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VIERNES, 4, A LAS 20.30, PRESENTACIÓN DE 'GOLPES DE MAR' EN A CORUÑA
'COCHES DE CHOQUE' DE ELÍAS MORO
El escritor Elías Moro (Madrid, 1959) publica un nuevo libro: 'Álbum de sombras' en Eolas, un viaje a la memoria y a los mundos que ya solo existen en el recuerdo.
Coches de choque
Por Elías Moro Cuéllar
Cuando los feriantes llegaban al barrio, los de la pandilla íbamos a echarles una mano para el montaje de las atracciones y las casetas. “Echar una mano” es una forma de hablar, claro, porque lo más complicado que hacíamos era acercarles alguna herramienta a los mecánicos o acarrear cubos de agua desde la fuente. Para adecentar a fondo los vehículos eléctricos, todavía con la carrocería, los asientos sucio y los volantes pringosos de la feria anterior. Para que se lavaran los currantes después de la agotadora y grasienta faena contra reloj. Para preparar el puchero de la comida de aquellos nómadas de la alegría que con su casa y su negocio a cuestas traían un poco de felicidad todos los meses de mayo a la grisura existente en nuestras vidas.
Lo que más nos gustaba de la feria eran los coches de choque. Los conducíamos en maniobras suicidas efectuando súbitos y espeluznantes adelantamientos con el único objetivo de provocar aparatosos golpetazos con quien tuviera la mala idea de cruzársenos por delante. Y cuanto más espectaculares, mejor. A veces, con los colegas perpetrábamos maniobras envolventes en busca de alguna víctima, de preferencia chicas solas. O en parejas, daba igual. Les dábamos unos sustos de muerte. Algunas, presas del pánico y en su afán por huir de los repetidos golpetazos, empezaban a girar y girar el volante a lo loco y entraban en una especie de bucle con el coche dando vueltas en el mismo sitio como una peonza sin encontrar la vía de escape; acababan llorando como magdalenas por el frenético acoso y los constantes topetazos, no os digo más. Eso sí: en más de una ocasión, después de las feroces acometidas y en cuanto se paraban, teníamos que salir a escape de los coches para huir de los padres, hermanos o novios de las muchachas. Habían presenciado el lance con un creciente cabreo y enfilaban hacia nosotros bufando como miuras y con arrestos de venganza. Menos mal que teníamos práctica de sobra en el regate, el repliegue y la evasión, que si no igual no estaba escribiendo esto ahora. Una vez aquellos parientes energúmenos atraparon al Anacleto, que no anduvo muy listo ni especialmente ágil, todo hay que decirlo, y cuando consiguieron arrancárselo de las manos hubo que llevarlo a la Casa de Socorro casi en parihuelas: decir que lo molieron a palos sería quedarme corto. No se anduvieron con pamplinas, no. Se formó una escandalera que ni te cuento, de las que hacen época. Aquel año se acabó la feria de manera abrupta para el Anacleto. Anda que no nos reímos luego de él ni nada. Gajes del oficio, colega, no nos lo tengas en cuenta.
Nos burlábamos cruelmente de la torpeza femenina manejando aquellos cacharros sin sospechar que no tardando mucho, a la vuelta de unos pocos años, aquellas chavalas nos las harían pagar todas juntas cuando las rondáramos con otras intenciones menos cerriles y más lúbricas y ellas se tomaran cumplida venganza de nuestra burricie por medio del desprecio o la indiferencia, cuando no de algún sonoro bofetón. Pero aquellos momentos con el volante en las manos en busca de una víctima, con la adrenalina producto de la excitación por el acoso y la caza de la pieza saliéndosenos por las orejas, no los cambiábamos por nada. Para que me entendáis: éramos como felinos hambrientos, al acecho en la espesura, prestos a saltar sobre la gacela distraída e indefensa para darse un buen atracón de carne fresca a la rica sombrita de alguna acacia. Y bastante cabrones también, por qué no decirlo.
Con una amplísima ventaja sobre el resto de los cacharros de la feria, aquella pista de chapas de hierro con su cielo metálico y electrificado donde se alineaban los coches de colorines como en la parrilla de salida de un Gran Premio Automovilístico, era un imán irresistible para nosotros. Si alguien quería encontrarnos de seguro durante los días de feria, no tenía más que acercarse por sus alrededores. Junto al carrusel de los caballitos, la nave vikinga y el tren de la bruja. Con sus musiquillas superpuestas. Frente a la pista de los coches, el resto de las atracciones (la ola, la noria, las tómbolas, los puestos de golosinas o frutos secos -¡ah, los dulces y refrescantes trozos de coco!-, los enormes autómatas mañicos simulando pisar la uva de Cariñena…) nos importaban un comino, un pimiento, una mierda. Excepto, quizás, las casetas de tiro con la escopetilla de balines, que también nos molaban un montón aunque nunca sacáramos premio. Los que jamás atinábamos a partir el palillo con el cigarrito pinchado sosteníamos con ardor ante quien fuera que las carabinas, unas antiguallas más viejas que el mear de pie, tenían que estar trucadas porque aquello no era normal. ¡Pero si los blancos estaban a menos de tres metros! Yo creo que solo atinaban los bizcos, que compensaban la variación del arma con la suya ocular. Recuerdo que había una variante de escopeta que en lugar de plomillos disparaba tapones de corcho con los que había que derribar diminutas botellas de licores. Inútiles todos los intentos, no recuerdo que nunca nos lleváramos ninguna. Aunque ahora que lo pienso, casi mejor, porque vete a saber de qué brebaje infame, de qué maléfico compuesto, de qué veneno para el estómago y el hígado estarían rellenas aquellas miniaturas de cristal. Por supuesto, entre los malos tiradores era creencia general la de que aquellos otros rifles tenían el punto de mira torcido o el gatillo duro o la culata blanda o el ánima del cañón lleno de porquería, con “más mierda que el zancajo un húngaro”, que decía mi abuela. Y así, claro, a ver quién era el búfalo bill que atinaba con el corchito de los cojones para tumbar la puñetera botellita. Problema de puntería seguro que no era porque con el tirachinas, rústico y ancestral artilugio que es mucho más difícil de manejar con tino, éramos unos hachas, unos figuras, unos campeones.
