. Incluso pensé en los pintores orientales cuando vi una foto estupenda de dos líneas que se cruzan, un árbol y el liso horizonte, pero era, es tal su maestría –en este caso en la disgregada escritura de los grises- que sólo podía pensar en la obra de Rafael López. No le importa emplear hasta 20 minutos en una exposición o demorar la tarde y la noche, y juntarlas con el alba, para lograr lo que quiere. ¿Y qué quiere exactamente Rafael López, que apareció por “Heraldo” con mi admiradísimo Javier Torres (Inciso: ¿Por qué había Zaragoza seres así, como Javier, de esa humanidad aterciopelada, y uno no lo sabía?)? Busca la belleza, pero no una belleza dogmática, que sólo sea canónica al uso. En la fealdad puede encontrar hermosura, emoción, la exaltación de la sensibilidad; busca la exactitud, la pureza, la conmoción de una luz que ha sido dibujada a golpe de temblor, con la mano virtuosa del calígrafo.

Es bonito y conmovedor hallarse con tipos así: desconocidos, casi al margen, vueltos hacia el arte de ayer, pero inscritos claramente en el arte de hoy porque hay una mirada especial, una tentativa, un devaneo hacia el fuego y el abismo. Recuerden, recordad este nombre: Rafael López, fotógrafo de Casetas, impresor en Ino, discípulo remoto de Amsel Adams, el explorador de las nieves, el poeta ininterrumpido del blanco sobre la nieve, de la nieve ardiente de la inspiración.

Javier Lahoz también apareció con la noche. Más allá de las diez. De negro total, más delgado que nunca y con los golpes de barba que le estilizan la cara y evocan el rostro tantas veces imaginado de Christopher Marlowe, dramaturgo, pendenciero y espía. Javier vuelve de Praga: ha estado cinco días, ha visitado la calle de los Alquimistas de Kafka, el cementerio judío, ha paseado por el puente del emperador Carlos, ha ido al teatro. Era su primer viaje en avión y se quedó fascinado. Yo estuve en Praga en 1989, antes de la caída del muro. Estando allí pensé en Alexandre Dubcek, que trabajaba de barrendero en Bratislava, y pensé en Emil Zatopek, “la locomotora humana”, que ganó los 5.000, 10.000 y la maratón. Estoy leyendo un libro, medio borgeano, “Un helado para la gloria” de Ugo Riccarelli, que publica Maeva. Una de las piezas que más me ha conmovido –la otra es sobre Mané Garrincha, el extremo derecho de la selección de Brasil de 1958 y 1962- es el cuento “La resistencia” sobre Emil Zatopek. Javier sigue trabajando en mil proyectos: ha terminado un libro erótico, lee con delectación casi enfermiza “Anna Karenina” de Tolstoi, libro que combina con “La segunda oportunidad” de Juan Herranz, con su pasión por el cine (llevaba una diez películas de cine clásico norteamericano; mi favorita era “El extraño amor de Martha Ivers” con la maravillosa Barbara Stanwyck) y con su trabajo en la Librería Central.
Javier Lahoz es uno de esos seres que también llegan de súbito a tu vida, entran lentamente en un cuarto sigiloso y se quedan adentro, en el calor de tu casa, en el agua diáfana de tu alma. Recuerda que tiene 37 años como si quisiera justificar que ya no tienen el descaro de ayer. Si hay algo bonito, bonito como el mar, hondo como un pozo en el mar, es el cariño, la capacidad infinita del corazón que a todo llega, la ilusoria sensatez del cerebro. Javier Lahoz se va con sus películas, de negro, con su delgadez de insomne, de desvelado que adelgaza sólo de pensar o de emborracharse de aire...

En días como hoy, cuando la multitud anda y desanda el paseo de Independencia y el calor se condensa en un aire viciado de bochorno, cuántas mujeres bonitas van y vienen. Es un regalo: la exaltación de la plenitud en desorden, el despertar del deseo, la fábula de beldad constante que atraviesa y se apodera de nuestros ojos. ¡Si el hombre pudiera decir lo que ama! ¡Si el hombre pudiera fijar la luz de los rostros, la nalga zigzagueante, el garbo de la diosa efímera, los cabellos a modo de corona del último hechizo!
Si el hombre supiera cuando enloquece su corazón y se queda huérfano de adjetivos...
05/09/2004 02:00 Enlace permanente. sin tema Hay 1 comentario.

AVA GARDNER

CUENTOS DE MARTÍN MORMENEO / 7.

LA PENÚLTIMA DIOSA

El cine nos ha dado mujeres para guardar en una cajita de oro como un ídolo al que hay venerar cada mañana: mujeres como un pozo de sombra, mujeres de fuego, mujeres con una dolencia desesperada, mujeres listas que acomplejan en cada mueca, mujeres que peleaban a todas horas por ser y expandirse contra la condena de una sociedad pensada y gobernada por hombres. Mujeres frágiles, fogosas, mujeres terribles o embrujadoras que erizaban la piel del mundo hasta convertirla en un magma de deseo incontenible. Ava Gardner podría ser una de las pocas que resumiese tan vasta tipología: fue la diosa, el fulgor, la brasa viva, la belleza perfecta, el perfil esculpido, la sangre que se estremece y rebosa las venas. Quien mejor la intuyó en su laberinto de destrucción fue Ernest Hemingway, otro bebedor violento condenado a la tiniebla. Quien le dedicó los mejores versos fue Robert Graves: uno de sus amantes más refinados, que tuvo a “La diosa blanca” que tanto soñara entre sus brazos. Sin embargo, el hombre que la dibujó sin saberlo en sus ficciones fue William Faulkner: sus novelas están pobladas de criaturas arrastradas por la fatalidad, el erotismo y el oscuro mandato de la tierra. Y Ava Gardner también fue así: hermosa, radiante, malherida por la guadaña de la insatisfacción y la voracidad, sabe Dios de qué signo.
Nació en una familia pobre en Carolina del Norte en 1922 y llegó a la Metro Goldwyn Mayer por azar: alguien le hizo unas fotos, copió su busto palpitante, su cintura en sazón, la perla gris de su mirada. Años después, cuando empezaba a descreer en sí misma y flaqueaba en autoestima (la primer decepción seria se llamó Mickey Rooney, capaz de traicionar su armazón incomparable con el golf), Robert Siodmak se fijó en ella y le dio un papel en “Forajidos” (1946), junto a Burt Lancaster. El clima de cine negro, sazonado de boxeo, realzaba su absoluta beldad. Quizá nunca haya estado tan bonita una actriz como entonces, ni siquiera Ingrid Bergman en “Encadenados”, ni Gene Tierney en “Laura”, ni Greta Garbo en “La Reina Cristina de Suecia”. O la vulnerable Jean Seberg en “Al final de la escapada”.
A partir de entonces, se convirtió en “el animal más bello del mundo”. Artie Shaw, su segundo marido, le ayudó lo suyo: la educó en la música, la literatura y en la ambición. El gran amor de su vida, lo confesó en sus memorias editadas aquí por Grijalbo, fue Frank Sinatra, aunque su relación resultó un auténtico polvorín de repulsión y de afecto, de atracción y celos, incluidos los profesionales. Se casaron en 1951 y se separaron en 1957. Ava había forjado su mito en cintas como “Pandora y el holandés errante”, “Mogambo” (donde encarnó a una pícara y alegre vividora que desarmaba a Grace Kelly) o “La condesa descalza”, la cinta que, oblicuamente, por intuición del director Joseph Mankiewicz, resumió su vida, su trayectoria, su pasión por España y por los muchachos jóvenes con los que amanecía en las habitaciones del Ritz o en su casa de Madrid sin acordarse muy bien qué había pasado antes de la ceremonia del desorden. Amó a Luis Miguel Dominguín con insistencia; otra vez a Mario Cabré, aquel torero poeta que se vistió tras la hazaña indecible para contarlo a quien quisiera oír que había tocado el cielo, la carne y toda la sed de mal de Ava o el ardor. Entre los 60 títulos en que trabajó merece recordarse “La noche de la iguana”, junto a Richard Burton, otro borracho audaz y rapsoda; algo más gruesa, con el alma golpeada por el vicio y un infame llamado George C. Scott, bordó un papel cargado de ironía.
Hay seres que no mueren nunca: se perpetúan en los ojos y en las meninges de los que algún día los vieron, y se vuelven memoria, mito, verdad inalterable del tiempo.
05/09/2004 03:00 Enlace permanente. sin tema No hay comentarios. Comentar.

FÚTBOL DE DOMINGO O EL ESPLENDOR EN LA HIERBA

Así lo anunció Luis Alegre por teléfono: hacia las doce será el gran partido en el parque del Oeste. Entre las once y las doce. Y así fue. El domingo respiraba sol y asfixia, y el Ebro bajaba sucio, envuelto en una espesa sierpe de barro. Luis Alegre llevaba su pantalón corto preferido: rojo, como si fuese del retal sobrante de su vestuario de “El camarote de los hermanos Marx”, y una camiseta con la leyenda de Buñuel. Su sobrino Pablo iba de azul, con pantalón de Lotto. Y su cuñado Pablo, padre del zurdo Pablito, un extremo regateador y pugnaz, también iba de azul. Es un buen guardameta o un central de justa cintura y gran eficacia. Eso dice Luis, que siente debilidad por el marido de su hermana Carmen, el tercer hermano que le regaló la vida. Y también estaban Jorge y Diego Rodríguez, que corren como lebreles y aman el fútbol con auténtica locura. No lo aman, se vacían, se desangran en sudor, en velocidad, en gambeteo. Luis Alegre, que dice que no vive los salvajes amores que le atribuyo en el blog (me ha dicho: “me favorece que me presentes así, parezco más interesante de lo que soy”. Su corazón es como un cuarto de alquiler que pretenden tres, cuatro, cinco inquilinas maravillosas), empezó muy bien el partido. Marcó varios goles y logró zafarse del marcaje severo de su sobrino. Aunque el partido fue muy igualado, se jugó tres contra tres, y los jugadores se morían un poco más en cada jugada. El agua aliviaba el cansancio y matizaba el esplendor sobre la hierba. El Ebro corría muy cerca, los coches mugían como vacas antiguas, y el sol crecía en lo alto con sus fuegos incontrolados. A Luis, a Pablo y a Pablito los esperaba una paella. Felicitas, la madre de Luis, la cocinera preferida de Maribel Verdú, está mejor que nunca, tras el achuchón que padeció tiempo atrás. Luisinho, el profesor de los amores salvajes, el embajador dulce de Aragón en el mundo, es un curandero de almas y edades. Es el bálsamo del tiempo...
05/09/2004 09:29 Enlace permanente. sin tema Hay 5 comentarios.

EL RESUCITADO Y OTRAS FÁBULAS DE LA NOCHE

Ha caído la noche y se ha encendido la brisa en las calles. La torre de la iglesia está iluminada con oro mitigado en las alturas, y una paloma blanca, o un pájaro de nieve, acaso la mano del ángel, sale de una ventana y se posa sobre los tejados. Una señora tiene miedo de los perros y se queda petrificada. Los adolescentes, en motos y con piercings, se explican, discuten, hacen inventario de vanos amores. Digo vanos porque hablan de amores imposibles, estorbados de súbito por un malentendido. Me gusta ver cómo crecen las casas cada día, esa urbanización majestuosa y extraña (hoy me he percatado de le ha nacido un pequeño claustro o porche, dibujado por columnas redondas) que está llena de operarios árabes, que trabajan a veces en domingo. Alguna mañana oigo canciones o rezos, disputas: son voces que van y vienen en la obra en el coro de emigrantes que han venido para quedarse. Son oscuros o tostados, son alegres, forman una algazara incesante que anuncia otro milagro de la vida y del destino.

Ha caído la noche y se ha encendido de lujes la lejanía: Utebo, Alagón, Casetas, tal vez Alcalá de Ebro, allá donde hay un río iluminado que avanza sin barcas y sin enamorados, pero con cigüeñas. Me gusta aquí la noche: miro y no veo estrellas, pienso sin encontrar ni un solo pensamiento, me cuentos extraños mientras camino. Veo el depósito del agua: me encanta verlo ahí arriba, a veinte metros del suelo. Un día me lo dijeron: “Ahí subió hace años un joven y se arrojó al vacío. ¿Sabes lo que le pasó?”. No, claro que no lo sabía, pero lo adivinaba. “Nada. No le pasó nada. Se lo creyó tanto, se creyó tanto que tenía un perfil de pájaro o alma de pájaro o latido de pájaro, que acabó poniendo una tienda de pájaros, la única pajarería que se recuerda en el barrio. La llamó ‘El resucitado’. Puedes preguntar”.
Lo hice. No era verdad, pero la historia me pareció bonita. Por eso la cuento aquí, por eso pienso en ella cada vez que paso ante el depósito. Siempre siento ganas de subir por esos escalones de metal. Creo que el mundo y el barrio desde ahí serían distintos: un universo de Patricia Highsmith o de Simenon a vista de pájaro. Sé que la comparación es caprichosa, pero me parece que este afrancesado lugar está lleno de personajes que entran y salen inadvertidamente de las páginas de sus libros

Nunca salgo solo. Siempre llevo un libro: “Luz de noche en la memoria”, que habla de una casa misteriosa, de seres que se buscan, de misterio, de ausencias que se hacen visibles en una vivienda con jardín. Nuria Claver es una poeta de Sabiñánigo, donde nació en 1955, y el volumen me lo paso Félix Romeo. Esta misma tarde me encontré con Santiago Arranz, hablamos de su estancia en París, de su primera pulsión hacia la pintura de arquitecturas y de jardines, cuando era un poco figurativo y estaba influenciado por Nicolás de Stäel –por cierto, que también influyó lo suyo en otro “aragonés” en París: Fermín Aguayo-, y me dijo que conocía bien a Nuria Claver, que había sido amiga de Carlos Barral, que trabajó en Bruguera (ahora lo hace en “Claves”) y que le dedicó un poema a uno de sus cuadros. Arranz expondrá en la primavera una retrospectiva de su obra en el Museo Pablo Serrano.

Cuando salí de “Heraldo” me encontré con Gervasio Sánchez y con Ricardo Calero, que volvían de montar su exposición “Latidos del tiempo” en la Lonja. Tienen para muchos días. Calero me habló de su vasto y magnífico proyecto de decoración para la ribera del Ebro, de sus contactos con ingenieros madrileños, de su complicidad con Daniel Olano, de sus dibujos y sueños. Y me contó también una de las prácticas tan habituales de un sector municipal: el “pucherazo”, la trampa. Le han rechazado su proyecto pero han tomado algunas ideas... Calero estaba enojado o contrariado por el método, por el silencio, por la irrespetuosidad, porque no se ha hecho público el jurado. Habló con todos: con Michel Zarzuela, con Rosa Borraz, con Nacho López Susín, con Belloch, que se quedó cautivado con el proyecto, lo intentó con Jerónimo Blasco, que no quiso recibirlo. En contra de lo que hoy escribe Martínez de Pisón, él no tiene tiempo que perder. En cuanto termine el montaje, a Calero lo esperan en Alemania, y además en otro lugar ya le han dicho que tienen mucha curiosidad por el proyecto. Para él pudo escribir Nuria Claver: “Sobre mí toda la inocencia: // un paraíso de música y de silencios”. En poco más de veinte minutos leí el libro que ha publicado Huerga & Fierro. La poesía, como la música, arroja en el cerebro una arsenal de sensaciones...

Qué bonita está la noche: qué densa, así tan trabajada con voces ajenas. Leo entonces algo que Nuria Claver también podría haber escrito para mí: “Una luz dorada cruzaba entre las sombras”.
06/09/2004 00:48 Enlace permanente. sin tema Hay 2 comentarios.

LA LIBERTAD INDIVIDUAL DE RAMÓN SAMPEDRO

Siempre ocurre lo mismo: cuando has leído un libro que te ha conmovido, cuando has visto una película que te ha estremecido en lo más hondo de ti mismo, sientes la insuficiencia de las palabras, temes que no tengas ni el talento ni la inspiración para encontrar frases rotundas, puntos de vista, una visión general que te permita expresar lo que querrías, mejor aún, cómo lo has visto, y qué manantial de incitaciones o de emociones sembró en tu cerebro, en el corazón, en la piel. Me ocurre eso con “Mar adentro”. He querido verla lo más pronto posible: no quería que me la contasen una y mil veces, he leído muy poco sobre ella, para zambullirme en sus imágenes, en sus diálogos, con una imposible pureza. La película me ha parecido de una rara y ondulada emoción que no se desvanece, ni siquiera cuando adquiere los matices más teóricos alrededor de la legalización de la eutanasia. Ramón Sampedro era un hombre brillante, un pensador, un inválido que había pensado mucho y que se había enriquecido, día a día, con la ópera, con la filosofía, con la lluvia que caía al otro lado de las ventanas, con el recuerdo del mar donde empezó a morir en vida, con la poesía y, sobre todo, con tanta gente que le fue a ver, que le iba a ver casi a diario durante un largo cuarto de siglo y le contaba mil y una historias.
Alejandro Amenábar ha hecho una película que es como un vaivén constante de sentimientos. Sentimientos en cascada, vertiginosos, que rara vez se atropellan. Esta es una película de palabras justas, depuradísimas, pero ante todo es una película de miradas, hondas como el mar que se imagina Ramón, una película de silencios. El silencio puede ser como una sinfonía arrolladora de comunicación y de complicidad. El guión, con dos o tres caídas levísimas, es estupendo, sólido, urdido hasta en el último vocablo, pese a la utilización de tres lenguas: gallego, castellano y catalán. Y destacan la planificación, la construcción de escenas, el punto de vista, la relación entre el eco exterior de los deseos de Ramón y su serenidad lúcida, su afirmación constante en su idea de la dignidad funciona impecablemente, igual que funciona muy bien una idea que acaba siendo un sostén simbólico de la obra: la dicotomía entre la inmovilidad y el dinamismo de la imaginación, que le permite a Ramón soñar, viajar como un pájaro o plantarse en el mar; y como ha soñado eso, como ha viajado a la velocidad de la luz, en los dedos de una música de atmósfera, tiene derecho incluso a imaginarse que se encuentra en la orilla con Belén Rueda, que la besa, que le acaricia la espalda o el pelo, y que descubre el hombro levemente para alcanzar la tersura del pecho.

Hacía años que yo no veia una película donde todo el equipo de actores, seis, siete u ocho, estuviesen a un nivel tan increíble: el memorable Bardem, el intérprete que a todo se atreve, Belén Rueda, Lola Dueñas, en el mejor papel de su vida, en la mejor interpretación de su cada vez más interesante carrera, la maravillosa y casi inconcebible Mabel Rivera (Manuela, la cuñada de Ramón), Celso Bugallo, Clara Segura (creo que me he enamorado de ella), Joan Dalmau, etc. Y todos están espléndidos, integrados, armoniosos, en esa textura de emotividad que no cesa: conviven aquí las lágrimas y el dolor con el humor, incluso con el humor negro, con la ironía, con el amor (que lo hay a varias bandas). Y hay una buena utilización de los paisajes, una visión estilizada –no tenía por que ser totalizadora- de Galicia. Yo he visto en la película a mi madre (mi madre es idéntica en su manera de ver el mundo a Mabel Rivera), a mi padre, he visto una relación del hombre con la incertidumbre, con la protección, un sentido poético trufado de fatalismo, paganismo y resignación.

Y una de las cosas más satisfactorias para mí es la defensa que se hace de la libertad individual. Ramón Sampedro no quería ser el tetrapléjico que era todos los tetrapléjicos ni un símbolo colectivo: defendía su derecho a morir cuando la vida le robaba lo esencial: un movimiento definitivo en pos del amor y de las caricias de tan sólo dos metros. Así se lo dice a Belén Rueda, que está muy bien también, mejor cuando se ríe, mejor cuando la cámara capta sin perder permiso su fresca vitalidad de mujer sin doblez. Diáfana como la luz del mundo.

Querría transmitir una percepción final. Esta película me ha tocado muy adentro, tan adentro como la inteligencia de Ramón, tan adentro como el mar, entre otras cosas porque aquí he visto muchos aspectos de mis raíces. Ha sido un encuentro –en la química de las pasiones humanas- con ese territorio que llevo impreso en el alma, inyectado en sangre irremediablemente como si fuese arsénico del paisaje, como si fuese una grandiosa herida de melancolía en el centro de mis venas.
07/09/2004 02:47 Enlace permanente. sin tema Hay 6 comentarios.