Cuando el montaje de la pista acababa, con todo a punto para la inauguración oficial y las preceptivas autoridades presentes para efectuar el pistoletazo de salida (el cura de la parroquia, el director del colegio, algún oscuro concejal de distrito, el siempre siniestro representante de las fuerzas del orden -algún inspector de segunda con cara de mala hostia por el marrón que se estaba chupando-…), los feriantes metían la mano en un sucio cajón de lata o un maltrecho cubo de plástico y, como si fuera un pobretón salario en especie, nos entregaban un puñado de fichas a cada uno en pago por la ayuda prestada. Y sería pobretón a ojos de alguno, no digo que no, no vamos a discutir ahora por eso, pero ese manojo de discos de plástico a buen recaudo en nuestros bolsillos era también un tesoro para nosotros, un botín que, al menos durante unos días, nos garantizaba diversión segura antes de enfilar el fin de curso con su inevitable ristra de exámenes y sus más que probables suspensos junto a pescozones paternos con deberes veraniegos de propina. Por vagos. Pero hasta entonces, carpe diem, viva la Pepa, venga juerga gitana, tócala de nuevo Sam y, ya metidos en jarana, ancha es Castilla y que salga el sol por Antequera. Estirábamos al máximo aquellas fichas, simplonas y sin embargo efectivas llaves de contacto, para que nos durasen durante toda la feria, día tras día y hasta el último momento.
Después de la clausura y el desmontaje de los baqueteados cachivaches entre restos de confeti y serpentinas, botellas vacías o rotas de vino, cerveza y refrescos, extensos manchurrones de grasa y pis, cuando no algo más gordo y maloliente en el suelo, o mutilados y ya inútiles boletos de rifas y tómbolas, nos tirábamos (como sabuesos en persecución de reo a la fuga, igual a entomólogos en pos de exótico escarabajo esquivo, tal que agrimensores enamorados hasta las cachas de lo suyo) unos cuantos días explorando a fondo el solar en busca y captura de fichas extraviadas o monedas perdidas por el personal en el trajín festivo. Con escaso éxito en la mayoría de las ocasiones y gran pesar por nuestra parte, todo hay que decirlo.
Luego esperábamos impacientes todo un año a que aquellos ambulantes de la diversión barata regresaran al barrio con sus eléctricos coches de casi imposibles y metalizados colores.
Se nos hacían muy largos los doce meses.
(De “Álbum de sombras”, Eolas Ediciones, 2017)
*La foto la tomo del blog de Enrique Vila-Matas, en alusión a un libro de Luis Pousa sobre el autobús.
http://www.enriquevilamatas.com/escritores/img/PousaBusAnyos50.jpg
PARNASO 2.0. ANTOLOGÍA DE MIS POEMAS
Una pequeña antología de mis poemas puede leerse aquí, en este dominio del Gobierno de Aragón.
http://parnaso2punto0.aragon.es/?p=1031
AMOR Y BRICOLAJE
Déjame que te lo diga. Mejor: déjame que lo piense:
en esta casa solo soy algo feliz por verte feliz a ti
pero vivo con la sensación de que no tengo
ni un instante de respiro. Todo es demasiado provisional.
Todo depende del aire, de la lluvia, de un vecino furioso
o de eso tan inquietante que llamamos azar.
Siempre vivo en alerta, en tensión. A la desesperada.
Siempre falla algo: el agua, la calefacción, algún motor,
un permiso, un canal de riego, siempre aparece una deuda
acumulada desde ayer mismo o desde hace siglos.
Siempre hay un árbol podado a destiempo,
uno de esos que ni deberíamos haber podado.
Acuérdate del nogal, ahora es un árbol desnudo, un tronco
sin ramas, un esqueleto descalabrado en medio del jardín.
Ya lo sé: soy aprensivo, temeroso, dubitativo.
Antes que contigo, me he casado con el pánico.
¿Sabes si se heredan los miedos y la incertidumbre?
Vivo en la cuerda floja permanente. Mi ánimo pende
de un hilo invisible, soy fatalista y enfermizo.
Siempre me pongo en lo peor: qué agobio, qué agonías,
¿cuándo te dedicarás a ser feliz, cuándo te abandonarás
a la noche, a los mares de maíz, al olor del tomillo?,
me dices a cualquier hora. Entonces, me callo y te miro.
Desde aquí o desde allá. Desde la ventana, mientras suenan
Regina Spektor, Suzanne Vega, Carole King o Noa.
En ese instante, casi me pareces una extraña:
la mujer inesperada que ha tomado el jardín, que coge
las brevas y que planta los tomates. La mujer
que se sienta en el porche con su gazpacho,
que se lanza a la piscina y se olvida del mundo:
incluso de mí y de mi angustia.
De nuevo, tengo
que decírtelo, ha llamado el vecino de al lado:
le molesta el ladrido de nuestra perra y no tiene agua.
¿Podrías mirar tú si se ha disparado el motor de la bomba?
TCHAIKOVSKY
Amabas la música sin saberlo.
De niño seleccionabas en el dial canciones
para tu madre en la aldea remota,
ante el lavadero y la fuente de las salamandras.
Aprendías la melodía del viento iracundo.
Por la noche te invadía el miedo: el acordeón
de los pinos agitaba su letanía obsesiva.
Pero aquel día era otra cosa. Y era la misma
acaso: la música es agua de luz, temblor de estrellas,
un arañazo de felino y de seda en el alma.
Ni siquiera conocías mucho al profesor:
vivía en una casa iluminada, blanca, con jardín,
y una mujer trajinaba entre las flores y los libros.
Pensaste: qué sonrisa esquiva, qué misterio lleva
desde el pelo hasta la floreada falda, qué melancolía.
El profesor te invitó a pasar: no sabías si era
su estudio, el cuarto de estar o el refugio del arte.
Te enseñó discos: muchos discos con el pudor
de quien expande la certeza de sus dones.
El meu amic el mar de Llach, Réquiem de Mozart.
Él escogió por ti: Piotr Ilich Tchaikovsky. Así lo dijo.
Con la seca trompetería de todas las consonantes.
Se acercó al aparato, comprobó el estado de la aguja
y puso el disco. Temblabas. Temblabas doblemente:
por el gesto delicado o la suavidad del instante,
y por todo lo que te esperaba. La tormenta de luz.
El maremoto de sonidos. El surtidor de sensaciones.
Antes de despedirse dijo: «Desde esta ventana
se ve el mar, las mariscadoras, las barcazas al sol.
Y desde aquella te asomas al bosque rumoroso:
hay caballos, fantasmas y ninfas al acecho».
Cerró suavemente la puerta y te dejó dentro.
No toqué nada. Como un sonámbulo o un poseso,
la melodía me llevaba al mar o al bosque.
Como un poseso, me quedé sin palabras.
RIAZOR
A Sara, que admira a Amaral
Recuerdo cómo eras entonces. Cómo eras.
Rabiosa y dulce a la vez, parecías flotar
en el aire o sobre la espuma. Parecías estar
aliada con un torbellino de certezas.
Amabas a otros. Sobre las rocas, en los montículos
de arena o en las grutas húmedas de sal.
Y en los bosques sagrados: te desmelenabas,
deslizabas en sus oídos palabras de lumbre,
sílabas que escocían como un puñal antiguo,
rosas lejanas, olores rotos de la memoria
que se desvanecían bajo los pinos y los arces.
No recuerdo cómo nos encontramos.
Se desmigaba el lento atardecer del playerío.
Quizá nos anduviésemos buscando. Intuías
de golpe cuándo desordenabas un corazón;
sabías mirar con el fulgor incisivo del sol,
y así me miraste, con aquel falso desdén que usabas
cuando alguien te importaba de pronto,
cuando elegías otro prisionero de tus enigmas.
Te vi allá abajo, avanzando por la playa de Riazor,
donde moría suavísimo el oleaje. Sola.
La ciudad se estrechaba entre los roquedales
y parecía querer abrazarte en su intimidad
de caracola. Bajé a trompicones, con esa abrupta
complicidad de dos amigos que se esquivan.
Te acompañé. Dimos una, dos, tres vueltas.
Me recordaste que eras de un pueblo lejano,
un pueblo de buitres y celajes imposibles,
de ríos insomnes y de viñedos. En realidad, dijiste,
no eras de ningún sitio. Te sentías la hija del mar,
de ese cosquilleo incesante de las olas
y aquel, me decías, era el mejor escenario
de tus tiempos muertos, entre clase y clase.
El tiempo aparte que rara vez compartías.
Apareció la lluvia y sacaste el paraguas de paseo.
Buscamos un refugio entre las rocas. Te acercaste.
O me acercaste a ti, a tu talle, a tu negro pantalón
de pana, a tu intenso olor a pachulí y a granada.
Hablabas sin hablar con tus tenebrosos ojos
y la barbilla montaraz de quien ha besado mucho.
Levantaste el jersey y me dijiste: «¿Sabrías
matarme de amor, sobre los peñascos, y luego,
trocito a trocito, devolverme a la corriente?».
No sé muy bien qué hice. Llevo cinco años
encadenado a la noche y sus delirios.
Y aquí, entre tinieblas, te cuento una y otra
vez cómo te recuerdo, cómo aún me dueles.
Te fuiste con el alarido de la resaca, mar adentro,
confiada, ajena a los destellos del faro.
AMOR DE MADRE
[5 de mayo de 2013]
Nunca he tenido palabras suficientes para ti.
A ti te gustaron mucho desde niño y las coleccionabas
como se coleccionan cromos o recortes de prensa.
Me habría gustado decirte que recuerdo
cada instante de tu niñez, tus miedos,
cómo corrías tras las olas, cómo mirabas a todas
las mujeres con descaro, con el dolor
de un querer imposible y precipitado. A veces
pensaba que las deseabas a todas: para ti, en tus sueños,
en un futuro feliz que imaginabas junto al mar.
Nunca he tenido la certeza del cariño. Ni he conocido
el idioma de la ternura, la última seda de las caricias.