LAS MUJERES DEL CUADRO

Mi primer profesor en realidad fue una maestra y se llamaba Matilde. Lo que más me gustaba de ella era que olía a manzanas rojas y que apenas usaba la tiza. En su casa, conocida como la mansión de Gelito, se vendía fruta: uvas, peras, ciruelas claudias y aquellas manzanas rojas que mi madre compraba. En los aparadores de la cocina y en las estanterías del comedor de nuestra casa siempre había una o dos manzanas relucientes que esparcían un olor delicado, un olor a limpio y tal vez a rosas inundadas de rocío. A menudo, cuando terminaba las clases, que era de alumnos rezagados (algunos ya trabajaban en Carpintería Ferro o en Piensos Verdía Castro) o de párvulos, la propia Matilde se encargaba de pesar las piezas en una báscula dorada. Con ella aprendí a leer, a sumar y a restar, y me aficioné tanto a la lectura que devoraba todo lo que caía en mis manos. Incluso las vidas de santos de los almanaques. Aunque lo que más me gustaba de ella eran las lecturas que nos hacía. Se ponía de pie ante el encerado, exhibía a diario su colección de rebecas –mi compañero de pupitre y primo segundo, Leonardo de Celia, le contó hasta trece-, y empezaba a leer historias de brujería, relatos de aparecidos, cuentos de reyes antiguos con una voz deliciosa y honda. Su voz tenía una melodía exacta de manantial sereno que nace entre peñascos. Los jueves por la tarde nos contaba lo que ella llamaba relatos del país. Cuentos donde siempre aparecía la lluvia y un fantasma que, eso aseguraba, dormía durante el día en el misterioso soto que pertenecía a su familia y que no se encontraba muy lejos de la escuela. Y por la noche, como si fuese un murciélago gigantesco o una lechuza, el fantasma salía a deambular por el mundo y por las playas cercanas; antes de que irrumpiese la claridad del alba regresaba a la fronda y desaparecía en la espesa copa de los abedules y los pinos.
Matilde era soltera y rara vez salía de casa: la veíamos allí, en su local, y alguna vez paseando por el jardín. O, durante el recreo, en la barbería de su hermano Jacinto. Poco más sabíamos de ella. Y tampoco yo hubiera querido saber más. ¿Qué me importaba a mí que nunca fuese a misa o que se le hubiese muerto su único novio conocido en una tarde de violento oleaje en el mar de Barrañán? Mi primo Leonardo me contaba eso y más cosas: que sabía inglés y francés, que bordaba sirenas y barcos con hilos de colores. O descubría el color de su ropa interior, por ejemplo, que era algo que parecía obsesionarle. Hoy, lleva bragas negras; hoy, bragas blancas con lazo azul; hoy, faja de vieja de color crema de membrillo, informaba con escaso sigilo. Mi padre, que estaba a punto de emigrar a Suiza, dijo con evidente enojo: “¿Qué puede importarle eso a un crío de cinco años?”. El mismo día que yo le conté que Leonardo me había obligado a mirar por debajo del pupitre con tintero para verle la entrepierna, y que en efecto usada ropa interior blanca o negra bajo la falda roja, me llevó casi al anochecer a la mansión. Preguntó por ella, por doña Matilde. Le contó lo que había ocurrido y le dijo que yo no volvería más a su clase, que lo entendiera, que se sentía avergonzado de mi comportamiento. Matilde me miró con más pena que reprobación, y dijo con vaga melancolía: “Todos tenemos curiosidad, y los mayores mucha más”. Volví a casa pensando que entre esos mayores a los que había aludido no se refería a los alumnos rezagados precisamente, sino a mi propio padre. Y al padre de Leonardo, al padre de Leonardo en particular.
No me hizo demasiado gracia dejar las clases de Matilde, pero sabía que tarde o temprano tendría que abandonarlas para asistir a la Escuela Pública del pazo de Mosende, en Preguín. No me hacía ninguna ilusión porque veía a mi hermano Crisanto verdaderamente aborrecido. Desesperado. Más de diez o veinte veces, observé a mi madre a luz de la lámpara o del candil curándole las heridas. Era el alumno más odiado de don Antonio, don Antonio Salgar Bertamiráns, el profesor. Resultaba raro el día que no quebraba un palo de cañaveral en su espalda y en sus manos, y resultaba más raro aún que la piel de mi hermano no reventase de cardenales y de llagas. Crisanto era su víctima preferida, y no le importaba tenerlo dos o tres horas encerrado en el pestilente retrete a modo de castigo. Casi ni llegamos a coincidir: el mismo día en que mis compañeros me lanzaron al aire, una, dos, tres veces, por haber aprendido a multiplicar, Crisanto abandonó muy digno el retrete, entró en el aula y cogió el cabás. Se acercó al profeso, estupefacto, y le dijo: “Me marcho para siempre. Es usted una bestia”. Don Antonio cogió el palo de cañaveral (ese día se lo había renovado José Ferreirós. Todos teníamos la obligación de llevarle uno nuevo cada vez que se estropeaba el otro) y avanzó para golpearle. Mi hermano, que tenía ya trece años y era el estudiante más grande y más fuerte de clase, lo paró en seco: “Ni se le ocurra porque estoy dispuesto a matarlo”. Eso exactamente oímos todos. “Si no me voy ahora mismo, tendré que matarlo”, oí de nuevo. Y yo me sentí orgulloso de mi hermano. Esa es la verdad. Mi padre ya estaba en Vevey y mi madre trabajaba en el campo para otros. Entonces, no decíamos por cuenta ajena, sino a jornal. Crisanto, hasta que encontró su sitio, se empleó de aprendiz de sastre, de mecánico, de carpintero, y finalmente descubrió que lo que le gustaba de veras era la albañilería. Hoy, lo mismo trabaja en Santander, en A Coruña o en Muxía, y es un solvente contratista de obras.
Al principio, don Antonio me convirtió a mí en el objeto de su resquemor y de su odio. Aprovechaba cualquier despiste mío, para sorprenderme con un auténtico latigazo; el impacto era tan tremendo, tan doloroso, que yo estallaba de dolor con un río de lágrimas y de sangre obstinada. Incluso me suspendió un curso. Es curioso, pese a su crueldad, a mí me gustaba la escuela y quizá su método de enseñanza. Ahora contábamos con tres pizarras y una buena biblioteca. Una de las ventanas daba a un magnífico jardín de membrillos, perales, manzanos, ciruelas y paraguayos. Y como el edificio había sido un antiguo palacio, con porches, escaleras de piedra, cobertizos y corredores, tenía la sensación de que entraba en una casa encantada. Jugábamos a la rayuela, a vaqueros, aprendíamos geografía a través de los equipos de fútbol, viajábamos a Roma o Grecia con cuentos mitológicos y con los héroes: Medea, Aquiles, Teseo, Ariadna, Helena, Ulises. Aprendíamos cosas de Estados Unidos gracias a las series de televisión como “Caravana”, “El virginiano”, “Los Monroe” o “Daniel Boone”.
Don Antonio tenía casa en el pueblo, Santa Mariña de Lañas (Arteixo. A Coruña), y coincidíamos en las sesiones de televisión en Casa Recouso. Allí parecía otro: simpático, afectuoso, casi burlón, un ser humano, no la bestia que humilló a mi hermano, no el animal que me pegaba a mí con ira. Un día, nos anunció, ante una enorme bandeja de cacahuetes que pagó él, que estaban terminando el nuevo colegio de chicas y que la profesora iba a ser su mujer, doña Clara, que hasta entonces había estado en Betanzos. Aquella sí que fue una noticia que nos conmovió a todos. No es que modificase su mal genio, su crueldad insoportable, de la noche al día, pero se notó. Y mi madre tuvo un gesto insólito en ella: me envió a su casa para darle la bienvenida con una caja de galletas, una botella de quina santa Catalina y una docena de huevos. Era un domingo por la mañana, lo recuerdo perfectamente, de un 17 de enero. Había vendaval y un poste de la luz se había desplomado y carbonizó en el acto a un mulo. Había visto la nueva vivienda, que también era la nueva escuela de chicas, varias veces y desde lejos. Resultaba muy bonita con aquel color amarillo y tantas ventanas a la carretera. Llamé. Y me abrió una mujer. “Esto era para don Antonio y para usted. De parte de mi madre”. “¿Para mí?”. “Sí, eso me ha dicho mi madre”. Me atreví a decir: “¿Será usted la mujer de don Antonio, doña Clara?”. “Sí, sí, lo soy. La nueva maestra”. Su marido no estaba, había ido a buscar el pan. Me hizo pasar al comedor. Me pareció un comedor de ricos, elegante, lleno de libros, de cerámica, de cuadros. Lo miré todo, asombrado, con la codicia, la timidez y el pasmo del ignorante. Sufrí como una borrachera de sensaciones atropelladas. Dije: “Es increíble”. Ella preguntó: “¿Qué es increíble?”. Avergonzado, respondí: “Todo. Todo”. Me explicó los cuadros y enumeró los nombres de los pintores. Juraría que me dijo: “Yo también soy pintora”.
De repente, en un pasillo espacioso, vi el retrato de una muchacha realmente guapa. Parecía un ángel, una diosa, una criatura de otro mundo. Se lo dije. “Nadie la ha definido así jamás”, contestó doña Clara. “¿Te gustaría conocerla?”. Jamás se me habría ocurrido pensar que las personas que están en los cuadros pueden estar vivas; siempre había pensado que los cuadros sólo se pintan a los muertos. Al instante, entró una niña de seis o siete u ocho años. “Aquí la tienes. Esta es Rosario. La niña del cuadro. Nuestra hija”. Enrojecí, tartamudeé, hubiera querido huir o desaparecer de súbito. Nunca había visto a una muchacha tan bella: carecía entonces y carezco ahora de los adjetivos adecuados para describirla. Apareció don Antonio con el pan, y su mujer le enseñó lo que yo le había llevado. “Él no es como su hermano Crisanto”, dijo. “Ni ella parece una bestia como usted”, pensé para mis adentros. Doña Clara, luego, me acompañó al camino, mientras Rosario miraba desde la ventana manchada de gotas de lluvia. Jamás he podido olvidarme de aquella estampa ni de sus ojos claros al otro lado del cristal empapado. Doña Clara sacó de un bolsillo un minúsculo libro, “La flor” de Rosalía de Castro, y me lo regaló. Ni me atreví a abrirlo, preñado de emoción, estremecido de felicidad. Poco antes de entrar en casa, hojée sus páginas y leí la dedicatoria de la autora: “A mi madre”.
La historia no terminó aquí. Fui a verlas otras veces, a Clara y a su hija Rosario, con coñac bajo el brazo, con una porción de cerdo recién matado, que mi madre me había dado, o con un sombrero de moras o con flores del bosque, que yo había recogido. Nunca supe bien del todo cuál de las dos me atraía más. Eran dos quimeras distintas: Doña Clara era el tipo de maestra hermosa e inteligente que yo hubiera querido tener, y Rosario encarnaba un paraíso de pasión y dulzura que seguramente no me reservaría el destino en el porvenir. El día que mi padre, que regresaba de Suiza cada Navidad con un fajo de billetes en un bolsillo interior de su calzoncillo de felpa, nos dijo que había comprado una casa en otro pueblo más grande, Arteixo, enfermé de angustia, de amor, de melancolía. Crecí de golpe a una nueva forma del espanto y de la decepción.
Ahora, cuando van allá más de treinta años, me he convertido en pintor. Un pintor relativamente famoso. Estoy a punto de presentar mi último trabajo, que combina óleos, acuarelas y dibujos con algunos textos de evocación y pequeños cuentos de fantasmas en noches de lluvia. Sólo os revelaré su título: “Clara y Rosario”. Algún día, estoy seguro, también pintaré a Matilde, aquella maestra que olía a manzanas rojas.

*Incluyo en mi blog este texto porque “Mar adentro” me ha hecho recordar algunas de las cosas que aquí cuento. El texto ha sido incluido en el volumen “Maestras” (Prames, en colaboración con el ayuntamiento de Bisecas), en el que también participan autores que quiero y admiro como Carlos Castán, Cristina Grande, Víctor Juan Borroy (escribe sobre María Sánchez Arbós), Julio Llamazares, Ramón Acín, Nacho García-Valiño o Daniel Gascón, entre otros.
07/09/2004 10:20 Enlace permanente. sin tema Hay 4 comentarios.

LA BIBLIOTECA DE UNA VIDA

Una joven compañera de redacción, la encantadora becaria Blanca Alcalde, me preguntó ayer si sabía hacer algo más que escribir. Hace años, es cierto, también sabía hacer estanterías. Sé que a veces me excedo en la dimensión de mis textos, pero sólo aspiro a contar una porción insignificante de la vida y de lo que me emociona.

Hace dos o tres días que llevaba en la cartera un libro que sospechaba que iba a ser especial. Hablo de “La casa de papel” (Mondadori) de Carlos María Domínguez (1955), escritor argentino afincado en Montevideo desde 1989. Ha escrito con una prosa limpia y elegante una novela bellísima y sugerente sobre la enfermedad de los libros. El motivo central es una edición, llena de cemento, de “La línea de sombra” y el libro, de poco más de 100 páginas en apretada y bella caja, es en cierto modo una reescritura de ese libro prodigioso y perturbador de Joseph Conrad, el navegante polaco. La historia empieza con un hecho inverosímil, la profesora Bluma es arrollada por un automóvil mientras lee un poema de Emily Dickinson, algo que había anticipado su pasión de una noche en Monterrey, el enigmático Carlos Brauer, cuya afición desmesurada son los libros, cuya enfermedad son los libros, que los tiene en todas partes, tantos que acaba convirtiendo el salón de su casa en una biblioteca con estanques y corredores. No añadiré nada más del argumento, porque la lectura es un viaje, un salto al vacío, el ingreso hacia una biblioteca que siempre es, como escribió Borges, “una puerta en el tiempo”. Pero sí añadiré que el libro está lleno de intriga, de búsqueda, y que es un recorrido por el mundo de la literatura, de los libreros, de esta devoción enfermiza que está emparentada con la belleza y con la revelación permanente. Este es un libro de libros con una fascinante intriga, donde he leído cosas como ésta: “Un lector es un viajero por un paisaje que ha sido hecho. Y es infinito. El árbol ha sido escrito, y la piedra, y el viento en la rama, la nostalgia por esa rama y el amor al que prestó su sombra. Y no encuentro una dicha mayor que recorrer, en pocas horas diarias, un tiempo humano que de otro modo me sería ajeno. No alcanza una vida para recorrerlo”.

El lector y bibliófilo determinante de la historia se llama Delgado, y dice al protagonista: “La biblioteca que se arma es una vida. Nunca, digamos, una suma de libros sueltos (...) Usted los acumula en los estantes y parecen una suma, pero, si me permite, se trata de una ilusión. Seguimos ciertos temas y, al cabo de un tiempo, uno termina por definir mundos; por dibujar, si prefiere, el recorrido de un viaje, con la ventaja de que conservamos sus huellas”.

He sido tan feliz leyendo este libro, lo empecé anoche, de madrugada, tras escribir de los días inolvidables de Santiago Arranz en Fointenebleau, que lo he terminado esta mañana sobre la bicicleta estática. Y, en homenaje a la trama, he hecho algo que no había hecho jamás: he salido al basurero de papel y lo tiré. Ahora siento una indecible nostalgia. Sé que dentro de unas horas iré a una librería a buscar de nuevo a este Kurtz en forma de libro, a esta casa de papel extraña e insólita que me ha llevado también a pensar en las fotos de Andrés Ferrer sobre las soledades de La Patagonia.

Por ahora no escribiré más. Pero sé que un buen puñado de mis amigos –Pepe Melero, con quien comí ayer, en una de las mejores veladas de mi vida, Fernando Sanmartín, Félix Romeo, que ya lo habrá leído, Julio José Ordovás, Ángel Artal, José Manuel Pérez Latorre, Gerardo Alquézar, Adolfo Ayuso, Pedro Rújula, Ismael Grasa, Cristina Grande, Fernando García Mongay, Carmen Santos, que estrena libro y agente literario: Carmen Balcells, Antonio Pérez Morte, Mariano Gistaín, Javier Torres, Antonio Pérez Lasheras...- acabarán comprándolo.
08/09/2004 14:17 Enlace permanente. sin tema Hay 8 comentarios.

CHRISTINA ROSSETTI. POESÍA DE AMOR

El tiempo pasa para todos, pero no borra los recuerdos. Sería hacia 1987 cuando se fallaba el premio de Poesía Ciudad de Zaragoza, y uno de los ganadores fue un joven llamado Francisco J. López Serrano de Épila. Me dieron su teléfono y llamé a su casa. Me dijeron: “No es el primer premio que gana. Pero ahora no puede hablar con él porque está en los campos, lejos, trabajando en la manzana. Lo avisaremos”. Volví a llamar cuando caía la noche, cuando el poeta había vuelto a casa con los ojos inundados de un oloroso atardecer de hojas amarillas, de un rasante vuelo de vencejos. Hablamos. No logro recordar la conversación, pero sí mi estado de ánimo, el nerviosismo del joven, mi fabulación exagerada acerca de una vida de poeta del campo que se extravía entre los frutales y los pámpanos. Luego, el poeta también se hizo novelista y cuentista, y de golpe reapareció como traductor. Un traductor nada convencional que lo mismo trasladaba al castellano a Dante Gabriel Rossetti en “La casa de la vida” de Pre-Textos que a Thomas Hardy, mucho más conocido como novelista, en un libro bellamente titulado: “El gamo ante la casa solitaria” (Pre-Textos), traducciones en las que más que la literalidad del poema, la exactitud palabra por palabra, se busca “la re-creación o transcreación: es decir, el empeño en lograr una creación paralela autónoma vinculada a la obra original por una relación, digamos, isomórfica” [Acudo un momento al diccionario de la RAE y al María Moliner, compruebo que esa palabra no existe allí, pero sí “isomorfismo” e “isomorfo”, y leo: “Aplícase a los cuerpos de diferente composición química e igual forma cristalina, que pueden cristalizar asociados; como el espato de Islandia y la giobertita, que forman la dolomía”], en las que usa la rima, elección que obedece “al deseo de ser fiel al mayor número posible de elementos del poema original”.
Estos subrayados aparecen en el prólogo de su última traducción: “El mercado de los duendes” de Christina Rossetti, hermana de Dante Gabriel, una mujer enigmática de escasa biografía, bonita, que ha hecho pensar en Emily Dickinson (la escritora norteamericana que está apareciendo mucho aquí últimamente). El libro aparece de nuevo en Pre-Textos, en la colección “La cruz del sur”, y hay piezas extraordinarias. Delicados poemas de amor y desamor, una composición larga que da título al conjunto, ecos de Shakespeare y una lírica de elevada inspiración, dotada de sentido musical, de audacia y de una hondura cautivadora. La escritora Antonia S. Byatt se inspiró en ella para crear uno de sus personajes de “Posesión” (hay edición española en Anagrama), uno de sus villancicos suena en todas las casas inglesas por Navidad, “El mercado de los duendes” ha sido comparado con “Alicia en el país de las maravillas” de Lewis Carroll, y la pieza “Remember” es una de las obras más famosas del mundo para despedir a los difuntos.
Hay muchos textos que podría elegir, pero “Recuerda” (Remember) es especialmente conmovedor:

Recuérdame después de haberme ido;
Cuando, bajo la tierra silenciosa,
No me alcance tu mano temblorosa
Ni pueda desandar lo recorrido.

Recuérdame sin más cuando, perdido
Nuestro sueño común, como la rosa
Marchita, esté; pues ya ninguna cosa,
Promesa o ruego, llegará a mi oído.

Mas si me olvidas por un tiempo, amado,
No sufras si el recuerdo luego insiste.
Si tinieblas y vermes han dejado

Algún vestigio de mi pensamiento,
Prefiero que me olvides si contento
Estás a que me evoques y estés triste.

Anoche, hacia las tres de madrugada, digo, leí a Carmen este poema:

Fui yo quien de los dos amó primero,
Después tu amor se alzó y tan desmedido
Fue su canto que ahogó el dulce sonido
Del mío. ¿Quién dio más? Fue duradero

Mi amor, desbordó el tuyo su venero
Un instante. Te amé y te he comprendido,
Me amaste tú por lo que soy y he sido.
Peso y medida para el verdadero

Amor no cuentan. “Tuyo” y “mío” son
Palabras que no entiende. Separados
El amor alza el vuelo. Dos es uno

Y uno es dos en amor, ambos fiados
En la fuerza y sentido de esa unión.
Nosotros somos del amor ese Uno.

Fue la culminación de un día donde hablé demasiado. Como siempre. Les pregunté a mis hijos si me había vuelto rabioso o paranoico. (Durante la comida, gozosamente, Fernando García Mongay me contó historias preciosas de González-Ruano y John Carlin en Sitges, emocionadas anécdotas del guardia civil aragonés que fotografió Capa, y además se compró uno de mis últimos libros predilectos: “La hermandad de la uva” de John Fante (Anagrama). Nos dijimos en un momento: ¿Y si fundásemos una editorial de fotografía y periodismo?). Y esta mañana me despido por unas horas del libro “El mercado de los duendes” con este cuarteto:

Sueño contigo hasta la madrugada,
Quién pudiera soñar eternamente
Sin despertar jamás, sin ver que ausente
Está mi amor cual un ave emigrada.

Son versos de Christina Rossetti. Son versos de Francisco J. López Serrano, a quien vi un instante en el III Festival de Poesía del Moncayo. Como lector, soy un defensor absoluto de los traductores y mi lista de favoritos es interminable: Emma Calatayud, Consuelo Berges, Eloísa Álvarez (traductora de mi amado Miguel Torga), Esther Benítez, José Luis López Muñoz, José Antonio Llárdent, Ángel Crespo, Paco Uriz, Octavio Paz, Genoveva Dieterich, Julio Cortázar, Maribel Cruzado y ahora, de nuevo, López Serrano, aquel poeta oculto bajo la fronda de los manzanos... Por cierto, la Casa del Traductor está celebrando unas nuevas jornadas de traducción. Sólo se ha presentado una persona, de Madrid, para sustituir a Maite Solana, madre feliz en Barcelona junto al traductor inglés Peter Bush, el hombre que publicó el libro “Spain” e incluyó un cuento sobre Patricio Julve y Ken Loach en el apartado de Aragón. ¿No sería bonito que fuese López Serrano? Pero no, es una mujer...
09/09/2004 14:57 Enlace permanente. sin tema Hay 7 comentarios.

DE ARQUITECTURA Y PINTURA. O UN PASEO POR ZARAGOZA

Hablé ayer con Julio José Ordovás, que ya está a punto de recibir las pruebas de “Días sin día” (alusión a Juan Ramón Jiménez, ese extraordinario poeta. Uno de los libros de mi juventud lejana fue la “Segunda antolojía poética” y una edición primorosa de “Arias tristes”, y otra posterior, con notas, de “Diario de un poeta reciéncasado”), y me dice que echa en falta mis paseos con Noa, la mastina del Pirineo. Saldré dentro de un rato a un Garrapinillos en fiestas. Me he dado cuenta de que llovizna suavemente.

Me voy al Auditorio a la cinco en punto de la tarde. Anda por allí mi amigo Peña, el cámara de RTVA, que siempre me trata de usted. Dice, mientras busca los ángulos propicios para enfocar a José Manuel Pérez Latorre, que es de San Sebastián, pero que ha vivido en tantos lugares de España que no sabe muy bien de dónde es. Resulta tan insistente y perfeccionista en sus planos que Pérez Latorre me dice: “Será vasco pero es más tozudo que un aragonés”. Y luego, ante la cámara, el arquitecto del Auditorio cuenta un poema arquitectónico: sus viajes, sus motivos de inspiración, el uso de las columnas y las cúpulas, emulando a La Seo, y habla de la cueva del tesoro, y habla de un edificio democrático sin palcos, construido con madera que parece oro. Peña acaba seduciéndolo y José Manuel exhibe una corbata roja del actor, director y diseñador John Malkovich. Este hombre, de flequillo rebelde, es pura elegancia. Luego conversamos con Pedro Purroy, que parece un maestro ruso con los pelos al viento, un Alberti joven y en Zaragoza. Habla de lo que significó el Auditorio –el mejor edificio del siglo XIX y del XX en Zaragoza: el buque insignia de la cultura en Aragón que nos ha ayudado a subir dos, tres o cuatro escalones en diez años- y elogia el trabajo de la Orquesta Sinfónica del Conservatorio Superior de Música de Aragón, y elogia el riguroso trabajo de Miguel Ángel, que hace milagros a diario con un presupuesto de 350 millones de pesetas al año. Hace poco vino por aquí un programador de Canarias y se quedó patidifuso con el presupuesto. Recordó que allí tienen un montante de 3.000 millones de pesetas al año y que organizan un Festival durante un mes que cuesta más de 800, y nadie, nadie, se rasga las vestiduras.
Miguel Ángel Tapia está feliz. Ha sabido repartir juego e integrar en su proyecto, en el proyecto colectivo de Zaragoza y Aragón que es el Auditorio, a formaciones solventes: Al Ayre Español, la orquesta de Cámara Enigma, que dirige Juan José Olives, el Coro Amici Musicae, que dirige el navarro Andrés Ibiricu, y la citada Orquesta. Hablamos y hablamos de esto y de aquello, y del concierto de los días 5 y 6 de octubre con un programa de García Abril y Beethoven. Hace ahora diez años, José Manuel Pérez Latorre me concedió una entrevista para hablar del Auditorio, creo recordar que fue la única por extenso, y no se le ocurrió otra cosa que decirme que nos íbamos al monasterio de Poblet y allí hicimos una entrevista para la historia, perdonen la inmodestia. Dentro de unos años cuando se quiera saber lo que quiso hacer José Manuel, cómo lo hizo, cómo concibió el lugar de la música e incluso su decepción ante injustas críticas, tendrá que revisar esa entrevista. Fue un día memorable: nos hicimos fotos, paseamos entre las tumbas y los claustros, y recuerdo que José Manuel puso su Mercedes a 220 kilómetros por hora. Fue una aventura inolvidable con un poco de temeridad.