Te vi crecer. Enfurecerte en las tardes solitarias.
Encerrado con tus libros y con tu silencio.
Envuelto en la soledad y sus cuchillos de luto.
Recuerdo lo que te gustaba: una conversación,
un nuevo libro, una película de amor apasionado.
No conozco a tantas actrices que te hacían
perder la razón, repetir sus diálogos, decir su nombre.
Después, cuando empezabas a irte de casa,
cuántas veces te esperé asomada a la ventana.
Tu padre apenas decía: ¿viene el chaval? Ven, mujer,
descansa, ya vendrá. Mañana nos espera la tierra.
No le hacía caso. ¡Cuántas veces te esperé hundida
en el abismo de la noche, ya sin lágrimas! Esperé en vano.
Un día, cuando creíamos haberte perdido ya,
cuando una extraña forma de locura se había instalado
en tu corazón y en tu cabeza, en tu cabeza loca,
nos anunciaste que te marchabas. Que te ibas de casa,
no sé si al fin del mundo o aún más lejos.
Compostela. Madrid. Barcelona o Zaragoza.
Tu padre no se lo creía. No podía aceptar que hubiera
dejado de ser imprescindible o importante en tu vida,
como aún lo era, de otro modo, para tus dos hermanos.
Nunca tuve las palabras necesarias para ti.
Tampoco entonces. Se me empañaron los ojos
y los ánimos. Se me oscureció la alegría.
Ha pasado el tiempo. Y sigo sin saber ponerle vocablos
a mi melancolía, a mi propia sensación de pérdida.
La vida se me apaga: ya lo sabes. He tenido un ictus,
ando con dificultad, no sé si volveré a verte.
He rebasado esa edad que te aproxima al adiós.
Por eso, esta mañana he cogido el último cuaderno
intacto que me queda y te he puesto solo tres líneas:
«Hijo mío, verdaderamente siempre he sentido una gran
pasión por ti. Quiero que lo sepas, estés donde estés,
en Compostela, en Zaragoza o en el fin del mundo».
Si no te importa, llámame si alguna vez te llegan.
BUSCANDO A DEBRA WINGER
Perdí la cabeza por ti,
antes, mucho antes de Tierras de penumbra.
Mucho antes de que fueras poeta
y una criatura mortal frente a la noche.
No sabría decir por qué. La luz de tu sonrisa,
tu picardía, tu fuerza, la manera en que bebías
la claridad del mundo en cada abrazo.
Me gustabas siempre: en cada diálogo,
en cada beso, en esa alegría incontenible
de estar a punto de irte para siempre a otra playa.
Pero cuando te vi en El cielo protector,
me sentí enfermo, poseído de amor.
Entendía, y no entendía, tu pasión por el desierto,
el helado rescoldo del plenilunio en la arena,
la muerte inesperada de un amor disipado.
Y luego, llegaste a aquel villorio,
a otra forma de prisión. Y a la violencia
del anhelo. Aún te veo: extraña y extranjera,
arrebatada y muda, mientras te acariciaban
y sorbían el sudor de tus muslos. Aún te veo:
lejana y sola contra la tiniebla y la escarcha.
Aún te veo: a horcajadas, a punto de estallar
como el torbellino de todos los deseos.
¿Recuerdas? Tú eras la piel del escalofrío.
Luego te esfumaste. A otro mundo,
a otras formas del olvido y del silencio.
Incluso salieron a buscarte. Querían, como yo,
saber de ti: buscaban a Debra Winger
y a las mujeres como tú que desaparecían de la pantalla.
Esa película perseguía a un fantasma,
una ninfa de antaño, vulnerable y sensual.
Ese rescate imposible enerva todos mis sentidos.
Cierro los ojos e imagino que estás ahí,
en el interior de la pantalla a punto de decirme:
«Ven. A veces solo en el cine se cumplen
los mejores sueños, peligrosamente juntos».
UNA BRISA NOCTURNA
A Ángel Crespo y Pilar Gómez Bedate
Vivían con las palabras precisas.
Con las suyas y con las de los otros:
con las de Fernando Pessoa y Rilke,
con las de Juan Ramón Jiménez,
con las de Stéphane Mallarmé.
Y esas palabras, en forma de versos,
andaban por la casa como pájaros
inquietos, como las notas huidizas
de una ópera o de un río de sílabas.
Vivían entre las piedras y el cielo,
entre los búcaros y el aleteo
de las telas. Siempre había un olor
a madera y a intimidad tomada.
Los libros estaban cerca. Los discos,
los cuadernos y una cesta de frutas.
Al llegar la noche, él se retiraba
a un palomar que era su obrador,
su estudio y el oratorio de la poesía.
Hablaba con Ofelia, con Zenobia,
con Beatriz, el delirio de Dante.
Congregaba a los espectros del verbo.
Había un instante en que ella subía
a sentarse a su lado: temblaba la luna
y encendía la fronda de los olivos.
Una brisa retornaba del campo
y entraba por la ventana para ellos.
UNA TARDE EN EL JARAMA
La escritora necesitaba la compañía del whisky
para soltarse la lengua. La suya era una vida
trabajada contra el destino y la ira. Estábamos
en una de esas cenas íntimas que suceden
a una tertulia con público apasionado.
Una de esas cenas donde las confidencias
van y vienen, y con ellas los chismes, los secretos.
Cuando todos habíamos liquidado los postres,
ella dijo: “Ni los escritores sabemos nada de amor.