Me voy con José Manuel de paseo. Hablamos de todo: de La Romareda, de Belloch, de política cultural, de un vasto círculo de amigos, de su entusiasta condición de abuelo por partida doble. Y nos fuimos a una tienda de antigüedades de San Andrés –el arquitecto, que acaba de leer con entusiasmo dos biografías sobre Anthony Blunt y André Malraux, posee 50 mantones de Manila, nada menos-, vimos una mesilla de noche cubista, pero no compramos nada. Después entramos a un precioso café de la calle Alfonso, que hizo una arquitecta catalana. No recuerdo su nombre pero vi una foto suya, no es Carmen Pinós, os lo aseguro, y me pareció misteriosa, atractiva y absolutamente seductora con su melena al viento ante el espigón del mar, en una de esas tardes donde la luz se riza de un oro neblinoso que se desmaya en el horizonte. Nos encontramos con dos amigos suyos, María y Benito, y recordamos los amores de Ava Gardner. Estos días va a aparecer un libro de Marcos Ordóñez sobre la vida en España de la mujer que encarnó “La condesa descalza”. Ava también estuvo en Zaragoza y tengo una enorme curiosidad por el libro que me llegará la semana que viene. José Manuel y yo entramos en la FNAC y allí nos encontramos con la exposición de fotos digitales de Bigas Luna y de fotos de sus películas. Me gustó, de nuevo, esa estampa marina de una mujer opulenta, de exuberantes pechos mecidos por el oleaje; de un pezón, en un determinado momento, brota un curvo reguero de leche que se mezcla con la blancura renovada de la espuma. Hay allí muchas chicas bonitas. Muchas: Marisancho Menjón, que está realizando un excelente trabajo en la revista “Qriterio” (es la verdad: no hay aquí galantería gratuita), Isabel Soria, que es un puro sinvivir de proyectos, Beatriz, la deliciosa muchacha pecosa de Ad Hoc, y Ana Latorre con su corsé, que me hace pensar en Frida Kahlo. Ella, Ana, alzada sobre el mundo, es mucho más bonita y próxima. Me reprocha que soy antisocial. Es cierto. En lugares así, me desangro en timidez y debo huir a mis soledades. Hablé dos veces con Bigas Luna y siempre fue muy cordial; lo veo hablar desde fuera, desde el pasillo. También estaba Eva Magaña asomada a sus grandes ojos de yegua saltarina y perpleja, y la escritora y periodista Laura Marina García, que está embarazada. Y había otros amigos: Javier Espada, Santiago Gascón (hablaba antes de Manila: así se titula un libro de Santiago, “Manila” [Xordica], uno de los más bonitos libros de relatos que se han publicado en Aragón en la última década. Veía antes mucho a Santiago, fuimos grandes amigos, estuvimos juntos en Málaga, y admiro muy sinceramente sus cuentos. Ha trabajado en un taller de guión con Bigas Luna), Hermógenes (de la Nicolasa), me encontré con Miguel Ángel Longás, que se va de profesor a Fraga y busca editor para un poemario en prosa. Me despido de José Manuel, que es muy amigo de la mujer zaragozana de Bigas,y escucha al cineasta artista...

Compré la película “Plenilunio” de Imanol Uribe y pensé en adquirir también una autobiografía vienesa de Arthur Schniztler (no lo hice porque estoy fascinado con un nuevo libro, “Un mes en el campo” de J. L. Carr, que acaba de publicar Pre-Textos, y me emborracho de libros yo solito). Salí a la calle. En la calle Ciprés, me esperaba Miguel Marcos –con quien cené la otra noche, hasta casi las dos en Casa Colás, con él y con Alfredo Romero-. Prepara su exposición para el Palacio de Sástago y otra, de periódicos y fotos, sobre la historia gráfica de sus galerías en Tarragona, Zaragoza, Madrid y Barcelona. Miguel tiene manos de plata o de cabritillo, tal vez de muchacha de instituto habituada a acariciar las rosas. Es cierto. Le encanta enseñar sus cuadros, vive la pintura con auténtico fervor, como un niño que paladea el arte como se paladea un bocadillo de salchichón en un atardecer de merienda. Los Broto rojos de sangre o de tintura de fresa machacada, un Barceló gigantesto, la pintura literaria de Carlos Franco con ecos de Gauguin, el encuentro en Velázquez de una época muy figurativa de Manolo Quejido, la sobriedad a la manera de Mark Rothko de Yturralde, un Carlos Alcolea de 80.000 euros... También estaba el refinado lirismo de Menchu Lamas con sus gatos. Todo un placer para los sentidos y para la imaginación. Por allí, como un amanuense esforzado y pugnaz, anda Alberto Serrano...

Ha caído la noche. En la despedida me cuenta Miguel una bonita anécdota. En la calle Ciprés antaño, cerca de su galería, había un especie de estercolero y un pelotón de gatos. En el interior se exhibía una escultura de Francisco Leiro, de madera compacta, que representaba al pintor y paisano Antón Lamazares. Me dijo que los gatos se quedaban en la puerta, como estupefactos e inmóviles, mirando aquel cuerpo esbelto que se inclinaba ligeramente hacia delante. Me dijo que no era una invención: conserva un puñado de fotos de gatos negros que miran la escultura y se olvidan del mundo.
10/09/2004 01:01 Enlace permanente. sin tema Hay 5 comentarios.

UNA HISTORIA DE AMOR

CUENTOS DE MARTÍN MORMENEO / 10

“Suba”, le dijo una joven desde el interior del coche que paró a su lado. La perra gruñó e hizo un ademán de arañar el Audi 3, metalizado en azul oscuro. “Vive ahí, ¿no? Lleve al animal a casa que lo espero”. Tardó poco más de treinta segundos. Sucedió todo tan de prisa que Martín Mormeneo ni tuvo tiempo de pensar. Miró adentro y reconoció a la muchacha. Era la que había visto pasar, días atrás, por medio del descampado.
-¿Hacia dónde vamos? –preguntó ella.
-Irías hacia alguna parte.
-A una verbena.
-Entonces, casi mejor que cambiemos el rumbo.
-No me digas que no te gusta bailar. ¿Conoces algún bar? –volvió a preguntar ella.
-¿Que esté abierto a las dos de la mañana? Creo que no, salvo que vayamos a la ciudad.
-Ya buscaremos algún sitio.
Martín Mormeneo la miraba de reojo. En la oscuridad sólo relucía su piel blanca. Las luces del salpicadero dibujaban algunas sombras en su rostro y matizaban el brillo aterciopelado de sus ojos.
-No me mires así, que no puedo devolverte las miradas –dijo ella.
-¿De verdad te llamas Sonia?
-¿Cómo te gustaría llamarme?
-Sonia.
No se atrevió a decir, Sonia, la presuntuosa. Era endiabladamente bonita. Tenía una conducción tranquila y en el interior del Audi olía muy bien. Ella también olía bien, a bambú tal vez. No pudo eludir una mirada a sus piernas. Aquellos muslos eran una promesa de felicidad. Los tentadores muslos de un sueño. Dieron vueltas por El Cuenco, Torremedina, por la carretera angosta hacia Casetas. Martín Mormeneo estaba hechizado por la noche, por los chalés con sus arboledas y por la inesperada compañía. Le dijo:
-Vengo a menudo por aquí. Me gustan los huertos, los albérchigos, las higueras, los manzanos. Alargas una mano y coges lo que te apetezca: una morada breva, un melocotón. Además, hay una casa que me gusta mucho, toda cerrada de mirtos. Se llama “El Aleph”. Siempre juego a pensar que ocurre dentro, en los jardines, cuando cae la tarde.
-A ti te gustan mucho las casas ajenas. He visto cómo miras hacia la ventana de mi cuarto. ¿A qué te dedicas?
-Paseo a mi perra y observo la vida.
-¿Sólo eso?
-Lo demás tiene muy poca importancia.
-He oído decir que eres fotógrafo.
-Sí. Fotógrafo de tambores y bombos.
-Ya veo que tienes un gran sentido del humor. ¿Qué quiere decir eso de “Fotógrafo de tambores y bombos”?
-Es una historia muy larga.
-No tengo prisa y estoy segura de que la perra ya se habrá dormido.
Paró el coche en medio de un recodo de la carretera, en una alargada alameda. Martín Mormeneo iba hasta ella a menudo en su bicicleta. La noche, aunque no había aparecido la luna, tenía una claridad azulenca e íntima. Sonia dejó encendidas las luces del salpicadero.
-Me debes una historia.
-Es muy poco interesante.
-Eso ya lo decidiré yo. Cuenta...
-Soy fotógrafo de casualidad. Durante años he trabajo de secretario de ayuntamiento en varios municipios. Pero en uno de ellos, en Urrea de Gaén, descubrí la Semana Santa. Ya te he dicho que es una historia muy poco interesante. Allí, logré instalar mi taller de fotógrafo aficionado. Hice muchas fotos, conseguí publicar un par de libros, y un día puse un letrero con mi nuevo oficio: “Martín Martín Mormeneo. Fotógrafo”, y le añadí un título un poco pomposo: “El hombre inscrito en el paisaje”. Continué tomando fotos de casi todo: de la vida diaria, de los ancianos en las callejas, de las granjas de cerdos, del cementerio (he sido un fotógrafo de cruces y de nichos, ya ves, rarezas de artista), y finalmente encontré un motivo de inspiración en la Semana Santa: en el vestuario, en el tercerol, en los desfiles y procesiones, en los talleres donde se fabrican tambores y bombos, en la rompida de la hora. A los cinco años cambié el rótulo y puse: “Manuel Martín Mormeneo. Fotógrafo de tambores y bombos”. Y cuando vine aquí, un amigo, Pepe Melero, me regaló una placa de cerámica de Muel con esa inscripción, y la he colgado en mi casa. Es casi una ironía. Aquí, con esa publicidad, me encargan pocas cosas...
-Yo querría encargarte algo muy especial.
-¿Muy especial?
-Sí, pero antes necesito conocerte mejor.
Martín Mormeneo adelantó una mano hacia su respaldo, que pareció reptar distraídamente hacia la cabeza de Sonia, y hundió sus dedos en el pelo de la joven. El fotógrafo pensaba que la primera caricia, delicadísima, debe empezar por el pelo.
-¿Cuándo vas a besarme?
Lo hizo. Con suavidad, con lentitud, como si explorase la pulposa textura de sus labios; luego con hondura, lengua con lengua, con el rabioso frenesí de dos desconocidos que se encuentran sin aliento en un beso, con la ansiedad de dos desconocidos que se andaban buscando.
Sonia se retiró para mirarlo a los ojos. Alargó uno de sus brazos hacia su cuello y aproximó el otro hasta los botones de su camisa. Martín Mormeneo temblaba; le habría gustado pellizcarse para sentir el gozoso dolor de estar vivo. Sonia, de nuevo, tomó la iniciativa:
-Vamos a ver qué más sabes hacer.
Los asientos se reclinaron automáticamente. La alameda, cómplice y oscura, agrupó sus copas de fronda y se encendió de gemidos.
11/09/2004 00:39 Enlace permanente. sin tema Hay 8 comentarios.

ELEGÍA POR EL POETA MANUEL MARÍA

Zaragoza fue decisiva en mis lecturas en gallego. En la librería Hesperia, de Luis Marquina, compré muchos, muchos libros en un tiempo en que quería ser escritor en gallego. Monolingüe absoluto. Lo fui, primero, en una buhardilla de la calle LasArmas 138; ensanché mis libros y mis lecturas en la calle Toledo, 20 (en esos dos sitios compuse hasta tres poemarios que he perdido para siempre; el mejor, de quince poemas, algunos largos, varios rimados, fue “O praial dos afogados”, y uno de ellos apareció en la revista “Nordés”) y lo fui durante unos años en la calle Estudios 11-13, donde redacté mis primeros libros en prosa: cuentos de tema artúrico, cuentos legendarios de la Galicia de Breogán, Brigo y otros héroes celtas, cuentos del mar que integrarían el volumen “Mitologías” (IFC, 1987), anticipo de “Vida e morte das baleas” (Espiral Maior, 1997). En “Hesperia” compré varios libros de Manuel María Fernández Teixeiro (Outeiro de Rei, 1929), Manuel María a secas para la literatura, y recuerdo en particular uno menor, de teatro, como “Barriga Verde”, un personaje mítico del panorama escénico clásico de Galicia, que era una farsa para títeres. Lo leí y lo releí varias veces en aquella colección de “O Moucho” de Castrelos, la empresa de Xosé María Álvarez.
Ahondé durante años en la poesía, la no tan escasa narrativa, los textos de viaje (especialmente la serie “Andando a Terra”, que firmaba en “A nosa terra” con el seudónimo de Hortas Vilanova) y en su figura de procurador en Monforte, librero, narrador oral prodigioso y gran rapsoda, además de ciudadano del mundo que no podía vivir al margen de la política y del galleguismo. Había sido amigo y contertulio de Luis Pimentel, Aquilino Iglesia Alvariño o Ramón Piñeiro, en Lugo, y se reencontraría con alguno de ellos en Santiago, y además con Uxío Novoneyra, Fermín Bouza Brey o Ramón Otreo Pedrayo. Son muchos los libros de él que he leído –he cantado por las noches, miles de veces, su pieza “O carro”, que popularizó Fuxan os Ventos: “Non canta na Cha ninguén, // por eso o meu carro canta//, canta o seu eixo tan ben, // que a señardade me espanta”-, y me quedo quizá con tres: el primero, “Muiñeiro de brétemas” (Molinero de brumas, que apareció en la mítica colección Benito Soto en 1950. Lo acarició ahora en edición facsímil), y dos volúmenes para niños, “Os soños na gaiola” (Los sueños en la jaula, 1968) y “As rúas do vento ceibe” (Las calles del viento libre, 1979). Hace algo más de un años, Espiral Maior publica en dos volúmenes estuchados su “Poesía completa”, una lírica pautada por tres aspectos: la poesía del paisaje y del amor, la poesía social, constante, y una tercera más metapoética o de meditaciones acerca de la poesía misma y de cómo escribe uno. Esa edición, primorosa y galardonada, lleva su retrato de clásico griego con barba blanca y una aparente dureza que nunca fue tal. “He escrito porque no siempre he tenido con quien hablar”, dijo una vez.

Conocí a Manuel María en Andorra La Vella, con poetas como Xulio López Valcárcel, Cesáreo Sánchez Iglesias, Manuel Forcadela, la inolvidable Luisa Villalta –fallecida hace unos meses de una enfermedad contagiosa: era una mujer de seda y rabia, delicada como la caricia del aire sobre el mar, furiosa como un toro malherido, sensible como un violín rasgado en una tarde de lluvia- o Manuel Miragaya, entre otros. Recuerdo que le hice unas fotos, poco después de haber retratado a Miquel Marti i Pol y a Joan Perucho y a su esposa. Manuel María me dijo: “Tira, tira, las fotos que quieras. Siempre salgo bien”. Era verdad, siempre salía bien, solo o con Saleta Goi, su mujer, su musa, su cómplice, su enfermera. Durante el camino de vuelta, Manuel María, que tenía una ascendencia paternal sobre todos y que parecía saber de lo divino y lo humano, no paró de contar historias. Habló de Ánxel Fole, de Otero Pedrayo, de Álvarez Blázquez, de aquella editorial que fundó y dirigió, Val de Lemos, o de aquel proyecto que se llamó “Escolma de poetas de Outeiro de Rei” (1982), en el que realizó un juego de apócrifos inventando poetas de su tierra desde la Edad Media. También recordó “Cantigueiro orcellón”, que publicó bajo el seudónimo de Ernesto Alfonso Reque Varela.

Manuel María moría el pasado viernes. La primera persona que me lo dijo fue Juan Abeleira, que está entusiasmado con el último libro de su compañera Olga Novo: “A cousa bermella” (Espiral Maior, 2004). Me dijo, medio en serio, medio en broma: “¿Por qué nunca me llamáis al Festival Internacional de Poesía Moncayo?” y me anunció la muerte de Manuel María, un maestro de esto y de aquello, una referencia. Lo veo en un último momento, junto a Saleta, y recuerdo a Celso Emilio Ferreiro con Moraima. Y bajo al sótano a repasar los dos volúmenes, de fondo, azul de Espiral Maior. Y a leer en voz alta:

“Eu son para min
toda-as interrogacións,
todal-as estatuas,
todol-os misterios,
e todal-as cumes xeadas de evanxeos.
Os ollos contémprame
Na impura prata dunha soma
Moendo ó vello sembrante
Que borra ó indecible desta morte
Chea de agonías e de bágoas”.

Yo soy para mí
Todas las interrogaciones,
Todas las estatuas,
Todos los misterios
Y todos las cumbres heladas del evangelio.
Tus ojos me contemplan
En la impura plata de una sombra
Que muele el viejo semblante
Que borra lo indecible de esta muerte
Llena de agonías y de lágrimas.

Es el poema final del libro “Muiñeiro de brétemas”, publicado en 1950. Manuel María tenía entonces 21 años. Punteros de gaita lo acompañaban como a aquel niño del entierro pobre que cantó su amigo, otro maestro de posguerra, Luis Pimentel.
12/09/2004 15:56 Enlace permanente. sin tema Hay 5 comentarios.

EL VIGILANTE, LOS OSCENSES Y LOS TRADUCTORES

1. Desde hace algunas noches, me encuentro con el vigilante Jorge, que es de San José, fue legionario con 18 años y conoce los suburbios de la vida, de los que ha sabido escapar. Jorge hace guardia desde la medianoche hasta las seis y media. Coge el autobús y marcha a su barrio. Me cuenta historias de amigos que se han quedado en el camino de los excesos, la delicuencia y la droga, sobre todo. Fuma negro y rubio, y se acompaña de una linterna gigantesca. Hoy ha observado dos cosas: la noche, tras la pirotecnia del fin de fiesta, se ha quedado suave y luminosa, con una brisa agradable y varios conciertos de grillos, y me recordó un viaje cuando era muy joven a los San Fermines. Fue un bonito pretexto para hablar de Antonio Ordóñez, de “Fiesta” y de “Muerte en la tarde” de Ernest Hemingway. Bebió tanto que regresó a Zaragoza en taxi. Tiene algo de señor de la noche que va de aquí para allá, en las obras y en las calles, zafándose del sueño, como un zombi desvelado. Si oye un ruido, ahí está, al acecho. Vio a mi perra y se acercó. Ya es casi una moradora más de su atmósfera nocturna: ella, gigantesca y peluda, parece buscarlo. Lo busca y lo encuentra, y trisca entre los terrones y los despojos. Yo contemplo el horizonte –Alagón, Torrepinar, Casetas...- y pienso que la noche tiene algo romántico, y pienso que Jorge es un personaje literario de novela negra. Luce un bigotito delineado, corto, y un pelo undoso y negro, más bien largo.

2. Siempre me acompaño de algún libro. Han venido Javier Torres y su hijo Iván –el seguidor de Fernando Alonso, que le ha vuelto a fallar- y me trajo algunos libros muy bonitos. Uno de los que más me han gustado es “Los Cien Oscenses del Siglo XX”, un volumen colectivo, nacido de la publicación “Las 4Esquinas”, aunque lo firma José-Antonio Bellosta. El autor que más perfiles ha escrito es el malogrado Julio Brioso que, a su vez, tiene una voz propia. Me han gustado muchos textos, los tres de ese excepcional investigador y periodista que es Víctor Pardo Lancina (sobre Manuel Sender, Pepín Bello y Ramón Acín), el de José-Luis Martín Retortillo sobre Julio Alejandro, el del propio Bellosta sobre la bella Gloria Paraíso (que alcanzó fama como actriz bajo el nombre de Gidia Paradís), los de Julio Brioso ofrecen siempre un elevado nivel, y también me ha gustado la voz Carlos Lapetra de Pardina, o la de Eugenio Monesma, realizada por Inglada. Es un libro ameno, de género, con fotos, que debe figurar en nuestras bibliotecas. La lista, está claro, es incompleta, y falta mucha gente con importante obra: Isidro Ferrer (oscense ya), Pilar Nasarre, Sol y Katia Acín, Ismael Grasa, Pepe Cerdá, Julieta Always, Mariano Gistaín, Santiago Arranz, Ximo Lizana, etc.

3. La Casa del Traductor de Tarazona anuncia para los días 22, 23 y 24 de octubre las XII Jornadas en torno a la traducción literaria. La conferencia inaugural, en el monasterio de Veruela, correrá a cargo de Soledad Puértolas, que tendrá el sábado un encuentro con sus traductores, moderado por Mario Merlino, traductor de António Lobo Antunes. Uno de los talleres más interesantes lo impartirán Marta Pino y Amaya García, con el título de “La traducción asistida por ordenador: ‘Trados’”. Soledad Puértolas (Zaragoza, 1947) fue el Premio de las Letras Aragonesas de 2004. La otra presencia muy atractiva es, el domingo, a las doce y media, la de Alberto Manuel, que impartirá una conferencia. Manuel es un estudioso de libros, de imágenes y de autores. Habrá que oírlo. Es un gran erudito.
13/09/2004 01:55 Enlace permanente. sin tema Hay 7 comentarios.

SIMONETA, POR TI LA TARDE SE HACE LÁGRIMA

La noche se había quedado sondormida, con olor a barro, como si exhalase un aroma a tierra estremecida, volteada por los grillos y por las invisibles azadas del viento. Jorge, el guardián de las sombras, no apareció: salí casi media hora antes de lo previsto, tras ver “Quiero ser como David Beckham”, y la perra estuvo hoy muy silenciosa, tanto que pareció haberse extraviado para siempre en la maleza.
Hoy no tengo demasiadas cosas que contar. Me duele la cabeza desde hace varios días. Quizá podría decir que he visto a Rafael Margalé, que sigue recogiendo fotos de peirones y cruces alrededor de Aragón con su mujer Irene, que he hablado con Pedro Rújula, que está a punto de editar a Pirala y trabaja en la primera maqueta de un libro sobre Calanda, y que he conocido al joven Jorge Sancho, que está a punto de estrenar una obra para orquesta de cámara en Boston. He recibido un bonito correo de Víctor Juan Borroy, otro de Víctor Pardo, muy emotivo, de esos que te empujan a ilusionarte cada día y a buscar nuevas cosas que contar cuando ya no quieren que cuentes nada, y varios de Javier Burbano, que recuerdan su amistad con Alejandro Amenábar.
Bajo la parra, he disfrutado durante media hora de la antología “En la luz respirada” (Cátedra. Letras Hispánicas) de Antonio Colinas, que contiene el libro suyo que más me gusta, “Sepulcro en Tarquinia”, y “Noche más allá de la noche” y “Libro de la mansedumbre”. El primero se abre con esa pieza esculpida en sutileza y emoción, en alada belleza, que es “Simonetta Vespucci”. Es uno de los poemas que me hubiera gustado haber escrito.