A mí me ocurrió. Me casé enamorada, fui madre
de inmediato, bebía los vientos por él, lo deseaba,
lo deseaba tanto como la inspiración y la gloria.
Un día, no sé por qué, me cruzó la cara. Y tiró
una de mis libretas por la ventana: la seguí un instante,
se caía al vacío como un pájaro condenado.
En aquellas páginas hablaba de nosotros, de las noches
de pasión y de la nostalgia instantánea del sexo.
Me marché de casa poco después: con otra libreta,
malherida, humillada y sin nuestro único hijo.
Camilo José Cela, a quien siempre había visto como
un ogro, me recogió en su casa. Me cedió un cuarto
y me dio todo su cariño y el de su mujer menuda.
Temblaba de día y de noche. Sufría con la luz.
Me habría arrojado por un precipicio. Soñaba.
Pensé que me había olvidado de escribir. Lloraba.
Un día me encontré con un hombre, afable,
que miraba el vuelo de los gorriones del parque.
Que subía y bajaba de los tranvías. Dibujaba
y sonreía y montaba en bicicleta como un chiquillo.
Tuve la sensación de que él tampoco
esperaba nada del mundo ni de sus accidentes.
Le hablé. Concertamos varias citas. A orillas
del Manzanares, en el Retiro, en un tren de cercanías.
En un cine de doble sesión. Allí nos besamos
cuando la pantalla se iluminó con los ojos líquidos
de Ingrid Bergman. ¿Por qué lloras tú también?
Nos fuimos a vivir juntos. Recuperé a la escritora
que siempre había llevado dentro, y a la ebanista
que construía castillos y palacios y barcas a la deriva,
y a la niña artista que pintaba alondras en el bosque.
Ya no sabía bien si los dibujos eran míos o eran suyos.
Una tarde nos fuimos al Jarama. Recuerdo la corriente
agitada, los vencejos entre nubes de fuego, la brisa.
TESTIGOS DEL JARDÍN BOTÁNICO
A Rafael Navarro. Fotógrafo
Les tengo miedo a los aviones, a los barcos y a las autopistas. Por
eso no me atrevo a viajar. Me desplazo con la imaginación: a los
museos del mundo, a las ciudades como Praga, Venecia y Lima, a los
paisajes de la Toscana, a los cementerios lejanos y, sobre todo, a los
jardines. A los jardines botánicos de medio mundo. Me fascinan, me
enloquecen. Sueño con ser mota de luz, pájaro ínfimo, brizna del
valle o un golpe de viento para internarme en ellos como si fueran
mi hábitat, y yo un explorador incansable. Un coleccionista de aromas y de
colores. Sueño con no ser, ni siquiera fantasma
invisible, y hacerme un cubículo entre las plantas. Por eso te llamé:
Ven. Te reservo una sorpresa. Se llama Testigos. Tampoco te dije
más. No sabía si vendrías. Qué inquietud la del enamorado que
espera, qué llanto sordo se deslíe en silencio por todos los rincones
y, a la vez, qué ilusión, qué desvarío, qué ansiedad pervertida e
infantil. Yo me decía: ¿Y si viniera, si se atreviese a abandonar sus
últimos maniquíes, los poemas, los cigarrillos y el cieno oscuro de
sus sueños, y viniera? Viniste. Con una resaca grandiosa de besos y
de telas, de madrugada y de alcohol. Te abracé y, sin decirte nada, te
empujé hacia dentro. En letras bien grandes leíste: Testigos de Rafael
Navarro. Una exposición de fotos de naturaleza, de paisajes de
claridad tenue o nítida, de fronda voraginosa. Una muestra de los
viajes del fotógrafo a jardines botánicos de todo el mundo: Estados
Unidos, Roma, Milán, Londres, islas desconocidas. Te dije: “Vamos
a besarnos ante el corazón de la hiedra. Y allí, bajo la aureola de
ensueño de las corolas. Y allá, entre esa espesura de flores silvestres
que huelen a mar y a girasoles». Nos besamos. Aquí, allá, y aún bajo
otra instantánea: esa que revela que una flor ha sido hendida por un
insecto con su parsimonia obscena. Cuando apareció el guardia, me
empujaste hacia un bosque de helechos, mojado por la lluvia.
Dijiste: «Ven. Saltemos dentro. Tú y yo nunca hemos estado en
el edén».
FERRER LERÍN: UN POEMA

MOHSEN EMADI: CUATRO POEMAS

Olifante publica un nuevo poemario del poeta persa Mohsen Emadi: Suomalainen iltapäivä, que se traduce por ‘Una tarde finlandesa’, en su colección Papeles de Trasmoz, La Casa del Poeta. El libro, entre otros poemas, bellos e impresionantes, muy trabajados, incluye su espléndida elegía a Marcelo Reyes, que fue cofundador del Festival Internacional de Poesía del Moncayo y coeditor de Olifante, hasta su muerte. He aquí una selección de cuatro poemas del libro que se presentó hace unos días en Exposoria. Emadi, familiarizado con el Moncayo y muchos amigos de Aragón, es traductor y videoartista.
19
Amanecer durmiente.
Abro la ventana:
la voz cristalina de un niño.
Desde la ventana
no es visible ningún niño.
El sueño que no has dormido
llena tu despertar.
Como cada mañana
esta almohada está mojada.
20
Las pérdidas
no están en nuestra naturaleza,
pero en nuestra intención humana
acontecen.