Simonetta,
Por tu delicadeza
La tarde se hace lágrima,
Funeral oración,
Música detenida.
Simonetta Vespucci
Tienes el alma frágil
De virgen o de amante.
Ya Judith despeinada
O Venus húmeda
Tienes el alma fina del mimbre
Y la asustada inocencia
Del soto de olivos.
Simonetta Vespucci,
Por tus dos ojos verdes
Sandro Botticelli
Te ha sacado del mar,
Y por tus trenzas largas
Y por tus largos muslos.
Simonetta Vespucci
Que has nacido en Florencia.

Mis otras dos piezas preferidas son la de Giaccomo Casanova y la de Ezra Pound.
Casanova dice:

(...) Y yo sólo deseo salvar mi claridad,
sonreír a la luz de cada nuevo día,
mostrar mi firme horror a todo lo que muere.
Señor, aquí me quedo en vuestra biblioteca,
Traduzco a Homero, escribo de mis días de entonces,
Sueño con los serrallos azules de Estambul.

Y el de Ezra Pound tiene un principio inolvidable:

Debes ir una tarde de domingo,
Cuando Venecia muere un poco menos...

Y acaba así:

En esa callejuela con macetas,
Sin más salida que la de la muerte,
Vive Ezra Pound.

El poema a Novalis parecía escrito para esta noche:

Oh Noche, cuánto tiempo sin verte tan copiosa
En astros y en luciérnagas, tan ebria de perfumes.

(...)
Noche, Noche dulcísima, pues que aún he de volver
Al mundo de los astros, deja caer un astro,
Clava un arpón ardiente entre mis ojos tristes
O déjame reinar en ti como una luna.
14/09/2004 01:18 Enlace permanente. sin tema No hay comentarios. Comentar.

GISTAÍN, BARCELÓ, BENEDETTI, DALÍ...

Acabo de perder varias notas: sobre las fotos de Mariano Gistaín, que son admirables, la novela en color de una vida de gestos, la crónica gráfica de un mirón selectivo; sobre el diario de Miquel Barceló, “Cuadernos de África” (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores), en el que lo más chocante es la atmósfera de la selva, el viento de arena que impregna los lienzos y el escepticismo casi fatalista del creador y artesano Barceló, al que no le estremecen ni las mujeres de senos puntiagudos ni las historias de la gente anónima. También he perdido unas notas sobre el libro “Memoria y esperanza. Un mensaje a los jóvenes” de Mario Benedetti (Destino), y quiero rescribir este fragmento sobre su pasión por el deporte: “En Uruguay fui un asiduo concurrente a canchas y estadios y aún conservo el nítido recuerdo del afecto con que las ‘hinchadas’ acompañaban las jugadas a veces geniales de sus ídolos. Sin ir más lejos, la victoria de Maracaná, donde Uruguay derrotó a Brasil en la Copa del Mundo, fue, para un país pequeño como el mío, un hecho glorioso, casi equivalente a la declaración de la Independencia. Como un testimonio ilustrativo del carácter de aquellos campeones, se recuerda que el gran Obdulio Varela, capitán de aquel notable equipo, concluido el partido, no se fue con sus compañeros a su lugar de concentración, sino que concurrió a la concentración de los brasileños para expresarles su solidaridad”. El libro me resulta un poco obvio –en Sexo y amor, escribe: “Y está por fin el sexo. En la pubertad es una revelación. La masturbación inaugural, el orgasmo de estreno, no sólo revelan posibilidades corporales hasta ese momento sin estrenar, sino también una ampliación de la vida interior. Con el sexo, con el erotismo, cambian el ritmo y la calidad de los sentimientos”. Parecen palabras, demasiado sencillas, de un psicólogo, no de un buen poeta-, pero contiene fotos muy bonitas, como aquella de Cartier-Bresson, que estuvo en Ariza en 1953, tomada en México, donde ve a dos mujeres amándose, entreverando sus cuerpos en un amasijo de manos, de brazos, de lencería, de gozo a escondidas.
Y también he perdido mis primeras notas sobre “Salvador Dalí, obra completa. Poesía, prosa, teatro y cine” (Vol. III, edición de Agustín Sánchez Vidal). Es un libro emocionante, es un libro de libros, la genialidad del pintor que escribe, la genialidad del gran escritor que se distrae pintando. Como me gustan mucho los atardeceres y nunca podré ser un poeta del amor, aunque quisiera, anoto este párrafo (en las notas que he perdido reproducía un soneto de Lorca, “Narciso”) del poema “Atardecer”:
“Junto a mí han pasado dos amantes dejando a su paso aroma de amor y juventud, no se decían nada, quizá para no romper la quietud que sobre las cosas flotaba; se miraban y sonreían... Se han alejado y perdido entre las sombras de la noche ya cerrada, y me he sentido solo, y he sentido el misterio y tristeza del anochecer y hubiese querido sonreír como ellos. Qué hora más bella para los enamorados pensaba...” Al leer este fragmento he pensado en Juan Ramón Jiménez, a quien denostaron por carta Dalí y Buñuel, y he pensado en el Luis Cernuda de “Ocnos”, un delicioso libro en prosa poética. Una joya.

De esto no había dicho nada en el texto perdido. Cuando pierdo algún fragmento siempre me digo, siempre me justifico así: “Habría algo que estaba mal y tu arcángel de sombra te invita a que lo rehagas o a que lo dejes”... Me daba pereza volver a empezar. Pero hay días en que este blog, como dice Barceló de su pintura o de sus 50 ó 60 dibujos al día, me justifica. Y me anima.

También me anima Daniel y recupera su normalidad de lector. Acaba de coger “Hamburguesas” de Fernando Martín Pescador, un libro extraordinario. Algún día, no muy lejano, nos daremos cuenta de la espléndida cosecha de libros de Xordica: “La infancia y sus cómplices” de Fernando Sanmartín, “La novia parapente” de Cristina Grande, “Autos de choque” de Rodolfo Notivol, “Manila” de Santiago Gascón, “Besos robados” de Luis Alegre. No me acuerdo ahora de todos, pero esa cosecha sigue varada en el paladar y en los ríos arteriales de nuestro cerebro. Son libros de cabecera para siempre.
14/09/2004 09:47 Enlace permanente. sin tema Hay 7 comentarios.

EL GUARDÍÁN DE LAS SOMBRAS, LOS OJOS DE LA TELE

1. Hoy sí estaba Jorge, el guardián de las sombras. Busca una revista de “Soldiers raids”, de febrero de 1996, nada menos, que recuerda un campamento donde estuvo de legionario a los 18 años. Está obsesionado con ella. Hoy me ha invitado a su desordenada garita: ropa de trabajo de catorce operarios, un microondas, el rastro de una cena rápida, la linterna inmensa. Tinieblas azotadas por el viento a punto de convertirse en cierzo. Le he dicho que se ha transformado en un personaje del blog. Se consuela con la radio: la música es como una aparición y un conjuro contra el miedo. Hoy ha llegado el frío y una melancolía otoñal. Hemos fumado juntos un Camel y me di cuenta de que le hubiera gustado que ese cigarrillo hubiese llegado hasta el alba. Yo tenía frío. El guardián de las sombras no quería despertar a nadie. Un perro se desveló, en las eras, con el estrépito de nuestras pisadas. De vuelta a casa, al ver los cipreses, pensé en un poema de “Ocnos”, titulado “Amor”. El amor del poeta a tres cipreses, el amor a la naturaleza, la nostalgia de llorar por lo que se pierde como un papagayo verde.

2. He estado en Salamandra Gráfica con Nemesio Mata, Lina Vila y Silvia Aurelia Pagliano. Hablamos de grabado, de los numerosos proyecto de edición, de páginas web, de catálogos en cederrón, de exposiciones de gente joven (por cierto, exponen con gusto, en todos los rincones: en la escalera, en el hueco de los ascensores, en una sala especial...), de un raro proyecto que también podría llamarse “un nicho del arte”. Me lo pasé muy bien. Hablamos con Silvia de Argentina, de Maradona, de Óscar Ringo Bonavena (aquel hombre que le aguantó quince asaltos a Cassius Clay y se desplomó tres veces en el último asalto. Luego sería asesinado con arma de fuego en Nevada, creo) y de Carlos “Demoledor” Monzón, hombres que habían nacido para ser héroes, héroes que volvieron de la cúspide al arroyo y se sobreponen porque ya son símbolos.

3. Lina Vila es una debilidad para mí. La conocí hace algún tiempo en la Casa de Morlanes, es una gran lectora. Cree en el arte, tiene poderosos y perturbadores asuntos en su cabecita rubia y ha vuelto a Zaragoza tras dos años en la Casa de Velázquez. Acaba de exponer en Veruela “Me llamo rojo”. Había algunas piezas magníficas: tanto en pintura como en fotografía. Al retornar se ha traído con ella a su compañero, un excelente pianista de proyección internacional que busca conciertos y clases, y quizá busque entender cuál es el vasto encanto de Zaragoza. Lina Vila es hija de Pedro Vila, un mecenas inadvertido y modesto, hermana del fotógrafo Ricardo Vila (a quien debo llamar porque el otro día tuvo un pequeño accidente). Pedro Vila, que es un aragonés de una pieza (él suscribe como Pepe Melero aquello de “Todo por Aragón”), ha vuelto a su casa de San Mateo de Gállego tras una terrible intervención quirúrgica. El adjetivo es suyo. Pedro viene de vez en cuando a Albarracín, es cordial y entusiasta. Estos días, en un laborioso y forzado descanso (lamenta no poder trabajar su cuidado jardín), lee mucho y escribe pequeñas piezas, pensamientos, aforismos. Es de esas personas que se hacen querer. Le he prometido que iré a verlo a San Mateo de Gállego. No es un farol.

4. Hoy hemos grabado el primer programa de “El Paseo” sobre los diez años del Auditorio. Lo he dicho alguna vez: tenemos un equipo estupendo. Comienza en Alberto Gámez, un hermano menor que me ha regalado la televisión (como antes me regaló a Sergio Gómez, el realizador de “Viaje a la luna”, como antes me regaló a Rocío Ibarra...) y termina en Inma, el ángel que nos toca la cara. Comienza en Inma, la maquilladora, que ha estado aprendiendo más cosas en Barcelona y oyó requiebros de pasión en árabe, y termina en Alberto Gámez. En medio están Alfonso, Patricia, Jaime, Santi (un cámara menudo y simpático, que había hecho carrera en Madrid y volvió a casa, desguazado de añoranzas), Carlos Ángel, Peña, David, Elisa (que está a punto de ser mamá), María José (el alma del “Muévete” con Aitana Muñoz), Natalia, que vive una segunda luna de miel tras casarse con un japonés, que era su compañero desde hacía tiempo... Da gusto trabajar con gente así. Aprendes, te protegen, te miman y comparten tu entusiasmo. Hay días en que ir a algunos trabajos no es un deber: es un placer.

5. Me llama Miguel Mena. Tiene novela para primeros de año en Destino, la editorial donde yo he publicado tres libros. Va a ser el éxito de la temporada, con "Enterrar a los muertos" de Ignacio Martínez de Pisón, que aparecerá en febrero en Seix Barral. Y hablamos con Miguel de su nueva compañera Mónica Farré, con quien he trabajado más de seis meses, hablando de “Aragoneses ilustres, ilustrados e iluminados”. Siempre pensé que nadie nos escuchaba –estuviese con ella o con Lorena Ruano...- y he visto luego que sí, que alguien nos oía, incluso un chico duro del rock como José Manuel Tafalla. Mónica le puso voz, una preciosa voz de radio, una encendida voz de ternura, a un cuento de brujas de “Los seres imposibles”. Fue la primera vez que me di cuenta de era realmente buena. Cautivadora. De esas voces que al modular levantan una casa o un abrigo luminoso para que te quedes adentro, lejos de los violentos temporales. Y ahora me alegro de que esté ahí, al pie del cañón, en la orilla de la vida en “Estudio de Guardia” con Miguel y Juanjo Hernández, que pertenecen a esa espléndida tribu de comunicadores que entran en tu cocina y se quedan como fantasmas inevitables, como amigos en el fuego de la emoción que es la radio.
Con Julio Cortázar (estoy releyendo su teatro y sus novelas: “Los Reyes”, “Los premios”..., aunque lo que me gusta son sus cuentos y el volumen mestizo “Último round”), diría aquello tan manido ya: Queremos tanto a Mónica Farré. Queremos tanto a Lorena Ruano. Mucha suerte a las dos. Y a Miguel, y a Juanjo...
15/09/2004 14:25 Enlace permanente. sin tema Hay 5 comentarios.

LA POLÉMICA DE VICENTE CAMPO

Leo la carta de Víctor Pardo Lancina en “El País”. Poco hay que decir: es contundente, atrevida y necesaria, y tiene toda la razón de la tierra. Ahora ya saben en España quién y cómo es el alcalde de Huesca. ¿Por qué el historiador Fernando Elboj, un caballero sombrío donde los haya y ensoberbecido por un puñado de votos, siente ahora la necesidad de homenajear al alcalde Vicente Campo, muchas veces recordado, y no de hacerlo con Manuel Sender o Ramón Acín, fusilados en 1936?

Es increíble. Algunos socialistas sienten una irremediable nostalgia del franquismo. Lo más sorprendente es que Fernando Elboj escribió uno de los mejores libros de “Los fusilamientos de Jaca”. Qué terquedad tan patética la suya, qué anacronismo fascistoide de un alcalde al que nadie había llamado a esas encrucijadas.

De esto ha escrito mucho Víctor Juan Borroy en su página web y en su blog. Me dicen que va a organizar una reunión del Consejo Editorial de "Qriterio". Algunos van a asomarse por primera vez a un nuevo paraíso de Zaragoza: Villa Albina. En un sitio tan hospitalario, poseído por las aves y los céfiros, que más de uno pensará en el Hortal de Casa de Ena de Ramón Acín, en Huesca, años 30. Allí no apetece ni conspirar. Todo te envuelve con su sombra y su arrullo, y parece susurrarte en cada chicotazo de la fronda: "Carpe Diem".

Suena en mi corazón y en mi perplejidad un disco: "Éternelle Edith Piaf".

[Abro el libro "Los Cien Oscenses del siglo XX", y leo el perfil de Campo, redactado por Julio Brioso, situado por cierto después del texto de Víctor Pardo sobre Ramón Acín, al cual editó Campo, que era pedagogo, periodista, editor, y ostentó todos los cargos habidos y por haber en su ciudad. El retrato se llama "El alcalde ejemplar". Dice: " Vicente Campo Palacio, uno de los mejores aldaldes que Huesca ha tenido en el siglo XX, es el responsable en buena medida de la modernización de una ciudad decimonónica que se hallaba casi anclada en los parámetros medievales y que entró de lleno en el siglo XX de su mano... (...) Falleció en Huesca el 22 de septiembre de 1957. De él pervive en nuestra ciudad un imborrable recuerdo por su limpia ejecutoria y su gran talla de político honrado y de brillante intelectual". Por cierto, Víctor Juan habla de él en su espléndido libro "La tarea de Penélope". Tenemos que leer, para resolver esta aparente contradicción, los textos de Víctor Pardo, que no suele hablar o pugnar a humo de pajas.]
16/09/2004 09:49 Enlace permanente. sin tema Hay 6 comentarios.

A JAVIER TORRES, TRAS EL FUEGO

Querido Javier:

Qué rabia y qué impotencia ver así tu camioneta, que es como una mensajería de ilusiones, de sueños, de entusiasmo, un emisario de bondad, a cualquier hora, sobre cuatro o seis ruedas. Qué rabia: creo que tras ver las fotos de tu camioneta ya no he levantado cabeza en todo el día. No me ha importado demasiado el alcalde Elboj, al cual le he pegado con alguna dureza, ni el Espacio Goya, que me ha devuelto a casa cerca de la una. Ya había regresado Aloma de París con apartamento de 30 metros cuadros en Montparnasse. Lo lamento. Espero que pronto puedas volver a la calle, a los rincones del aire, a esas avenidas que se hacen, a tu paso, más bonitas y más libres. No sabíamos algunos de dónde habías salido o si eras de verdad o quién te había descubierto –así como eres: erudición dulce, curiosidad, ingenio, ternura de tigre que dormita lo justo; jinete en el cierzo, cartero de alegría que para todos tienes una sonrisa o una sorpresa-, y de eso hablamos hoy con un amigo que me ha prohibido citarlo aquí. Zaragoza mejora cuando tú pasas cargado de libros o con los móviles en alerta. Tus móviles son una enciclopedia de la vida con sus instrucciones de uso incorporadas. Espero que te recuperes pronto y que los gamberros no puedan dormir en tres semanas al saber que han amargado los días, varios días, a uno de los nuestros, a un tipo así, que no ha mirado mal en su vida, ni siquiera a las bestias de la noche que juegan con el fuego y envenenan el mundo.
17/09/2004 09:08 Enlace permanente. sin tema Hay 6 comentarios.

Me escribe Maite,la musa de Ángel Artal, el íntimo amigo de Patricio Julve. Me escribe Aurora Charlo, la acuarelista que recorre el mundo a impulsos de agua. Vuelven de Galicia, me cuentan maravillas. Miro en mis bolsillos y en mis archivos y rescato este texto sobre Aurora Charlo, una pintora rica de aventura y de misterio.

AURORA CHARLO O LA CLARIDAD DEL MUNDO

¿Es el acuarelista un pintor a vista de pájaro? Un pintor, queremos decir, que tiene ojos de águila, mira al horizonte y atrapa de súbito una imagen indeleble. Antes que el papel, la retina fotografía una primera visión, edifica un torbellino de color, fija la exacta luz de un paisaje. Y luego el acuarelista, ese pintor a vista de pájaro, intuición y vértigo, saca sus pinceles, sus colores y el agua. En apenas unos cuantos gestos, o ademanes de artista veloz, imprime el sueño, la instantánea de una realidad que ha interiorizado. ¿Trabaja así, en realidad, Aurora Charlo? Quizá. Trabaja con la intuición, con la sabiduría del ojo que hurta la claridad del mundo, con la sensibilidad que se afana en elegir colores que el amanecer no ofende. Trabaja Aurora Charlo con un sexto sentido, incalificable, que le permite discernir atmósferas, florestas, detalles o ríos que avanzan entre juncos y nieves hacia un mar de amor. Y todo ello lo trasvasa: le da forma, vida, aliento de lumbre con manchas. La libertad de la mano, la alegría del trazo y la hondura del agua sucia de colores del alma ahí campan en un laberinto de verdad y contemplación. Aurora Charlo tiene algo de coleccionista de senderos al crepúsculo: ahí va la eterna patinadora de los campos, la mujer que embruja los apriscos, los promontorios, las islas a la deriva y las montañas. Aurora Charlo mueve la mano que desordena el deseo: se ha confundido con la fronda y con los pájaros. Además de sus paisajes habituales –de mar, páramo, ciudad entrevista y montaña-, incorpora visiones de la nueva Zaragoza: la Zaragoza del Ebro que avanza herido bajo los puentes, la Zaragoza urbana de la calle Alfonso que parece conducir a un cuento de “Las mil y una noches”. Aurora Charlo compone, araña el color, destila belleza y evocación. Sus acuarelas –técnicamente impecables: modernas, audaces, abrazadas a la sutileza– son huellas de vida, pasos en el jardín, miradas del caminante que se detiene a tiempo y atrapa la vasta paleta de las estaciones.
17/09/2004 17:56 Enlace permanente. sin tema No hay comentarios. Comentar.

ABRAÍN, DELGADO, AGUILAR, TEIRA Y UN INCIDENTE INGRATO

1. Avanza Javier Delgado por Independencia con su barba nevada. Tiene muy poca voz y está de baja. Sigue estudiando y publicando con intensidad. A su lado, caminan Ana, su mujer, y su preciosa hija Celia. Javier me cuenta algo que le tiene entusiasmado: dentro de unos meses, Prames reeditará en edición de artista su libro “Zaragoza marina”, que publicara Luciano Gracia en la colección Poemas. La nueva edición, en formato grande, lleva un brillante prólogo de José-Carlos Mainer y unas ilustraciones de Jorge Gay. Javier está realmente entusiasmado con ambos: con el afecto y la lucidez de Mainer, y con la exuberancia, el esfuerzo y la intensidad de Gay, que es otra forma de cariño y lucidez hacia la obra poética de Javier Delgado.

2. Sergio Abraín sale del atardecer de su estudio e ingresa en la noche de las tabernas. Se encuentra con José Luis Solanilla (padre de Héctor, el gran capitán y ariete del San Gregorio de División de Honor Infantil), reportero de arte de “Heraldo”, un tipo espléndido que ama las cosas del campo, y conmigo. Entramos en la cervecería irlandesa de la calle Cádiz. Hablamos largo rato del libro catálogo de la revista “Aki Zaragoza”, en la que participan muchos escritores, pintores y diseñadores de la ciudad. Convenimos que algunos miran con prejuicios esa publicación que es un inventario inagotable de gentes, de tribus urbanas, que viven y gozan la ciudad: Zaragoza. Abraín, apasionado de las máquinas como su padre y ahora artista casi escéptico pero vitalista, dice que su trabajo con los enfermos mentales ha tenido tal repercusión que le están llamando de distintos países europeos –Italia, Bélgica, Hungría o Rumanía...- para que explique esa labor. Son cinco o seis invitaciones que ya ha aceptado. Como dijo un famoso director de periódico cuando un amigo publicó un artículo en una revista madrileña, Aragón exporta talento. La taberna está llena de mujeres preciosas. No son éstas las que salen en los programas “telebasura” ni en los “Gran Hermano”de turno.

3.Anoche se presentaba en Huesca el libro “Los Cien oscenses del siglo XX” y se produjo el inesperado encuentro entre el alcalde Fernando Elboj y Víctor Pardo Lancina. Elboj, a pesar de la carta en “El país” y de que hubo de retractarse del monumento a Vicente Campo Palacio, dio un paso al frente y le tendió la mano a Víctor. “Fue un cálido estrechón de manos”, nos dijeron. Elboj mantuvo la mirada, desafiante y seguro, como un pistolero encarnado por Clint Eastwood. Punto final a un incidente ingrato. Como me ha pedido un amigo, el señor Elboj no volverá a aparecer en este blog. Por cierto, uno de los oscenses de talla universal que no aparece en ese volumen es Javier Tomeo. Ese olvido invalida por completo el título...

4. José Antonio Aguilar pasea por Independencia la programación secreta del festival de cine de Fuentes. Volverá a haber muchas sorpresas. No quiso adelantar nada, “La luz del entendimiento / me hace ser muy comedido” escribió Lorca en “La casa infiel”. Sabemos sí que, entre las sorpresas de este año, estarán José Luis Borau y que un encuentro entre cortometrajistas de Galicia y Aragón, que serán recibidos o presentados consonidos de gaita. “Punteiros de gaita acompañárano”, dijo Luis Pimentel, mi poeta gallego preferido con Luis Amado Carballo del 27, en un poema estremecedor: “Enterro do neno pobre”. Aguilar ha buscado complicidades ocultas en Luis Alegre, el amante de Halle Berry, que prepara por cierto para Historia del cine español de los últimos años para la editorial madrileña Pons.

5. Querría contar que la otra noche me encontré también con un escritor estupendo y un formidable ser humano: Félix Teira. Sé que no debo excederme en los elogios porque a veces resultan inverosímiles, pero no es el caso, no es el caso. (Por ejemplo: me llega la trilogía de Juan Goytisolo de “El Aleph” y confieso que es un escritor que detesto, que lo que hace y lo que dice, por lo regular, me dan como tres patadas en la espinilla. No soporto su afán de trascendencia permanente. Quizá sea un poco arbitrario, sólo un poco, con él). Volvía de cenar con amigos con su mujer María, ya recuperada del todo. Ha remontado una enfermedad difícil y convenimos con Félix que está más bonita que nunca. Félix, que vive la literatura con un nuevo sosiego, igual que me ocurre a mí, tiene un nuevo libro de relatos en busca de editor. En realidad, su agente ya ha conseguido editorial. Saldrá próximamente. Félix Teira, del que me habló por primera vez hace más de una década Gerardo Alquézar, es un prodigioso conocedor de los secretos de la guerra y posguerra de Belchite y un fantástico narrador oral que nunca se las da de nada. Jamás le hemos visto un borrón de pedantería, de grandilocuencia o de vanidad.
18/09/2004 17:48 Enlace permanente. sin tema Hay 7 comentarios.

ZARAGOZA. MUCHA ALEGRÍA LEJOS DEL MAR

En un otoño de cierzo enloquecido llegué a Zaragoza. Hace más de un cuarto de siglo. Fue al alba y olían a sudor los trenes. Sabía poco, muy poco de esta ciudad. Al principio, mis primeros amigos me llevaron al “Pachá” o a “Bohemios”. Años después me llevarían al “Café Avenida de la Ópera”, “La Marioneta” o al “Café del Sur”. Recuerdo que buscaba el mar de Galicia en el Casco Antiguo: primero en “La taberna del mar”, en Casta Álvarez, y luego en “Lumpen” (Javier Delgado estaba a punto de revelarme lo que andaba buscando en “Zaragoza marina”). Cuando se preparaba la apertura del local me dejaba caer, trabajaba un poco y luego comía pisto o fritada aragonesa que me sabía a gloria. En las calles sonaban Los Pecos y había un dispensario de pan que vendía leche Ato. Más tarde, en una de esas noches erráticas en que no vas a ningún sitio, entré en “El Fuelle” y conocí a Luis Alegre y a Mariano Gistaín, a quien leía con devoción. Recuerdo que mi suegro se tronchaba de risa leyendo su sección “Las espinas de la rosa” en “El día de Aragón”, donde contaba impresionantes historias de extrañas parejas que iban de aquí para allá, con su laborioso amor a cuestas, y acababan discutiendo en “El Ángel Azul”, que fue otro de mis bares. Allí conocí en el verano de 1987 a Pepe Melero, que me regaló un libro que había dedicado al nacimiento de su hija Iguácel –conservo el volumen con una dedicatoria de copista exquisito que trabaja para Lastanosa en un oculto monasterio- y que me habló de su amigo del alma, el poeta, el editor y noctámbulo, Luciano Gracia, que acababa de fallecer.
Coincidía con Luis Felipe Alegre, con Ángel Guinda y con algunas hermosas muchachas que querían ser actrices. Para seducirlas, debías hacerte el interesante y oír sesudas reflexiones sobre August Strindberg, el método interpretativo de Stanilawski, el teatro pobre de Jerzy Grotrowski o el surrealismo escénico de García Lorca. A principios de los 80, un forastero que hubiese leído “Comedia sin título” o “Así que pasen cinco años” prometía dar mucho de sí. Luego, una vez que habías fracasado en el asedio, de nuevo anudado al cierzo de la madrugada, salía a Independencia y recitaba, como un pájaro solitario que ha perdido sus riberas, versos a la luna, versos a aquellas jóvenes que querían ser princesas y siempre preferían a otro. Luis Felipe Alegre me acompañaba en una de estas caminatas y de repente sacaba unos folios de su chaqueta y leía las últimas composiciones de Ángel Guinda. Era un poeta “maldito”, siempre de negro, que hacía tertulias en “Balmoral” y adoctrinaba a un pelotón de jóvenes discípulos. Tiempo después tendría un gato al que puso de nombre Baudelaire.
Cada día me gustaba más esta ciudad: Zaragoza siempre me ha parecido un territorio hospitalario, un ciudad que exige ser descubierta día a día, en sus garitos, en sus tiendas, en sus callejas angostas, en sus habitantes. De “Aki Zaragoza” (cumple 18 años y me ha pedido este texto; publica un lujoso catálogo de escritores y pintores y enamorados de la noche) siempre me ha sorprendido la cantidad de tribus urbanas que encontraba a cualquier hora y en cualquier sitio. Rostros para el mundo, gente feliz asomada a una barra de bar o a un objetivo discreto. Fui un halcón pasajero capaz de enamorarme de una prostituta de Lisboa en el “Cosmos” o de ir a ver las piernas interminables de un showgirl ucraniana en un local de Camino de las Torres. Mis bares luego se fueron haciendo más diurnos: “El Emir”, “El Levante”, “El Voltaire”, el “Juan Sebastián Bar”, el “Babel”, que es como un estudio de artista: Sergio Abraín. También fui de discotecas en mis años de bingo, ya casi no me acuerdo de los nombres: “Scratch”, “Garden”, tal vez. Navegué la noche brasileña de “Caipirinha” y al final, tras haber vivido casi una década lejos de Zaragoza, me he vuelto convencional: mi lugar preferido de cháchara, alcohol y muy poca malicia es “Casa Emilio”, aunque también me dejo caer, más bien poco, por el “Azul”, “El Presidente” (allí, sobre todo, espero. Espero a alguien que siempre se retrasa) o “La caja de los hilos”. O “La factoría”, que es como mioficina improvisada en un local ajeno y lleno de gente a la que desconozco.
Esta ciudad es otra: la misma y distinta. Multirracial y acogedora. Como una concha para refugiarte, como un tiovivo que gira a su capricho. Como un observatorio hacia el mundo que, a su vez, contiene el mundo. He visto, en la gente de todos los colores y latitudes que pasa, muchos mares de vida, mucha alegría lejos del mar.
19/09/2004 11:45 Enlace permanente. sin tema Hay 10 comentarios.

ENTREVISTA CON LINA VILA

Hablaba aquí el otro día de Lina Vila (Zaragoza, 1970). Acaba de regresar a Zaragoza tras dos años en la Casa de Velázquez. En medio queda mucho trabajo, el premio Isabel de Portugal de pintura de 2003 y la muestra "Me llamo rojo", que hemos podido ver en el monasterio de Veruela, y sus nuevos trabajos para Salamandra Gráfica. Reproduzco aquí para los interesados el acta de una conversación con ella.

“El cuerpo también es un laboratorio de miedos”

¿Recuerda desde cuándo le atrae el arte?
-Desde que tuve la primera caja de colores. De inmediato fui a un taller de pintura de un familiar lejano. Fue un gran placer poder dibujar en una cartulina grande, usar las ceras, jugar con el color. A los ocho años dije: “De mayor sólo querré estudiar Bellas Artes”.

¿Le marcó especialmente la figura de su padre Pedro Vila?
Creo que sí, pero más tarde. Tiene un modesto taller de reparación de motores, es un aragonesista entusiasta, amante de su tierra, defensor de algunas tradiciones como la alfarería. Tenía una gran curiosidad por todo, pero tardé en darme cuenta. Es observador, ha leído mucho y es autodidacta. Hace poco descubrí que escribía poemas y que investiga. Acaba de presentar un vídeo sobre la sabina: tiene ideas utópicas. Todo ello ha sido un feliz descubrimiento.

Sigamos: ¿cómo fue su evolución?
Estudié aquí con Cano Peñarroya, que fue básico para mí: me enseñó a dibujar desde el clasicismo más absoluto, lo cual me sirvió para aprobar el ingreso en Bellas Artes en Barcelona.

¿Qué ocurrió en Barcelona?
Barcelona es uno de los lugares ideales para vivir. Me gusta mucho por su arquitectura, por la propia gente y por el movimiento cultural, diferente al de Zaragoza. Me fui en el curso 1988/1989, y vivía sola por primera vez, me enfrentaba a unos estudios que me gustaban muchísimo. Yo no quería dar clases, claro, soñaba con dedicarme a la creación.

¿Qué pintores admiraba en aquel momento?
Toulouse-Lautrec sobre todo. Y Goya desde siempre: las “pinturas negras”, “Los desastres de la guerra”... Eso lo había aprendido en casa. Y en cierto modo, comencé con una obra impresionista y derivé hacia una estética más expresionista, con algunos destellos surrealistas.

Creo que en aquellos años en Barcelona estudió con Alicia Vela y vivió con la joven artista María Buil, que le precedió en la Casa de Velázquez.
-Con Alicia Vela hice grabado. En cuestión de concepto me enseñó mucho. Me insistía mucho en la idea de obra única o múltiple, en la pérdida del aura. Me decía que más que la formación técnica incluso, era imprescindible la formulación conceptual, la idea. Y eso me influyó mucho. ¿María Buil? Vivimos un tiempo juntas cuando hacíamos un curso de postgrado: “El dibujo como instrumento científico”. Es una gran pintora. Nos seleccionaron para una muestra.

-¿Cuándo volvió a Zaragoza y cómo se planteó la carrera?
-Regresé en 1995. Monté el estudio poco a poco, pintaba todo lo que podía y daba algunas clases para sobrevivir.

-Quizá la exposición que la dio a conocer fue la de Casa de Morlanes hace un par de años casi. Se titulaba “La vida y sus sombras”, y anunciaba un mundo desapacible, inquietante... ¿Por qué, de dónde procede todo eso?
-Viene del miedo a la muerte, al paso del tiempo...

-¿No me diga que le perturban esas cosas a su edad?
-Sí. Y me explico: crecí con mi abuela materna, Juana, la vi envejecer, la vi morir. Fue una persona muy especial para mí. Creo que todas estas obsesiones vienen de ahí. Era ciega. La dibujaba constantemente, cientos de veces incluso. Era mi modelo más constante. Y la conciencia de la finitud me ha llevado a reflexionar sobre el paso del tiempo, la vejez, las herencias inmateriales, los lazos de la memoria.

-¿Explicaría todo eso otra constante de su obra: la fragilidad?
-Tal vez. Percibo la incertidumbre de estar aquí, lo vulnerables que somos, me duelen las guerras. Hay demasiadas cosas que no puedo entender...

-Ese desamparo es doliente, metafísico. ¿Por qué ha elegido el cuerpo como forma constante de expresión y de investigación?
-Viene de una evolución. El cuerpo es el contenido: es la sombra y es el interior, y a mí me interesan cosas como el cuerpo desechable y renovable, la idea de lo sano y lo insano, la utopía de permanecer. No quiero ser una artista ensimismada, no quiero mirarme el ombligo, aunque reconozco que no soy expansiva y que miro mucho hacia adentro...

-A veces, da la sensación de que está usted próxima a Frida Kahlo, a Cindy Sherman, a Marina Abramovic...
-Quizá haya alguna semejanza, con Frida Kahlo especialmente (le interesaban el cuerpo, el dolor, los órganos interiores y sus sombras), pero yo intento buscar mi camino: si salen muchas mujeres en mis obras es porque es lo que conozco, pero no es un discurso feminista. El cuerpo también es un laboratorio de miedos: yo no tengo conciencia católica, no creo que después de la muerte venga el paraíso, entonces ese tránsito me parece doloroso y punto. Caemos todos muy pronto en el olvido. Hay una artista que no ha nombrado y que me gusta muchísimo: Louise Bourgeois.

-¿A qué se debe que titule muchas de sus obras “Vanitas”?
-Quizá porque es una palabra que define nuestro estado mental. Tenemos la vanidad de pensar que vamos a estar aquí siempre cuando somos de condición efímera, y yo lo expreso mediante la presencia de la calavera barroca, el reloj de arena...

-Sorprende en usted el empleo de tantas técnicas o disciplinas: dibujo, fotografía, instalación, pintura...
-Sobre todo me siento dibujante. A veces, lo que no puedes expresar con el dibujo, lo haces con la pintura. Con frecuencia se queda corta la dimensionalidad, y optas por ensancharla, aunque la obra sólo se acaba cuando la ve el espectador. En cualquier caso, creo que aquí no tenemos una formación técnica importante. Al menos yo.

-¿Cómo valora su estancia en la Casa de Velázquez?
-Me ha venido muy bien. La dedicación al arte es completa. No tienes que hacer encargos, que también ayudan a vivir: trabajas, experimentas, desarrollas una gran libertad y estás en un ambiente ideal, casi monacal, con artistas, con buenos talleres y bibliotecas, en Madrid. Es como si eso, comparado con esta ciudad ideal para vivir que es Zaragoza pero deficitaria en términos artísticos, te ahorrase pasos. En Aragón debemos potenciar la educación artística, crear talleres en los museos y ayudar a que la gente abra sus mentes.

-¿Y qué significó el premio Isabel de Portugal de pintura de 2003?
-Me ha ayudado mucho: fue un estímulo para continuar y vencer algunas zozobras.
19/09/2004 20:36 Enlace permanente. sin tema Hay 2 comentarios.

UN ENIGMA CON FANTASMA

CUENTOS DE MARTÍN MORMENEO / 3

Le pareció un encargo extraño, pero lo aceptó. Era el primer trabajo profesional que le hacían en el barrio, que cuenta con un fotógrafo de mucho prestigio como Javier Cruces, y creyó que no debía rechazarlo. El hombre le dijo: “Me he atrevido llamar a su puerta porque vi la placa, ‘Manuel Martín Mormeneo. Fotógrafo de tambores y bombos’. Lo que voy a pedirle tiene muy poco que ver con su especialidad. ¿Querría saber si me haría un reportaje de una casa abandonada?”. El hombre entró y los dos bajaron al estudio del sótano. Allí, entre los focos, la colección de cámaras y la biblioteca de fotografía, le explicó que se trataba de Villa Adoración, que estaba a merced de la espesura y la suciedad. “Ahora los chicos la conocen como ‘La mansión del Americano’. Fue de mis abuelos, de mis padres, y ahora es mía. Esa es toda la información que precisa”. Concertaron un número mínimo de fotos, un plazo de entrega, el precio y algunas características de las tomas. El hombre le concedió total libertad, “aunque me gustaría que fuesen tan artísticas como las que cuelgan en sus paredes”, le pidió. Manuel Martín Mormeneo pensó que era un encargo misterioso, casi inquietante, pero a él no le pagaban por hacer preguntas. Conocía vagamente la casa: durante sus sesiones vespertinas de footing la había visto por fuera y la había mirado siempre con cierta inquietud. El conjunto en general imponía pavor, las paredes estaban desconchadas, la maleza avanzaba dispuesta a engullir los últimos escombros, y le llamaban la atención los restos de un campo de tenis que también tenía una pared de frontón y una dependencia cochambrosa que debió ser un molino. Se accedía al caserón por un camino sombrío, junto a la acequia, y por la carretera. Trabajó como solía hacerlo, con meticulosidad, estudiando cada ángulo y apoyándose en sus cuadernos de notas. Lo hizo durante varios días, con diversas cámaras y objetivos, disparando al alba, con las luces duras del mediodía y al atardecer, cuando el cielo derrama esa iluminación amortiguada de sangre, oro neblinoso y sueño. También operó de noche, con trípodes y con focos específicos, sin otra urgencia que la de su propio miedo. Aquella naturaleza en desorden no sólo estaba viva, adquiría caracteres monstruosos. El aleteo de cualquier ave o el chicotazo del viento multiplicaban el pavor. Martín Mormeneo combinó el blanco y negro con el color, mandó repetir algunos positivos, seleccionó 60 fotos de un total de 300, y al cabo de un mes le entregó el álbum. Unos días antes se había cruzado con Javier Cruces. “No sé si lograrás lo que quiere. Por lo menos otros seis fotógrafos hemos hecho antes el mismo reportaje”, le dijo. Ese encuentro lo había dejado muy intrigado y en el fondo lo estimuló todavía más, hasta el punto de que fue a repetir algunas tomas nocturnas y tuvo la suerte de captar los ojos vidriosos de una lechuza. ¿Qué querría en realidad? Le entregó el reportaje con seis fotos más de las que había previsto, 60 y no 54, y le dijo que lo mirase con calma. “No me diga nada. Ya me llamará luego”. Lo hizo a la mañana siguiente: “Señor Mormeneo, han quedado muy bien. Es usted un buen profesional. Sus fotos me han llevado a evocar muchos recuerdos de familia. No he dormido en toda la noche”. Sin embargo, el fotógrafo intuyó su decepción, su falta de verdadero entusiasmo. “¿Qué ocurre? ¿Qué es lo que no le ha gustado?”, le preguntó. Y el otro respondió con pesadumbre: “Tampoco ha sido usted capaz de retratar el fantasma”.
20/09/2004 00:57 Enlace permanente. sin tema No hay comentarios. Comentar.

PROGRAMA DEFINITIVO DE LOS II ENCUENTROS EN EL PARAÍSO

II ENCUENTROS EN EL PARAÍSO

El Maestrazgo: el hombre inscrito en el paisaje

Curso monográfico, de jueves a sábado:

-Taller de Pintura del paisaje, que imparte el pintor Pepe Cerdá. Cerdá ha vivido varios años en París, ha estado becado en la Casa de Velázquez y sus últimos trabajos giran en torno a la pintura de historia, donde el paisaje tiene una gran importancia. Habrá clases teóricas y prácticas, con salida al campo para realizar pintura al natural.

Miércoles, 29 de septiembre

Sesión monográfica:
El paisaje de la guerrilla. Historias humanas del maquis

A las 17 horas
-“Geografía y política del maquis en el Maestrazgo”. Por Fernando Martínez de Baños. Doctor en Historia.

A las 18. 15 horas
-“Autobiografía de un guerrillero de la agrupación de Levante y Aragón”. José Manuel Montorio, “El Chaval”, un exiliado español, de Borja, que reside en Praga.

A las 19.30 horas
-“Historias de un pueblo: Santa Cruz de Moya. Memoria de un lustro dedicado a la historia del maquis”. Por Pedro Peinado, coordinador del proyecto La Gavilla Verde.

Jueves, 30 de septiembre

-Mañana.

-Taller de Pintura del paisaje. Con Pepe Cerdá.

A las 17 horas.
-“Evocación, presente y futuro de la masía”. Por Arturo Daudén Ibáñez, árbitro internacional y doctor en Biología.

A las 18.15 horas.
-“El Maestrazgo: un paisaje para la enseñanza”. Por Víctor Juan Borroy. Profesor universitario e historiador de la pedagogía.

A las 19.30 horas.
-“El Maestrazgo: la vida, las fiestas, la naturaleza, la gente”. Fotografía de Mario Gómez, fotógrafo profesional.

Concierto. A las 23.15 horas
-Distritocatorce. Concierto acústico.

Viernes, 1 de octubre

-Taller de pintura.

A las 17 horas.
-“Viajeros extranjeros por el Maestrazgo”. Por Pedro Rújula, historiador y coordinador del libro “Maestrazgo, laberinto de silencio”.

A las 18.15 horas.
-Proyección de vídeos sobre el Maestrazgo: “Maestrazgo, lecturas de un viajero”, “Los telares de La Iglesuela del Cid”, “Maestrazgo, tierra de castillos” y una selección de otras piezas sobre Mosqueruela, La Cuba, Fortanete, Cantavieja... Por Eugenio Monesma, realizador de cine documental.

A las 20 horas.
-“Patrimonio artístico y arquitectónico del Maestrazgo”. José Vicente Querol. Geógrafo y técnico en desarrollo rural.

A las 23.30 horas.
-Concierto de Vinos Chueca. Canción de humor y protesta. Con Fernando Bastos, “Magras”, Pepe Vázquez, Bobby Chueca y otros…

Sábado, 2 de octubre.

A las 11 horas.
-“El paisaje contado. Revistas de viajar en Aragón”. Con Santiago Cabello de “Aragón rutas”; Plácido Serrano de “La magia de Aragón”, José Miguel Martínez Urtasun de “Viajar por Aragón” y Pablo y José Ignacio Perruca de “Verde Teruel”. Proyección de fotos y maquetas. Coloquio.

A las 17 horas.
-“Soldados del Maestrazgo desaparecidos en los campos de concentración”. Por Juan Manuel Calvo Gascón, profesor e historiador.

A las 18.15 horas.
-“Ecos de los templarios y otras Órdenes Militares en el Maestrazgo”. Antonio Valero, catedrático y apasionado del tema.

A las 19.30 horas.
-“Visiones del Maestrazgo, de Gúdar y de Teruel”. Fotografías de Pedro Pérez Esteban.

A las 23.30 horas.
Concierto de Gonzalo Alonso y su banda. Gonzalo Alonso es profesor de música en Andorra, fue integrante de Días de Vino y Rosas, y es compositor de bandas sonoras y temas de rock, fusión, flamenco y jazz, y cantante. Se acompaña de seis músicos.

Domingo, 3 de octubre.

-A las 11.
“Pintura de paisaje: visiones de la naturaleza en el arte”. Coloquio de Pepe Cerdá con Antón Castro.

-A las 12.30.
-Muestra de las obras del taller de Pintura de Pepe Cerdá. Clausura.

Dirección: Antón Castro
Coordinación: Cristina Mallén

Organiza: Asociación Centro Cultural de Cantavieja.

Patrocinio: Departamento de Medioambiente del Gobierno de Aragón / Comarca del Maestrazgo.

Colaboran: Ayuntamiento de Cantavieja, Diputación de Teruel, Mancomunidad Turística del Maestrazgo, Ibercaja de Teruel y Caja Rural de Teruel.

Las conferencias tendrán lugar en las dependencias del Centro Cultural de Cantavieja.

Contacto: Cristina Mallén Alcón. 652 046 887
Email: encuentrosmaestrazgo@hotmail.com
20/09/2004 18:54 Enlace permanente. sin tema Hay 2 comentarios.