Sin embargo, el cuerpo disfruta
besándote o besándola.
La invención del ser humano
tal vez fue un error.
La nieve cae sin razón
y el poema escrito con intención humana
no cura a nadie.
¡Bésame!
21
Le dije: ¡dame una palabra,
te daré un poema! Ella dijo: pon tus labios
un poco más cerca,
voy a dar a luz una palabra.
Asustado
escapaba de la resurrección.
Por años, en este poema
he estado esperando
la muerte.
22
Una mujer usa maquillaje
en su esfuerzo por ser diosa.
Ninguna mujer usa maquillaje
intentando ser humana.
Ella dice: mírame,
reza por mí.
En la soledad de todas las diosas
ella da a luz a los niños:
Medio mortal,
medio inmortal.
Yo siempre fallo
al describir su artificial belleza
en mi poesía.
Por mucho que el poema no necesite belleza
ella necesita mis besos.
NOTA BIOBIBLIOGRÁFICA
Poeta, traductor, programador y cineasta. Ha publicado los libros de poesía: ‘La flor en los renglones’ (Lola Editorial, 2003, España), ‘No hablamos de sus ojos’ (Ghoo Publishing, 2007, Irán), ‘Las leyes de la gravedad’ (Olifante, 2011, España), ‘Visible como el aire, legible como la muerte’ (Olifante, 2012, España), ‘Abismal’ (CrC, México) y ‘Standing on earth’ (Phoneme Media, EUA). Es fundador y editor de ‘Antología Persa de Poesía Mundial’ desde el 2007. Su poesía ha sido traducida a varios idiomas. Al mismo tiempo ha proyectado sus documentales poéticos en varios países. Su trabajo poético ha sido reconocido de diversas maneras: Premio Poesía de Miedo (Casa del Poeta, Trasmoz, España, 2010), Beca FILI (Finnish Literature Exchange, Finlandia, 2010), IV Beca Antonio Machado (Fundación Antonio Machado, Soria, España, 2011), Beca ICORN (Red internacional de ciudades para escritores refugiados, 2012-2015) y VI Distinción Poetas de otros mundos (Fondo Poético Internacional, 2015). Actualmente reside en México.
MURIÓ PILAR GÓMEZ BEDATE
ADIÓS A LA ESCRITORA, TRADUCTORA
Y PROFESORA PILAR GÓMEZ BEDATE
Viuda del poeta Ángel Crespo, editó a Juan Ramón Jiménez, Boccaccio y Mallarmé, y solía pasar temporadas en Calaceite.
El pasado domigno 13 de agosto, en el hospital Miguel Servet de Zaragoza fallecía la profesora, escritora y traductora Pilar Gómez Bedate (Zamora, 1936-Zaragoza, 2017). Hace un par de semanas, tras la celebración de unas jornadas de ‘Poesía y Traducción’ en “el paraíso de Calaceite”, como solía decir, en homenaje a su esposo Ángel Crespo (Ciudad Real, 1926-Barcelona, 1995). Pilar sufrió un derrame cerebral que se complicó con una neumonía y ya no pudo recuperarse.
Pilar Gómez Bedate fue siempre una mujer muy activa, afable y entusiasta, capaz de desplegar una gran energía y una gran sensibilidad hacia el arte, la literatura y la enseñanza. Doctora en Filosofía y Letras, fue Catedrática de Literatura Comparada en la Universidad de Puerto Rico (1967-1988), profesora titular de Filología Española en la Universidad Rovira y Virgili de Tarragona, y Catedrática de Literatura española en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, donde se jubiló.
Hacía poco tiempo, viuda desde 1995, decidió trasladarse de Barcelona a Madrid, donde se sentía muy feliz, rodeada de amigos, y donde seguía muy activa, cuidando la obra del poeta y traductor Ángel Crespo –excelente poeta simbolista, biógrafo de Fernando Pessoa y traductor de Dante y Petrarca, entre un sinfín de empeños-, a la vez que escribía cuentos y poemas que aparecerán en el próximo otoño en el sello Polibea. Pilar Gómez Bedate nació en Zamora en 1936, se trasladó a Madrid en los años 60, ejerció la crítica de arte en revistas como ‘Ínsula’ y ‘Cuadernos Hispanoamericanos’ y se unió, a mediados los años 60, a Ángel Crespo, con quien viviría en Puerto Rico, en Upsala, en Brasil y por supuesto en Barcelona.
Como habían hecho José Donoso y otros amigos como el pintor Rafols Casamada, el editor y narrador Toni Marí o el escultor Fernando Navarro, Ángel y Pilar se interesaron por la tradición literaria y el silencio de Calaceite, un pueblo de Teruel, y adquirieron una vivienda. Allí, ante los olivos y los almendros, en una casa de piedra con palomar, pasaban sus veranos. Recibían a muchos amigos, escritores y artistas, y fueron dos de los promotores del renacimiento cultural de Calaceite, ese lugar donde han residido Mauricio Wacquez, Teresa Jassá, Natacha Seseña, Elsa Arana…, y que han frecuentado Ángel Guinda y Trinidad Ruiz-Marcellán, Fernando Valls y Gemma Pellicer, Juanjo Flores y Sira Hernández, César Antonio Molina y Mercedes Monmany, su sobrino Nacho García Crespo y su mujer María Ángeles, que estuvieron con ella hasta el último momento. Y en el cementerio de la localidad del Matarraña reposa Crespo y descansarán las cenizas de Pilar.