DOS LIBROS DEDICADOS: GUELBENZU Y CARMEN SANTOS

Me sigue haciendo ilusión recibir libros dedicados. José María Guelbenzu, que me deslumbró con “El río de la luna” cuando empezaba a amar la literatura, me remite “La muerte viene de lejos” (Alfaguara, 2004) con esta nota: “Para Antón Castro. Hace mucho que no nos vemos, así que tómate este libro como un encuentro”. Así me lo tomo porque aquí vuelve al relato policial, que ya tocó en “No acosen al asesino” (Alfaguara, 2001). Vino a presentarlo a un Instituto a Zaragoza y los alumnos le cosieron a preguntas y le hicieron reflexiones que le dejaron estupefacto. Me lo pasen muy bien oyéndolo y oyéndolos a ellos. Hay pocas más bellas que encontrarse con profesores que estimulan a los alumnos con uno de tus libros, que te respetan, y que transmiten una parte de tu esfuerzo y que, además, los jóvenes son capaces de darle lecciones críticas sobre tu propia obra. Aquí, en esta nueva novela, narra la historia de un avaro que aparece muerto en su propia casa, en la cocina, debido a emanaciones de gas.
Todos piensan que ha sido un accidente y no hay caso. Pero dos años después, Carmen, que fuera secretaria de la Juez Mariana de Marco, le sugiera a su jefa que abre el caso porque ella intuye que ahí ha habido un asesinato, cometido por un sobrino del anciano. La novela elabora una intriga apasionante que no excluye las sorpresas. Se percibe que Guelbenzu ha escrito este libro con un enorme placer y un vehemente, casi juvenil, sentido de la aventura. Jamás olvidaré una entrevista larga que le hice, la segunda que me encargó Marisa Blanco (la primera había sido en el Ritz a Luis Landero), para “ABC Cultural”. Estuve en aquella casa llena de libros que había visto muchas veces en los periódicos y revistas: aquella vivienda era una inmensa biblioteca en varios idiomas, una inmensa discoteca, con algunos apéndices: una cocina, baño y dormitorio. Lo demás, ya digo, eran libros y ediciones preciosas. Los Guelbenzu acababan de adoptar entonces a niña creo que colombiana. Eran otros tiempos, de anteayer mismo. Hablamos de Henry James, de Javier Marías, de García Hortelano, de Juan Benet, y lo que más me gustó fueron las certezas de Guelbenzu, que no se parecían nada a las mías. Aquellos dos años yendo y viniendo a Madrid (Sampedro, Gonzalo Suárez, Juan Eduardo Zúñiga, Francisco Ayala...), a Barcelona o Almería (José Ángel Valente) para hacer entrevistas fueron preciosos. Ahora las cosas han cambiado y he salido por la puerta falsa de la publicación, sin acritud, aunque allí era, fui condenadamente feliz. Y de ese tiempo sólo deriva una impresión de gratitud. Como me dice alguien, no soy capaz de conservar las amistades o las influencias; me llevo rematadamente mal con el teléfono móvil. Como me decía una novia, soy amable pero tengo algo inaccesible que impide acercarse a mí. Eso sí, me lo decía una novia fugaz que tras el primer beso me dijo que amaba a un estudiante de arquitectura que escribía poemas a las piedras y a las esculturas, y era con quien le apetecía acostarse...

También recibo otro libro dedicado y confieso que me hace mucha ilusión: “La cara oculta de la luna” de Carmen Santos (DeBolsillo, 2004; 485 páginas), con dos notas nada frecuentes: “Inédito” y “Best-seller”. Es cierto que no es normal que una primera novela, contratada además por la Agencia de Carmen Balcells, aparezca en una colección de bolsillo. La novela narra varias historias de amor: primero la del ex bohemio, y ahora empresario, Julio con Paula. Pigmalión y su musa. Cinco años después de la boda, el sofisticado y un tanto misterioso esposo desaparece en los canales de Ámsterdam. NO es que desaparezca: se cae al agua sucia del Canal ante la atónita mirada de un grupo de catalanes (Julio pertenece a una familia de clase alta de Zaragoza; es sofisticado y estiloso, y por eso su novia, que tiene algo de Joan Fontaine en "Rebeca", la consideran una subespecie de buscona). Paula inicia la búsqueda y acaba de Innsbruck, donde establece una relación amorosa con un alemán. Ese paso le permitirá descubrirse a sí misma, afirmar su carácter. Determina correr la primera aventura de su vida, de una vida que sólo gobierna ella.
Carmen Santos me ha puesto: “Para Antón Castro, que me hizo mi primera entrevista (y fue muy considerado). Espero que te guste esta historia donde (casi) nada es lo que parece. Un abrazo”. Me ha gustado recordar esa entrevista en el “El Paseo” de RTVA, que inicia ahora su tercera temporada y por el que ya han pasado más de 150 escritores de Aragón, España y el mundo.
Carmen Santos, que había venido por primera vez a una televisión, fue dos o tres veces al baño antes de recrearnos en aquella historia de una mujer madura y en crisis, aunque fogosa, que se enamoraba locamente de un muchacho, al que la autora hacía hablar en un cheli no siempre feliz que quiso ser gallego, creo... Aquí vuelve a mostrar su pasión por las lenguas: el catalán, el inglés, algo de alemán. Carmen Santos, que llegó a escribir cuentos en alemán, vivió en Düsseldorf desde los cuatro a los 16 años. Luego regresó a Valencia, y finalmente se instaló en Zaragoza. Hacia 1988 dijo adiós a muchas cosas y se inclinó hacia la escritura. Ha sido, es, otro descubrimiento de Fernando Jiménez Ocaña, como antes lo fuera Carlos Castán...
21/09/2004 13:25 Enlace permanente. sin tema No hay comentarios. Comentar.

PERICO FERNÁNDEZ: TREINTA AÑOS DE GLORIA

Hace treinta años, o quizá más, en aquellas madrugadas de lluvia, me levantaba para ver con mi padre los combates de boxeo. Las luces de los vecinos se encendían casi a la vez. Sólo las mujeres dormían. El primero que recuerdo fue uno de Tommasso Galli contra Ben Alí. Y luego ya vinieron los de Cassius Clay, que era mi héroe cansado hasta aquel prodigioso molinete de golpes que asestó a George Foreman en 1974; los de Pedro Carrasco, que peleó como un jabato en tres ocasiones contra Mando Ramos y perdió su sonrisa de “marinero de los puños de oro”, y por supuesto los de José Legra, “El puma de Baracoa”, que me fascinaba cuando apuraba la secuencia vertiginosa del uno-dos, uno-dos, uno-dos...
Más tarde, empecé a ver a otros púgiles como José Manuel Ibar “Urtain” –vi sus peleas increíbles ante Peter Weiland, las dos carnicerías brutales con Jürgen Blin y la paliza impresionante que le propinó el zurdo británico Henry Cooper, el único hombre que había enviado al tapiz a Cassius Clay en sus mejores días antes de recibir un huracán de golpes de venganza-. Por recordar, recuerdo aquella pelea del sordomudo José Hernández contra el campeón italino Carmelo Bossi en Barcelona; el púgil había pedido que la gente le animase sacando los pañuelos; perdió a los puntos. No la vi en la tele, la seguí por la radio con el corazón en vilo, igual que le había sucedido al niño Julio Cortázar y su madre cuando siguieron por las ondas la batalla de Firpo y Dempsey.
Y por aquellos días, de la nada (no de la nada, del hospicio) pero como un meteoro, apareció un jovenzuelo que tenía una maza en sus manos: Pedro Fernández, Perico Fernández, nacido en Zaragoza 1952. Recuerdo el combate por el título europeo con Tony Ortiz, al que había visto pelear muchas veces con su estilo desordenado y furioso, con un bravío corazón de toro. Nadie apostaba en serio por aquel Pedro Fernández, que enviaba a dormir a sus rivales con una rapidez deslumbrante. En junio de 1974 se escenificó el nuevo fratricidio –antes habíamos visto pelear a Folledo y Galiana, a Carrasco y Velázquez...-, y a los puntos parecía ganar un desbocado Ortiz, pero cuando la pelea acariciaba su final, el aragonés colocó una de sus temibles manos y envío a la lona al calvo y gladiador boxeador.
Y de ahí a Roma, ante Lion Furuyama. El título se había quedado vacante por la fuga de Bruno Arcari a un peso superior –en aquellos días reinaban muchos italianos en Europa: Arcari, Nino Benvenutti, Carmelo Bossi, el ya citado Galli-, y Perico tuvo su oportunidad. Fue una pelea heroica, terrible. Furuyama atacó sin cesar y Perico golpeó a la contra, con una costilla rota. En el séptimo u octavo asalto le estampó una mano en el mentón y el japonés se quedó turulato, a punto de desplomarse, con el pundonor quebrado. Como si soñara despierto. Ese golpe y algún otro de impacto estratégico le permitieron a Perico culminar un gran sueño. Quizá fuese un match nulo, pero el jurado valoró más la precisión y el punteo brutal de Perico que la combatividad de Furuyama, que jamás se resarció de esa derrota. Perico Fernández se coronaba campeón del mundo tal día como hoy hace 30 años.
Poco después, en abril de 1975 vimos todos el mejor combate de Perico Fernández ante Joao Enrique, que era un estilista formidable, un púgil de escuela, un caballero sobrado de palmarés. Perico le boxeó de tú, sin marrullerías, sin emular al peor Clay, a aquel que hacía un boxeo tan trabado y complejo, y fue hacia delante, mandando. Gobernó tan bien la lucha que le cogió de lleno y lo mandó a dormir. El elegante Henrique se trastabilló y de desplomó como un cristal que se descompone en músculos, en extremedidades, en dolor...
Luego ya vino aquello de “la puta calor” ante Muangsurin (que nos hizo llorar: así éramos de sentimentales con nuestros dioses), el paulatino descenso hacia las tinieblas y la búsqueda de su lugar en el mundo. Perico tenía una facilidad increíble, un golpe demoledor que parecía dulce, una intuición animal superior a su inteligencia. Ha hecho muchas cosas, ha sido objeto de dos libros [ayer vino Javier Lafuente para que le dejase los dos libros que tengo de Perico: el de Alberto Maestro, y el de Mariano Gistaín y José Antonio Ciria, que publicó “El día”. Hoy Javier le dedica tres páginas a Perico en “Equipo” (estuve ahí tres años deliciosos) y Alejandro Lucea lo entrevista en “Heraldo”. Siento nostalgia de no escribir ya en deportes; durante estos 17 años de vida en los periódicos ha sido una de las razones que me han impulsado a ir a la redacción], se dedica a pintar, ha sido objeto de un disco de Enrique Bunbury, “Flamingo’s”, el que más me gusta de los suyos, que ya es decir, y sigue ahí, viviendo a tumbos, con tres hijos que se llaman Pedro, con treinta años de gloria a sus espaldas. Todo un personaje, toda una leyenda, un fragmento de memoria que nos enfrenta a nuestros sueños de adolescencia.

Querría contar una anécdota final. Hace algunos años tuve que buscar una nueva casa. Me echaban de Toledo 20, y fui a ver una a un barrio. No sé si era La Bozada. Conservaba aún algunas fotos del púgil y el rastro blanco de una gran cabeza de toro en la pared. Me dijeron: “Aquí ha vivido hasta hace unos meses Perico Fernández. Dos veces campeón del mundo de boxeo”. Nada menos.
21/09/2004 15:11 Enlace permanente. sin tema Hay 41 comentarios.

UN MALENTENDIDO, UNA NOCHE, UN TREN HACIA NINGUNA PARTE

Anoche me llamó mi hermano. Hablamos de los padres. Y no sé bien por qué hubo un momento en que lloró por teléfono. Mi hermano avanza hacia los 53 años. Me emocionó su fragilidad a medianoche.

Hemos tenido una relación difícil durante algún tiempo. Los malditos malentendidos. Sin embargo, yo siempre lo he querido con locura. Me busco de niño y lo veo a él. Primero en los días de escuela: sólo coincidimos un año y él era un inadaptado feroz, al que encerraban en el retrete y al que siempre le buscaban peleas a la salida del colegio. Incluso teníamos una medio tía, que en realidad era tía de un primo hermano, que tenía delirios y periodos de insoportable locura, que lo encorría entre los maizales, en medio de una selva de maleza. Mi hermano lo dejó todo: quiso ser peluquero, mecánico, sastre, y para mí era el mayor seductor del mundo. Yo amaba a los mujeres bonitas por los ojos de mi hermano. Teníamos un álbum de fotos que yo ordenaba; eran las fotos que mi hermano se hacía con sus amigos y amigas en las fiestas, en los viajes, en los domingos del Penal, un descampado del fútbol y de los primeros amores. Cuando llegaba la noche, cantaba el vocalista Santi Par y yo bailaba como un loco, en el torbellino incesante de la noche tachonada de estrellas, y miraba de reojo a mi hermano, que apresaba el talle de Alicia, que se enterraba en los ojos de su hermana mayor Lola, el primer monumento de lascivia que desordenó mi pureza de nueve años, cuando era Toniño a secas. Toniño para mi madre, para mis tíos, para aquella novia que venía de Sanromán con los bolsillos llenos de caramelos y de galletas de coco. Y luego mi hermano también bailaba con Nieves, que quizá fuese la mujer más elegante de entonces, con su media melena al viento y un desparpajo animal que la convertiría en nuestra Sofía Loren local.

Mi hermano andaba siempre de aquí para allá, en DKW, de fiesta en fiesta, con sus locos amores. ¿En qué consistían entonces para mí los locos amores? No pensaba en el sexo, ni en los besos, sino en la presencia de un cuerpo de mujer, me lo imaginaba hablando con las chicas, enamorándolas con sus historias en el atrio, en la sombra de los paraguas del domingo tras la misa. Era un tipo bárbaro, pensaba yo. Había aprendido a bailar en nuestra cocina primero con la escoba, luego con María de Nacha –que también fue uno de mis amores inolvidables: me llevaba 20 años y me dijo que no iba a crecer más y que me esperaría para que nos casásemos; un día descubrí que se había casado con un carnicero. Y ese día empecé a crecer de veras: desde entonces aplicaba cada tarde el oído a la tierra y escuchaba el tambor de la lluvia. Era mi expresión desesperada de una inefable melancolía-, más tarde con Carmen de Nión. Así no había ni baile ni muchacha que se le resistiera.

Un día hice con él un viaje a la isla de La Toja. Aún sigo buscando ese viaje en mi memoria como quien busca la minúscula arena de un tesoro. Fue un viaje entre chicas mayores en el que mi hermano parecía un gallito de corral. (Es probable que esa percepción sólo sea una exacerbación de mi mitomanía. Bien se ve que soy un enfermedad de afectación desde antes de nacer casi). Es fácil entender que lo admirase con locura, que fuese un ídolo. ¿Qué iba a hacer sino repasar una y otra vez sus fotos con chicas, con disfraces, las instantáneas de las bodas a las que había ido, que me permitían a ir descubriendo una infinita familia? Nos llevamos ocho años.

Vino hace algún tiempo a Zaragoza. En el Pilar de hace dos años, convertido ya en un sólido maestro de obras. Y me contó una historia preciosa. Amaba a L. con locura, una chica realmente bella que tiene un gran talento como modista, como diseñadora de ropas unisex, ahora mismo, cuando frisa la cincuentena. Ella acababa de salir de una compleja relación y él aprovechó para ir a verla a Loureda, para sacarla a bailar, para hablar de nuestro padre que estaba en la emigración y volvía a casa siempre del mismo modo: con su traje de pana marrón, con el calzoncillo lleno de billetes en un bolsillo interior, con naranjas borrachas y rodeado de ranas. Parece ficción, pero no lo es: mi padre llegaba en Navidades, avanzaba por el camino y cuando yo me acercaba a abrazarlo, estaba rodeado de cinco, seis, siete u ocho ranas. Ranas, no sapos. Sigo con mi hermano: concertó una cita con L. en Uxes, un pueblo próximo por donde pasa el tren y donde hay una celda inmensa de pájaros de todas las variedades. Se vieron allí, antes del baile, pasearon, se internaron en el monte, volvieron pronto de la mano, demasiado pronto tal vez, me diría mi hermano. Y cuando empezaba a caer la madrugada apareció el otro. Y L., intimidada, y mi hermano, oliéndose una trifulca, se separaron. No volvieron a verse. No volvieron a hablarse en muchos años, más allá de un saludo convencional al coincidir por la calle de paseo.

L. se casó luego con un primo hermano nuestro: Alexandre Ledo Belvís. Un camionero aficionado a los bólidos, a los karts y al trial, el organizador de las gymkanas automovilísticas de Arteixo. Se ha hecho medio famoso bajo la denominación empresarial de “Carreiras Belvís. Sempre a todo trapo”. Y mi hermano también se casó y ya es abuelo de dos preciosas nietas. Hace poco, mi hermano y L. coincidieron casi treinta años después y tuvieron un momento de cháchara íntima mientras los demás asaban sardinas y patatas y churrasco en una gran reunión familiar, a la que faltó mi padre (Esgrimió un argumento inapelable: faltaban sus cinco nietos de Zaragoza). Y recobraron sin palabras, con la mudez de una memoria agolpada de súbito, aquella noche imposible, aquella vida que se les escapó junto a un tren que no iba a ninguna parte. Sólo diré que L. era (es) endiabladamente guapa, elegante, como una Ornella Mutti de aldea.

¿Qué por que he contado esta historia? No lo sé. He salido a la calle de madrugada, he notado el viento en la cara y en el pelo alborotado, he sentido el hechizo de una medialuna gigantesca en la sangre, y pensé en mi hermano. De adolescente iba a su casa por leche y bajaba muy tarde, con noche oscura como boca de lobo, y tenía que atravesar un cementerio de protestantes. Sentía tanto miedo que me ponía a cantar: “A Santiago voy, ligerito...”. Y mi hermano, que volvía de la obra, replicaba desde el fondo del camino: “... ligerito, suspirando, camino de Compostela”. Mi hermano también se sabía aquella canción contra el pánico de Santi Par, nuestro vocalista ideal. Hace un instante, pensé en mi hermano y recordé que anoche, hacia las doce, me llamó y se emocionó hablando de nuestros padres: de Benito, el emigrante, de Carmen, la campesina; de Benito y Carmen, que nunca leerán esto porque apenas saben leer y no sabrán que nos vuelven a unir como cuando éramos niños, como cuando yo veía a mi hermano como el primer dios que tenía un álbum de cromos que me transformaba, de tanto mirarlo, en el amante del amor.
22/09/2004 02:31 Enlace permanente. sin tema Hay 7 comentarios.

EL CAFÉ EUROPA

Mi amigo AAB (no sé por qué he pensado en Ángel Artal Burriel, el amigo íntimo de Patricio Julve: el médico de cuerpos y almas que tiene una foto suya de una mujer desnuda a caballo, a orillas del Salobral) me pide si puedo contar algo del “Café Europa”, que se celebró el pasado lunes en el patio de la Cámara de Comercio.
Quizá lo mejor fue que me encantó que Zaragoza recupere nuevos espacios para la cultura, ese ambiente ideal de amigos, la leyenda de la tertulia con un fondo de música, el respeto hacia la palabra, que no siempre no logré entender. Por ejemplo, no entendí bien el texto del poeta polaco Czyzewski que leyó Bashkim Shehu –admirable y estremecedor su libro “Confesiones junto a una tumba”: una autobiografía que te horada la sangre y el ánimo, y te sitúa en el límite mismo del espanto-, sobre la marca fronteriza, sobre la identidad, sobre la democracia. Lo que más me gustó fue esa alusión a que “el ágora ha dado lugar a la democracia” o “el regalo es el camino que nos lleva al ágora”, pero también oímos, no sé si con alguna ironía o crítica, cosas como que “la cultura occidental no anhela su libertad. Se ha estado cerrando imperceptiblemente sin grandes portazos”, “el otro se convierte en amenaza”, o una reflexión que dice: “Junto a la marca fronteriza está el guardián y el constructor de puentes”, que desea establecer comunicación o una línea de convivencia con el otro.
Rolando Sánchez Mejías recordó un viaje a Zaragoza y evocó a José Martín, una figura casi mítica que le despertaba un gran sentido emocional. Aquí amó y cantó a Blanca Montalvo y asistió al Teatro Principal. Manuel García Guatas escribió un libro sobre la estancia de Martí en Zaragoza. Sánchez Mejías –químico de profesión- pertenece a un grupo que buscó “la revolución dentro de la revolución misma”, pero acabó huyendo. Leyó varias piezas de su libro “Historias de Olmo”, historias mínimas, alegorías sobre la situación cubana, que editó Siruela en España, y leyó varios poemas largos, larguísimos, dedicados a Nietzsche, Pier Paolo Pasolini o José Lezama Lima. Los leyó con énfasis de rapsoda clásico; se notaba que lo había hecho antes. Elogió a Ernesto Cardenal como poeta, no como político, y lo emparentó con Ezra Pound o William Carlos Williams, un gran vate del cual me gusta mucho su libro “Historias de médicos”, que tradujo hace algunos años Carmen Martín Gaite. Sánchez Mejías recibió algunos aplausos. En mi mesa reinaba la calma y casi el silencio: Javier Aguirre, Javier Burbano y José Luis Forcada parecían estar cómodos, muy cómodos. Luego subieron al escenario Miriam Reyes, espléndida escritora y mito de escritores, magnífico e inquietante su libro “La bella durmiente” (Hiperión), y Carlos Castán, que ha enviado su texto a un puñado de amigos. Empieza con la muerte de Antonio Gades y tiene algo de crónica personal, de autobiografía de la decepción tras el combate, tras la ilusión. Copio aquí los tres últimos párrafos de su texto:

["Entonces fue cuando Sonia me dijo que tenía alma de “gusano”. Yo, que en mi lista negra de seres despreciables había escrito los nombres de los disidentes del Este, y de los supervivientes de los campos de trabajo rusos, y de los intelectuales franceses que ya en los años cincuenta se desentendieron del llamado socialismo real, empezaba a formar parte de aquella pandilla de burgueses o renegados, deslumbrados de repente por los neones de Occidente y la traidora tentación de salvarse a solas. En su nota de despedida me incluía unos versos de “Ojalá”, aquella vieja canción de Silvio que escuchábamos a la luz de las velas años atrás, cuando el universo entero era un inmenso campo de batalla que recorrer unidos contra el viento, codo con codo, mi camaradita y yo, toda una vida de su piel a las trincheras, agarrando fuerte una mano que -no me cabe duda- hubiera preferido mil veces un fusil.
Me estaba diciendo adiós sin sospechar lo solo que me dejaba, la magnitud del vacío que se abría ante mí. Crecí en una habitación en la que un póster gigante del Che Guevara sobre fondo rojo presidía la cama, rodeado de libros prohibidos sobre el materialismo histórico o de poetas fusilados en la cuneta. Crecí agarrado a la cintura de aquella muchacha que ahora me abandonaba, más volcada que nunca en su sindicato y en la redacción del periódico revolucionario de siempre que ya nadie quería leer, como si mi debilidad fuese algo parecido a su fuerza.
Olvidamos deshacer aquel pacto secreto de llevar a La Habana las cenizas de quien muriese primero. Y, por lo que a mí respecta, no me importaría que siguiese en pie, porque desde mi vacío, desde este cuaderno, ya sin renglones ni pautas, para escribir mis días, pienso a menudo en ella y en todos aquellos años que son en realidad mi vida. Pienso en aquel viejo póster y en Sonia durmiendo bajo su cobijo. Pienso en ambos cuando la nostalgia me vence y entono para mis adentros: ¡Hasta siempre, Comandantes!“]

Estuvieron muy bien Coco Fernández y Chavi Naval. No puedo contar casi nada más. Tuve que irme demasiado pronto y luego no asistí a la cena de camaradas de la cultura y la alegría. La lista de amigos sería aquí muy larga. Quizá fuese un café demasiado largo, pero había cerveza en abundancia y el acto, tan elaborado, tan deseado por la Consejería de Educación y de Acción Social –donde le van a dar un nuevo cargo a Concha Nasarre en el patronato de bibliotecas. Pasa de la Diputación de Zaragoza al Ayuntamiento de Zaragoza. Es una decisión de Miguel Gargallo, que parece un poco perdido..., y se justificó con alguna razón que la Concejalía de Cultura acaba de hacer lo propio con el Patronato de Artes Escénicas al nombrar a Rafael Campos y mantener a Ángel Anadón, aunque no era eso lo que habían anunciado Rosa Borraz y Juan Alberto Belloch. Aquí, el PP no dijo nada: el señor Anadón tiene un régimen especial a perpetuidad. No existe nada más arbitrario y sectario que la política, incluso en un tipo tan joven como Jorge Azcón-, que quizá deba disculparse su duración. Hemos encontrado un espacio, debemos seguir trabajando, con un planteamiento similar y a la vez más imaginativo: tenemos muchos músicos, hay actores, escritores. Un café al mes podría estar muy bien... Y había allí mucha, muchísima gente. Tuvo algo de multitudinaria reunión de amigos, excitados un poco por el glamour de Kosmopolis, seducidos sobre todo por el esfuerzo de Ismael Grasa, a quien ElCobre le acaba de reeditar su precioso libro sobre “Sicilia”. Precioso, vivido, útil y transido de una seca poesía, de un lirismo tamizado que no tiene ni un solo desmayo sentimental.
Por cierto, Ismael Grasa es un estupendo columnista –o quintacolumnista, a la manera de Arcadi Espada- en las páginas de “Heraldo de Huesca”. Seco, original, lúcido y muy cosmopolita.

P. D. Querido AAB, ya sé que no es esto lo que hubieras querido sobre el “Café Europa”, pero bueno, otra vez será. Un abrazo.
23/09/2004 09:15 Enlace permanente. sin tema Hay 2 comentarios.

AUTOBIOGRAFÍA CON PINTOR

RELATO Y RETRATO DEL MAESTRO: SANTIAGO LAGUNAS*

El joven periodista apareció, casi sin avisar, con Manuel García Guatas, que acababa de encontrar y estudiar minuciosamente los bocetos de la decoración del cine El Dorado, un trabajo que duró 109 días en el verano de 1949 y que llevaron a cabo Santiago Lagunas y sus dos compañeros y amigos Fermín Aguayo y Eloy Laguardia. Allí estaba el maestro, Lagunas, en su casa llena de cuadros por todas partes: suyos, de sus compañeros de generación, de sus discípulos, pero también había esculturas, cristos, arte religioso. Estuvo sumamente amable, dispuesto a desandar –a través de una memoria aún oceánica- los días del pasado, dispuesto a avanzar por la senda del presente. Santiago Lagunas seguía pintando. Había recobrado su pulso de artista y le resultaba fácil teorizar sobre su vida y su obra. Su vida se convirtió en un cuento: el cuento del rebelde que se sacó de la manga, a golpe de intuición y ciencia artística, la abstracción en España.
Un pintor nace, se hace y se expande. Y él había nacido de una inclinación especial, desde muy joven, hacia la creación. Evocó sus primeros colegios, las visitas que realizó al estudio de su primo el pintor Salvador Martínez Blasco, las clases en el estudio-academia del profesor Boví y sus visitas a los bajos del Museo de Bellas Artes de Zaragoza y al taller de Joaquín Pallarés. ¿Cómo iba a olvidarse de aquellos muñecos de marquetería, que permitieron a su familia huir de la ruina, que él diseñaba y que pintaban sus hermanos Manuel y Pilar? Evocó la huella imborrable de su padre y la presencia tutelar de su esposa y musa Marichu Alberdi. Los dos estaban allí, en la casa, en dos cuadros espléndidos: él, filoso, con su severidad tranquila de pájaro; ella, rotunda y segura, miraba desde un lienzo que rezumaba vida, intensidad, potencia de ángel doméstico que a todo llega.
Recordó –confiado ya ante la grabadora- su traslado a Madrid en 1930, adonde había ido a realizar la carrera de Arquitectura, y algunos encuentros con Martínez de Ubago, Pío Baroja (“tan huraño conmigo como lo ha pintado la historia”, dijo) y con los grandes artistas del Museo del Prado, que fue una incitación esencial. Allí, ante los lienzos de Goya, Velázquez, Brueghel el viejo o El Bosco, intuyó sus posibilidades. En él, pareció decidirlo entonces, iban a convivir la pintura y la arquitectura. Terminó su carrera, que hubo de interrumpir durante la Guerra Civil, y volvió a Zaragoza. Regresó a las tertulias, a los encuentros con amigos, a las salidas al campo y a los paisajes de Euskadi, a los viajes. Frecuentaba los cafés Ambos Mundos y el Niké, y conversaba con un hombre esencial en su biografía: el librero José Alcrudo. Alcrudo había trabajado en el balneario Panticosa y en el Gran Hotel, y llevaba un estigma de dolor del que no debía hacerse ostentación alguna en la Zaragoza de posguerra: su padre y su tío, anarquistas, habían sido fusilados en los primeros días de 1936 en Valdespartera. En ese instante, era un librero inusual: se arriesgaba con libros insólitos que llegaban de Sudamérica o de Europa y había convertido el sótano de su kiosco del Paseo de la Independencia en un jardín clandestino de textos prohibidos, de catálogos inesperados, en una casa de citas de intelectuales incomodados. Allí se alimentaba Lagunas de las nuevas corrientes del arte europeo, y se quedaba fascinado con Picasso (lo estuvo desde que vio una muestra del artista malagueño en la Carrera de San Jerónimo), con Miró, con Braque, con Matisse o con Paul Klee, a quien admiraría mucho Lagunas por sus signos, su sentido musical de la partitura, cada uno de sus cuadros es como un pentagrama a color de una melodía que sólo suena en el oído interior, y su misterio. Santiago Lagunas le dijo entonces al joven periodista: “Toda la obra de Paul Klee es un absoluto misterio”.
En medio de esa travesía sentimental en los vendavales del tiempo, en el abanico de la memoria, añadió el maestro: “Llevaba ya algún tiempo pintando, haciendo pintura figurativa, retratos y paisajes con una atmósfera propia. Durante una estancia en Jaraba, mientras diseñaba un almacén de dos plantas, pensaba yo sobre el paisaje y mi propio trabajo, deseaba atrapar algo que se saliese de un natural vulgar, y de golpe se me abrió la luz del cubismo y ahí empezó todo”. Y ese todo quería decir la abstracción, el primer grupo Pórtico de nueve pintores (entre ellos su hermano Manuel) que presentó en abril de 1974 la librería con cuidado catálogo, decorado con el anagrama de Antonio Ángel Mingote, en el Casino Mercantil. Se detuvo un momento en sus dos compañeros esenciales: Eloy Laguardia, que acabaría siendo su cuñado, tras una apasionada historia de amor, y Fermín Aguayo. A ambos los había conocido como soldados, luego como delineantes, y finalmente se habían convertido en sus ayudantes y en dos pintores con personalidad propia, con un contundente “y atormentado” sentido de la pintura. Con ellos expondría en Madrid, en Santander, haría el proyecto “más moderno de decoración arquitectónica de Europa” que fue El Dorado y desarrollaría una pintura pionera, incomprendida y criticada en Zaragoza, donde eran conocidos como “el tercio extranjero”. Dijo Lagunas al joven periodista: “Nos perdíamos en la mancha, en el trazo, en los signos, en la geometría. Queríamos hacer un arte que se refiriese al inconsciente, pero a la vez yo siempre me he considerado un artista muy reflexivo, intelectual, como podía serlo Picasso. Teníamos derecho a decir lo que pensábamos, teníamos derecho a pintar lo que pintábamos”.
¿Cómo no iba a evocar la ruptura del trío? No dijo ruptura, exactamente. “Éramos íntimos amigos para siempre”, matizó. Santiago Lagunas habló de las dificultades, de que tuvo que decidirse entre su trabajo de arquitecto, su propia familia o la apuesta por un arte radical que sólo le traía hostilidades e incomprensión. Dijo que había dibujado mucho, que había tomado muchas fotos con sus dos Leicas –su hermano Manolo era su mejor cómplice en las tomas y en el trabajo de laboratorio, instalado en el baño de su casa de Coso 92-, que había escrito bastante, incluso algunos sonetos perdidos para siempre. Eloy Laguardia se enamoró y se fue a Madrid; Fermín Aguayo, reclamado por el médico José Uriel, se fue a París a cumplir un viejo sueño. Para los tres empezaba una nueva vida.
Lector constante de San Juan de la Cruz, lector constante de otros místicos como Santa Teresa de Jesús o Fray Luis de León, pero también de Fïodor Dostoievski y James Joyce, Santiago Lagunas desembocó en una crisis religiosa que se prolongó durante 20 años, 20 años en los que no dejó de trabajar en innumerables edificios. Participó en la revista “Ansí”, con José María Aguirre, J. B. Uriel, A. Lamana, Miguel Labordeta o Manuel Derqui, diseñó sus portadas y dirigió sus tres últimos números: 6, 7 y 8; colaboró con “Despacho literario” de Miguel Labordeta, hizo portadas de libros... En 1974 volvió paulatinamente a la pintura, “en realidad no de he dejado nunca de pintar ni de hablar de pintura con los amigos; volví renovado, pero hundido igual que antes en las raíces de la abstracción”, subrayó, y en los 80 expuso en el Mixto-4. Luego le llovieron los premios y se produjo una reivindicación de Pórtico, de su obra, de la abstracción, en exposiciones, en historias del arte, en consideración social. Le explicó al intruso –que repetiría esas visitas, junto a Manuel Val, a Úrsula Heredia, con sus hijas Ana María y María Pilar como testigos-: “La abstracción es la capacidad de trascender la realidad. Es un proceso complejo, no cabe duda, y laborioso. La realidad se puede percibir, como el esplendor y la gloria, como la huella del ala del ángel, y nos puede llegar en forma de palabras, de sonidos y de formas que nos permiten hacer algo analógico. Eso es el arte: una realidad interior, una luz que se enciende, algo que está fuera de lo humano. San Juan de la Cruz lo percibe con claridad y su ‘Cántico espiritual’ es fruto de esa adivinación, de un diálogo del inconsciente. El arte requiere una abstracción total. Nosotros teníamos la clara conciencia de que el arte era una cosa propia del corazón y también de la cabeza”.
Habían pasado varias horas de una mañana inolvidable. El joven periodista salió a la calle con una carpeta de dibujos del maestro. Junto a la firma, había una especie de estrella de cinco puntas, un insecto que parecía enroscarse en un gran ojo y una leyenda: “La vida se le presentó al pintor y al hombre que soy con sus caracteres verdaderos: el dolor y la fe. Santiago Lagunas”.

*Este texto, que escribí el pasado 28 de agosto para mi diario, figura en el catálogo de la muestra sobre Santiago Lagunas que expone estos días Carlos Gil de la Parra, en el Paseo de la Constitución. Son 25 obras, algunas inéditas, la mayoría realmente admirables.
24/09/2004 01:49 Enlace permanente. sin tema Hay 2 comentarios.

LA GRAN NOVELA ORAL DE PEPE CERDÁ

He hecho hoy algunas cosas raras. He ido a Villamayor al centro Rosacruz de Oro con Vicente Sánchez, donde nos recibió Francisco Casanueva Freijo, y luego visité por primera vez la casa de Pepe Cerdá. Quedé embrujado: qué formidable casa, llena de vitalidad y de creación, que espléndidos talleres repartidos arriba y abajo. Abajo, tras superar el patio, están sus talleres de artesano, aficionado a los juguetes y a la madera. Pepe –definido por Félix Romeo como “el mejor narrador oral del mundo”- dice que compra libros de arte para fabricar estanterías de madera, “que es lo que me gusta”. Y arriba, posee dos talleres que comunican, llenos de sus obras, de sus tentativas infinitas. Pepe Cerdá es irónico y sabio: irá a Cantavieja a impartir un taller de pintura y hablará de su propio arte. Algo que en realidad no tendría que costarle mucho, lo está llevando por una deleitosa amargura. Busca libros, busca cuadros, busca pintores, y ha llenado varios discos con sus hallazgos, con las sugerencias que quiere hacer a sus alumnos, con el pretexto que fundamente sus intuiciones.

Estaba con él José Ignacio, uno de sus grandes amigos. Surgió, cómo no, la figura de Ignacio Mayayo, cuya vida y cuyo arte glosa una y otra vez Pepe, los glosa y los reinventa, y convierte al artista en un personaje de la gran novela oral del artista. Vemos su catálogo de Cajalón y nos sorprendemos con su sentido del color, con la intensidad de su mirada, con su gusto por una voluptuosidad a menudo violenta, a menudo abrasadora. Mayayo nos conduce a Lucian Freud (también a alguna cosa de Edward Hopper), y hojeamos una retrospectiva completa del británico: al principio Freud –que arranca en algunas cosas de Egon Schiele, de los dibujos de Klimt también- era bastante malo, pero fue capaz de hacer del defecto virtud, y de la virtud genialidad, y de la genialidad un mundo propio de cuerpos desnudos, de expresividad, de paso del tiempo nada complaciente, surcado de arrugas.

Estar con Pepe Cerdá es un placer. Una delicia. Te asomas a un manantial de incitaciones y de sabiduría, y quedas saciado. En realidad, quedas con hambre: quieras más. Más cerveza, otro Marlboro, más catálogos de arte, más vida en turbión. Mientras hablábamos lo llamó Ana, Ana Isabel Bendicho, la magnífica diseñadora, una de las modernas inadvertidas (o no advertidas en todo su potencial) de Zaragoza. La casa está llena de fotos, de dibujos de ella. Si Pepe es un narrador incontenible, un poeta de los detalles con alma de charlatán de aldea, Ana tiene algo de actriz, de musa de cabello al viento que le lame la cara y la nimba de misterio...
24/09/2004 02:06 Enlace permanente. sin tema No hay comentarios. Comentar.

¡NOTICIA BOMBA!

El locutor musical Pedro Elías, de la Cadena Ser, recordaba haber oído de niño una canción de Antonio Machín dedicada a la Virgen del Pilar. Durante mucho tiempo anduvo buscando en los discos del cantante cubano ese tema. Quizá hubiese llegado a tener la sensación de que era un recuerdo inventado. Todo el mundo le decía que no se acordaba de eso. Y al final la encontró. Hoy, en “Estudio de Guardia” –ya saben: Miguel Mena, Juanjo Hernández y Mónica Farré; en control, trabando músicas y efectos sonoros, dos genios ocultos: Ernesto del Río y Manolo Ortas, el mejor cazador de Huesca y sus condados-, Miguel Mena despidió a la gran afición del programa con la pieza “Las palomas del Pilar”, grabada por Antonio Machín en 1955, y descatalogada ya. Una pieza deliciosa y sutil, llena de encanto y emotividad, que glosa una escena que todos hemos visto o vivido alguna vez. Miguel Mena, antaño buscador de canciones en “El desván”, estaba maravillado con el hallazgo de su amigo. Y eso que es ateo, guapo y sentimental.
24/09/2004 20:30 Enlace permanente. sin tema Hay 5 comentarios.

UNA VIDA CON HIJOS

1. Primer partido de Jorge en División de Honor, de infantil, con el San Gregorio. Perdió por la mínima, tras una jugada de estrategia al borde del área del Olivar. Por cierto, Alex, hijo de José y de Virginia, primo de Jorge, realizó un espléndido encuentro de lateral izquierdo y frenó al gran Héctor Solanilla. Jorge apenas jugó: diez, doce minutos, tal vez quince, de interior izquierdo. Tocó algunos balones y notó varias cosas: ha pasado de ser el líder incontestable del Garrapinillos, allá donde jugase (benjamín o alevín), que participa todo el partido corriendo como un lebrel, a ser uno más del bloque en busca de la titularidad, que se juega a más velocidad, que ya no puede conducir el balón tanto como lo había hecho hasta ahora, que es bajito y necesitará mucha concentración, toda la potencia posible, rapidez y picardía. Tiene compañeros nuevos, a los que apenas conoce, y además es el más joven. El único de doce años.

2. Diego, su hermano, jugó un amistoso contra El Gancho. No pude verlo, pero he indagado todo lo que he podido. Venció el Garrapinillos, de cadetes, por dos a uno. Los goles fueron de Mario Martín, su compañero en la media, uno es el medio centro defensivo y otro el ofensivo. Mario, que tiene un impacto de balón increíble, juega más retrasado, pero posee mucha proyección en el ataque. Coincidieron un año en categoría infantil y no lo hacían mal. Diego conduce bien el balón, es demasiado perfeccionista, lo cual le lleva a retener en exceso a veces el cuero, y es generoso en el esfuerzo y en el pase. Me gusta casi siempre porque es un jugador de equipo, que apoya, que siempre quiere el balón, que siempre busca al compañero que se desmarca. Le falta un poco de potencia y golpeo (hoy tiró al palo con la zurda), y cede al enemigo demasiado pronto el balón que acaba de arrebatar. Verlos a los dos, a Diego y a Jorge, tan diferentes, tan complementarios, me recuerda mis años de futbolista en el Ural. Pienso en Jorge ahora y me veo a mí mismo en el Ural, en el primer año, en 1972, cuando compartí vestuario con Paco Buyo: pusilánime, casi superado, pero con toda la ilusión del mundo con mi número siete a la espalda, número por el que pugnaba con Pombo, al que conocían –y no miento- como “el Cruyff de Uxes”.

3. Veo a Diego y me veo a mí mismo, en el primer equipo ya, en 1974, con la camisola del diez, formando la medular con el Cholo Liñares y José Benito. Era el peor de los tres, seguramente, pero me encantaba aquel equipo. Ganamos la Liga, la Copa de la Coruña y jugamos la final de Galicia ante el Celta de Vigo. Aunque no había estado nunca de suplente, en Vigo no jugué ni un minuto. Ni siquiera llevé el chándal, y fui el único del conjunto que no paseaba con mis compañeros con él en el Hotel Samil Playa, entre los jugadores del Atlético de Madrid que jugaban en Vigo después de nosotros: Adelardo, Gárate, Irureta, Ayala, Heredia... Aquel año, lo recuerdo perfectamente, jugamos un primero de mayo: volvimos de ganar al Finisterre –nos entrenaba el Guapo Romero- y en la televisión retransmitían un choque para la leyenda: Real Zaragoza frente al Real Madrid. Me dijeron que mi ídolo García Castany ya había marcado dos goles entonces... Jorge cumplió doce años el 23 de septiembre; Diego, catorce el 22 de septiembre. El escritor Félix Romeo vino a comer con ellos y les trajo regalos, entre otros el libro “Caballo Loco y Custer. Vidas paralelas de dos guerreros americanos” (Turner), de Stephen E. Ambrose. Y yo decidí tirar la casa por la ventana: ambos son muy aficionados al dibujo (Diego además tiene una novela infantil de más de cien páginas; Jorge una narración del Oeste de una treintena de folios) y a la pintura, y les compré ese libro inmenso de “Leonardo da Vinci. Obra pictórica completa y obra gráfica” de Frank Zöllner, que ha editado Taschen con todo lujo. Por cierto, vi ese libro el pasado miércoles en casa de Pepe Cerdá.

4. Se va Daniel a Evreux de lector de español. Es su primer trabajo académico. Parte muy ilusionado, con un gran diccionario de francés y un nuevo libro bajo el brazo. Cinco relatos: una novela corta, dos largos cuentos, y dos piezas breves que suceden en Barcelona y Francia, la primera, en Zaragoza la segunda. Quizá el cuento que más me guste a mí sea “Los extranjeros” (título provisional), que glosa el curso que pasó en Norwich y su intento de asistir a las clases de W. G. Sebald. Le dejó una nota y éste le respondió, aludiendo a Kafka, minutos antes de que se estrellase contra un árbol y muriese. Daniel volvía a Zaragoza al día siguiente y se enteró en un diario español, “El País” tal vez, de la noticia. Daniel ha sido fundamental en mi formación, en mi vida literaria, en complicidades constantes durante muchos años. Ha sido, es, algo más que un hijo: desde muy joven publica cuentos (con ocho años publicó un cuento en “El día”), es un lector increíble, le interesa casi todo, y me ha esclarecido muchas nebulosas que yo tengo.
Su inteligencia natural me da mil vueltas pero nunca ha hecho ostentación de ello. Ha leído casi todos mis libros en pruebas y me los ha llenado de sugerencias y correcciones hasta donde el pudor se lo permitió. Me gustan mucho, además, sus comentarios de libros: es un lector vigoroso, honesto, profundo, que sabe contar y ahondar en un libro con la retórica justa. Acaba de decepcionarle la última novela de Belén Gopequi, que ha leído por encargo. También ahí me ha enseñado cosas con dulzura. Y tiene un libro, “La edad del pavo” (Xordica), lleno de humor y de vida atribulada en torno a la seducción y el sexo, donde hay un par de piezas que justifican a un padre o a una madre. Quizá parezca impúdico o exagerado que lo diga yo, pero “El examen” es un cuento lleno de conocimiento y ternura humorística en torno a la figura de su madre, Carmen, esa médico de aldea que se enfrentaba a la oposición más complicada de su vida. El viernes por la noche, sus amigos le hicieron una cena de despedida, que fue también la cena de la celebración del primer decenario de amor “legalizado” de Miguel Mena y Mercedes Ventura.

5.También se va Aloma a París, a Montmartre, a un apartamento de 30 metros. Va a hacer cuarto de Filosofía Hispánica, en el Erasmus. Ha ido a París en coche y allí tuvo la inmensa fortuna de encontrar alojamiento. Siempre le ha gustado mucho la cultura francesa: ha pasado algún verano con sus tíos Paco y France y lee muy bien la lengua del país vecino. Lleva varios días escuchando chanson: a todos, desde Edith Piaff a Jacques Brel, desde Leo Ferré a Georges Brassens, incluso la he oído disfrutar con los susurros de Carla Bruni. Aloma es actriz, ha debutado este año en el Teatro Principal y ha trabajado dos veranos en Dinópolis. Me da mucha alegría que se vaya a París, así será un buen pretexto para que por fin un paleto de pueblo que nunca ha salido de A Coruña y de Zaragoza vea algo de Europa. Ahora, ya no podré decir a nadie que tengo miedo a perder los aviones, que no sé donde se sacan los billetes o que me da pánico estar fuera de casa.