Pilar Gómez Bedate se especializó en lenguas románicas. Editó y tradujo a Giovanni Boccaccio, en especial su obra maestra, ‘El Decamerón’, a Stéphane Mallarmé (al que también tradujo; era uno de sus poetas más amados). Editó varios libros de Juan Ramón Jiménez, a José Luis Giménez Frontín, a Carlos de la Rica, entre otros, y preparó una ‘Antología de la poesía modernista’. Y coordinó y recuperó varios libros de su esposo, poeta de inspiración simbolista. El escritor Pedro Sorela comentó: “Su sensible ‘Conocer Stendhal’ (Dopesa, 1979) destaca en la extensa bibliografía stendhaliana. A mí me ayudó mucho en mi propio ensayo sobre Stendhal”. No solo eso: estuvo detrás de varias revistas y perteneció al comité asesor de editoriales como Igitur, de Rosa Lentini y Ricardo Cano Gaviria. Como traductora, vertió al español a Joao Guimaraes Rosa y a los italianos Primo Levi y Carlo Ginzburg, entre otros.
Autora del poemario ‘La peregrinación’ (1966), en los últimos años, decidió publicar un nuevo volumen: ‘Las aguas del río’ (Olifante, 2011), que el poeta y crítico José Corredor Matheos definió así: “Un homenaje, ya explícito, rememoración de una vida en la espera del amado y de rápido recorrido vital en su compañía, que finaliza en la soledad de su recuerdo. Pero no se trata de un libro elegíaco, porque, aunque lo empañe a menudo la tristeza, puede más la presencia del Ausente, que sigue marcando con fuerza su silueta”. Uno de sus grandes amigos, Javier Lostalé, poeta y crítico literario, la definió así: “En Pilar se unieron conocimiento, pasión por la palabra y un profundo sentido de la amistad. Su espíritu estaba modelado por una síntesis del renacimiento y de la modernidad”.
*Tomo esta foto de Pilar Gómez Bedate con Jordi Doce -que estuvo ayer en el cementerio de Torrero con Javier Lostalé, José Luis Gómez Toré y Esther Ramón-, la tomo de aquí:
http://zetaestaticos.com/extremadura/img/noticias/0/975/975445_1.jpg
SAMPEDRO, POR ANTONIO CALLAU

Este es el retrato que Antonio Callau, a lápiz y carboncillo, hizo de José Luis Sampedro y se colgará en la nueva Biblioteca de Canfranc, que se abrirá próximamente. La Biblioteca de Canfranc lleva el nombre del autor de 'Real Sitio'. Ha sido un obsequio del Ateneo Jaqués, que lideran Marcos Callau, Lucía Pons y Kike Ubieto.
SE PRESENTA LA HISTORIA DE LECHAGO

“HISTORIA DE LECHAGO Y SUS GENTES” DE AGUSTÍN MARTÍN SORIANO
El sábado 19 de agosto se celebrará en Lechago, en el Pabellón Luis Alegre, la presentación del libro ‘Historia de Lechago y sus gentes’, de Agustín Martín Soriano, editado por la editorial aragonesa Doce Robles que, con este volumen, inicia una colección de libros sobre pueblos de Aragón.
El acto, que comenzará a las 19.30, forma parte de la Semana Cultural organizada por la Asociación de Amigos de Lechago.
En la presentación intervendrán, además del autor, Julio Saz (de la Asociación de Amigos de Lechago), Javier Lafuente (editor del libro), el periodista y profesor lechaguino Luis Alegre, y Manuel Rando, el alcalde de Calamocha, el municipio del que Lechago es pedanía.
Historia de Lechago y sus gentes, que cuenta con un prólogo de Luis Alegre, es el primer libro que se publica sobre este pueblo de la Comarca del Jiloca. En el texto, que ocupa unas 300 páginas e incluye cientos de ilustraciones, Agustín Martín Soriano realiza un exhaustivo recorrido por la historia del pueblo desde la Prehistoria hasta 2017, además de un excepcional retrato de la geografía física, humana y sentimental del lugar. El libro, resultado de un gran esfuerzo de documentación e investigación, recoge también semblanzas biográficas de las decenas de personalidades vinculadas al pueblo.
Agustín Martín Soriano nació en Lechago en 1957. En 1965 emigró con su familia a Barcelona, donde permaneció hasta 1982. Ese año regresó a Aragón para instalarse en Zaragoza. Ingeniero Técnico Químico por la Universidad de Barcelona, es un amante de todo lo relacionado con Aragón, pero sobre todo de Lechago, su pueblo.
Militó en el movimiento vecinal zaragozano y en el aragonesismo de izquierdas. Fue concejal del ayuntamiento de Zaragoza de 2003 a 2007 por CHA y en 2011 abandonó la política activa.
Fue uno de los fundadores de la Asociación de Amigos de Lechago en octubre de 1993 y hasta 2016 ha sido director de sus revistas El Pairón y Cantalobos y miembro de su junta directiva. También pertenece a la junta directiva del Centro de Estudios del Jiloca y colabora en sus publicaciones Xiloca y Cuadernos de Etnología del baile de San Roque. Pertenece asimismo al Rolde de Estudios Aragoneses y colabora en su revista Rolde. Igualmente forma parte de la AVV La Paz-Torrero de Zaragoza y ha colaborado en las publicaciones Dorondón y L’Astral. También ha colaborado con ARMHA (Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica de Aragón) y AGA (Asociación de Gaiteros de Aragón).