6. ¿Que por qué hablo de mis hijos? En un diario personal puedo hacerlo. Aún me falta Sara, cinco años, a la cual Cano retrató hace mucho tiempo así: “Acabo de ver a Sara y me ha parecido que era ya una mujer fatal”. Pero también lo he hecho porque ha llegado el otoño, se van por un tiempo, voy a echarlos de menos y además estoy leyendo un libro que me encanta: “Revelación de un mundo” de la brasileña Clarice Lispector que firmó durante seis años unas crónicas de sábado, de 1967 a 1973, en el “Jornal de Brasil”, donde hablaba de eso y de aquello, y he leído unos comentarios sobre sus hijas y su hijo, algo que me llamó la atención en una mujer tan poseída por el dolor, por la sensibilidad, por la mirada perpleja. El libro me encanta. En él, con absoluta libertad, Clarice Lispector habla de esto y de aquello: de hombres que le gustan con locura por un momento, de cómo ha escrito una novela, de fútbol (habla del cronista Armando Nogueira y confiesa: "Tengo un hijo Botafogo y otro Flamengo (...) él también era de Botafogo, y así como así, tal vez sólo para agradar a su padre, resolvió un día pasarse a Flamengo"), hace entrevistas secuenciadas, escribe de la felicidad y del amor, compone una novelita que se llama “Travesuras de una niña”, y siembra cada página de aforismos, de pensamientos (“Soñé que un pez se quitaba la ropa y se quedaba desnudo”), de un embrujo que exige paladearlo con lentitud.

Este párrafo justifica en cierto modo a esta mujer de origen ucraniano pero brasileña que acabó suicidándose: “Lo que nos salva de la soledad es la soledad de cada uno de los otros. A veces, cuando dos personas están juntas, a pesar de estar hablando, lo que ellas comunican silenciosamente una a la otra es el sentimiento de soledad”. Conoce a un hippie, establecen una curiosa relación telefónica y le dice: “John, leí que la angustia es el vértigo de la libertad. Entretanto estoy teniendo ese vértigo, pero sin angustia. ¿Cómo se explica? Yo estoy seria, pero por dentro sonrío. No sé de qué. Es que vivir me hace sonreír. Es una sonrisa misteriosa. Viene de florestas interiores, de lagos y azudes y montañas y cielo. Soy toda misteriosa, John. Tú eres más claro que yo. Tú eres una risa, una mirada sorprendida. Hasta siempre”.

Se encontró con José Guimaraes Rosa poco antes de su muerte. Y anota: “Guimaraes Rosa entonces me dijo algo que jamás olvidaré, tan feliz me sentí en ese momento: dijo que me leía, ‘no por la literatura, sino por la vida’. Citó de memorias frases y frases mías y yo no reconocí ninguna”. El libro lo ha editado Adriana Hidalgo y lo ha traducido Amalia Sato.
25/09/2004 10:38 Enlace permanente. sin tema Hay 4 comentarios.

LA ÚLTIMA GOTA DEL AMOR

Sigo leyendo la "Revelación de un mundo" de Clarice Lispector. Y anoto:

"Pero existe la vida que es para ser intensamente vivida, existe el amor. Existe el amor. Que tiene que vivirse hasta la última gota. Sin ningún miedo. No mata".
26/09/2004 10:44 Enlace permanente. sin tema Hay 4 comentarios.

MEMORIA DEL POETA Y BOXEADOR ARTHUR CRAVAN

Los boxeadores alcanzan la gloria tras un golpe feliz. Por lo regular, dejan atrás una extraviada vida de sacrificios, penalidades y, con harta frecuencia, de delincuencia. La historia del pugilismo está repleta de nombres así: Rocky Marciano estuvo en prisión varios años antes del éxito; Jake La Motta creía deber una muerte al mundo; Sonny Liston tenía un pasado turbio de delitos y faltas, y acabó sus días como los empezó: en el abismo, en el alcohol, en las drogas y en el olvido. El caso de Fabian Avenarius Lloyd no es exactamente este, pero tampoco el contrario. Nació en una familia burguesa en Lausanne, era sobrino de Óscar Wilde, pero pronto sintió –como su tío, repudiado y procesado por sus amores con Lord Alfred Douglas- la llamada de la mundanidad, de los márgenes. Un día, en 1910, decidió dejar su tranquila existencia y partió a París. Llevaba no sólo la caliente sangre del futuro boxeador en el cuerpo, sino la pasión por el arter y en particular por la poesía. Medía dos metros, era atractivo, rubio, espigado: el arsenal de incitaciones que muchas mujeres querían explotar. Se había descubierto atleta y boxeador muy pronto, igual que su hermano Otho Lloyd, y se coronó campeón de Francia tras ir eliminando rivales, más por su contundencia y su descomunal complexión que por su clase. En la gran noche, se halló sin rival (se dice que ni compareció) y pudo ostentar el título. Algunos dicen que incluso llegó a ser campeón de Europa de los pesos semipesados, así figura en los diarios. Y ahí, él mismo inició la cascada de su leyenda. Hizo casi de todo, y a veces no se sabe en qué momento: trabajó en la industria, fue mulero y recolector de fruta, polizón de hotel, leñador en los bosques de Francia, cochero en Berlín, donde solía amanecer entre prostitutas y alcohol. Y fue, esencialmente, director de una revista mítica como “Maintenant”, que fundó en 1912 y cerró en 1915, y un constante promotor del arte de la provocación, que era el medio en el cual se sentía más cómodo. Desde las páginas de “Maintenant”, escribía de todo: poemas y críticas de arte. Criticó con severidad el nuevo arte de Pablo Picasso y Francis Picabia; ataque que le valió siete días de cárcel. Además, adoraba los coches y los trasantlánticos y se sentía un moderno aficionado a la polémica y a las malas calles.
No pasaba inadvertido. Su figura atrajo a artistas como Blaise Cendrars (“Arthur Cravan fue el profeta del dadaísmo”, llegó a decir el poeta), al propio Picasso o a Marcel Duchamp o a Renée Hayden, casada con el pintor cubista polaco Henri Hayden, que fue su primera esposa. En 1915, tras haber puesto el cierre a “Maintenant”, aparece en Barcelona como profesor de pugilismo del Club Maritim de la ciudad y más tarde en Mallorca, junto a un artista holandés: Kees van Dongen. Su vida pasó por épocas de grandes penurias económicas, y el año 1916 ideó trasladarse a Nueva York. Una idea fulgurante la pasó por la cabeza: había coincidido en alguna ocasión con Jack Johnson, el fabuloso ex campeón del mundo de color de los pesos máximos (había sido derrotado en una extraña pelea ante Millard en Estados Unidos), y le propuso un combate en Barcelona. Cravan sabía íntimamente que nada tenía que hacer, pero se repartirían la bolsa y podría marchar. El combate, publicitado hasta la exageración debido al sentido del espectáculo de Cravan, se celebró en la plaza de toros de Barcelona el 23 de abril de 1916. La actitud del poeta boxeador no fue nada ejemplar: en el sexto asalto, en medio de los abucheos, recibió un impacto y se echó a dormir.
Cumplió su sueño. En Estados Unidos le esperaba un nuevo sueño: la poetisa Mina Loy (1882-1966), al que admiró nada más verla. Poseía inteligencia, encanto, una belleza nada desdeñable y un don para la lírica (ratificado por el paso del tiempo. Hoy tiene un gran crédito). El aventurero Cravan le escribió desde México y logró que Mina Loy se trasladase con él. Vivieron pocos meses juntos, poco más de un año, “en la fuente del hechizo”. Cravan se compró un barco fuerte y sólido, navegaba por el golfo de México, y un día no regresó. Tenía 31 años. Mina Loy no iba a olvidarle jamás, ni los pintores, ni los literatos ni los cineastas como el gerundense Isaki Lacuesta que acaba de rodar un documental sobre su vida y su leyenda: “Cravan vs. Cravan”, que interpreta el boxeador francés Fran Nicotre. Lacuesta no sólo habló con su biógrafa oficial, Maria Lluïsa Borràs, o con Eduardo Arroyo (biógrafo de boxeadores como Panamá Al Brown), sino que contactó con el único testigo de aquel combate: Juli Lorente, que entonces tenía siete años.
Arthur Cravan, como si hablase para el porvenir, se definió así: “Yo soy todas las cosas, todos los hombres y todos los animales”.
27/09/2004 22:31 Enlace permanente. sin tema Hay 4 comentarios.

UNA CARTA, UN AÑO DE LUZ, VALENTE

1. Katia Acín me escribe una carta muy bonita con esa letra bellísima que tiene. Siempre escribe con tinta negra y parece pintar las palabras. Me encantan sus grabados, su pasión por la vida, su cariño oceánico y creciente hacia la labor y la memoria de sus padres: Conchita Monrás y Ramón Acín. Al final, en el último párrafo, redacta casi una declaración de amor. Se la enseño a mi compañera Blanca Alcalde (nos hemos quedado solos en la primera planta, quiero decir de la sección de cultura) y le digo: “Por cartas como ésta este oficio tiene sentido, la valentía es una exigencia, una obligación, un gozoso deber”. Blanca sonríe y se aplica a redactar los breves de cine.

2. Aparece más allá de las ocho Pedro Rújula con su saco lleno se proyectos. Salimos a la calle y en San Clemente nos quedamos atónitos: una luna inmensa y baja asciende entre las casas como una bola de fuego, como un rostro de nácar que habla a las novias de las ventanas. Pedro está a punto de publicar una edición crítica de Pirala –saldrá para diciembre-, coordina un ambicioso libro sobre Calanda, en la línea de “Entre tambores”, y prepara otro de los libros de su vida, en este caso sobre Teruel. Qué curioso es el azar o la Universidad: ahora parte con pena a ejercer de profesor en Huesca. Sigo: por ahora no se puede contar mucho más de ese volumen, pero sí diré algo que me hace muy feliz: la fotógrafa Peña Verón va a disponer de un año completo para componer un poema coral y múltiple de los paisajes y las gentes turolenses. Es una mujer especial tocada por la suerte, a la que ella corresponde con mucho trabajo, pasión por la fotografía y un talento creciente que nace de la obsesión, de la capacidad de mirar, del deseo de captar imágenes eternas, como si fuera Ansel Adams, como si fuera Eugene W. Smith.

3.He salido a medianoche de paseo a mis descampados. El guardián de las sombras dormía. O leía. O soñaba. Y yo pude leer en calma entre el coro de grillos que cantan a la luna. Llevaba un libro entre las manos: “La experiencia abisal” (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores) de José Ángel Valente, un bello y difícil libro de textos críticos sobre poesía del escritor gallego, al que entrevisté en Almería en 2000. Lo entrevisté y le tomé fotos entre dos mujeres realmente bonitas: Carmen Blanco, con su interminable y liso pelo de yegua galaica, y Nuria Fernández Quesada, a la que volví a ver en Zaragoza en varias ocasiones como profesora de inglés y ya no me pareció igual que entonces: aquí me resultó más bonita, desafiante, aficionada a bucear en aguas bravas. He leído varios textos de Valente –el de Miguel Molinos es, desde hace años, uno de mis predilectos-, y me fijé en un viaje por Lisboa, bajo la advocación de Antonio Tabucchi y José Saramago, y en particular en “Palabra: linde de lo oscuro: Paul Celan”, del cual se ofrece una exposición estos días en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Me gustaría dejar aquí este fragmento del escritor: “La voz de Paul Celan ha bajado a la noche, ha descendido las infinitas escalas de la sombra, oculta u ocultada, muda o no manifiesta, y ha engendrado en ella una palabra nueva, una nueva manifestación. Terrible, laborioso nacimiento. Un mensaje cifrado que retiene en el interior de sí toda su luz. Botella al mar. Hasta que otra mano, otra mirada, una escuela distinta, lo acojan, lo reciban, y justo en ese acto lo transformen. Palabra. Verbo. Para habitar de nuevo entre nosotros”.
Valente, que tenía un carácter endiablado y una lengua que podía ser muy venenosa, escribe espléndidamente de poesía. A veces, me es fácil seguir la belleza de sus pasos, de sus frases, que entenderlas del todo. Pero tampoco me importa: la poesía es un fin, una sensación, una convivencia con el misterio, una caligrafía de estrellas que atrapa a pesar de ser invisible...
28/09/2004 01:20 Enlace permanente. sin tema Hay 5 comentarios.

"EL PASEO" Y LOS MAQUIS, EN CANTAVIEJA

1.Vuelve esta noche “El Paseo” de RTVA con un monográfico sobre el primer decenario del Auditorio de Zaragoza. Hablará, en la denominada “cueva del tesoro”, José Manuel Pérez Latorre de su edificio, de sus referencias, de sus vinculaciones con los teatros griegos y latinos, de su inmenso vestíbulo que tiene algo de homenaje a la catedral de La Seo. Y habla también Pedro Purroy, director del Conservatorio Superior de la Música de Aragón. En el plató los invitados son Miguel Ángel Tapia, director de programación del Auditorio, Andrés Ibiricu, director del Coro Amici Musicae, adscrito al recinto, Pilar Giménez, cantante, y Juan José Olives, director de la Orquesta de Cámara del Auditorio, Enigma. Se pasará una selección de actuaciones: de música clásica, con Lorin Maazel, Daniel Baremboin al piano o Ainhoa Arteta; de diversas estéticas: Diana Krall, Bebo Valdés y El Cigala, Michel Camilo y Tomatito, una espléndida Noa, Raphael interpretando a Bunbury, etc. Y una tercera parte con Les Luthiers y Serrat. Ya sabéis, si os place, esta noche a las 22 horas. Hemos cambiado de cabecera. La semana que viene ofreceremos otra monografía sobre Pablo Serrano.

2. Mañana comienzan los II Encuentros en el Paraíso, en Cantavieja, con una jornada especial dedicada a los maquis. Contamos con Fernando Martínez de Baños, que ofrecerá la visión militar del fenómeno; luego estarán tres maquis de la Agrupación Guerrillera del Levante y Aragón: José Manuel Montorio, de Borja, residente en Praga, Carlos Peinado y su mujer Mercedes Pastor, que combatieron en el Maestrazgo desde1946 a 1952. Y cerrará la tercera o cuarta hora Pedro Peinado, uno de los coordinadores de los encuentros de La Gavilla Verde, que se celebran este fin de semana en Santa Cruz de Moya. Podríamos decir que su presencia, la presencia de los cuatro en Cantavieja, será un aperitivo. El jueves por la mañana, Pepe Cerdá impartirá sus primeras lecciones en el taller de pintura, y por la tarde Víctor Juan Borroy hablará de educación en el Maestrazgo. Conversaremos con Pepe Cerdá y veremos cuadros con paisaje de su propia obra, y otros lienzos de paisaje que le sirven a él de reflexión. Por la noche, a las 23.30, Distrito catorce ofrecerá un concierto en acústico. Al día siguiente, actuará en la noche de la música aragonesa, y recibirá algún premio, el domingo en Veruela a las seis, y luego realizarán una gira por varios centros de FNAC de España. El viernes actúa Vinos Chueca, canción desternillante, y el sábado, Gonzalo Alonso y su banda de seis músicos jóvenes pero fabulosos. Alonso ha grabado una maqueta de seis temas, instrumentales y vocales, excelente...
28/09/2004 10:18 Enlace permanente. sin tema Hay 2 comentarios.

EL HOMBRE QUE OÍA JOTAS A LAS SEIS

No es un cuento. José Luis Melero se va cada tarde al Teatro Principal, a las seis de la tarde, a seguir las eliminaciones del Festival de Jota. Como si fuese un cazatalentos, en su libretita, anota quién canta bien –le han gustado dos joteros jóvenes de L’Ainsa y de Montalbán, él y ella: el lunes se quedó no sé si extasiado o patidifuso de emoción-, quién baila mejor, las nuevas composiciones, los temas que más abundan o cualquier pieza nueva, cualquier sonido que vaya más allá de lo convencional. Y disfruta con los cantantes de antaño, cuya voz adquiere hondura, atempera el desgarro o el grito y se enseñorea como un río en la mansa belleza de los tonos, en la precisa elegancia del decir. Luego sale a la calle y lo primero que hace es tararear aquellas melodías, aquellos estribillos, que le han impactado. Siento verdadera curiosidad por saber lo que anota Pepe en sus cuadernos o en sus fichas, o tal vez en su libro de oro de la jota de Demetrio Galán Bergua o en ese volumen gigante de Taschen de Marilyn Monroe, que está a punto de comprar por 30 Euros. Tanta beldad caliente y candorosa se merece un exceso. Pepe, bien se ve, es completamente impredecible, incluso en el Principal, al atardecer, mientras oye jotas.
29/09/2004 00:53 Enlace permanente. sin tema Hay 7 comentarios.

LOS MAQUIS EN EL PARAÍSO

Empezaron los II Encuentros en el Paraíso. A las cinco y diez. Al principio, nos dio algo de miedo. Parecía que no iba a haber gente, pero pronto empezaron entrar curiosos, interesados de Cantavieja y de otros lugares del Maestrazgo. Luego nos dimos cuenta de que había gente de Samper de Calanda que había venido ex profeso, dos franceses que habían retrasado su regreso, un señor de Tarragona e incluso un archivero e historiador valenciano que está escribiendo la historia de un guerrillero de Gúdar, de ésos que poseen una vida de película de aventuras por los montes, por el rumoroso corazón del bosque. Como siempre, Mariano Balfagón y Cristina Mallén se vuelcan, e incluso el alcalde Miguel Ángel –forofo de Barcelona y del Zaragoza, dice que por igual, o más del Zaragoza que de el Barcelona- asistirá a las casi cuatro horas de charlas, de existencias al límite, de historia de Europa y de España que convergió en este lugar del paraíso que se parece al olvido: el Maestrazgo.

La gran novedad de la primera sesión, dedicada a los maquis, al paisaje del maquis, fue la presencia de José Manuel Montorio, “El Chaval”, nacido en Borja en 1921 y exiliado en Praga desde 1955. A él le encomendaron la evacuación nada fácil de la Agrupación Guerrillera del Levante y Aragón (AGLA) en 1952, cuando los comunistas volvieron la espalda a sus héroes inadvertidos. Anarquista en su juventud, comunista luego, exhibe una carpeta amarilla donde lleva una foto firmada por el presidente Marcelino Iglesias, a quien le rogó que se interesase por la situación de los exiliados españoles, y en particular aragoneses. Dijo como un deseo y un desafío: “El Gobierno español tiene que rehabilitar a los republicanos españoles del exilio, y si lo hace volveré a España si quiero, pero por lo menos dejaré de ser exiliado. Yo no me reconcilio ni con mi padre: el Gobierno español me condena a estar en el exilio”. Montorio, “El Chaval”, esbelto como junco y con una memoria prodigiosa y burlona, ya ha escrito 300 páginas de sus memorias, donde cuenta que con 9 años se fue de Borja a Barcelona, y luego estuvo en el campo de concentración de Saint Cypriane –como Manuel Andújar, creo recordar- y más tarde en Barcarés. En 1944, poco después del desembarco de Normandía, volvió a España con los maquis con el objetivo esencial del Partido Comunista y de la guerrilla: acabar con Franco y con la Falange (algo que recordó bellamente, con limpidez y un espléndido power point Fernando Martínez de Baños. Atención por cierto al libro que coordina: “La guerra civil en Aragón”, Delsan, que se presentará en El Corte Inglés el 28 de octubre).
También estuvo el matrimonio formado por Pedro Alcorisa Peinado y Mercedes Pastor Navarro. Él fue enlace de la AGLA durante seis años, en diversos lugares de Aragón, en concreto de Teruel, como Libros, Camarena de la Sierra (nombrada casi siempre bajo el epígrafe general de sierra de Javalambre), y luego se fue a Valencia y a Cuenca. “El Chaval” y Pedro, apodado “Matías”, se conocieron entonces y se reencontraron medio siglo después: su amistad seguía inalterable. Pedro Alcorisa Peinado se fue de España, estuvo en Francia y vivió 20 años en Dresde (Alemania Oriental, entonces). Merced a su pasión por escribir cartas, entró en contacto con su mujer: acudió a su lado y se casaron. Mercedes recordó que ella, por las actividades con la guerrilla de uno de sus hermanos, fue detenida y torturada, y que fue un guardia civil quien le ayudó a sobrevivir, más que a sobrevivir, a salir de la cárcel de Arrancapinos –donde habían matado al padre de su futuro marido-. También habló Pedro Peinado que explicó el gran proyecto cultural de La Gavilla Verde, que aúna patrimonio, paisaje y, sobre todo, la memoria histórica. Hoy mismo comienzan en Santa Cruz de Moya (Cuenca) las jornadas de la guerrilla. El periodista de “Heraldo de Aragón”, Sergio del Molino –un magnífico narrador, por cierto, de estirpe cortazariana- acudirá el domingo para redactar un reportaje de dos páginas. Todos ellos –Fernando Martínez de Baños, los tres ex guerrilleros, si tenemos en cuenta que Mercedes fue una enlace episódica, Pedro Peinado y Mariano Balfagón- intervinieron en “Café de verano”, en directo, desde el magnífico hotel Balfagón, con Marina Fortuño, Cristina Jarque y Alberto Giménez en la dirección y en la emotiva conducción a través de las ondas. Mercedes, que no quería hablar, se emocionó y un hilillo de lágrimas y de dolor le empapó los ojos y le regó dulcemente el rostro.

Fue una jornada preciosa, la llama viva de la memoria y de la libertad. A media tarde, me llamó Pepe Melero preocupado por mi última nota: dice que le resta algo de credibilidad a su condición de erudito, de lector insaciable de poesía e historia, de bibliófilo aragonés. Y que recibe anónimos jocosos. No hay que llamarse a engaño: un hombre verdaderamente grande, un sabio, empieza a serlo porque cuida los pequeños detalles (por ejemplo pasear a un perro por el Paseo Sagasta) y se sabe la lista de los joteros ilustres: Asso, Navarro, Miguel Fleta, José Oto, Pascuala Perié, Felisa Galé, Begoña García, José Iranzo, Gracia, Aguerri... No sólo la lista, sino cada uno de sus cantes.

Mientras escribo esto, casi a las dos de la mañana, estoy esperando la llegada de Pepe Cerdá. ¿Qué hará el señor de la noche y de las tabernas, el mejor narrador oral del mundo, cruzando el Maestrazgo en su camioneta Volkswagen bajo una voluptuosa luna de pan, bajo un resplandor que peina la cresta de los montes y perfila sus sombras?

Llega Pepe con noticias frescas: lo ha parado la policía, "han visto que era un señor encantador, me han dado conversación y me han dejado seguir", ha visto cuatro zorros ("tres vivos y uno muerto") y un jabalí. Pepe ,como todo el mundo sabe, miente todo el rato. Me pide que apostille: "El único modo de hacer creíble la verdad es mintiendo". Buenas noches.
30/09/2004 01:53 Enlace permanente. sin tema Hay 11 comentarios.

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