Es autor del libro Libertarios de Aragón. Cronología en torno a Joaquín Ascaso, el Consejo de Aragón y los anarquistas de nuestra tierra. Doce Robles, Zaragoza, 2015.
EN HECHO, CON EMILIO Y MARI CARMEN

CUENTOS DE DOMINGO* / Antón Castro
En Hecho, sin miedo
Si para un barcelonés, las Rambas son la calle más alegre del mundo, tal como escribió Federico García Lorca, para los aragoneses el Pirineo es un pulmón de felicidad. Un lugar al que siempre hay que ir. El Pirineo es la montaña, el cielo diáfano o casi cárdeno, la majestuosidad inefable, la arquitectura, ese arsenal un tanto indescriptible de vida, tradición y memoria que se percibe de inmediato: en las casas, en las flores que asoman al balcón de madera, en las calles empinadas, en las queserías o en las panaderías. Hecho está encajonado entre montañas y ha hecho diversas apuestas a por el turismo, por el arte, por el ocio en calma, por la aventura. En Hecho, ese hombre de paz que se llama Emilio Gastón, primer Justicia de Aragón de la democracia, tiene una casa solariega de 200 años. La comparte con su mujer, Mari Carmen Gascón, poeta y profesora. En esa casa, objeto a objeto, piedra a piedra, hablan el Pirineo y los secretos de una familia aragonesa que ha tenido catedráticos, sociólogos, músicos, abogados, escritores o poetas y escultores como Emilio. Allí la vida, avasalladora, se multiplica en todos los detalles. Desde las orlas universitarias, los lienzos, las figuras de metal y los esquilones, hasta las fotos, los carteles, las imponentes cadieras, que han oído conversar y reír a Lázaro Carreter, Francisco Ynduráin, los Blecua, padre e hijo, Domingo Miral, Veremundo Méndez y tantos y tantos que se han sentido llamados por Jaca, Ansó, la Selva de Oza, Hecho o Siresa. Uno de los lugares embrujados es la bodega: hay cubas de vino, hay atmósfera, esencia húmeda de los años, olor a fantasmas. La casa tiene dos bibliotecas, con materiales increíbles, desde el siglo XVIII hasta nuestros días. Carmen está muy orgullosa de la revista ‘La Esfera’, una maravilla de fotograbado e ilustración, y cada verano lee artículos de hace un siglo, 1915, 1916 o 1917. El gran tesoro está arriba, en la falsa: allí se agolpa el silencio denso de la memoria en un escenario de cine turbador. Además, unos kilómetros más arriba, Emilio y Carmen poseen una borda. De enamorados, de poetas o de observadores de las bellezas del Alto Aragón. Duermen a menudo allí. Y estos días, han contado las estrellas y han recordado que Barcelona es una gran herida en la piel del mundo. Allí, en la soledad existencial de la noche, ellos tampoco tienen miedo.
- Columna de Heraldo de Aragón. La foto de la bodega de Emilio Gastón y Mari Carmen Gascón es el ilustrador y editor Javier Hernández, que vive en Siétamo, con su compañera Raquel Sobrino, violinista, y con su hija Noa, que toca la viola.
DIÁLOGO CON FRANCO DETERIORO

El próximo viernes 25 de agosto, en La Terrazeta verde, Avda 61 Hispanidad, Valderrobres, Franco Deterioro presentará su espectáculo ’Engañando a los amigos’.
¿Cuántos discos has publicado ya en solitario?
No me he sentido solo, aunque a veces sea solitario, en ninguno de los cinco discos ni en el inminente «Rumba inclemente», preparado para el próximo mes de septiembre.
-De quién te sientes próximo: Krahe, Brassens, Albert Pla...
Krahe, sin duda alguna, «Todo es vanidad».
-¿Cómo te defines?
Soy una tortuga con rémora televisiva. Así me dibujó, exquisitamente, Virginia Trívez en mi último Cd publicado.
De acuerdo, ¿y qué más?
Lo que yo es hago ‘cotidianía’ en clave de sorna con gusto y canción, con declaraciones de intimidad e intenciones. Esos son los basamentos de este ‘cantalizador’ que soy y que sufrió una maravillosa transformación desde la línea del cantautor, a la que a veces se atreve regresar, pero su señera la Rumba le llama.
¿Qué buscas en una canción? ¿Qué le pides?
No busco, normalmente se produce el encuentro sin cita previa, y no le pido nada. Simplemente que se deje escuchar y si está en mis manos que se deje tocar.
¿Cuál es para ti la importancia del humor?
Toda, el cine mudo no sería nada sin Buster Keaton y el sonoro nada sin Rajoy. Son mi mayor inspiración. Humor vítreo al fin y al cubo.
-Qué te ha dado Aragón y Zaragoza, qué te están dando? ¿Por qué vive un señor como tú en Zaragoza?
Me trajeron y de traje voy. Hay mucho trajín últimamente, estoy incluso pensando en cambiar de planeta. Planeta pandereta está manejado con mano temblorosa. Zaragoza me ha dado la oportunidad de tropezar muchas veces con la misma piedra, todo un lujo.
¿Como se lleva ser músico en Zaragoza en plena crisis?
La crisis no existe. Es todo una especulación y en Zaragoza, como en todo el Reino, tratan de ayudar a los músicos echándoles una mano al cuello, es de agradecer. Así, al menos yo, no me siento solo.